Alma Whittaker llegó a Holanda a mediados de julio de 1854.
Había pasado más de un año en el mar. Había sido un viaje absurdo o, más bien, había sido una serie de viajes absurdos. Salió de Tahití a mediados de abril de 1853, en un carguero francés, rumbo a Nueva Zelanda. Se vio obligada a esperar en Auckland dos meses antes de encontrar un barco mercante holandés dispuesto a llevarla a Madagascar, adonde viajó en compañía de un enorme cargamento de ovejas y vacas. Desde Magadascar, navegó a Ciudad del Cabo en un fluyt holandés de una antigüedad imposible: ese barco representaba lo mejor de la tecnología marítima del siglo XVII. (Fue la única parte del viaje donde llegó a pensar que iba a morir). Desde Ciudad del Cabo subió despacio por la costa occidental del continente africano, con paradas para cambiar de barco en los puertos de Acra y Dakar. En Dakar encontró otro mercante holandés que se dirigió primero a Madeira y luego a Lisboa, cruzó el mar Cantábrico y el canal de la Mancha y llegó hasta Róterdam. En Róterdam compró un pasaje para un barco de vapor de pasajeros (el primer barco de vapor en el que viajaba), que la llevó por la costa neerlandesa, hasta que al fin bajó por el Zuiderzee hasta llegar a Ámsterdam. Ahí, el 18 de julio de 1854, desembarcó al fin.
Su viaje habría sido más rápido y sencillo de no haber ido acompañada de Roger, el perro. Pero lo llevó consigo, pues, cuando llegó la hora de irse de Tahití, descubrió que era moralmente incapaz de abandonarlo. ¿Quién cuidaría al feo Roger cuando se marchara? ¿Quién se arriesgaría a sus mordiscos para darle de comer? Ni siquiera estaba segura de que el contingente Hiro no se lo comería en cuanto se fuera. (Roger no habría sido un buen almuerzo; aun así, no soportaba imaginarlo dando vueltas sobre una hoguera). Pero lo más importante de todo: era el último vínculo tangible que conservaba Alma con su marido. Era probable que Roger estuviera en esa fare durante la muerte de Ambrose. Alma se imaginó a ese perrillo fiel haciendo guardia en el centro de la habitación durante las horas finales de Ambrose, entre ladridos para protegerlo contra los fantasmas y los demonios y todos los horrores que le aguardaban durante esa extraordinaria desesperanza. Solo por esa razón el honor la obligó a quedárselo.
Por desgracia, pocos capitanes estaban dispuestos a hacerse a la mar junto a un perrillo isleño, contrahecho, cariacontecido y antipático. La mayoría de los capitanes negaron pasaje a Roger, y esos barcos zarparon sin Alma, lo que retrasó su viaje considerablemente. Incluso cuando no se negaban, a veces exigían que Alma pagara tarifa doble por el privilegio de embarcar a Roger. Alma pagaba. Abrió más y más bolsillos ocultos en los dobladillos de las faldas, y sacó más y más oro, una moneda tras otra. Siempre se debe tener un último soborno.
A Alma no le molestó la onerosa duración de su viaje lo más mínimo. De hecho, necesitaba cada hora de esa travesía, y acogió con los brazos abiertos esos largos meses de aislamiento en barcos extraños y en puertos extranjeros. Desde que estuvo a punto de ahogarse en la bahía de Matavai durante ese escandaloso partido de haru raa puu, Alma hacía equilibrios sobre un pensamiento que se extendía como una cuerda floja, y no quería que la molestaran mientras reflexionaba. La idea que la había impresionado con tal fuerza mientras estaba bajo el agua la habitaba, y era imposible expulsarla. No siempre sabía si la idea la acosaba o si era ella quien acosaba a la idea. En ocasiones, la idea era una criatura en el rincón de un sueño, que se acercaba y a continuación desaparecía solo para volver a aparecer. Persiguió la idea todo el día, en una página tras otra de notas garabateadas con brío. Incluso por la noche, rastreaba las huellas de esta idea de modo tan implacable que se despertaba cada pocas horas con la necesidad de sentarse en la cama y escribir más.
