Capítulo veintinueve

Pasaron cuatro años.

Fueron años felices para Alma Whittaker, y ¿por qué no habrían de serlo? Tenía un hogar (su tío la instaló directamente en la residencia de los Van Devender); tenía una familia (los cuatro hijos de su tío, sus adorables esposas y sus camadas de niños); a menudo se comunicaba por correo con Prudence y Hanneke, que seguían en Filadelfia; y tenía un puesto de considerable responsabilidad en el Hortus Botanicus. Su título oficial era Curator van Mossen: «la conservadora de musgos». Tenía su propio despacho, en la segunda planta de un agradable edificio a dos casas de la residencia Van Devender.

Pidió que le enviaran todos sus viejos libros y notas que permanecían en la cochera, allá en Filadelfia, y su herbario también. Fue como unas vacaciones para ella, la semana en que llegó el cargamento y lo abrió todo. Había echado de menos hasta la última de las páginas. Le divirtió y le sonrojó descubrir, enterradas al fondo de los baúles de libros, sus viejas lecturas salaces. Decidió conservar todos esos libros…, aunque muy bien escondidos. Para empezar, no sabía cómo deshacerse de esos peligrosos textos de un modo respetable. Por otro lado, estos libros aún tenían el poder de estimularla. Incluso a su avanzada edad, un obstinado deseo sensual persistía en su cuerpo, y aún le exigía su atención ciertas noches, cuando, bajo el cobertor, revisitaba esa vulva vieja y familiar, recordando una vez más el sabor de Tomorrow Morning, el olor de Ambrose, el apremio de los más inflexibles y tenaces impulsos de la vida. Ni siquiera intentaba luchar contra ellos; a estas alturas, era evidente que formaban parte de ella.

Alma ganaba un respetable salario (el primero de su vida) en el Hortus, y compartía un asistente y una secretaria con el director de micología y el supervisor de helechos (de quienes, con el tiempo, se hizo muy amiga: sus primeros amigos científicos). Se creó una reputación no solo de excelente taxonomista, sino también de buena prima. A Alma le complació y sorprendió no poco adaptarse de forma tan plácida al bullicio y alboroto de la vida en familia, teniendo en cuenta que su vida había sido siempre tan solitaria. La deleitaban los ingeniosos intercambios de sus sobrinas y sobrinos durante la cena y festejaba sus logros y talentos. La honraba que las muchachas acudieran a ella en busca de consejos o consuelos respecto a sus horripilantes o maravillosas tribulaciones románticas. Veía en ellas rasgos de Retta en sus momentos de entusiasmo; rasgos de Prudence en sus momentos de reserva; rasgos de sí misma en sus momentos de duda.

Con el paso del tiempo, Alma fue considerada por todos los Van Devender como un don considerable tanto para el Hortus como para la familia…, dos entidades por completo indistinguibles. Su tío cedió a Alma un rincón pequeño y umbroso de la casa de las palmeras, y la invitó a crear una exposición permanente llamada la Cueva de los Musgos. Fue un encargo tan peliagudo como satisfactorio. A los musgos no les gusta crecer lejos de donde han nacido y Alma tuvo dificultades para recrear artificialmente las condiciones precisas (la humedad adecuada, la combinación correcta de luz y de sombra, las piedras indicadas, el sustrato de grava y leños) para alentar a las colonias de musgo a prosperar en cautiverio. Llevó a cabo esta hazaña, sin embargo, y no tardó en llenar la cueva con especímenes de musgos de todo el mundo. Mantener la exposición sería un proyecto para toda la vida, que exigía una niebla perpetua (obtenida gracias a motores de vapor), refrigerar mediante paredes aislantes y evitar siempre la luz directa del sol. Era necesario contener a los musgos agresivos y dados a expandirse con rapidez, de modo que las especies más escasas y diminutas pudieran prosperar. Alma había leído acerca de unos monjes japoneses que mantenían sus jardines de musgo arrancando las malas hierbas con unos fórceps diminutos, y ella hizo suya esa práctica. Todas las mañanas se veía a Alma en la Cueva de los Musgos, donde extirpaba pequeñas vetas invasoras una a una, a la luz de una linterna de minero, con las puntas de sus pinzas de acero. Quería que fuera perfecta. Quería que resplandeciera como el fuego de la esmeralda, como resplandeció esa extraordinaria cueva de musgos para ella y para Tomorrow Morning, años atrás, en Tahití.

