Cuatro días más tarde Alma se despertó al amanecer, entre los alegres gritos del contingente Hiro. Salió de la fare para averiguar el motivo de la conmoción. Sus cinco niños salvajes corrían de un lado a otro por la playa, dando giros y volteretas con la primera luz de la mañana, gritando, entusiastas, en tahitiano. Cuando Hiro la vio, recorrió a zancadas el sendero loco y serpenteante que llevaba a su puerta con una velocidad salvaje.
—Tomorrow Morning is here! —exclamó en inglés. Tenía los ojos desorbitados por la emoción, como Alma no había visto antes, ni siquiera en este chico tan excitable.
Desconcertada, Alma le agarró del brazo para que se calmara y así intentar comprenderlo.
—¿Qué dices, Hiro? —le preguntó.
—Tomorrow Morning is here! —gritó de nuevo, dando saltos al hablar, incapaz de contenerse.
—Dímelo en tahitiano —ordenó Alma, en tahitiano.
—Teie o Tomorrow Morning —gritó de nuevo, pero tenía tan poco sentido en tahitiano como en inglés: «Ha venido mañana por la mañana».
Alma alzó la vista y vio una multitud que se reunía en la playa: todos los habitantes de la misión, así como personas venidas de las aldeas cercanas. Todos estaban tan entusiasmados como los chicos. Vio al reverendo Welles corriendo hacia la orilla con ese caminar extraño y patizambo. Vio a la hermana Manu corriendo, y a la hermana Etini, y a los pescadores del lugar también.
—¡Mira! —dijo Hiro, que dirigió la mirada de Alma al mar—. ¡Tomorrow Morning llega!
Alma miró a la bahía y vio (¿cómo no lo habría notado de inmediato?) una pequeña flota de piraguas que cortaban el agua hacia la playa a una velocidad increíble, impulsadas por docenas de remeros de piel oscura. A pesar del tiempo que llevaba en Tahití, Alma no dejaba de asombrarse ante la potencia y la agilidad de tales piraguas. Cuando venían flotillas como esta a la bahía, siempre se sentía como si viera la llegada de Jasón y los argonautas o la flota de Ulises. Más que nada, le encantaba el momento en que, al acercarse a la costa, los remeros tensaban los músculos en un último esfuerzo y la piragua salía volando del mar como si fuera el proyectil de un arco invisible, y caía en la arena en una llegada espectacular y exuberante.
Alma tenía preguntas, pero Hiro ya había salido corriendo a recibir las piraguas, al igual que el resto de la multitud. Alma no había visto tanta gente en la playa antes. Contagiada por la emoción, también corrió hacia las piraguas. Eran unas piraguas excepcionales, incluso majestuosas. La mayor mediría casi veinte metros y en la proa se alzaba un hombre de altura y constitución impresionantes… Era, a todas luces, el líder de la expedición. Era tahitiano, pero, al acercarse, Alma vio que iba impecablemente vestido con un traje europeo. Los aldeanos se reunieron en torno a él, cantando para darle la bienvenida, llevándolo de una piragua a otra como si fuera un rey.
La gente llevó al desconocido hasta el reverendo Welles, y los dos hombres se abrazaron. Alma se abrió paso entre la multitud, acercándose tanto como pudo. El hombre se inclinó ante el reverendo Welles y los dos acercaron sus rostros presionando sus narices, en un saludo tradicional de gran cariño. Oyó al reverendo Welles decir, con la voz rota por la emoción:
—Bienvenido a tu casa, bendito hijo de Dios.
El desconocido deshizo el abrazo y se apartó. Se dio la vuelta, sonriendo a la multitud, y Alma, por primera vez, le vio la cara. Si no hubiera estado apoyada en todas esas personas que la rodeaban, Alma habría caído al suelo, por la impresión de reconocerlo.
Las palabras tomorrow morning (que Ambrose había escrito al dorso de todos los dibujos del Muchacho) no eran un código secreto. Tomorrow Morning no era una especie de ensueño de un futuro utópico, ni un anagrama, ni pretendía ocultar nada. Por una vez en su vida, Ambrose Pike se expresó de forma directa y sencilla: Tomorrow Morning era, sencillamente, el nombre de una persona.
Y ahora, sin duda, Tomorrow Morning había llegado.
***
Le dio rabia.
Fue su primera reacción. ¿Por qué no había oído hablar de él ni una sola vez, de esta figura regia, este adorado visitante, este hombre que convocaba a todo el norte de Tahití, que acudía corriendo y dando vítores para recibirlo? ¿Cómo era posible que ni su nombre ni su existencia fueran nunca mencionados, ni siquiera de pasada? Nadie había utilizado ni una vez las palabras Tomorrow Morning con Alma, a menos que hiciera referencia a algo previsto para el día siguiente, y sin duda nadie había mencionado esta adoración universal por un nativo apuesto y esquivo que tal vez llegara algún día sin previo aviso para ser adorado. No había habido ni un rumor acerca de este personaje. ¿Cómo era posible que alguien de tal trascendencia apareciese sin más?
Mientras el resto de la multitud se dirigía a la iglesia de la misión en masa, alegre y vociferante, Alma se quedó en la playa, quieta, incapaz de encontrarle el sentido a todo esto. Nuevas preguntas sustituyeron a las viejas creencias. Las certezas de la semana anterior se resquebrajaron, como un estanque helado al principio de la primavera. La aparición que había venido a buscar existía, pero no era un muchacho; en realidad, aparentaba ser una especie de rey. ¿Qué tendría que ver Ambrose con un rey isleño? ¿Cómo se habían conocido? ¿Por qué Ambrose había representado a Tomorrow Morning como un simple pescador, cuando se trataba de un hombre de gran poder?
El motor de las obstinadas e implacables conjeturas de Alma se puso en marcha de nuevo. Esta sensación solo la enojó aún más. Qué cansada estaba de sus conjeturas. No soportaba tener que inventar nuevas teorías. Toda su vida, sentía, había vivido en un estado de incertidumbre. Solo quería saber cosas, pero aun así, incluso después de todos esos años de preguntas incansables, no hacía más que ponderar, reflexionar y suponer.
Se acabaron las conjeturas. Se acabaron. Necesitaba saberlo todo. Iba a insistir en saberlo todo.
***
Alma oyó la iglesia antes de llegar. Los cánticos que salían de ese humilde edificio no se parecían a nada que hubiera oído antes. Eran un rugido de júbilo. No quedaba espacio en la iglesia, pero permaneció fuera, entre una multitud que empujaba y cantaba, y escuchó. Los himnos que había oído Alma en esta iglesia (las voces de los dieciocho fieles de la misión del reverendo Welles) eran melodías débiles y aflautadas en comparación con lo que oía ahora. Por primera vez, comprendió qué era en realidad la música tahitiana, y por qué necesitaba de cientos de voces rugientes y vociferantes para cumplir su función: silenciar el océano. Eso era lo que hacía esta gente, en una expresión de veneración tan bella como peligrosa.
Al fin se hizo el silencio, y Alma oyó que un hombre hablaba, con una voz clara y poderosa, a los fieles. Habló en tahitiano, en una disquisición que, a veces, era casi un canto. Se acercó más a la puerta y miró: era Tomorrow Morning, alto y espléndido, de pie en el púlpito, los brazos alzados, quien se dirigía a los presentes. Alma aún no dominaba el tahitiano lo suficiente para seguir todo el sermón, pero comprendió que este hombre estaba ofreciendo un apasionado testimonio de Cristo vivo. Pero eso no era todo lo que hacía; también retozaba con esta reunión de fieles, al igual que los niños del contingente Hiro, como Alma había visto muchas veces, retozaban con las olas. Su temple y su valor eran inquebrantables. Provocó risas y lágrimas en la congregación, así como solemnidad y alegría desenfrenada. Alma sentía que sus emociones eran arrastradas por el timbre y la intensidad de esa voz, a pesar de que las palabras, en gran medida, le resultaban incomprensibles.
