Dees van Devender se quedó mirando a Alma desde el otro lado de una mesa atestada.
Alma le permitió que la mirara. Su tío no le había dirigido la palabra desde que la habían llevado a su despacho unos minutos antes ni la había invitado a sentarse. No pretendía ser maleducado; simplemente, era holandés, y por lo tanto cauteloso. La estaba observando. Roger se sentó al lado de Alma, con el aspecto de una pequeña hiena maltrecha. El tío Dees observó al perro también. Por lo general, a Roger no le agradaba que lo miraran. Normalmente, cuando los desconocidos lo miraban, Roger les daba la espalda, agachaba la cabeza y suspiraba compungido. Pero, de repente, Roger hizo algo inesperado. Se apartó de Alma, caminó hacia la mesa y apoyó el mentón sobre los pies del doctor Van Devender. Alma no había visto algo así antes. Estaba a punto de hacer un comentario al respecto, pero su tío (sin prestar atención al chucho que tenía a los pies) habló primero.
—Je lijkt niet op je moeder —dijo.
«No se parece a su madre».
—Lo sé —respondió Alma en neerlandés.
—Es igualita a ese padre suyo —prosiguió.
Alma asintió. Por el tono de voz, Alma supo que no era un punto a su favor ese parecido con Henry Whittaker. En realidad, nunca lo había sido.
El tío la examinó un poco más. Alma le devolvió la mirada. Estaba tan absorta con la cara de él como él lo estaba con la suya. Si Alma no se parecía a Beatrix Whittaker, este hombre, ciertamente, sí la recordaba. Era un parecido asombroso: era la cara de su madre, pero envejecida, masculina, con barba y, en ese momento, con una mirada muy recelosa. (Bueno, para ser sinceros, esa suspicacia no hacía sino aumentar la semejanza).
—¿Qué pasó con mi hermana? —preguntó—. Hemos oído hablar del ascenso del padre de usted (como todos los botánicos de Europa), pero no volví a saber nada de Beatrix.
«Tampoco ella supo nada de ti», pensó Alma, pero no lo dijo. En realidad, no culpaba a nadie en Ámsterdam por no haber intentado ponerse en contacto con Beatrix desde (¿cuándo fue?) 1792. Sabía cómo eran los Van Devender: obstinados. No habría salido bien. Su madre no habría dado su brazo a torcer.
—Mi madre vivió una vida próspera —respondió Alma—. Fue feliz. Hizo un impresionante jardín clásico, muy admirado en toda Filadelfia. Trabajó junto a mi padre en el comercio botánico, justo hasta el día de su muerte.
—¿Que fue cuándo? —preguntó en un tono más propio de un agente de policía.
—En agosto de 1820 —respondió Alma.
Al oír la fecha una mueca de dolor cruzó la cara de su tío.
—¡Cuánto tiempo hace! —dijo—. Qué joven.
—Tuvo una muerte repentina —mintió Alma—. No sufrió.
Su tío la miró un poco más, tomó un sorbo de café, sin prisas, y se sirvió un trozo de wentelteefje del platillo que tenía ante sí. Era evidente que Alma había interrumpido su merienda. Alma habría dado casi cualquier cosa por saborear ese wentelteefje. Tenía una pinta estupenda y olía de maravilla. ¿Cuándo había comido una tostada con canela por última vez? Probablemente, la última vez que Hanneke le preparó una. Al oler ese aroma sintió una nostalgia debilitante. Pero el tío Dees no le ofreció café y menos aún le ofreció una porción de ese mantecoso y dorado wentelteefje.
—¿Quiere que le hable de su hermana? —preguntó Alma al fin—. Creo que los recuerdos que usted tiene de ella serán recuerdos de niño. Podría contarle algunas historias, si lo desea.
Su tío no respondió. Intentó imaginarlo tal como lo describía siempre Hanneke: un niño de diez años, de buen carácter, que lloraba mientras su hermana partía hacia Estados Unidos. Hanneke había contado a Alma muchas veces cómo Dees se aferró a las faldas de Beatrix, hasta que tuvieron que apartarlo. También describió cómo Beatrix había regañado a su hermano pequeño para que nunca más mostrara sus lágrimas al mundo. A Alma le costó imaginarlo. Ahora parecía viejísimo y muy solemne.