La Cueva de los Musgos se convirtió en una exposición popular en el Hortus, pero solo para un determinado tipo de persona: ese tipo que busca el silencio, la ensoñación de la oscuridad. (El tipo de persona, en otras palabras, que tiene poco interés en vistosas flores, lirios descomunales y multitud de familias ruidosas). Alma disfrutaba arrellanándose en un rincón de la cueva y observando a las personas que entraban en el mundo que había creado. Los veía acariciar esa piel de musgo y veía cómo se relajaban sus rostros, cómo se distendía su postura. Sentía una afinidad con ellos, los silenciosos.

Durante esos años, Alma también dedicó un tiempo considerable a su teoría de la alteración competitiva. El tío Dees la había animado a publicar el ensayo desde que lo leyó en 1854, pero Alma se resistió entonces y seguía resistiéndose todavía. Por otra parte, se negaba a permitirle que hablara de su teoría con otras personas. Su reticencia no causaba más que frustración a su buen tío, quien consideraba que la teoría de Alma era importante y muy probablemente correcta. La acusaba de ser tímida en exceso, de retrasar el progreso. En concreto, la acusaba de temer la condena religiosa en caso de hacer públicas sus ideas sobre la creación constante y la transmutación de las especies.

—Te falta valor para asesinar a Dios —dijo este buen protestante holandés, que había asistido a misa muy devotamente todos los sabbaths de su vida—. Vamos, Alma, ¿de qué tienes miedo? ¡Muestra un poco de esa audacia de tu padre, niña! Adelante, ¡aterroriza al mundo! Despierta a todas las jaurías de la polémica, si es necesario. ¡El Hortus te va a proteger! ¡Nosotros mismos podríamos publicarlo! ¡Podríamos publicarlo bajo mi nombre, si temes la censura!

Pero Alma dudaba no por temor a la Iglesia, sino por la profunda convicción de que su teoría no era todavía científicamente indiscutible. Tenía la certeza de que existía un pequeño agujero en su lógica, y no sabía cómo cerrarlo. Alma era perfeccionista y no poco pedante y, sin duda, no iba a dejarse atrapar al publicar una teoría con un agujero, aunque fuera pequeño. No temía ofender a la religión, como a menudo decía a su tío; temía ofender algo mucho más sagrado para ella: la razón.

Pues había un agujero en la teoría de Alma: por mucho que se esforzaba, era incapaz de comprender las ventajas evolutivas del altruismo y la abnegación. Si el mundo natural era, en efecto, el ámbito de la lucha amoral y constante por la supervivencia, y si imponerse a los rivales era la clave de la dominación, la adaptación y la resistencia…, ¿cómo interpretar, por ejemplo, a alguien como su hermana, Prudence?

Cada vez que Alma mencionaba el nombre de su hermana en relación con la teoría de la alteración competitiva, su tío gemía.

—¡Otra vez no! —gimoteaba, mesándose las barbas—. ¡Nadie ha oído hablar de Prudence, Alma! ¡A nadie le importa!

Pero a Alma le importaba y el «problema Prudence», como se acostumbró a llamarlo, la inquietaba considerablemente, pues amenazaba con desbaratar toda la teoría. La inquietaba aún más porque era algo personal. Alma había sido la beneficiaria, al fin y al cabo, de un acto de gran generosidad y abnegación de Prudence casi cuarenta años atrás, y no lo olvidaría nunca. Prudence renunció en silencio al gran amor de su vida, con la esperanza de que George Hawkes se casara con Alma y que fuera ella quien se beneficiara de ese matrimonio. Que esa abnegación de Prudence hubiera sido en vano no disminuía en modo alguno su sinceridad.

¿Por qué haría una persona algo así?