La actuación de Tomorrow Morning duró más de una hora. Les hizo cantar y rezar; se diría que los estaba preparando para atacar al alba. Alma pensó: «Mi madre habría despreciado esto». Beatrix Whittaker no había sido propensa a las pasiones evangélicas; creía que las personas frenéticas corrían el grave peligro de olvidar sus modales y su razón, y entonces, ¿qué sería de la civilización? En cualquier caso, el soliloquio apoteósico de Tomorrow Morning no se parecía en nada a los sermones que Alma había presenciado en la iglesia del reverendo Welles… ni en cualquier otro lugar, de hecho. No era un pastor luterano de Filadelfia, que dispensaba las enseñanzas sagradas diligentemente, ni la hermana Manu y sus homilías monosilábicas y sencillas; esto era oratoria. Esto era tambores de guerra. Esto era Demóstenes en defensa de Ctesifonte. Esto era Pericles rindiendo tributo a los muertos de Atenas. Esto era Cicerón reprendiendo a Catilina.
Lo que el sermón de Tomorrow Morning no evocó en Alma, sin duda, fueron la humildad y la amabilidad que ella se había acostumbrado a asociar con la pequeña y modesta misión del reverendo Welles. No había nada humilde ni amable en Tomorrow Morning. De hecho, nunca había visto un personaje tan audaz, tan dueño de sí mismo. Se acordó de un viejo dicho de Cicerón en el original y poderoso latín (el único idioma, pensaba, que podría rivalizar con la rugiente marejada de elocuencia nativa que estaba presenciando): Nemo umquam neque poeta neque orator fuit, qui quemquam meliorem quam se arbitraretur.
«No existe poeta ni orador que piense que existe alguien mejor que él mismo».
***
El día no dejó de volverse más exaltado desde ese momento.
Gracias al muy efectivo sistema telegráfico nativo de Tahití (niños de pies veloces y voces estruendosas), enseguida se propagó la noticia de que Tomorrow Morning había llegado, y la playa de la bahía de Matavai se volvió más concurrida y exuberante cada hora que pasaba. Alma quería encontrar al reverendo Welles, hacerle muchas preguntas, pero su menudo cuerpo desaparecía una y otra vez entre la multitud, y solo en raras ocasiones veía rastros de él, el cabello blanco que volaba con la brisa, radiante de felicidad. Tampoco podía acercarse a la hermana Manu, tan electrizada que perdió el gigantesco sombrero de paja y lloraba como una colegiala en medio de una multitud de mujeres eufóricas. El contingente Hiro no se veía por ninguna parte… o, más bien, se veía por todos lados, pero se movían con tal rapidez que era imposible que Alma se acercara a interrogarlos.
Entonces, la multitud de la playa, como si de una decisión unánime se tratara, se convirtió en un festejo. Se abrió un espacio para encuentros de boxeo y lucha libre. Hombres jóvenes se quitaron las camisas, se untaron aceite de coco y comenzaron a pelear. Los niños galopaban por el litoral en carreras espontáneas. Un anillo apareció en la arena, y de repente había una pelea de gallos en marcha. A medida que avanzaba el día, llegaban músicos, con instrumentos de todo tipo (tambores y flautas nativas, cuernos y violines europeos), y la música sonó con estruendo. En otra parte de la playa, los hombres, industriosos, cavaban una fogata y la rodeaban de piedras. Planeaban hacer un grandioso asado. Entonces Alma vio a la hermana Manu, que, de forma inesperada, atrapó un cerdo, lo inmovilizó y lo mató… para gran consternación del cerdo. Alma no pudo sino sentirse un poco resentida al verlo. (¿Cuánto tiempo llevaba esperando ella para saborear un cerdo? Al parecer, lo único que se necesitaba era la llegada de Tomorrow Morning para al fin lograrlo). Con un largo cuchillo y mano segura, Manu troceó el cerdo alegremente. Sacó las entrañas como una mujer que repartiera caramelos. Ella y algunas de las mujeres más fuertes sostuvieron el animal sobre las llamas de la fogata para quemar las cerdas. A continuación, lo envolvieron en hojas y lo dejaron sobre las piedras calientes. No pocas gallinas, indefensas en este maremoto de celebraciones, siguieron al cerdo a la muerte.
Alma vio a la bella hermana Etini corriendo, los brazos llenos de la fruta del árbol del pan. Alma saltó hacia delante, tocó a Etini en el hombro y dijo:
—Hermana Etini, por favor, dígame: ¿quién es Tomorrow Morning?
Etini se volvió con una amplia sonrisa.
—Es el hijo del reverendo Welles —dijo.
—¿El hijo del reverendo Welles? —repitió Alma. El reverendo Welles solo tenía hijas… y solo una de ellas había sobrevivido. Si el inglés de la hermana Etini no fuera tan fluido y certero, Alma habría supuesto que esa mujer se equivocaba.
—Su hijo por taio —explicó Etini—. Tomorrow Morning es su hijo adoptado. Es mi hijo también, y el de la hermana Manu. ¡Es hijo de todos en esta misión! Todos somos familia por taio.
—Pero ¿de dónde viene? —preguntó Alma.
—Viene de aquí —dijo Etini, que no pudo disimular el enorme orgullo que le causaba este hecho—. Tomorrow Morning es nuestro, ¿sabe?
—Pero ¿de dónde ha llegado hoy?
—Ha venido de Raiatea, donde vive ahora. Tiene una misión ahí. Ha tenido un gran éxito en Raiatea, una isla que antes era muy hostil al Dios verdadero. La gente que ha traído consigo son sus conversos; es decir, algunas de las personas que ha convertido. Sin duda, ha convertido a muchos más.
Sin duda, Alma tenía muchas preguntas, pero la hermana Etini estaba deseosa de contribuir a la fiesta, así que Alma le dio las gracias y la dejó marchar. Alma fue a sentarse a la sombra de una guayaba, junto al río, a pensar. Tenía muchas cosas sobre las que pensar. Desesperada por darle sentido a toda esta nueva información, rememoró una conversación que había mantenido con el reverendo Welles hacía meses. Recordaba vagamente que el reverendo Welles le había hablado de sus tres hijos adoptados (los tres productos más ejemplares de la escuela de la bahía de Matavai), quienes dirigían misiones muy respetadas en otras islas. Se esforzó en recuperar los detalles de esa única conversación, ya lejana, pero sus recuerdos eran frustrantemente borrosos. Tal vez Raiatea fuera una de las islas mencionadas, pensó Alma, pero tenía la certeza de que no había mencionado el nombre Tomorrow Morning. Alma habría reparado en ese nombre de haberlo oído. Esas dos palabras le habrían llamado la atención de inmediato, rebosantes como estaban de reminiscencias personales. El reverendo Welles lo había llamado por otro nombre.
La hermana Etini pasó apresurada una vez más, ahora con los brazos vacíos, y una vez más Alma se lanzó hacia ella y la detuvo. Sabía que estaba molestando, pero no pudo evitarlo.
—Hermana Etini —la abordó—, ¿cómo se llama Tomorrow Morning?
La hermana Etini se mostró desconcertada.
—Se llama Tomorrow Morning —dijo, simplemente.
—Pero ¿cómo lo llama el hermano Welles?
—¡Ah! —Los ojos de la hermana Etini se encendieron—. El hermano Welles lo llama por su nombre tahitiano, Tamatoa Mare. Pero Tomorrow Morning es un apodo que se inventó él mismo, cuando apenas era un niño. Así es como prefiere que le llamen. Qué bien se le daban los idiomas, hermana Whittaker: fue el mejor estudiante que tuvimos la señora Welles y yo, ya verá que habla inglés mucho mejor que yo…, y ya desde muy pequeño notó que su nombre tahitiano sonaba como esas palabras en inglés. Qué listo ha sido siempre. Y el nombre le sienta bien, o eso pensamos todos, porque siempre da esperanza, ¿comprende?, a quienes se encuentra. Como un nuevo día.