—He crecido —dijo Alma— rodeada de tulipanes holandeses, descendientes de los bulbos de aquí, del Hortus, que mi madre llevó a Filadelfia.
Aun así, su tío siguió sin hablar. Roger suspiró, cambió de postura y se acurrucó aún más cerca de las piernas de Dees.
Al cabo de un rato, Alma cambió de táctica.
—Por otra parte, debería decirle que Hanneke de Groot aún vive. Creo que la conoció usted hace mucho tiempo.
Una nueva expresión cruzó el rostro del anciano: asombro.
—Hanneke de Groot —dijo maravillado—. No había pensado en ella durante años. ¿Hanneke de Groot? Imagina…
—Le alegrará saber que Hanneke está fuerte y sana —añadió Alma. Esta declaración era más que nada una esperanza, pues Alma no había visto a Hanneke desde hacía casi tres años—. Sigue siendo el ama de llaves en la finca de mi difunto padre.
—Hanneke fue la doncella de mi hermana —dijo Dees—. Qué joven era cuando vino con nosotros. Fue una especie de niñera para mí, durante un tiempo.
—Sí —replicó Alma—, fue una especie de niñera para mí también.
—Entonces, los dos fuimos afortunados —dijo.
—Estoy de acuerdo. Creo que una de las mayores bendiciones de mi vida fue pasar la infancia al cuidado de Hanneke. Me educó casi tanto como me educaron mis padres.
Las miradas recomenzaron. Esta vez, Alma permitió que el silencio se extendiera. Observó cómo su tío tomaba el wentelteefje con el tenedor y lo mojaba en el café. Disfrutó el bocado sin prisas, sin desperdiciar ni una gota ni una miga. Alma sintió la necesidad de descubrir dónde conseguir un wentelteefje como ese.
Al fin, Dees se limpió la boca con una servilleta y dijo:
—Su holandés no es horrible.
—Gracias —contestó Alma—. Lo hablaba con frecuencia, de niña.
—¿Qué tal sus dientes?
—Muy bien, gracias —dijo Alma. No tenía nada que ocultar a este hombre.
Dees asintió.
—Todos los Van Devender tienen buenos dientes.
—Una herencia afortunada.
—¿Tuvo mi hermana otros hijos, aparte de usted?
—Tuvo otra hija, adoptada. Es mi hermana Prudence, que ahora regenta la escuela que hay en la vieja finca de mi padre.
—Adoptada —dijo Dees, en un tono neutral.
—Mi madre no recibió el don de la fecundidad —explicó Alma.
—¿Y usted? —preguntó—. ¿Tiene hijos?
—Yo, como mi madre, tampoco he recibido el don de la fecundidad —dijo Alma. Esa frase no hacía justicia en absoluto a la magnitud del problema, pero al menos respondía la pregunta.
—¿Marido? —preguntó.
—Difunto, por desgracia.
El tío Dees asintió, pero no le ofreció el pésame. A Alma le pareció divertido; su madre habría respondido del mismo modo. Los hechos son los hechos. La muerte es la muerte.
—¿Y usted, señor? —se atrevió a preguntar Alma—. ¿Hay una señora Van Devender?
—Muerta, ¿sabe? —dijo.
Alma asintió, exactamente como él había hecho. Era un tanto perverso, pero Alma estaba disfrutando hasta el más mínimo detalle de esta conversación franca, directa e inconexa. Sin saber dónde acabaría este intercambio, ni si su destino estaba unido al destino de este anciano, Alma se sintió en terreno familiar: terreno neerlandés, terreno Van Devender. No se había sentido tan en casa desde hacía siglos.
—¿Cuánto tiempo tiene pensado quedarse en Ámsterdam? —preguntó Dees.
—Indefinidamente —dijo Alma.
Esto tomó por sorpresa a Dees.
—Si viene en busca de caridad —dijo—, aquí no la va a encontrar.
Alma sonrió. «Oh, Beatrix —pensó—, cuánto te he echado de menos todos estos años».