Alma sabía responder esa pregunta desde un punto de vista moral («porque Prudence era amable y desinteresada»), pero no sabía responder desde el punto de vista biológico (¿por qué existen la bondad y el altruismo?). Alma comprendía muy bien por qué su tío se mesaba las barbas cada vez que mencionaba a Prudence. Reconocía que, en el vasto ámbito de la historia natural y humana, este trágico triángulo entre Prudence, George y ella era tan diminuto e insignificante que casi era una parodia plantear el tema (y en una discusión científica, nada menos). Pero, aun así, la pregunta no desapareció.

¿Por qué haría una persona algo así?

Cada vez que Alma pensaba en Prudence, se veía obligada a plantearse una vez más esta cuestión, tras lo cual observaba impotente cómo su teoría de la alteración competitiva se desmoronaba ante sus ojos. Pues, al fin y al cabo, Prudence Whittaker Dixon no era un ejemplo aislado. ¿Por qué actuaba alguien sin atenerse al interés propio más vil? Alma era capaz de explicar de modo convincente por qué las madres, por ejemplo, hacían sacrificios por sus hijos (ya que era ventajoso continuar la línea familiar), pero no lograba explicar por qué un soldado se lanzaba contra una línea de bayonetas a fin de proteger a un camarada herido. ¿Cómo beneficiaba esa acción al valiente soldado o a su familia? Sencillamente, no lo hacía: mediante esa abnegación, el valeroso soldado negaba no solo su propio futuro, sino también el de sus descendientes.

Tampoco sabía explicar por qué un recluso hambriento compartiría la comida con un compañero de celda.

Tampoco sabía explicar por qué una mujer saltaría al canal para salvar al bebé de otra mujer solo para morir en el intento…, como había ocurrido no hacía mucho en la calle que daba al Hortus.

Alma no sabía si, dado el caso, ella se habría comportado de un modo tan noble, pero otros, indiscutiblemente, sí lo hacían… y con cierta frecuencia. Alma no tenía dudas de que su hermana y el reverendo Welles (otro ejemplo de bondad extraordinaria) renunciarían sin titubeos a comer para salvar la vida de alguien, y se expondrían, también sin titubeos, a sufrir lesiones o la muerte para salvar el bebé de una desconocida, o incluso el gato.

Por otra parte, no había nada parecido a esos ejemplos extremos de abnegación en el mundo natural, por lo que sabía. Sí, en una colmena de abejas o una manada de lobos, en una bandada de pájaros o incluso una colonia de musgos, a veces los individuos morían por el bien del grupo. Pero jamás se había visto que un lobo salvara la vida de una abeja. Jamás se había visto que el musgo se dejara morir para ceder su valioso suministro de agua a una hormiga, solo por bondad.

Estas eran las razones que exasperaban a su tío, cuando Alma y Dees se sentaban juntos hasta altas horas de la noche, un año tras otro, para debatir la cuestión. Ya comenzaba la primavera de 1858 y aún la debatían.

—¡No seas una sofista tan fastidiosa! —dijo Dees—. Publica el ensayo tal y como está.

—No puedo evitar ser así, tío —respondió Alma sonriendo—. Recuerda: tengo el cerebro de mi madre.

—Agotas mi paciencia, sobrina —dijo él—. Publica el ensayo, deja que el mundo se enzarce en debates y que nosotros descansemos de este puntilloso embrollo.

Pero Alma no se dejó convencer.

—Si yo veo este agujero en mi razonamiento, tío, entonces otros también lo verán y nadie tomará mi obra en serio. Si la teoría de la alteración competitiva es realmente correcta, ha de ser correcta para todo el mundo natural…, incluyendo a la humanidad.

—Haz una excepción para los seres humanos —sugirió su tío, encogiéndose de hombros—. Aristóteles lo hizo.

—No hablo de la gran cadena de los seres, tío. No me interesan las discusiones filosóficas o éticas; me interesa una teoría biológica universal. Las leyes de la naturaleza no admiten excepciones o no serían leyes. Prudence se ve afectada por la ley de la gravedad; por lo tanto, se tiene que ver afectada por la teoría de la alteración competitiva, si es que esa teoría es cierta. Si no le afecta, entonces esa teoría no puede ser cierta.

—¿La gravedad? —Dees puso los ojos en blanco—. Madre mía, niña, escucha lo que dices. ¡Ahora quieres ser Newton!