—Como un nuevo día —repitió Alma.
—Exactamente, sí.
—Hermana Etini —dijo Alma—. Lo siento, pero debo hacerle una última pregunta. ¿Cuándo fue la última vez que Tamatoa Mare estuvo aquí, en la bahía de Matavai?
La hermana Etini respondió sin dudarlo:
—En noviembre de 1850.
La hermana Etini se fue, apresurada. Alma se sentó a la sombra de nuevo y observó la alegre locura que se desataba ante ella. La observó sin alegría. Tenía una hendidura en el corazón, como si alguien le estuviera estampando las huellas dactilares del pulgar, hasta el fondo, con firmeza.
Ambrose Pike había muerto aquí en noviembre de 1850.
***
Alma tardó un tiempo en acercarse a Tomorrow Morning. Esa noche fue una celebración poderosa: una fiesta digna de un monarca, que era sin duda lo que consideraban a ese hombre. Cientos de tahitianos abarrotaban la playa, comían cerdo asado, pescado y frutos del árbol del pan y disfrutaban del pudín de arruruz, ñames y un sinfín de cocos. Se encendieron hogueras y la gente bailó; no, por supuesto, esos bailes obscenos por los cuales Tahití era tan conocida antaño, sino la danza tradicional, menos ofensiva, llamada hura. Aun así, ni siquiera este baile se habría consentido en cualquier otra misión de la isla, pero Alma sabía que el reverendo Welles a veces lo permitía. («Es que no veo qué tiene de malo», dijo una vez a Alma, quien comenzó a pensar que esta frase, que tanto repetía, sería el lema perfecto del reverendo Welles).
Alma no había visto esta danza antes, y se quedó tan absorta como el resto. Las jóvenes bailarinas llevaban el pelo adornado con tres hebras de jazmín y gardenias y el cuello rodeado de flores. La música era lenta y ondulante. Algunas muchachas tenían marcas de la varicela, pero, a la luz de la lumbre, todas eran igual de hermosas. Bajo esos vestidos de misionera, largos y sin forma, se advertía el movimiento de las piernas y las caderas de las mujeres. Fue la danza más provocativa que Alma había visto (solo las manos ya eran provocadoras) y ni se imaginaba qué habría pensado su padre de estos bailes en 1777, cuando las bailarinas no vestían nada más que faldas de hierba. Debió de ser todo un espectáculo para un jovencito de Richmond que trataba de mantener su virtud.
De vez en cuando unos hombres atléticos saltaban al círculo para interrumpir la hura con los movimientos cómicos de un bufón. Al principio, Alma pensó que su intención era desbaratar la sensualidad del espectáculo con su jocosidad, pero no tardaron, ellos también, en probar los límites de la lascivia con sus movimientos. Había una broma recurrente entre los hombres, que agarraban a las bailarinas mientras las jóvenes, gráciles, se escapaban sin perder un paso del baile. Incluso los niños más pequeños parecían comprender la referencia soterrada al deseo y el rechazo, e imitaban la actuación con unos aullidos y carcajadas que les hacían parecer demasiado maduros para su edad. Hasta la hermana Manu (ese ejemplo luminoso de decoro cristiano) saltó a la palestra y se unió a las bailarinas de hura, moviendo su corpulenta silueta con sorprendente agilidad. Cuando uno de los bailarines la persiguió, la hermana Manu se dejó atrapar, para regocijo de la multitud, que estalló en risas. A continuación el bailarín se apretó contra la cadera de ella, en una serie de movimientos de cuya indisimulada procacidad era imposible dudar; la hermana Manu no hizo más que mirarlo con una mirada coqueta y cómica, y siguió bailando.
Alma no dejó de mirar de reojo al reverendo Welles, quien, al parecer, estaba simplemente encantado con lo que veía. Junto a él se sentaba Tomorrow Morning, con el perfecto aplomo y el traje impecable de un caballero inglés. A lo largo de la noche, la gente se acercaba a sentarse a su lado, a saludarlo con la nariz y a darle recuerdos. Recibía a todo el mundo con delicadeza y generosidad. En verdad, hubo de admitir Alma, no había visto un ser humano más bello en toda su vida. Por supuesto, en Tahití la belleza del aspecto físico se hallaba por doquier, y uno se acostumbraba al cabo de un tiempo. Los hombres eran hermosos, las mujeres eran incluso más hermosas y los niños eran los más hermosos de todos. En comparación con los extraordinarios tahitianos, ¡qué hatajo de jorobados paliduchos eran los europeos! Se había dicho una y mil veces, por mil viajeros asombrados. Así pues, la belleza, sí, no escaseaba por aquí, y Alma había visto muchísima…, pero Tomorrow Morning era el más bello de todos.
Su piel era oscura y bruñida, su sonrisa era una luna que salía despacio por el horizonte. Cuando miraba a alguien, era un acto de generosidad, de luminiscencia. Era imposible no clavar la mirada en él. Al margen de la belleza de su semblante, su imponente altura ya llamaba la atención. Era un prodigio de estatura, un Aquiles hecho carne. Con certeza, uno seguiría a ese hombre al campo de batalla. El reverendo Welles dijo una vez a Alma que, en los Mares del Sur, en los viejos tiempos, cuando los isleños guerreaban unos contra otros, los vencedores hurgaban entre los cadáveres del enemigo en busca de los cuerpos más altos y oscuros de entre los muertos. Una vez que encontraban esos colosos caídos, abrían los cadáveres y retiraban los huesos, para hacer anzuelos, cinceles y armas. Los huesos de los hombres más grandes, según se creía, tenían un tremendo poder y otorgaban la invencibilidad a quien los poseyese. En cuanto a Tomorrow Morning, pensó Alma, morbosa, podría hacerse todo un arsenal con él…, si alguien lograra matarlo, claro.
Alma permaneció en las afueras de la fogata, intentando no ser vista. Nadie le prestó atención, absortos en su alegría. La juerga duró hasta bien entrada la noche. Las fogatas ardieron altas y brillantes, proyectando sombras tan oscuras y retorcidas que uno casi temía tropezarse con ellas o que lo agarraran y le arrastrasen al pô. Los bailes se volvieron más osados y los niños se comportaron como espíritus poseídos. Alma no habría esperado que la visita de un importante misionero cristiano causara tal parranda y jolgorio, pero aún era nueva en Tahití. Nada de lo que ocurría molestaba al reverendo Welles, a quien nunca había visto tan feliz, tan optimista.
Mucho después de la medianoche, el reverendo Welles reparó en Alma.
—¡Hermana Whittaker! —la llamó—. ¿Dónde están mis modales? ¡Tiene que conocer a mi hijo!
Alma se acercó a los dos hombres, sentados tan cerca del fuego que parecían arder. Fue un encuentro incómodo, pues Alma estaba de pie y los hombres, como dictaba la costumbre del lugar, se quedaron sentados. Alma no estaba dispuesta a sentarse. No estaba dispuesta a presionar su nariz contra la nariz de otra persona. Pero Tomorrow Morning tendió su largo brazo y le dio un cordial apretón de manos.
—Hermana Whittaker —dijo el reverendo Welles—, este es Tamatoa Mare, de quien le he hablado. Tamatoa Mare, esta es la hermana Whittaker, ¿sabes?, que nos visita desde Estados Unidos. Es una naturalista de cierto renombre.
—¿Una naturalista? —dijo Tomorrow Morning con excelente acento británico, asintiendo con interés—. De niño, era muy aficionado a la historia natural. Mis amigos pensaban que estaba loco, por dar importancia a aquello a lo que nadie da importancia: las hojas, los insectos, el coral y todo lo demás. Pero era placentero y educativo. Qué digna vida, estudiar el mundo a fondo. Qué afortunada es en su vocación.
