Tomorrow Morning se fue de Tahití tres días más tarde, para regresar a su misión, en Raiatea…, y junto a su mujer y sus hijas. La mayor parte del tiempo, durante esos días, Alma permaneció sola. Pasó mucho tiempo en su fare, a solas con Roger, el perro, contemplando todo lo que había venido a saber. Sintió, al mismo tiempo, un alivio y una carga: el alivio de todas esas viejas preguntas; la carga de las respuestas.
Dejó de bañarse en el río junto a la hermana Manu y las otras mujeres, pues no quería que vieran ese tinte azul que aún marcaba tenuemente su piel. Iba a las ceremonias de la iglesia, pero se quedaba al fondo, para no llamar la atención. Alma y Tomorrow Morning no volvieron a compartir un momento a solas. De hecho, por lo que vio, él tampoco tuvo un instante para sí mismo. Fue un milagro haber hallado un momento de intimidad junto a él.
El día anterior a la marcha de Tomorrow Morning, hubo otra celebración en su honor: una copia de las impresionantes festividades de dos semanas atrás. Una vez más, hubo bailes y festines. Una vez más, hubo músicos y encuentros de lucha libre y peleas de gallos. Una vez más, hubo hogueras y cerdos sacrificados. Ahora, Alma veía con más claridad cuánto veneraban a Tomorrow Morning, incluso más de lo que le amaban. También vio el puesto de responsabilidad que le correspondía, y con qué sabiduría actuaba en ese puesto. La gente le colgó un sinfín de collares de flores al cuello; las flores se acumularon, pesadas como cadenas. Le entregaron regalos: un par de palomas verdes en una jaula, una camada de cerdos protestones, una vistosa pistola holandesa del siglo XVIII que ya no funcionaba, una Biblia encuadernada con piel de carnero, joyas para su mujer, rollos de percal, sacos de azúcar y té, una campana de hierro para su iglesia. La gente dejaba los regalos a sus pies y él los recibía con cortesía.
Al atardecer, un grupo de mujeres con escobas se acercó a la orilla y empezó a limpiar la playa para un partido de haru raa puu. Alma no había visto antes un partido de haru raa puu, pero sabía qué era, pues el reverendo Welles se lo había dicho. El juego, cuyo nombre se podría traducir como «atrapar la pelota», lo jugaban tradicionalmente dos equipos de mujeres, que se enfrentaban en un tramo de playa de unos treinta metros de longitud. En cada extremo de este campo improvisado dibujaban una línea en la arena, que representaba una portería. De pelota hacía un grueso manojo de frondas de plátanos entrelazadas con fuerza, más o menos del diámetro de una calabaza mediana, aunque no pesada. El objetivo del juego, según supo Alma, era atrapar la pelota del equipo contrario y avanzar a trancas y barrancas hasta el otro lado del campo, a pesar de las arremetidas del otro equipo. Si la pelota acababa en el mar, el partido continuaba, incluso entre las olas. Para impedir que las oponentes marcaran, las reglas permitían hacer cualquier cosa.
Los misioneros ingleses consideraban que el haru raa puu era impropio de damas y estimulante en exceso y, por lo tanto, lo habían prohibido en todos sus asentamientos. De hecho, para ser justos con los misioneros, el juego era mucho más que impropio. En los partidos de haru raa puu las heridas eran habituales: piernas rotas, cráneos fracturados, sangre derramada. Era, como afirmó el reverendo Welles con admiración, «un impresionante espectáculo de salvajismo». Pero la violencia era lo que daba sentido al juego, le explicó el reverendo Welles. En los viejos tiempos, mientras los hombres se preparaban para la guerra, las mujeres practicaban el haru raa puu. Así, las damas también estarían preparadas, llegado el momento de luchar. ¿Por qué el reverendo Welles permitía que el haru raa puu continuara, cuando los otros misioneros lo habían prohibido por ser una expresión anticristiana de puro salvajismo? Vaya, por la misma razón de siempre: no veía qué tenía de malo.