—Quiero estar en lo cierto —le corrigió Alma.

En sus momentos más animados, a Alma casi le resultaba cómico el problema Prudence. Durante toda la juventud Prudence fue un problema para Alma y, ahora que Alma había aprendido a amar, apreciar y respetar a su hermana, Prudence seguía siendo, todavía, un problema.

—A veces me gustaría no volver a oír el nombre de Prudence en esta casa —dijo el tío Dees—. Estoy harto de Prudence.

—Entonces, explícamela —insistió Alma—. ¿Por qué adopta huérfanos de esclavos negros? ¿Por qué da hasta su último centavo a los pobres? ¿Cómo se beneficia de todo eso? ¿Cómo beneficia a sus hijos? ¡Explícamelo!

—La beneficia, Alma, porque ella es una mártir cristiana y desea ser crucificada de vez en cuando. Conozco gente de ese tipo, querida. Hay gente, como ya te habrás dado cuenta, que se deleita tanto al cuidar y sacrificarse como otros al saquear y asesinar. Esos fastidiosos ejemplares son raros, pero sin duda existen.

—Pero, una vez más, nos dirigimos al meollo de la cuestión —replicó Alma—. Si mi teoría es correcta, esa gente no debería existir. Recuerda, tío, mi tesis no es la teoría de los placeres de la abnegación.

—Publica, Alma —dijo en tono cansado—. Es una obra bien pensada. Publícala tal cual y deja que el mundo decida su valor.

—No puedo publicarla —insistió Alma— hasta que sea indiscutible.

Así, la conversación daba vueltas y más vueltas y acababa como siempre, atascada en el frustrante terreno de siempre. El tío Dees miró a Roger, acurrucado en su regazo, y le dijo:

—Tú me rescatarías si me estuviera ahogando en un canal, ¿verdad, amigo?

A modo de respuesta, Roger movió esa interesante versión de cola que tenía.

Alma tuvo que admitirlo: era probable que Roger rescatara al tío Dees si se estuviera ahogando en un canal, o quedara atrapado en un incendio, o pasara hambre en una prisión, o se hallara bajo los escombros de un edificio…, y Dees haría lo mismo por él. El amor entre el tío Dees y Roger era tan persistente como inmediato había sido. Nunca se separaron, hombre y perro, desde el momento en que se conocieron. Nada más llegar Alma a Ámsterdam, hacía cuatro años, Roger le hizo comprender que ya no era su perro, que, de hecho, nunca había sido su perro, ni el de Ambrose, sino que había pertenecido al tío Dees desde el principio, por fuerza del puro y sencillo destino. El hecho de que Roger hubiera nacido en la lejana Tahití, en tanto que Dees van Devender residía en Holanda, fue el resultado, parecía creer Roger, de un desafortunado error administrativo, afortunadamente rectificado.

En cuanto al papel de Alma en la vida de Roger, no fue más que un correo, encargada de transportar a ese animal pequeñajo, anaranjado e inquieto por medio mundo, con el fin de unir perro y hombre en un amor eterno y apasionado.

Amor eterno y apasionado.

¿Por qué?

Roger era otro al que Alma no lograba descifrar.

Roger y Prudence, los dos.

***

Llegó el verano de 1858 y con él llegó la estación de las muertes súbitas. Las penas comenzaron el último día de junio, cuando Alma recibió una carta de su hermana con un horrible compendio de tristes noticias.

«Tengo que informarte de tres muertes —advirtió Prudence en la primera línea—. Tal vez, hermana, deberías sentarte antes de seguir leyendo».

Alma no se sentó. Se quedó en el umbral de la hermosa residencia Van Devender, en Plantage Parklaan, leyendo esta triste misiva de la lejana Filadelfia, mientras le temblaban las manos de la angustia.

En primer lugar, informó Prudence, Hanneke de Groot había fallecido a la edad de ochenta y siete años. La vieja ama de llaves se encontraba en su habitación, en el sótano de White Acre, a salvo tras las barras de su caja fuerte privada. Dio la impresión de haber muerto mientras dormía, sin sufrir.

«No sabemos cómo seguiremos adelante sin ella —escribió Prudence—. No necesito recordarte su bondad y su valía. Fue como una madre para mí, y sé que para ti también».