Alma lo miró largamente. Ver, al fin, ese rostro tan de cerca (ese rostro imborrable, ese rostro que la había inquietado y fascinado durante tanto tiempo, ese rostro por el cual había viajado desde el otro lado del mundo, ese rostro que había sondeado con tal tesón en su imaginación, ese rostro que la había asediado hasta la obsesión) era, sencillamente, impresionante. Ese rostro tenía un efecto tan poderoso en ella que le sorprendió que él, a su vez, no se sintiera igual de asombrado al verla a ella. ¿Cómo podía conocerlo de un modo tan íntimo mientras él no la conocía en absoluto?
Pero ¿por qué diablos iba a conocerla?
Plácidamente, él le devolvió la mirada. Tenía unas pestañas tan largas que eran absurdas. No solo parecían excesivas, sino casi contenciosas, ese espectáculo de pestañas, esas hebras de exuberancia innecesaria. Alma sintió dentro de ella una irritación creciente: nadie necesitaba tales pestañas.
—Es un placer conocerlo —dijo Alma.
Con la elegancia de un jefe de estado, Tomorrow Morning insistió en que no, que el placer era solo suyo. Entonces soltó la mano de Alma, que se excusó, y Tomorrow Morning centró su atención en el reverendo Welles, en ese padre blanco, menudo, feliz.
***
Permaneció en la bahía de Matavai dos semanas.
Alma rara vez apartó la mirada de él, dispuesta a averiguar lo que pudiera, ya fuera por observación o por proximidad. Tomorrow Morning era adorado. Era casi exasperante, de hecho, lo adorado que era. Se preguntó si a veces era exasperante para él. Nunca tenía un momento en soledad, si bien Alma no dejaba de aguardarlo, con la esperanza de hablar a solas con él. Parecía que nunca se presentaría la oportunidad; había comidas, reuniones y ceremonias en torno a él a todas horas. Dormía en casa de la hermana Manu, que no dejaba de recibir visitas. La reina’Aimata Pōmare IV Vahine de Tahití invitó a Tomorrow Morning a tomar el té en su palacio de Papeete. Todos querían oír (en inglés, tahitiano o ambos) la historia del éxito extraordinario de Tomorrow Morning como misionero en Raiatea.
Nadie quería oírlo más que Alma y, durante la estancia de Tomorrow Morning, logró reunir las piezas de la historia gracias a varios curiosos y admiradores del gran hombre. Raiatea, según vino a saber, era la cuna de la mitología polinesia, y por lo tanto un lugar improbable para el cristianismo. La isla (grande y escarpada) fue el lugar de nacimiento y la residencia de Oro, el dios de la guerra, cuyos templos, honrados por sacrificios humanos, estaban cubiertos de cráneos. Raiatea era un lugar serio (la hermana Etini empleó la palabra circunspecto). El monte Temahani, en el centro de la isla, era considerado la residencia eterna de todos los muertos de la Polinesia. Un velo de niebla permanente cubría el pico más alto de la montaña, según se decía, porque a los muertos no les gustaba la luz del sol. Los habitantes de Raiatea no eran bromistas; eran un pueblo firme: un pueblo de sangre y grandeza. No eran como los tahitianos. Habían resistido a los ingleses. Habían resistido a los franceses. No resistieron a Tomorrow Morning. Había llegado hacía seis años de un modo espectacular: apareció solo, en una piragua que abandonó al acercarse a la isla. Se desnudó y nadó hasta la orilla, salvando sin dificultad las enormes olas mientras sostenía la Biblia sobre la cabeza y cantaba: «¡Canto la palabra de Jehová, el único Dios verdadero! ¡Canto la palabra de Jehová, el único Dios verdadero!».
Los habitantes de Raiatea se fijaron en él.
Desde entonces, Tomorrow Morning había creado un imperio evangélico. Erigió una iglesia (justo al lado del principal templo pagano de Raiatea) que habría sido fácil confundir con un palacio, de no ser una casa de oración. Era el edificio más grande de la Polinesia. Lo sostenían cuarenta y seis columnas, talladas con troncos del árbol del pan y alisadas con piel de tiburón.
Tomorrow Morning calculaba que había convertido unas tres mil quinientas almas. Vio a la gente arrojar los ídolos al fuego. Vio cómo los viejos templos sufrían una transformación repentina, de santuarios de sacrificios violentos a inofensivos montones de piedras cubiertas por el musgo. Vistió a los habitantes de Raiatea con modestas ropas a la usanza europea: los hombres, con pantalones; las mujeres, con vestidos largos y sombreros. Los jóvenes formaban filas para que él les cortara el pelo. Supervisó la construcción de una comunidad de casitas blancas y pulcras. Enseñó a leer y a escribir a gente que, antes de su llegada, no habían visto el alfabeto. Cuatrocientos niños al día asistían a la escuela y aprendían el catecismo. Tomorrow Morning se cercioró de que la gente no solo repitiera las palabras del Evangelio, sino que comprendiera lo que decían. Así, ya había formado a siete misioneros suyos, a quienes envió a islas más distantes; ellos también nadarían hasta la costa sosteniendo la Biblia en alto y cantando el nombre de Jehová. Los días de los tumultos, las falacias y la superstición habían tocado a su fin. El infanticidio había tocado a su fin. La poligamia había tocado a su fin. Algunos llamaron profeta a Tomorrow Morning; se rumoreaba que él prefería la palabra sirviente.
Alma supo que Tomorrow Morning había tomado una esposa en Raiatea, Temanava, cuyo nombre significaba «la bienvenida». Tenía dos hijas, llamadas Frances y Edith, en honor del reverendo y la señora Welles. Era el hombre más venerado en las islas de la Sociedad, supo Alma. Lo oyó tantas veces que empezaba a cansarse de oírlo.
—¡Y pensar —dijo la hermana Etini— que procede de nuestra pequeña escuela en la bahía de Matavai!
Alma no encontró un momento para hablar con Tomorrow Morning hasta que se hizo tarde una noche, diez días después de su llegada, cuando lo sorprendió caminando a solas la breve distancia entre la casa de la hermana Etini y la casa de la hermana Manu, donde iba a dormir.
—¿Puedo hablar un momento con usted? —preguntó Alma.
—Claro que sí, hermana Whittaker —concedió él, que recordó su nombre sin dificultad. Parecía que no le sorprendía en absoluto verla salir de las sombras para acercarse a él.
—¿Hay algún lugar más discreto donde podamos hablar? —preguntó Alma—. Lo que necesito decirle me gustaría decírselo en privado.
Tomorrow Morning se rio, afable.
—Si alguna vez ha logrado sentir algo parecido a la privacidad aquí en la bahía de Matavai, hermana Whittaker, la admiro. Sea lo que sea lo que quiera decirme, me lo puede decir aquí.
—Muy bien, entonces —dijo Alma, si bien no pudo evitar mirar a su alrededor para ver si alguien estaba escuchando—. Tomorrow Morning —comenzó—, usted y yo estamos (creo) más estrechamente ligados en nuestros destinos de lo que piensa. Me han presentado a usted como hermana Whittaker, pero quiero que comprenda que, durante un breve periodo de mi vida, fui conocida como la señora Pike.
—No te voy a pedir más explicaciones —dijo con amabilidad, alzando una mano—. Sé quién eres, Alma.
Se miraron el uno al otro, en silencio, durante lo que pareció muchísimo tiempo.
—Entonces… —dijo ella, al fin.
—Claro —respondió él.
Una vez más, el largo silencio.
—Yo también sé quién eres —dijo ella.
—¿Lo sabes? —Tomorrow Morning no pareció alarmado—. ¿Quién soy, entonces?