Escribir no era el punto fuerte de Alma, hay que decirlo, a pesar de ser la autora de dos (casi tres) libros. Nunca había afirmado tener talento literario. Sus libros sobre musgos no los leería nadie por placer, ni tampoco eran exactamente legibles, salvo para un pequeño grupo de expertos. Su punto fuerte era la taxonomía, gracias a una memoria sin fondo para la diferenciación de las especies y una capacidad implacable para retener detalles minúsculos. Decididamente, no era una narradora. Pero, desde esa lucha hacia la superficie, aquella tarde en la bahía de Matavai, Alma creía que tenía una historia que contar, una historia inmensa. No era una historia alegre, en cambio explicaba mucho sobre el mundo natural. De hecho, según creía, lo explicaba todo.
Esta era la historia que Alma quería contar: el mundo natural era un lugar de brutalidad despiadada, donde las especies grandes y pequeñas competían para sobrevivir. En esta lucha por la existencia, los fuertes persistían; los débiles eran eliminados.
En sí misma no era una idea original. Los científicos llevaban ya muchas décadas empleando la expresión «lucha por la existencia». Thomas Malthus la había empleado para describir las fuerzas que forjaron las explosiones demográficas de la historia. Owen y Lyell la emplearon también en su obra sobre extinción y geología. En todo caso, la lucha por la existencia era una obviedad. Sin embargo, la historia de Alma daba un giro inesperado. Alma planteaba la hipótesis, pues así lo llegó a creer, de que la lucha por la existencia (cuando tenía lugar durante enormes periodos de tiempo) no solo definía la vida en la Tierra, sino que había creado la vida en la Tierra. Con certeza, había creado la asombrosa variedad de vida de este planeta. La lucha era el mecanismo. La lucha era la explicación de todos los misterios biológicos más problemáticos: la diferenciación de las especies, la extinción de las especies y la transmutación de las especies. La lucha lo explicaba todo.
El planeta era un lugar de recursos limitados. La competencia por estos recursos era acalorada y constante. Los individuos que soportaban las dificultades de la vida solían lograrlo por alguna característica o mutación que los volvía más resistentes, más inteligentes o más inventivos que otros. Una vez obtenida esta diferenciación, los individuos supervivientes eran capaces de transmitir esos rasgos positivos a su descendencia, quienes, por tanto, disfrutaban de una posición dominante…, al menos hasta que apareciera un competidor mejor o desapareciera un recurso necesario. En el transcurso de esta interminable batalla por la supervivencia, el diseño mismo de las especies cambiaba inevitablemente.
Alma pensaba algo parecido a lo que el astrónomo William Herschel había llamado «creación continua»: la noción de que algo era a la vez eterno y cambiante. Pero Herschel creía que la creación solo era un proceso continuo en el cosmos, mientras Alma creía que la creación era un proceso continuo en todas partes, en todos los niveles de la vida, incluso en el microscópico, incluso en el humano. Los desafíos eran constantes y omnipresentes y, a cada momento, variaban las condiciones del mundo natural. Se obtenían ventajas; se perdían ventajas. Había periodos de abundancia, seguidos de periodos de hia’ia (la estación del hambre). En circunstancias adversas, cualquier especie podía extinguirse. Pero, en las circunstancias adecuadas, cualquier especie podía transmutarse. La extinción y la transmutación habían tenido lugar desde los albores de la vida, seguían ocurriendo ahora y continuarían hasta el fin de los tiempos; si eso no era la «creación continua», Alma no sabía qué sería.