—No necesito caridad —dijo—. Mi padre me dejó en una situación holgada.
—En ese caso, ¿cuáles son sus intenciones durante su estancia en Ámsterdam? —preguntó, con una suspicacia indisimulada.
—Me gustaría trabajar aquí, en el Hortus Botanicus.
Dees pareció realmente alarmado.
—¡Cielos santos! —dijo—. ¿En qué posible cometido?
—Como botánica —dijo Alma—. Más en concreto, como brióloga.
—¿Brióloga? Pero ¿qué diablos sabe sobre musgos?
Alma no pudo contener la risa. Qué maravilla, reírse. No logró recordar la última vez que se había reído. Soltó tal carcajada que tuvo que llevarse las manos a la cara para ocultar su hilaridad. Este espectáculo solo pareció servir para enfurecer aún más a su pobre tío. Alma no estaba ayudándose a sí misma.
¿Por qué habría pensado que su modesta reputación la habría precedido? ¡Ah, qué orgullo insensato!
Una vez que Alma se contuvo, se limpió los ojos y le sonrió.
—Sé que te he pillado desprevenido, tío Dees —dijo Alma, quien recurrió con naturalidad a un tono más afectuoso y familiar—. Por favor, perdóname. Quiero que te quede claro que soy una mujer independiente, que no vengo a interferir en tu vida de ninguna manera. Sin embargo, también es cierto que poseo ciertas facultades (como estudiosa y como taxonomista) que tal vez fueran de ayuda en una institución como esta. Puedo afirmar sin reservas que para mí sería el mayor de los placeres pasar el resto de mis días trabajando aquí, dedicando mi tiempo y energías a una institución que ha tenido un papel de tal importancia tanto en la historia de la botánica como en la de mi familia.
Con estas palabras, sacó el paquete envuelto en papel marrón bajo el brazo y lo dejó en el borde de la mesa.
—No te pido que te fíes de mi palabra en cuanto a mis facultades, tío —dijo—. Este paquete contiene una teoría que he escrito hace poco, basándome en las investigaciones que he llevado a cabo durante los últimos treinta años de mi vida. Algunas ideas tal vez te parezcan demasiado audaces, pero te pido que lo leas con una mente abierta… y, sobra decirlo, que no lo compartas con nadie. Incluso si no estás de acuerdo con mis conclusiones, creo que te harás una buena idea de mis facultades científicas. Te ruego que trates este documento con respeto, pues es todo lo que tengo y todo lo que soy.
Dees no se comprometió a nada.
—Lees en inglés, supongo —aventuró Alma.
Dees alzó una ceja blanca, como si dijera: «Pero, mujer, muestra un poco de respeto».
Antes de entregar el pequeño paquete a su tío, Alma señaló un lapicero del escritorio y preguntó:
—¿Puedo?
Dees asintió, y Alma escribió algo al dorso del paquete.
—Este es el nombre y la dirección del hotel donde me hospedo, cerca del puerto. Tómate tu tiempo para leer este documento y hazme saber si te gustaría hablar conmigo de nuevo. Si no recibo noticias antes de una semana, vendré a recoger mi tesis y a despedirme, y proseguiré mi camino. Después de eso, te lo prometo, no te volveré a molestar, ni a ti ni a nadie de la familia.
Mientras hablaba, Alma vio cómo su tío pinchaba otro pequeño triángulo de wentelteefje con el tenedor. En vez de llevárselo a la boca, se giró en la silla e inclinó, despacio, un hombro, para ofrecer la comida a Roger…, sin dejar de mirar a Alma, a quien fingía escuchar con suma atención.
—Oh, ten cuidado… —Alma se apoyó en la mesa, preocupada. Estaba a punto de advertir a su tío de que este perro tenía la horrible costumbre de morder a quien le ofreciera comida, pero, antes de que pudiera hablar, Roger alzó esa cabecita contrahecha y, con la delicadeza de una dama de modales exquisitos, retiró la tostada de canela del tenedor.
—Vaya, yo… —dijo maravillada Alma, y retrocedió.
Su tío aún no había mencionado el perro, así que Alma no dijo más al respecto.