Pero ahora, obligada a responder, Alma descubrió que no era sencillo ofrecer una contestación a esa pregunta. No obstante, necesitaba decir algo, así que dijo:
—Conocías bien a mi marido.
—Sin duda, lo conocí. Es más, lo echo de menos. —Esta respuesta conmocionó a Alma, pero lo prefirió (la conmoción del asentimiento) a una desavenencia o una negativa. Mientras esperaba esta conversación durante los días previos, Alma había pensado que se volvería loca si Tomorrow Morning la acusara de mentir vilmente o fingiera que no había oído hablar de Ambrose. Pero no se mostró inclinado a resistir o repudiar. Alma lo miró de cerca, en busca de algo en su cara aparte de esa sosegada confianza en sí mismo, pero no vio nada extraño.
—Lo echas de menos —repitió Alma.
—Y siempre lo echaré de menos, pues Ambrose Pike era el mejor de los hombres.
—Eso dice todo el mundo —dijo Alma, que se sintió un poco irritada y vencida.
—Porque era cierto.
—¿Lo amabas, Tamatoa Mare? —preguntó Alma, que una vez más buscó en ese rostro una grieta en su ecuanimidad. Quería pillarlo por sorpresa, al igual que él la había cogido a ella. Pero en su semblante no se reflejó ni un atisbo de malestar. Ni siquiera parpadeó cuando Alma empleó su nombre de pila.
—Todos los que lo conocíamos lo amábamos —respondió.
—Pero ¿lo amabas tú en especial?
Tomorrow Morning guardó las manos en los bolsillos y miró hacia la luna. No tenía prisa por responder. Daba la impresión de ser un hombre que aguardaba sin impaciencia la llegada de un tren. Al cabo de un rato, dirigió la mirada al rostro de Alma. Eran más o menos de la misma altura, notó Alma. Los hombros de ella no eran mucho más estrechos que los de él.
—Supongo que te preguntas ciertas cosas —dijo, a modo de respuesta.
Alma sintió que perdía terreno. Necesitaba ser incluso más directa.
—Tomorrow Morning —dijo—. ¿Puedo hablarte con franqueza?
—Por favor —la animó él.
—Permíteme decirte algo acerca de mí misma, pues tal vez te permita hablar con más libertad. En lo más hondo de mi carácter (aunque no siempre lo considero una virtud ni una ventaja) arde un deseo de comprender la naturaleza de todas las cosas. Como tal, me gustaría comprender quién fue mi marido. He recorrido toda esta distancia para comprenderlo mejor, pero ha sido casi en vano. Hasta el momento, lo poco que me ha sido dado comprender acerca de Ambrose solo me ha causado más confusión. Nuestro matrimonio, lo reconozco, no fue ni tradicional ni largo, pero eso no borra ni el amor ni la preocupación que sentí por mi marido. No soy una inocente, Tomorrow Morning. No necesito que me protejas de la verdad. Por favor, comprende que mi objetivo no es ni arremeter contra ti ni convertirte en mi enemigo. Tampoco tus secretos corren peligro, si decides confiar en mí. Tengo un motivo, sin embargo, para sospechar que albergas secretos respecto a mi marido. He visto los dibujos que hizo de ti. Esos dibujos, como sin duda comprendes, me obligan a preguntarte por la verdad de tu relación con Ambrose. ¿Podrías respetar la petición de una viuda y contarme lo que sabes? Mis sentimientos no necesitan amparo alguno.
Tomorrow Morning asintió.
—¿Tienes mañana el día libre para pasarlo conmigo? —preguntó—. Quizás hasta bien entrada la noche.
Alma asintió.
—¿Es vigoroso tu cuerpo? —preguntó.
La pregunta y su incongruencia la sobresaltaron. Tomorrow Morning percibió su incomodidad y aclaró:
—Lo que quiero decir es: ¿eres capaz de caminar largas distancias? Supongo que, como naturalista, estás sana y en forma, pero, aun así, debo preguntar. Me gustaría mostrarte algo, pero no deseo fatigarte. ¿Puedes escalar un terreno inclinado y ese tipo de cosas?
—Creo que sí —respondió Alma, irritada una vez más—. He recorrido la isla por entero durante este último año. He visto todo lo que hay que ver en Tahití.
—No todo, Alma —la corrigió Tomorrow Morning, con una sonrisa benévola—. No todo.
***
Partieron al día siguiente, justo después del amanecer. Tomorrow Morning se había hecho con una piragua para el viaje. No una canoa pequeñita y frágil como la que usaba el reverendo Welles cuando visitaba los jardines de coral, sino una piragua rápida, elegante y estrecha.
—Vamos a ir a Tahití Iti —explicó—. Tardaríamos días en llegar por tierra, pero solo cinco o seis horas por el mar. ¿Te sientes cómoda sobre el agua?
Alma asintió. Le resultaba difícil saber si estaba siendo considerado o condescendiente. Preparó un tubo de bambú con agua fresca para sí misma y poi para el almuerzo, envuelto en un cuadrado de muselina que podía llevar atado al cinturón. Escogió su vestido más raído, el que ya había sufrido los peores abusos de la isla. Tomorrow Morning reparó en sus pies descalzos, los cuales, al cabo de un año en Tahití, eran tan duros y callosos como los de un trabajador de la plantación. No lo mencionó, pero Alma vio que se fijaba. Él también iba descalzo. De tobillos para arriba, sin embargo, era un perfecto caballero inglés. Llevaba el traje limpio y la camisa blanca de costumbre, si bien se quitó la chaqueta, la dobló con esmero y la usó como cojín en el asiento de la piragua.
No tenía sentido intentar conversar en el viaje hacia Tahití Iti, una pequeña península, escarpada y remota, al otro lado de la isla. Tomorrow Morning tenía que concentrarse y Alma no deseaba tener que girarse cada vez que quisiera hablar. Viajar cerca de la costa era difícil en ciertas zonas y Alma deseó que Tomorrow Morning hubiera traído otro remo de modo que ella pudiera sentirse útil…, aunque, a decir verdad, no parecía que él la necesitara. Tomorrow Morning esculpía el agua con elegante eficiencia, zigzagueando entre los arrecifes y los canales sin vacilar, como si hubiera hecho este viaje miles de veces, lo cual, sospechó Alma, era probablemente cierto. Agradeció llevar un sombrero de ala ancha, pues el sol brillaba con fuerza y, debido al resplandor de las aguas, veía puntos danzando ante ella.
Al cabo de unas cinco horas, los acantilados de Tahití Iti se encontraban a su derecha. De un modo alarmante, al parecer Tomorrow Morning se dirigía hacia ellos. ¿Iban a estrellarse contra las rocas? ¿Era ese el mórbido objetivo del viaje? Pero en ese momento Alma lo vio: una abertura en forma de arco en el acantilado, una rendija oscura, una entrada a una cueva a la altura del mar. Tomorrow Morning acompasó la piragua al movimiento de una ola poderosa y entonces, qué emoción, se lanzó sin miedo, derecho a esa abertura. Alma tuvo la certeza de que serían devueltos a la luz del día por el agua que se retiraba, pero él remó con furia, casi de pie en la piragua, de modo que se abalanzaron sobre la grava húmeda de una playa rocosa, en el interior de la cueva. Fue casi un acto mágico. Ni siquiera el contingente Hiro, pensó Alma, se habría arriesgado a semejante maniobra.
—Sal, por favor —ordenó él y, aunque no le gritó, Alma comprendió que debía moverse con celeridad, antes de la llegada de la siguiente ola. Salió de un salto y correteó hasta el nivel más alto, el cual, para ser sinceros, no le pareció lo suficientemente alto. Una gran ola, pensó ella, y se los llevaría la corriente para siempre. Tomorrow Morning no parecía preocupado. Arrastró la piragua detrás de él hasta la playa.