Una vez comenzado el partido, Alma no pudo evitar pensar que el reverendo Welles se equivocaba, y muchísimo, sobre este punto: en un partido de haru raa puu existía un potencial enorme para que ocurrieran cosas malas. En cuanto la pelota se puso en juego, las mujeres se transformaron en criaturas tan formidables como aterradoras. Estas amables y hospitalarias damas tahitianas, cuyos cuerpos Alma había visto en los baños matutinos, cuya comida había compartido, cuyos bebés había mecido sobre las rodillas, cuyas voces había escuchado en ferviente oración y cuyo pelo adornado con bellas flores había admirado, de inmediato fueron dos batallones rivales de arpías demoníacas. Alma no pudo averiguar si el objetivo del juego era, en efecto, atrapar la pelota o arrancar las extremidades de las rivales…, o quizás una combinación de ambos. Vio a la dulce hermana Etini (¡a la hermana Etini!) agarrar el pelo de otra mujer y tirarla al suelo… ¡y esa mujer ni siquiera estaba cerca de la pelota!
En la playa la multitud disfrutaba del espectáculo y animaba a gritos. También el reverendo Welles animaba, y Alma vio por primera vez el rufián que había sido, antes de que Cristo y la señora Welles lo apartaran de sus beligerantes costumbres. Al observar a las mujeres, que atacaban la pelota y se atacaban entre sí, el reverendo Welles ya no tenía el aspecto de un pequeño elfo inofensivo; más bien, recordaba a un perro de caza al acecho.
Entonces, de repente, sin previo aviso, Alma fue derribada por un caballo.
O eso es lo que sintió. No fue, sin embargo, un caballo lo que la derribó al suelo; fue la hermana Manu, quien salió corriendo del campo de juego para cargar contra el costado de Alma con todas sus fuerzas. La hermana Manu agarró a Alma del brazo y la arrastró al campo de juego. El gentío se mostró encantado. El clamor se volvió más intenso. Alma entrevió la cara del reverendo Welles, quien, entusiasmado por la emoción de este sorprendente giro de los acontecimientos, gritó alborozado. Echó un vistazo a Tomorrow Morning, cuya actitud era educada y distante. Era un personaje demasiado majestuoso para reírse ante semejante exhibición, pero tampoco se mostró disgustado.
Alma no quería jugar al haru raa puu, pero nadie le preguntó al respecto. Formó parte del juego antes de saberlo. Se sintió como si la atacaran por todos lados, pero, con toda probabilidad, eso se debía a que la estaban atacando por todos lados. Alguien arrojó la pelota entre sus manos y la empujó. Era la hermana Etini.
—¡Corre! —gritó.
Alma corrió. No llegó lejos antes de que la echaran por tierra de nuevo. Alguien la golpeó con el brazo en la garganta y cayó de espaldas. Se mordió la lengua al caer y notó el sabor de la sangre. Pensó en quedarse ahí, sobre la arena, para que no le hicieran daño, pero temió que la pisoteara esa manada desbocada. Se puso en pie. La multitud animó de nuevo. No tenía tiempo para pensar. Se vio arrastrada a una escaramuza de mujeres y no tuvo más remedio que ir donde ellas iban. No tenía ni la menor idea de dónde estaba la pelota. Ni siquiera se imaginaba cómo alguien podía saberlo. Lo próximo que supo fue que estaba en el agua. La derribaron de nuevo. Se incorporó jadeando, con agua salada en los ojos y la garganta. Alguien la arrastró más lejos, a aguas más profundas.
Comenzó a sentirse asustada de verdad. Estas mujeres, como todas las tahitianas, habían aprendido a nadar antes que a caminar, pero Alma carecía de confianza y de destreza en el agua. Empapada, la falda se volvió pesada, lo que la asustó aún más. Las olas no eran grandes, pero no dejaban de ser olas, y la envolvieron. La pelota la golpeó en la oreja; no vio quién la había arrojado. Alguien la llamó poreito, cuya traducción literal era «marisco», pero también era un nombre grosero de los genitales femeninos. ¿Qué había hecho Alma para merecer este insulto, poreito?
Al poco se encontró bajo el agua de nuevo, volteada por las tres mujeres que intentaban pasar corriendo por encima de ella. Lo lograron: corrieron por encima de ella. Una de ellas hundió el pecho de Alma con el pie al usar a Alma como punto de apoyo, al igual que usaría una roca en un estanque. Otra le pateó en la cara y no le cupo duda de que ya tenía la nariz rota. Alma forcejeó de nuevo hasta la superficie, luchando por respirar, escupiendo sangre. Oyó que alguien la llamaba pua’a: «cerda». La hundieron de nuevo. Esta vez, supo que era intencionado; dos manos le agarraron la cabeza por la espalda y tiraron hacia abajo. Salió del agua una vez más y vio que la pelota pasaba volando a su lado. Oyó débilmente los gritos de la multitud. Una vez más, fue pisoteada. Una vez más, se hundió. Cuando intentó salir de nuevo, no pudo: alguien estaba sentado encima de ella.