Se alisó las faldas y recobró la calma.
—Ha sido un gran placer conocerte —dijo—. Tío Dees, este encuentro ha sido más importante para mí de lo que imaginas. Es la primera vez que tengo el placer de conocer a un tío, ya ves. Espero que te guste el ensayo y confió en no haber sido demasiada molestia. Buenos días.
El tío Dees no respondió más que con un ligero movimiento de la cabeza.
Alma se dirigió a la puerta.
—Ven, Roger —dijo, sin darse la vuelta para mirar.
Esperó ante la puerta abierta, pero el perro no se movió.
—Roger —dijo, esta vez con más firmeza, y se volvió a mirarlo—. Ven ahora mismo.
Aun así, el perro no se apartó de los pies del tío Dees.
—Vamos, perro —dijo Dees, sin mucha convicción y sin moverse ni un milímetro.
—¡Roger! —exigió Alma, que se agachó para verlo bien bajo la mesa—. ¡Vamos, no seas tonto!
Era la primera vez que necesitaba llamarlo; siempre la seguía, sin más. Pero Roger echó hacia atrás las orejas y se mantuvo firme. No se iba a marchar.
—Nunca se había portado así antes —se disculpó—. Lo voy a llevar en brazos.
Sin embargo, su tío alzó una mano.
—Tal vez el pequeño pueda quedarse aquí conmigo una o dos noches —sugirió como si nada, como si le resultara indiferente de un modo u otro. Ni miró a Alma a los ojos al decirlo. Pareció (durante un fugaz momento) un niño pequeño que intentaba convencer a su madre de que le permitiera quedarse con un perro callejero.
«Ah —pensó Alma—. Ya te veo».
—Cómo no —dijo Alma—. Si estás seguro de que no sería una molestia…
Dees se encogió de hombros con toda la despreocupación de que fue capaz y pinchó otro trozo de wentelteefje.
—Nos las apañaremos —dijo y dio de comer al perro otra vez, con el tenedor.
***
Alma caminó a paso rápido desde el Hortus Botanicus hacia el puerto. No deseaba tomar un coche de alquiler; se sentía demasiado agitada para permanecer sentada. Se sintió con las manos vacías y alegre, un poco nerviosa y muy viva. Y tenía hambre. No dejaba de girar la cabeza en busca de Roger, por la fuerza de la costumbre, pero el perro no caminaba detrás de ella. ¡Cielos santos, acababa de dejar a su perro y la gran obra de su vida en el despacho de ese hombre, tras una breve conversación de quince minutos!
¡Qué encuentro! ¡Qué gran riesgo!
Pero era un riesgo que Alma debía asumir, pues era aquí donde quería estar: si no en el Hortus, aquí en Ámsterdam, o al menos en Europa. Había echado mucho de menos el mundo occidental durante los años pasados en los Mares del Sur. Había echado de menos el cambio de las estaciones, así como el sol duro y tonificante del invierno. Había echado de menos los rigores de un clima frío, y los rigores de la mente también. Sencillamente, no estaba hecha para los trópicos, ni física ni anímicamente. Había quienes amaban Tahití porque les parecía un Edén, como los albores de la historia, pero Alma no deseaba vivir en los albores de la historia; deseaba vivir en la época más reciente de la humanidad, en la cúspide de la invención. No deseaba vivir en una tierra de espíritus y fantasmas, sino en un mundo de telégrafos, trenes, mejoras, teorías y ciencia, donde las cosas cambiaran día a día. Deseaba trabajar de nuevo en un entorno productivo y serio, rodeada de gente productiva y seria. Deseaba el bienestar de las estanterías, los frascos de muestras, los papeles que no se descomponían por el moho y los microscopios que no desaparecían de noche. Anhelaba tener acceso a las últimas revistas científicas. Anhelaba la compañía de colegas.
Además, anhelaba estar en familia… y la clase de familia en la cual se había criado: aguda, desafiante e inteligente. Quería sentirse una Whittaker de nuevo, rodeada de Whittakers. Pero, como no había más Whittakers en el mundo (aparte de Prudence Whittaker Dixon, atareada con la escuela, y aparte de los miembros del vergonzoso clan de su padre que todavía no hubieran muerto en cárceles inglesas), quería estar junto a los Van Devender.