La lucha por la existencia, estaba segura, también había condicionado la biología y el destino humanos. No había mejor ejemplo, pensó Alma, que Tomorrow Morning, cuya familia entera había sucumbido a enfermedades desconocidas ocasionadas por la llegada de los europeos a Tahití. Su linaje casi se había extinguido, pero, por alguna razón, Tomorrow Morning no murió. Algo en su constitución le permitió sobrevivir, a pesar de que la muerte vino a cosechar con ambas manos y se llevó a todos los que le rodeaban. Tomorrow Morning sobrevivió, no obstante, y vivió para tener descendencia, que con certeza heredaría su fuerza y su inexplicable resistencia a la enfermedad. Ese es el tipo de evento que condiciona una especie.
Además, pensó Alma, la lucha por la existencia también definía la vida interior de un ser humano. Tomorrow Morning era un pagano devoto que se había transmutado en cristiano devoto, pues era astuto, sabía cuidarse y había visto en qué dirección se movía el mundo. Escogió el futuro ante el pasado. Como resultado de su previsión, los hijos de Tomorrow Morning prosperarían en un mundo nuevo, donde su padre era venerado y poderoso. (O, al menos, sus hijos prosperarían hasta que se les presentara otro desafío. Entonces, tendrían que encontrar su propio camino. Sería su batalla, y nadie salvo ellos podría lucharla).
Por otro lado, estaba Ambrose Pike, un hombre a quien Dios había bendecido con genio, originalidad, belleza y gracia…, pero que carecía del don de la fortaleza. Ambrose interpretó erróneamente el mundo. Deseó que el mundo fuera un paraíso, cuando en realidad era un campo de batalla. Dedicó su vida a anhelar lo eterno, lo constante y lo puro. Deseaba una alianza entre ángeles, pero estaba atado (como todo y como todos) a las implacables reglas de la naturaleza. Por otra parte, como bien sabía Alma, no siempre eran los más hermosos, brillantes, originales o gráciles quienes sobrevivían en la lucha por la existencia; a veces, eran los más despiadados, los más afortunados o tal vez los más obstinados.
El truco consistía en soportar las pruebas de la vida, tanto tiempo como fuera posible. Las probabilidades de supervivencia eran escasísimas, pues el mundo no era sino una escuela de calamidades y un interminable horno de sinsabores. Pero quienes sobrevivían al mundo le daban forma, incluso al mismo tiempo que el mundo, a su vez, les daba forma a ellos.
Alma bautizó su idea con el título de «teoría de la alteración competitiva» y creía que podía demostrarla. Por supuesto, no podía demostrarla mediante los ejemplos de Tomorrow Morning y Ambrose Pike…, si bien ambos vivirían eternamente en su imaginación como figuras románticas, ilustrativas y grandiosas. Incluso mencionarlos sería una falta de rigor científico.
No obstante, podía demostrarla con el musgo.
***
Alma escribió rápida y copiosamente. No se detenía para revisar, sino que simplemente rasgaba los viejos bocetos y comenzaba de nuevo, desde el principio, casi todos los días. No podía detenerse; no le interesaba detenerse. Como un borracho empedernido (capaz de correr sin caerse pero incapaz de caminar sin caerse), Alma solo podía lanzarse sobre esa idea a una velocidad de vértigo. Tenía miedo a detenerse y escribir con más cuidado, pues temía tropezarse, perder el valor o (¡peor aún!) perder la idea.
Para contar esta historia (la historia de la transmutación de las especies, demostrada mediante las metástasis graduales de los musgos), Alma no necesitaba notas, ni acceso a la vieja biblioteca de White Acre, ni a su herbario. No necesitaba nada, pues ya había acumulado una vasta comprensión de la taxonomía del musgo, que llenaba cada rincón de su cráneo de hechos y detalles recordados con claridad. Además, tenía al alcance de la mano (o, más bien, al alcance de su memoria) todas las ideas que se habían escrito a lo largo del último siglo acerca de la metamorfosis de las especies y la evolución geológica. Su mente era un magnífico almacén de interminables estanterías, con miles de libros y cajas apilados, organizados por orden alfabético en pormenores infinitos.
No necesitaba una biblioteca; ella era una biblioteca.