Pero, apenas descubierto el cadáver de Hanneke, prosiguió Prudence, un chico llegó a White Acre con un mensaje de George Hawkes: Retta («transformada hace muchos años por la locura, imposible de reconocer») había fallecido en su habitación del asilo Griffon para enfermos mentales.

Prudence escribió: «Es difícil saber qué lamentar más hondamente: la muerte de Retta o las tristes circunstancias de su vida. Me esfuerzo por recordar a la Retta de antaño, tan alegre y despreocupada. A duras penas logro imaginarla como esa chiquilla, antes de que su mente se llenara de brumas…, pues fue hace muchísimo tiempo, cuando éramos todos tan jóvenes».

A continuación, llegó la noticia más abrumadora. No habían pasado ni dos días de la muerte de Retta, informaba Prudence, cuando falleció el propio George Hawkes. Acababa de llegar de Griffon, de terminar los preparativos para el funeral de su esposa, y se derrumbó en la calle, frente a su taller de impresión. Tenía sesenta y siete años.

«Me disculpo por haber tardado más de una semana en escribirte esta desdichada misiva —concluyó Prudence—, pero me acucian ideas tan angustiosas que me ha resultado imposible ponerme a ello. Es para quedarse estupefacto. Todos estamos profundamente conmovidos. Tal vez he tardado tanto en escribir esta carta porque no podía evitar pensar: “Cada día que no le cuento estas noticias a mi pobre hermana es un día que no ha de sobrellevarlas”. Busco en mi corazón un mísero gramo de consuelo que ofrecerte, pero es difícil hallar nada. Apenas puedo consolarme a mí misma. Que el Señor los acoja en su seno a todos ellos. No sé qué más decir; por favor, discúlpame. La escuela continúa bien. Los estudiantes prosperan. El señor Dixon y los niños te envían su cariño incondicional… Sinceramente, Prudence».

Alma tuvo que sentarse, y dejó la carta a un lado.

Hanneke, Retta y George: los tres, idos en un solo golpe.

—Pobre Prudence —murmuró Alma en voz alta.

Pobre Prudence, sin duda, que había perdido a George Hawkes para siempre. Por supuesto, Prudence había perdido a George hacía mucho tiempo, pero ahora lo había perdido de nuevo, y esta vez para siempre. Prudence no había dejado de amar a George, ni él a ella, o eso le había dicho Hanneke. Pero George había seguido a la pobre Retta a su tumba, atado para siempre al destino de esa trágica esposa a la que nunca amó. Todas las posibilidades de la juventud, pensó Alma, todas, echadas a perder. Por primera vez, reflexionó en lo similar que acabaron siendo su destino y el de su hermana: las dos, condenadas a amar a hombres a quienes no podían poseer; las dos, decididas a seguir adelante, con valentía, a pesar de todo. Hacemos lo que podemos, y hay dignidad en el estoicismo, pero en verdad la tristeza del mundo es en ocasiones casi insoportable, y la violencia del amor, pensó Alma, a veces era la violencia más despiadada de todas.

Su instinto le pidió volver a casa a toda prisa. Pero White Acre ya no era su casa y le bastó imaginarse entrando en la vieja mansión sin ver el rostro de Hanneke de Groot para que Alma se sintiera mareada y perdida. En su lugar, fue a su despacho y respondió la carta de su hermana, buscando en su corazón míseros gramos de consuelo, que no abundaban. De forma poco habitual en ella, acudió a la Biblia, a los Salmos. Escribió a su hermana: «El Señor está cerca de quienes tienen quebrantado el corazón». Pasó todo el día en el despacho, con la puerta cerrada, encorvada por el dolor, en silencio. No molestó a su tío con estas tristes noticias. Cómo se había alegrado al saber que Hanneke de Groot, su querida niñera, aún vivía; no osó informarle de esta muerte, ni de las otras. No deseaba ensombrecer ese espíritu amable y dichoso.