Si es que la aceptaban.
Pero ¿y si no era así? Bueno, ese era el riesgo. Los Van Devender (quienquiera que quedara) tal vez no anhelaran su compañía tanto como ella. Es posible que aceptaran las contribuciones que había ofrecido al Hortus. Tal vez no la consideraran más que una intrusa, una aficionada. Había sido una jugada arriesgada dejar el tratado con su tío Dees. La reacción de ese anciano ante su obra era impredecible: aburrimiento («¿musgos de Filadelfia?»), ofensa religiosa («¿creación continua?»), incredulidad científica («¿una teoría de todo el mundo natural?»). Alma sabía que, debido a ese ensayo, corría el riesgo de parecer temeraria, arrogante, ingenua, anarquista, degenerada e incluso un poco francesa. Sin embargo, el ensayo era (más que ninguna otra cosa) un retrato de sus facultades, y deseaba que su familia conociera sus facultades, si es que iban a conocerla.
Si los Van Devender y el Hortus Botanicus la rechazaban, Alma estaba decidida a erguirse y seguir adelante. Tal vez se estableciera en Ámsterdam a pesar de todo, o tal vez volviera a Róterdam, o tal vez se mudaría a Leiden, a vivir cerca de la universidad. Si no era Holanda, siempre le quedaba Francia, siempre Alemania. Encontraría un puesto en algún lugar, tal vez incluso en otro jardín botánico. Era difícil para una mujer, pero no imposible, en especial si el apellido de su padre y la influencia de Dick Yancey le otorgaban credibilidad. Conocía a todos los profesores destacados de briología de Europa; muchos habían sido sus corresponsales a lo largo de los años. Podría buscarlos y solicitar un puesto de ayudante. Otra posibilidad era la enseñanza: no en una universidad, pero sí podía hallar un puesto de institutriz en una familia acaudalada. Si no botánica, podría enseñar idiomas. Bien lo sabía Dios, tenía más que suficientes en la cabeza.
Caminó por la ciudad durante horas. No estaba preparada para volver al hotel. No creía que fuera a conciliar el sueño. Echaba de menos a Roger y se sentía liberada al no tenerlo pegado a los talones. No comprendía aún la geografía de Ámsterdam, así que deambuló, mientras se perdía y volvía a ubicarse, por la curiosa forma de la ciudad, vagando por ese arco dibujado a medias, con sus cinco canales gigantescos y curvados. Cruzó las vías fluviales una y otra vez, por una docena de puentes cuyos nombres desconocía. Paseó por Herengracht, admirando las bellas casas con chimeneas y frontones que sobresalían. Pasó junto al Palacio Real. Encontró la oficina de correos. Encontró un café, donde al fin pudo pedir un plato de wentelteefje, que comió con más placer que cualquier otro alimento que recordara, mientras leía un número ya viejo de Lloyd’s Weekly Newspaper, olvidado tal vez por un amable turista británico.
Cayó la noche y siguió caminando. Pasó junto a iglesias antiguas y teatros modernos. Vio tabernas, licorerías, galerías comerciales y cosas peores. Vio a viejos puritanos con capas cortas y golas, con el aspecto de haberse escapado de la época de Carlos I. Vio a mujeres jóvenes con los brazos desnudos, que llamaban a los hombres desde umbrales en penumbra. Vio (y olió) las factorías donde se envasaban los arenques. Vio las casas flotantes en los canales, con sus económicas huertas con macetas y sus gatos dormidos. Caminó por el Barrio Judío y vio los talleres de los talladores de diamantes. Vio hospitales de expósitos y orfanatos, talleres de impresión, bancos y contadurías, así como el enorme mercado de flores, cerrado por la noche. A su alrededor, incluso a esa hora tardía, percibió el runrún del comercio.
Ámsterdam, construida sobre el cieno y sobre pilotes, protegida por bombas, compuertas, válvulas, máquinas de dragado y diques, le pareció a Alma no tanto una ciudad como un motor, un triunfo de la ingeniería humana. Era el lugar más artificioso que cabía imaginarse. Era la suma de la inteligencia humana. Era perfecto. Deseó no tener que irse nunca.