—¿Te importaría ayudarme? —dijo, con educación. Señaló una cornisa, por encima de sus cabezas, y Alma vio que pretendía guardar ahí la piragua, a salvo. Le ayudó a levantarla y juntos la subieron hasta la cornisa, lejos del alcance de las olas.
Alma se sentó y él se sentó a su lado, con la respiración entrecortada por el esfuerzo.
—¿Estás cómoda? —preguntó al fin.
—Sí —dijo Alma.
—Ahora tenemos que esperar. Cuando la marea baje del todo, verás que hay una especie de ruta por la que podemos caminar a lo largo del arrecife, y entonces subiremos a una meseta. Desde ahí te voy a llevar al lugar que quiero mostrarte. Si crees que puedes aguantarlo, claro.
—Puedo aguantarlo —dijo Alma.
—Bien. De momento, vamos a descansar un rato. —Se acostó sobre la chaqueta, estiró las piernas y se relajó. Cuando las olas llegaban, casi les tocaban los pies, pero solo casi. Él debía de saber exactamente cómo actuaban las mareas en esta cueva, pensó Alma. Era en verdad extraordinario. Al ver a Tomorrow Morning estirado a su lado, le asaltó un súbito recuerdo del modo en que Ambrose se tumbaba acomodándose en cualquier lugar: sobre la hierba, en un sofá, en el suelo del recibidor de White Acre.
Dejó que Tomorrow Morning descansara durante unos diez minutos, pero ya no fue capaz de contenerse más.
—¿Cómo lo conociste? —preguntó.
La cueva no era el lugar más silencioso donde hablar, con el rugido del agua golpeando contras las piedras y todos esos ecos húmedos y variados. Pero ese sonido desgarrador, por otra parte, convertía a este lugar en el sitio más seguro para que Alma formulara preguntas y escuchara los secretos que fueran revelados. ¿Quién podría oírlos? ¿Quién los vería? Nadie salvo los espíritus. Sus palabras serían arrastradas de esta cueva por la marea y llevadas a alta mar, despedazadas en las olas, comidas por los peces.
Tomorrow Morning respondió sin incorporarse:
—Volví a Tahití a visitar al reverendo Welles en 1850 y Ambrose estaba allí, como tú y yo estamos aquí ahora.
—¿Qué pensaste de él?
—Pensé que era un ángel —dijo sin dudarlo, sin ni siquiera abrir los ojos.
Respondía las preguntas casi demasiado rápido, pensó Alma. No quería solo respuestas formularias, quería la historia completa. No quería solo las conclusiones, quería también la trama. Quería ver a Tomorrow Morning y a Ambrose al conocerse. Quería observar sus intercambios. Quería saber qué pensaban, qué sentían. Sin duda alguna, quería saber qué habían hecho. Esperó, pero él no dio más explicaciones. Después de guardar silencio durante un largo rato, Alma tocó el brazo de Tomorrow Morning. Él abrió los ojos.
—Por favor —dijo—. Continúa.
Tomorrow Morning se incorporó y se volvió para mirarla.
—¿Te contó el reverendo Welles cómo llegué a la misión? —preguntó.
—No —contestó Alma.
—Yo solo tenía siete años —dijo—. Tal vez ocho. Mi padre murió primero, luego murió mi madre, luego murieron mis dos hermanos. Una de las mujeres de mi padre sobrevivió y se encargó de mí, pero luego también murió. Había otra madre también (otra mujer de mi padre), pero a la postre ella también murió. Todos los hijos de las otras mujeres de mi padre murieron, en poco tiempo. Había abuelas también, pero ellas también murieron. —Se detuvo para reflexionar sobre algo y continuó, corrigiéndose a sí mismo—: No, me estoy confundiendo en el orden de las muertes, Alma, por favor, perdóname. Fueron las abuelas quienes murieron antes, porque eran los miembros más débiles de la familia. Así que, sí, primero fueron las abuelas quienes murieron, luego mi padre y luego los demás, como te he dicho. Yo también estuve enfermo durante un tiempo, pero no morí…, como puedes ver. Pero esta es una historia común en Tahití. ¿A que ya la has oído antes? Sin duda.
Alma no supo qué responder, así que no dijo nada. Aunque conocía el penoso número de muertes acaecidas por toda Polinesia durante los últimos cincuenta años, nadie le había contado la historia personal de sus pérdidas.
—¿Has visto las cicatrices en la frente de la hermana Manu? —preguntó—. ¿Te ha explicado alguien su origen?
Alma negó con la cabeza. No sabía qué tenía que ver todo esto con Ambrose.
—Son cicatrices de pena —dijo—. Aquí, en Tahití, cuando las mujeres guardan luto, se hacen cortes en la cabeza con dientes de tiburón. Es truculento, lo sé, para la mentalidad europea, pero para una mujer es una forma tanto de transmitir como de dar rienda suelta a su dolor. La hermana Manu tiene más cicatrices que la mayoría porque perdió a toda su familia, entre ellos varios niños. Tal vez por eso siempre nos hemos tenido tanto afecto el uno al otro.
A Alma le sorprendió que empleara la refinada palabra afecto para describir la unión entre una mujer que había perdido a todos sus hijos y un niño que había perdido a todas sus madres. No le pareció una palabra suficientemente intensa.
En ese momento, Alma recordó la otra anomalía física de la hermana Manu.
—¿Y qué hay de sus dedos? —preguntó Alma, que alzó ambas manos—. ¿Las falanges que le faltan?
—Esa es otra herencia de la pena. A veces, aquí la gente se corta las puntas de los dedos como expresión del dolor. Se volvió más sencillo cuando los europeos nos trajeron hierro y acero. —Sonrió tristemente. Alma no le devolvió la sonrisa; era demasiado horrible. Tomorrow Morning continuó—: Bueno, en cuanto a mi abuelo, a quien todavía no he mencionado, era un rauti. ¿Sabes algo acerca de los rauti? A lo largo de los años, el reverendo Welles ha intentado que le ayude con la traducción de esta palabra, pero es difícil. Mi buen padre usa la palabra arengador, pero no transmite la dignidad del puesto. Historiador se acerca, pero tampoco es exacto. La tarea del rauti es correr junto a los hombres que cargan al ataque e infundirles valor recordándoles quiénes son. El rauti canta sobre los linajes de cada hombre, recordando a los guerreros las glorias de la historia de su familia. Se asegura de que no olviden el heroísmo de sus antepasados. El rauti conoce el linaje de todos los hombres de esta isla, hasta llegar a los dioses, y así canta para infundir valor a los hombres. Se podría decir que es una especie de sermón, pero un sermón violento.
—¿Cómo son los versos? —preguntó Alma, que se resignó a escuchar esta historia larga e incongruente.
Tomorrow Morning volvió la cara hacia la entrada de la cueva y pensó durante un momento.
—¿En inglés? No tienen el mismo poder, pero sería algo así: «¡Mantened la guardia alta hasta cercenarles la voluntad! ¡Arrojaos sobre ellos como el rayo! Tú eres Arava, hijo de Hoani, nieto de Paruto, nacido de Pariti, surgido de Tapunui, quien se cobró la cabeza del poderoso Anapa, el padre de las anguilas… ¡Tú eres ese hombre! ¡Embiste contra ellos como el mar!». —Tomorrow Morning bramó estas palabras, que retumbaron contra las piedras, ahogando el sonido de las olas. Se volvió hacia Alma (que tenía la piel de gallina y no se imaginaba cómo le habría impresionado esto en tahitiano, si le afectaba tanto en inglés) y dijo, en su tono habitual—: Las mujeres, en ocasiones, también luchaban.
—Gracias —dijo Alma, si bien no habría sabido explicar por qué lo dijo—. ¿Qué fue de tu abuelo?