Durante los primeros meses del viaje, escribió y reescribió los principios fundamentales de su teoría, hasta que al fin consiguió sintetizarlos, correcta e irreductiblemente, en los siguientes diez:
1. Que la distribución de tierra y agua sobre la faz de la Tierra no siempre ha sido la que es ahora.
2. Que, según el registro fósil, los musgos parecen haber perdurado en todas las eras geológicas, desde los albores de la vida.
3. Que los musgos aparentan haber perdurado en esas diversas eras geológicas mediante un proceso de cambio adaptativo.
4. Que los musgos pueden alterar su destino, ya sea al cambiar de ubicación (es decir, moviéndose a un clima más favorable), ya sea al modificar su estructura interna (transmutación).
5. Que la transmutación de los musgos se ha manifestado en el tiempo mediante la acogida y el descarte casi infinitos de ciertos rasgos, lo que motiva adaptaciones como: aumento de la resistencia a la sequedad, una menor dependencia de los rayos del sol y la capacidad de revivir después de años de sequía.
6. Que la velocidad del cambio en las colonias de musgos, y la magnitud de ese cambio, es tan espectacular que sugiere un cambio perpetuo.
7. Que la competición y la lucha por la existencia es el mecanismo detrás de ese estado de cambio permanente.
8. Que el musgo fue, casi con toda seguridad, una entidad diferente antes de ser musgo (muy probablemente, algas).
9. Que el musgo (a medida que el mundo sigue transformándose) tal vez se convierta en una entidad diferente con el tiempo.
10. Que lo que es cierto para los musgos debe ser cierto para todos los seres vivos.
La teoría de Alma era audaz y peligrosa, incluso para sí misma. Sabía que se encontraba en un terreno resbaladizo, no solo desde el punto de vista religioso (lo cual no le preocupaba mucho), sino también desde un punto de vista científico. A medida que escalaba hacia su conclusión como una alpinista, Alma sabía que corría el riesgo de caer en la trampa que había consumido a tantos grandes pensadores franceses de antaño: a saber, la trampa de l’esprit de système, el sueño de una explicación universal, colosal y emocionante, que obligaba a forzar todos los hechos y razones para que encajaran en ese marco, tanto si tenían sentido como si no. Pero Alma estaba segura de que su teoría tenía sentido. Lo difícil sería demostrarlo por escrito.
Un barco era un lugar tan bueno como otro cualquiera para escribir…, y varios barcos, uno tras otro, cruzando parsimoniosos el vasto océano, aún mejor. Nadie molestó a Alma. Roger se acostaba en un rincón de la litera y la observaba trabajar, jadeante, rascándose a sí mismo y con el aspecto de estar a menudo muy decepcionado con la vida, pero era lo mismo que habría hecho en cualquier parte del mundo. Por la noche, a veces subía a la litera de Alma y se acurrucaba entre sus piernas. A veces despertaba a Alma con sus pequeños gemidos.
A veces era Alma quien gemía por la noche. Al igual que en su primer viaje por mar, descubrió que su sueños eran vívidos y poderosos, y que Ambrose Pike ocupaba un lugar destacado en ellos. Pero ahora también Tomorrow Morning aparecía con frecuencia en sus sueños; a veces se mezclaba con Ambrose para formar figuras extrañas, sensuales y quiméricas: la cabeza de Ambrose en el cuerpo de Tomorrow Morning; la voz de Tomorrow Morning surgiendo de la garganta de Ambrose; un hombre, al consumar su relación con Alma, de repente se transformaba en el otro. Pero no eran solo Ambrose y Tomorrow Morning lo que se mezclaba en esos extraños sueños, todo parecía fundirse: en las ensoñaciones nocturnas más vigorosas, el viejo cuarto de encuadernar de White Acre se metamorfoseaba en una cueva de musgo; la cochera se convertía en una habitación diminuta pero agradable en el asilo Griffon; los aromáticos prados de Filadelfia se volvían campos de arena negra y caliente; Prudence de repente se vestía con la ropa de Hanneke; la hermana Manu cuidaba los setos de boj del jardín euclidiano de Beatrix Whittaker; Henry Whittaker remaba por el río Schuylkill en una pequeñísima canoa polinesia con balancines.