Muy pasada la medianoche, por fin regresó al hotel. Tenía ampollas en los pies por los zapatos nuevos. La dueña no respondió con amabilidad a esa tardía llamada a la puerta.
—¿Dónde está tu perro? —exigió saber la mujer.
—Lo he dejado con un amigo.
—¡Ja! —dijo la mujer. No habría tenido un aspecto más reprochador si Alma hubiera dicho: «Se lo he vendido a un gitano».
Entregó la llave a Alma.
—Nada de hombres en la habitación esta noche, recuerda.
«Ni esta noche ni ninguna otra noche, querida —pensó Alma—. Pero gracias por imaginarlo».
***
A la mañana siguiente, unos golpes a la puerta de la habitación despertaron a Alma. Era su vieja amiga, la malhumorada dueña del hotel.
—¡La espera un carruaje, señora! —gritó la mujer, con una voz tan pura como el alquitrán.
Alma se tambaleó hacia la puerta.
—No espero un carruaje —dijo.
—Bueno, el carruaje la espera a usted —insistió la mujer—. Vístase. Ese hombre dice que no se va sin usted. Que coja su equipaje, dice. Ya ha pagado su habitación. No sé de dónde sacan estos la idea de que soy un servicio de mensajería.
Alma, embotada, se vistió y preparó sus dos pequeñas maletas. Tardó más de lo necesario en hacer la cama: tal vez por ser concienzuda, tal vez para ganar tiempo. ¿Qué carruaje? ¿La iban a detener? ¿A expatriar? ¿Se trataba de una broma pesada para turistas? Pero ella no era una turista.
Bajó y se encontró a un cochero de librea, que la esperaba junto al modesto carruaje de un particular.
—Buenos días, señora Whittaker —dijo, inclinando el sombrero. Dejó las maletas cerca del asiento del cochero, en la parte delantera. Alma tuvo la sospecha de que la iban a llevar a la estación de tren.
—Lo siento —dijo—. No creo haber pedido un carruaje.
—Me envía el doctor Van Devender —dijo el hombre, abriendo la puerta—. Suba. La espera y tiene muchas ganas de verla.
Casi tardaron una hora en recorrer la ciudad de vuelta al jardín botánico. Alma pensó que habría sido más rápido ir a pie. Más tranquilo, también. Habría estado menos nerviosa, de haber podido caminar. El cochero la dejó al fin junto a una elegante casa de ladrillo, justo detrás del Hortus, en Plantage Parklaan.
—Adelante —dijo a Alma por encima del hombro, atareado con las maletas—. Entre, la puerta está abierta. Ya le digo que la espera.
Para Alma era un tanto inquietante entrar por sí misma en un domicilio particular sin ser anunciada, pero obedeció. De todos modos, esa casa no le era del todo ajena. Si no se equivocaba, ahí era donde había nacido su madre.
Vio una puerta abierta y echó un vistazo. Era el salón. Su tío estaba sentado en el diván, esperándola.
Lo primero que notó Alma fue que Roger estaba acurrucado (increíble) en el regazo de Dees.
Lo segundo que notó fue que el tío Dees sostenía su tratado en la mano derecha, apoyada ligeramente en la espalda de Roger, como si el perro fuera un escritorio portátil.
Lo tercero que notó fue que la cara de su tío estaba bañada en lágrimas. El cuello de la camisa también estaba empapado. También la barba parecía mojada. Le temblaba el mentón y tenía los ojos alarmantemente rojos. Parecía haber estado llorando durante horas.
—¡Tío Dees! —Alma se apresuró a su lado—. ¿Qué pasa?
El anciano tragó saliva y tomó una mano de Alma. La mano de él estaba caliente y húmeda. Durante un tiempo, fue incapaz de hablar. Agarró los dedos de Alma con fuerza. No la soltó.
Al fin, con la otra mano, alzó el tratado.
—Oh, Alma —dijo, y no se molestó en limpiarse las lágrimas—. Que Dios te bendiga, niña. Tienes el cerebro de tu madre.