Lo que sucedió a continuación fue algo imposible: una suspensión completa del tiempo. Los ojos abiertos, la boca abierta, la nariz que manaba sangre en la bahía de Matavai, inmovilizada e impotente bajo el agua, Alma comprendió que iba a morir. Sorprendentemente, se relajó. No era tan malo, pensó. Sería muy fácil, de hecho. La muerte (tan temida y tan esquiva) era, cuando la tuvo enfrente, lo más sencillo del mundo. Para morir, solo tenía que dejar de intentar vivir. Solo tenía que aceptar la desaparición. Si se quedara quieta, atrapada bajo el peso de esa rival desconocida, sería borrada, sin esfuerzo. Con la muerte, todo el sufrimiento acabaría. La duda acabaría. La humillación y la culpa acabarían. Todas sus preguntas acabarían. Los recuerdos (la mayor de las misericordias) acabarían. Podría, en silencio, excusarse a sí misma de la vida. Ambrose se había excusado a sí mismo, al fin y al cabo. ¡Qué alivio habría sido para él! Se había compadecido de Ambrose por su suicidio, pero ¡qué bienvenida liberación habría sentido! ¡Debería envidiarlo! Podía seguirlo, directa a la muerte. ¿Qué razón tenía para pugnar por respirar? ¿Qué sentido tenía la lucha?
Se relajó incluso más.
Vio una luz pálida.
Se sintió invitada a algo maravilloso. Se sintió convocada. Recordó las palabras finales de su madre: Het is fin.
«Es agradable».
Entonces (en esos segundos que quedaban antes de que hubiese sido demasiado tarde para cambiar el curso de los acontecimientos), Alma, de repente, supo algo. Lo supo con cada pedazo de su ser, y no era una información negociable: sabía que ella, la hija de Henry y Beatrix Whittaker, no había venido al mundo para morir ahogada en aguas de metro y medio de profundidad. También supo esto: si tenía que matar a alguien para salvar la vida, lo haría sin vacilar. Por último, supo otra cosa, y fue la más importante: supo que el mundo se dividía entre aquellos que luchan una batalla incesante para vivir y aquellos que se rinden y mueren. Era un hecho sencillo. Era un hecho que no solo era verdad respecto a las vidas de los seres humanos; era verdad acerca de todos los seres del planeta, desde las creaciones más grandiosas a las más humildes. Era cierto incluso para los musgos. Este hecho era el mecanismo mismo de la naturaleza (la fuerza detrás de toda la existencia, detrás de toda transmutación, detrás de todos los cambios) y era lo que explicaba el mundo entero. Era la explicación que Alma llevaba toda la vida buscando.
Salió del agua. Arrojó el cuerpo que tenía encima como si no pesara. Con la nariz ensangrentada, los ojos irritados, el pecho amoratado, salió del agua y respiró. Buscó a su alrededor a la mujer que la había mantenido bajo el agua. Era su querida amiga, esa gigante sin miedo, la hermana Manu, cuya cabeza recorrían las cicatrices de todas las batallas espantosas que había librado en la vida. Manu se reía de la expresión que vio en la cara de Alma. Era una risa afectuosa (incluso, tal vez, de camaradería), pero, a pesar de todo, era risa. Alma agarró a Manu por el cuello. Apretó el cuello de su amiga como si fuera a aplastarle la garganta. A voz en grito, Alma vociferó, tal como le había enseñado el contingente Hiro:
Ovau teie!
Toa hau a’e tau metua i ta’oe!
E’ore tau’somore e mae qe ia’eo!
¡Soy yo!
¡Mi padre fue mejor guerrero que tu padre!
¡Ni siquiera puedes levantar mi lanza!
Entonces, Alma soltó el cuello de la hermana Manu. Sin dudarlo ni un momento, Manu bramó en la cara de Alma un magnífico rugido de aprobación.
Alma se dirigió a la playa.
Hizo caso omiso de todo y de todos los que se encontró en el camino. Si alguien en esa playa gritaba para animarla o para vituperarla, no lo notó.
Salió de entre las olas como si hubiera nacido del mar.