A pesar de lo deslumbrante de esas imágenes, no desconcertaban a Alma. En su lugar, la colmaban con la más sorprendente sensación de síntesis, como si los elementos más dispares de su biografía confluyeran al fin en el mismo punto. Todas las cosas que había conocido o amado en el mundo se iban entrelazando hasta convertirse en una sola. Al darse cuenta de ello se sintió ligera y triunfante. Tuvo de nuevo la sensación (esa sensación que había experimentado una sola vez, durante las semanas previas a la boda con Ambrose) de estar espectacularmente viva. No solo viva, sino dotada de una mente que funcionaba al límite de su capacidad, una mente que lo veía todo y lo comprendía todo, como si lo contemplara todo desde la cumbre más alta de la Tierra.
Se despertaba, recuperaba el aliento y empezaba a escribir de nuevo.
Tras establecer los diez principios fundamentales de su audaz teoría, Alma encauzó sus energías, temblorosas y electrizantes, y escribió la historia de las guerras del musgo de White Acre. Escribió la crónica de los veintiséis años que había dedicado a contemplar el avance y retroceso de las colonias de musgo que competían en unas rocas al borde del bosque. Centró su atención en el género Dicranum, pues presentaba el rango más amplio de variedades de la familia musgo. Alma conocía especies de Dicranum cortas y sencillas y otras cubiertas de exóticos flecos. Había especies de hoja recta, de hojas sinuosas y las que solo vivían junto a rocas, en troncos de madera en estado de descomposición, las que invadían las crestas más altas y soleadas de las rocas, otras que proliferaban en charcas de agua y una que crecía con ímpetu en los excrementos de venado de cola blanca.
Durante sus décadas de estudio, Alma había notado que las especies más parecidas de Dicranum eran aquellas que se hallaban una al lado de la otra. Sostuvo que no era casualidad: los rigores de la competición por la luz del sol, el suelo y el agua obligó a las plantas, a lo largo de los milenios, a minúsculas adaptaciones que les otorgaran ligerísimas ventajas respecto a los vecinos. Por eso era posible que convivieran en una misma roca tres o cuatro variedades de Dicranum; cada una había encontrado su nicho en un entorno limitado y comprimido, y defendía su territorio con leves adaptaciones. Estas adaptaciones no tenían que ser extraordinarias (los musgos no necesitan flores, frutas o alas); solo tenían que ser diferentes, para superar a los rivales…, y no hay rival en la tierra más peligroso que el que está a nuestro lado. La guerra más acuciante es siempre la que se libra en casa.
Alma describió de manera pormenorizada esas batallas cuyos triunfos se medían en centímetros y décadas. Asimismo, relató cómo los cambios climáticos de esos decenios otorgaban ventajas a una variedad respecto a las otras, cómo las aves transformaban el destino del musgo y cómo, cuando el viejo roble junto a la pradera cayó derribado y las sombras cambiaron de la noche a la mañana, todo el universo del campo de rocas se transformó.
Escribió: «Cuanto mayor es la crisis, al parecer, más rápida es la evolución».
Escribió: «Todas las transformaciones parecen motivadas por la desesperación y la emergencia».
Escribió: «La belleza y la variedad del mundo natural no son más que el legado visible de una guerra interminable».
Escribió: «El vencedor ganará solo hasta que deje de ganar».
Escribió: «Esta vida es un experimento provisional y complejo. A veces la victoria espera después del sufrimiento, pero nada lo garantiza. El más preciado o el más bello individuo tal vez no sea el más resistente. La batalla de la naturaleza no la capitanea la maldad, sino esta ley natural poderosa e indiferente: hay demasiadas formas de vida y no hay bastantes recursos para que todos sobrevivan».