Apenas dos semanas más tarde, se alegró de esa decisión, cuando su tío Dees contrajo una fiebre, guardó cama y murió antes de que acabara el día. Era una de esas fiebres periódicas que arrasaban Ámsterdam durante los meses de verano, cuando los canales se volvían rancios y fétidos. Una mañana, Dees, Alma y Roger desayunaban juntos, y al siguiente desayuno Dees ya no vino. Esta pérdida, tan cercana a las otras, desgarró a Alma de tal modo que apenas sabía cómo contenerse. Por las noches se descubría a sí misma caminando de un lado a otro de la habitación, una mano en el pecho, por temor a que se le abrieran las costillas y el corazón cayera al suelo. Alma sentía haber conocido a su tío hacía tan poco… ¡No habían pasado suficiente tiempo juntos! ¿Por qué nunca había tiempo suficiente? Un día su tío estaba aquí; al siguiente, fue llamado. Todos ellos habían sido llamados.

Media Ámsterdam, o eso pareció, acudió al funeral del doctor Dees van Devender. Sus cuatro hijos y los dos nietos mayores llevaron el ataúd de la casa de Plantage Parklaan a la iglesia que había a la vuelta de la esquina. Las nueras y los nietos se abrazaban y lloraban; de un tirón llevaron a Alma al medio del grupo, y le consoló esa aglomeración de la familia. Dees había sido muy querido. Todos estaban desolados. Además, el pastor de la familia reveló que el doctor Van Devender se había dedicado con discreción a las obras de caridad toda su vida; en esa multitud había muchos cuyas vidas había socorrido o incluso salvado a lo largo de los años.

Ante la ironía de esta revelación (dados los debates interminables entre Alma y Dees a medianoche), Alma tuvo ganas de llorar y reír al mismo tiempo. Esa discreta vida de generosidad lo situaba en lo alto de la escalera de Maimónides, pensó Alma, pero ¡ya me lo podía haber dicho en algún momento! ¿Cómo era posible que se sentara ahí, año tras año, restando importancia a la relevancia científica del altruismo, al mismo tiempo que lo practicaba sin cesar? Era pensarlo y quedarse maravillada ante él. Era echarlo de menos. Era querer hacerle preguntas y bromear con él…, pero se había ido.

Después del funeral, el primogénito de Dees, Elbert, quien se iba a hacer cargo de la dirección del Hortus, tuvo la amabilidad de acercarse a Alma y asegurarle que su puesto, tanto en la familia como en el Hortus, no corría peligro alguno.

—No te preocupes por el futuro —le dijo—. Todos queremos que te quedes.

—Gracias, Elbert —atinó a decir Alma, y los dos primos se abrazaron.

—Me consuela saber que lo querías, como todos nosotros —dijo Elbert.

Pero nadie quiso a Dees como lo quiso Roger, el perro. En cuanto Dees cayó enfermo, ese pequeño chucho anaranjado se negó a moverse de la cama de su dueño; tampoco se movió cuando retiraron el cadáver. Se plantó entre las sábanas frías y ahí se quedó. Se negó a comer, ni siquiera los wentelteefjes que le preparó Alma y que, con lágrimas en los ojos, intentó darle con la mano. Volvió la cabeza hacia la pared y cerró los ojos. Alma le tocó la cabeza, habló con él en tahitiano y le recordó su noble linaje, pero Roger no respondió en absoluto. Al cabo de unos pocos días, Roger se había ido también.

***

De no ser por esa negra nube de muerte que ensombreció los cielos de Alma ese verano, casi con seguridad habría oído hablar de las actas de la Sociedad Linneana de Londres del 1 de julio de 1858. Por lo general, se esforzaba en leer las notas acerca de los más importantes encuentros científicos de Europa y América. Pero (comprensiblemente) se encontraba muy descentrada ese verano. Las revistas se amontonaban sobre su escritorio sin ser leídas, mientras Alma lloraba. Cuidar de la Cueva de los Musgos absorbía las escasas energías que lograba reunir. Todo lo demás quedaba desatendido.

Así pues, se lo perdió.

De hecho, no oiría nada al respecto hasta una mañana de finales de diciembre, cuando abrió The Times y leyó la reseña de un nuevo libro escrito por un tal Charles Darwin, titulado El origen de las especies por medio de la selección natural, o la preservación de las razas favorecidas en la lucha por la vida.