—Murió como todos los otros. Después de la muerte de mi familia, yo era un niño que estaba solo. En Tahití, esto no es un destino tan aciago para un niño como lo sería, por ejemplo, en Londres o Filadelfia. Aquí, a los niños se les da independencia desde una edad temprana y basta con trepar a un árbol o echar una red para hallar sustento. Aquí nadie muere de frío por la noche. Yo era como los niños que ves por la playa de la bahía de Matavai, que también han perdido a su familia, aunque tal vez yo no era tan feliz como ellos parecen ser, pues no tenía una pequeña pandilla de amigos. Para mí, el problema no era el hambre del cuerpo, sino el hambre del espíritu, ¿comprendes?
—Sí —dijo Alma.
—Así, me abrí paso hasta la bahía de Matavai, donde había un asentamiento. Durante varias semanas, observé la misión. Vi que, a pesar de lo humildes que eran sus vidas, tenían mejores cosas que en el resto de la isla. Tenían cuchillos tan afilados como para matar a un cerdo de un golpe y hachas que podían derribar árboles con facilidad. A mis ojos, esas casitas eran todo un lujo. Vi al reverendo Welles, que era tan blanco que me pareció un fantasma, aunque no un fantasma malévolo. Hablaba el idioma de los fantasmas, sí, pero también hablaba mi idioma, un poco. Observé sus bautizos, que entretenían a todo el mundo. La hermana Etini ya dirigía la escuela, junto a la señora Welles, y vi a los niños que entraban y salían. Me tendí junto a las ventanas y escuché las lecciones. Yo no era un completo analfabeto. Podía nombrar ciento cincuenta tipos de pescado, ¿sabes?, y podía dibujar un mapa de las estrellas en la arena, pero no había recibido instrucción a la usanza europea. Algunos de estos niños tenían pequeñas pizarras, para sus clases. Intenté hacerme una pizarra con una oscura piedra de lava que pulí con arena. Volví mi pizarra más negra aún con la savia del plátano de montaña, y entonces garabateé unas líneas de coral blanco. Fue un invento casi exitoso…, pero, por desgracia, ¡no se borraba! —Sonrió ante el recuerdo—. Tú tenías una biblioteca enorme de niña, según tengo entendido. Y Ambrose me dijo que hablabas varios idiomas desde la más tierna infancia.
Alma asintió. Así pues, ¡Ambrose había hablado de ella! Sintió un escalofrío de placer al saberlo (¡no la había olvidado!), pero era perturbador: ¿qué más sabía Tomorrow Morning de ella? Mucho más, era evidente, que ella acerca de él.
—Sueño con ver algún día una biblioteca —dijo—. También me gustaría ver vidrieras. En cualquier caso, el reverendo Welles me vio un día y se acercó a mí. Fue amable. Sé que no hace falta que fuerces tu imaginación para saber lo amable que fue, Alma, pues conoces a ese hombre. Me dio una tarea. Necesitaba transmitir un mensaje, me dijo, a un misionero en Papeete. Me preguntó si podía llevar el mensaje a su amigo. Como es natural, acepté. Le pregunté: «¿Cuál es el mensaje?». Me dio una pizarra con unas líneas escritas y dijo, en tahitiano: «Este es el mensaje». Tenía mis reservas, pero salí corriendo. En unas cuantas horas, encontré al otro misionero en su iglesia, junto a los muelles. Este hombre no hablaba mi idioma. Yo no entendía cómo era posible que yo le entregase un mensaje, cuando ni siquiera sabía cuál era el mensaje ¡y no podíamos comunicarnos en el mismo idioma! Pero le entregué la pizarra. El hombre la miró y entró en la iglesia. Cuando salió, me entregó un pequeño montón de papel. Era la primera vez que veía papel, Alma, y pensé que era la tela tapa más blanca y magnífica que había visto…, aunque no entendía cómo alguien podría hacer ropa con trozos tan pequeños. Supuse que lo tejerían para formar algún tipo de prenda.
»Volví a toda prisa a la bahía de Matavai, sin dejar de correr los diez kilómetros de distancia, y entregué el papel al reverendo Welles, quien se mostró encantado, pues (según me dijo) ese era el mensaje: había pedido un poco de papel. Yo era un niño tahitiano, Alma, lo que significaba que sabía de magia y de milagros, pero no entendí la magia de este conjuro. De algún modo, me parecía, el reverendo Welles había convencido a la pizarra para que dijera algo al otro misionero. Había ordenado a la pizarra que hablara en su nombre y, así, ¡su deseo fue concedido! Oh, ¡cómo quería yo conocer esa magia! Susurré una orden a mi pobre imitación de pizarra y garabateé unas líneas con el coral. Mi orden era: “Devuélveme a mi hermano de entre los muertos”. Ahora me intriga por qué no pedí que me devolviera a mi madre, pero supongo que echaba más de menos a mi hermano por aquel entonces. Tal vez porque me protegía. Siempre había admirado a mi hermano, que era mucho más valiente que yo. No te sorprenderá, Alma, saber que mi tentativa de hacer magia no dio fruto. Sin embargo, cuando el reverendo Welles vio lo que estaba haciendo, se sentó a hablar conmigo, y ese fue el comienzo de mi nueva educación.
—¿Qué te enseñó? —preguntó Alma.
—La misericordia de Cristo, en primer lugar. En segundo lugar, inglés. Por último, a leer. —Al cabo de una pausa prolongada, habló de nuevo—: Yo era un buen estudiante. Por lo que tengo entendido, tú también fuiste una buena estudiante.
—Sí, siempre —dijo Alma.
—Los caminos de la mente eran sencillos para mí, así como creo que eran sencillos para ti también.
—Sí —dijo Alma. ¿Qué más le había contado Ambrose?
—El reverendo Welles se convirtió en mi padre y, desde entonces, he sido el favorito de mi padre. Me atrevo a decir que me quiere más de lo que quiere a su hija y a su esposa. Sin duda, me quiere más que a sus otros hijos adoptados. Por lo que Ambrose me dijo, tengo entendido que tú fuiste la hija favorita de tu padre también…, que Henry te quería a ti, quizás, más que a su mujer.
Alma se sobresaltó. Era una afirmación pasmosa. Se sintió incapaz de responder. ¿Qué lealtad la ataba a su madre y a Prudence a esta distancia enorme de años y kilómetros (e incluso más allá de la frontera de la muerte) que no fue capaz de responder esta pregunta con sinceridad?
—Pero sabemos cuándo somos el favorito de nuestros padres, Alma, ¿no es así? —preguntó Tomorrow Morning, que sondeó más sutilmente—: Nos dota de un poder único, ¿a que sí? Si la persona más importante en el mundo nos prefiere a todos los demás, entonces nos acostumbramos a lograr lo que deseamos. ¿No era ese tu caso también? ¿Cómo no vamos a pensar que somos poderosos… personas como tú y yo?
Alma buscó en sí misma para saber si eso era cierto.
Por supuesto, era cierto.
Su padre le había dejado todo: su fortuna entera, en perjuicio de todos los demás. Nunca le permitió irse de White Acre, no solo porque la necesitaba, comprendió de repente, sino, sobre todo, porque la quería. Alma recordó cómo su padre la sentaba sobre su regazo cuando era una niña pequeña y le contaba historias descabelladas. Le recordó diciendo: «Para mí, la fea vale diez veces más que la guapa». Recordó la noche del baile en White Acre, en 1808, cuando el astrónomo italiano colocó a los huéspedes en un tableau vivant de los cielos y los dirigió en un baile espléndido. Su padre (el Sol, el centro de todo) hizo un llamamiento en medio del universo: «¡Dé a la niña un lugar!» y animó a Alma a correr. Por primera vez en la vida, se le ocurrió que había sido Henry quien le puso la antorcha entre las manos esa noche, confiándole el fuego, lanzándola, cometa prometeico, por el patio, hacia el ancho mundo. Nadie más habría tenido la autoridad para conceder a Alma el derecho de portar fuego. Nadie más habría concedido a Alma el derecho a tener un lugar.