Escribió: «La incesante batalla entre especies es inevitable, al igual que la derrota, al igual que las modificaciones biológicas. La evolución es de una matemática brutal: el largo camino del tiempo está cubierto con los restos fosilizados de incalculables experimentos fallidos».
Escribió: «Los que están mal preparados para resistir la batalla de la supervivencia tal vez no deberían haber intentado vivir. El único crimen imperdonable es el de interrumpir el experimento de la propia vida antes de su fin natural. Hacerlo es una debilidad y una lástima, pues el experimento de la vida es muy breve, en todos los casos, y debemos tener coraje y curiosidad para seguir en la lucha hasta la derrota final e inevitable. No luchar por resistir es una cobardía. No luchar por resistir es rechazar el gran pacto de la vida».
En ocasiones tenía que tachar páginas enteras de su obra, cuando alzaba la vista de la página y reparaba en que, aunque habían pasado horas y no había dejado de garabatear ni un instante, ya no estaba hablando solo de musgos.
Entonces salía a dar un vigoroso paseo por la cubierta del barco (del barco que fuese), con Roger junto a sus piernas. Le temblaban las manos y el corazón latía acelerado por la emoción. Se aclaraba la cabeza y los pulmones y reconsideraba su postura. A la postre, regresaba a la litera, se sentaba con una hoja de papel en blanco y empezaba a escribir todo de nuevo.
Repitió este ejercicio cientos de veces, durante casi catorce meses.
***
Para cuando Alma llegó a Róterdam, su tesis estaba casi acabada. No la consideraba completa del todo, pues sabía que todavía faltaba algo. En el rincón del sueño la criatura aún la miraba, insatisfecha e inquieta. Esta sensación de que la obra estaba inacabada la reconcomía por dentro y decidió meditar sobre esa idea hasta conquistarla. Dicho esto, pensaba que la mayor parte de su teoría era irrefutable. Si no se equivocaba en sus razonamientos, tenía entre manos un revolucionario documento científico de cuarenta páginas. ¿Y si se equivocaba en sus razonamientos? Bueno, en ese caso (como poco) había escrito la descripción más detallada que vería el mundo científico de la vida y la muerte de una colonia de musgo en Filadelfia.
En Róterdam, descansó unos días en el único hotel en el que aceptaron la presencia de Roger. Ella y Roger recorrieron la ciudad buena parte de la tarde buscando alojamiento infructuosamente. A lo largo del día, cada vez le irritaron más esas miradas biliosas que le lanzaban los recepcionistas de hotel. No pudo evitar pensar que, de ser Roger un perro más bonito o encantador, no habría sido tan difícil encontrar una habitación. A Alma le pareció terriblemente injusto, pues había llegado a considerar que ese pequeño chucho naranja tenía cierta nobleza, a su manera. ¿Acaso no había cruzado el mundo? ¿Cuántos desdeñosos recepcionistas de hotel podían decir lo mismo? Pero supuso que así era la vida: prejuicios, ignominias y similares.
En cuanto al hotel que los aceptó, era un lugar sórdido regentado por una anciana reumática que miró a Roger desde el mostrador y dijo:
—Una vez tuve un gato igualito a él.
«¡Santo Dios!», pensó Alma, horrorizada ante la idea de una criatura tan triste.
—No eres puta, ¿verdad? —preguntó la mujer, solo para cerciorarse.
Esta vez, Alma dijo el «¡Santo Dios!» en voz alta. No pudo contenerse. Su respuesta pareció satisfacer a la dueña.
El espejo mugriento de la habitación del hotel reveló a Alma que su aspecto no era mucho más civilizado que el de Roger. No podía llegar a Ámsterdam con esas pintas. Su vestuario era una ruina y un caos. Su pelo, cada vez más cano, era una ruina y un caos también. No había nada que hacer respecto al pelo, pero, durante los días siguientes, le confeccionaron varios vestidos nuevos, con rapidez. No eran nada especial (siguió el patrón de Hanneke, tan práctico), pero al menos estaban nuevos, limpios e intactos. Compró zapatos nuevos. Se sentó en un parque y escribió extensas cartas a Prudence y a Hanneke, para informarlas de que había llegado a Holanda y tenía la intención de permanecer allí indefinidamente.
Casi se le había acabado el dinero. Aún tenía un poco de oro cosido en los maltrechos dobladillos, pero no mucho. Se había quedado con muy poco de la herencia de su padre y ahora, al cabo de estos años de viaje, había gastado la mayor parte de su modesto legado, moneda a moneda. Le quedaba una suma que no era suficiente para satisfacer las demandas más sencillas de la vida. Por supuesto, sabía que podía obtener más dinero en caso de presentarse una verdadera emergencia. Suponía que podía entrar en cualquier contaduría de los muelles de Róterdam, donde, si recurría al nombre de Dick Yancey y al legado de su padre, le sería fácil obtener un préstamo. Pero no deseaba hacerlo. No sentía que esa fortuna fuera legítimamente suya. Para ella era de suma importancia hallar su propio camino en el mundo.
Enviadas las cartas y adquirido el nuevo vestuario, Alma y Roger se fueron de Róterdam en un barco de vapor (con mucha diferencia, la parte más fácil del viaje) que se dirigió al puerto de Ámsterdam. A su llegada, Alma dejó el equipaje en un modesto hotel cerca del embarcadero y alquiló un carruaje (cuyo cochero, tras el pago adicional de veinte stuivers, al fin se dejó convencer para aceptar a Roger como pasajero). El carruaje los llevó hasta el tranquilo barrio de Plantage, derecho a las puertas del Hortus Botanicus.
Alma salió bajo el sol sesgado de las primeras horas de la tarde frente a los altos muros de ladrillo del jardín botánico. Roger estaba a su lado; bajo el brazo de Alma, había un paquete envuelto en papel marrón claro. Un hombre joven con un pulcro uniforme de guardia estaba de pie ante la puerta de entrada y Alma se acercó a preguntar con su excelente neerlandés si el director se encontraba en el recinto. El joven confirmó que sin duda el director se encontraba en el recinto, porque el director venía a trabajar todos los días del año.
Alma sonrió. «Todos los días, como es natural», pensó.
—¿Sería posible hablar con él? —preguntó.
—¿Puedo preguntarle quién es usted y a qué se dedica? —preguntó el joven, que lanzó una mirada condenatoria tanto a Alma como a Roger. A Alma no le molestó la pregunta, pero ciertamente le molestó el tono.
—Me llamo Alma Whittaker y me dedico al estudio de los musgos y la transmutación de las especies —dijo.
—¿Y por qué querría verla el director? —preguntó el guardia.
Alma se irguió cuan alta era, formidable, y se lanzó a un recitado casi tahitiano de su linaje.
—Mi padre era Henry Whittaker, a quienes en su país llamaron el Príncipe del Perú. Mi abuelo paterno fue el Mago del Manzano de su majestad el rey Jorge III de Inglaterra. Mi abuelo materno fue Jacob van Devender, un maestro de los áloes ornamentales y el director de estos jardines durante treinta años, puesto que heredó de su padre, quien, a su vez, lo había heredado de su padre, y así sucesivamente hasta la fundación original de esta institución en 1638. El director actual es, según creo, un hombre llamado doctor Dees van Devender. Es mi tío. Su hermana mayor se llamaba Beatrix van Devender. Fue mi madre, una virtuosa de la botánica euclidiana. Mi madre nació, si no me equivoco, justo a la vuelta de la esquina, en una casa privada frente a los muros del Hortus…, donde han nacido todos los Van Devender desde mediados del siglo XVII.
El guardia la miró boquiabierto. Alma concluyó:
—Si esto es demasiada información para usted, joven, dígale a mi tío Dees que su sobrina de Estados Unidos estaría encantada de verlo.