Tomorrow Morning prosiguió:
—Mi padre siempre me ha considerado una especie de profeta, ¿sabes?
—¿Así es como te ves a ti mismo? —preguntó Alma.
—No —dijo—. Sé qué soy. Para empezar, soy un rauti. Soy un arengador, como lo fue mi abuelo antes que yo. Me acerco a la gente y canto para infundirles ánimo. Mi pueblo ha sufrido mucho y yo les aliento a ser fuertes de nuevo, pero en nombre de Jehová, porque el nuevo dios es más poderoso que nuestros viejos dioses. Si eso no fuera cierto, Alma, toda mi gente aún viviría. Así es como predico: con poder. Creo que en estas islas las enseñanzas del Creador y de Jesucristo no deben comunicarse mediante la dulzura y la persuasión, sino mediante el poder. Por eso he tenido éxito ahí donde otros han fracasado.
Hizo estas revelaciones a Alma de un modo despreocupado. Casi no le dio importancia, como si fuera algo sencillo.
—Pero hay algo más —dijo—. Según las viejas formas de pensar, se creía que había intermediarios; mensajeros, por así decirlo, entre los dioses y los hombres.
—¿Como los clérigos? —preguntó Alma.
—¿Como el reverendo Welles, quieres decir? —Tomorrow Morning sonrió, sin apartar la mirada de la boca de la cueva—. No. Mi padre es un buen hombre, pero no es el tipo de ser al que me refiero. No es un mensajero divino. Pienso en algo diferente a un clérigo. Supongo que lo podrías llamar…, ¿cómo se dice? Emisarios. Según las viejas formas de pensar, creíamos que cada dios tenía su emisario. En casos de urgencia, el pueblo tahitiano rezaba a estos emisarios para liberarse. «Ven al mundo —rezaban—. Ven a la luz y ayúdanos, pues hay guerra, hambre y miedo, y sufrimos». Los emisarios no eran ni de este mundo ni del otro, pero se movían entre ambos.
—¿Así es como te ves a ti mismo? —preguntó Alma de nuevo.
—No —dijo—. Así es como veía a Ambrose Pike.
Se volvió de inmediato tras decir estas palabras y su rostro (solo por un momento) se llenó de dolor. A Alma se le encogió el corazón y tuvo que contenerse para mantener la compostura.
—¿Así es como lo veías tú también? —preguntó, mientras buscaba la respuesta en el rostro de ella.
—Sí —dijo Alma.
Tomorrow Morning asintió y pareció aliviado.
—Podía oír mis pensamientos, ¿sabes? —dijo él.
—Sí —dijo Alma—. Podía hacerlo.
—Quería que yo escuchase sus pensamientos —dijo Tomorrow Morning—, pero no tengo ese poder.
—Sí —dijo Alma—. Lo comprendo. Yo tampoco.
—Él veía la maldad…, cómo se aglutina en un lugar. Así es como me explicó la maldad, como una aglutinación de un color siniestro. Podía ver el destino. Podía ver la bondad, también. Nubes de bondad, que rodean a ciertas personas.
—Lo sé —dijo Alma.
—Oía las voces de los muertos. Alma, oyó a mi hermano.
—Sí.
—Me dijo que una noche oyó la luz de las estrellas…, pero fue solo esa noche. Le entristeció no volver a oírla. Pensaba que, si lo intentábamos juntos, si nuestras mentes se lo proponían, recibiríamos un mensaje.
—Sí.
—Estaba solo en este mundo, Alma, pues nadie era como él. Le era imposible encontrar un hogar.
Una vez más, Alma sintió que se le encogía el corazón, oprimido por la vergüenza, la culpa y el remordimiento. Cerró las manos y se las llevó a los ojos. Se obligó a no llorar. Cuando bajó los puños y abrió los ojos, Tomorrow Morning la observaba como si esperara una señal, como si esperara a ver si podía dejar de hablar. Pero lo único que quería Alma era que siguiera hablando.
—¿Qué deseaba estando a tu lado? —preguntó Alma.
—Quería un compañero —dijo Tomorrow Morning—. Quería un hermano gemelo. Quería que fuéramos iguales. Se equivocó respecto a mí, ¿comprendes? Pensó que yo soy mejor de lo que soy.
—Se equivocó respecto a mí, también —dijo Alma.
—Entonces, ya sabes cómo es.
—¿Qué deseabas tú estando a su lado?
—Yo quería copular con él, Alma —dijo Tomorrow Morning tristemente, pero sin inmutarse.
—Igual que yo —dijo Alma.
—Somos iguales, entonces —dijo Tomorrow Morning, si bien esa idea no pareció ofrecerle consuelo. Tampoco ofreció consuelo a Alma.
—¿Copulaste con él? —preguntó Alma.
Tomorrow Morning suspiró.
—Le permití que creyera que yo también era inocente. Yo creo que me veía como el primer hombre, un nuevo tipo de Adán, y yo le permití creerlo. Le permití hacer esos dibujos de mí (no, le animé a hacer esos dibujos) porque soy vanidoso. Le dije que me dibujara como dibujaría una orquídea, en una desnudez sin tacha. Pues, a los ojos de Dios, ¿cuál es la diferencia entre un hombre desnudo y una flor? Eso es lo que le dije. Así es como lo acerqué a mí.
—Pero ¿copulaste con él? —repitió Alma, que se preparó para recibir el golpe de una respuesta más directa.
—Alma —dijo—. Me has dado a entender qué tipo de persona eres. Me has explicado que te mueve el deseo de comprender. Ahora, déjame explicarte qué tipo de persona soy yo: soy un conquistador. No me enorgullece decirlo. Es mi carácter, nada más. Tal vez no hayas conocido antes a un conquistador, así que te va a costar comprenderlo.
—Mi padre era un conquistador —dijo Alma—. Lo comprendo mejor de lo que imaginas.
Tomorrow Morning asintió, dándole la razón.
—Henry Whittaker. Cómo no. Puede que estés en lo cierto. Tal vez, entonces, puedas comprenderme. El carácter de un conquistador, como seguramente sabes, consiste en adquirir aquello que desea adquirir.
Durante mucho tiempo, no hablaron. Alma tenía otra duda, pero no osaba preguntar. Aunque, si no preguntaba ahora, jamás sabría la respuesta, de modo que la pregunta la reconcomería durante el resto de sus días. Hizo acopio de valor y preguntó:
—¿Cómo murió Ambrose, Tomorrow Morning? —Como no respondió de inmediato, Alma añadió—: Me dijo el reverendo Welles que murió de una infección.
—Murió de una infección, supongo…, al final. Eso es lo que un médico te habría dicho.
—¿Pero cuál fue el verdadero motivo de su muerte?
—No es agradable hablar de ello —dijo Tomorrow Morning—. Murió de pena.
—¿Qué quieres decir…?, ¿de pena? ¿Cómo? —insistió Alma—. Debes decírmelo. No he venido aquí a disfrutar de una charla agradable, y te aseguro que puedo resistir lo que vayas a decirme. Dime, ¿cómo fue el proceso?
Tomorrow Morning suspiró.
—Ambrose se mutiló a sí mismo, de un modo muy grave, unos días antes de su muerte. ¿Recuerdas que te he dicho que las mujeres de aquí, cuando pierden a un ser querido, se hacen cortes en la cabeza con un diente de tiburón? Pero ellas son tahitianas, Alma, y es una tradición tahitiana. Las mujeres saben cómo hacer algo tan espantoso sin correr riesgos. Saben muy bien cómo de profundo ha de ser el corte, de tal manera que sangren la pena sin causar graves daños. Después, se curan la herida de inmediato. Ambrose, por desgracia, no era muy ducho con este tipo de heridas hechas a uno mismo. Estaba muy angustiado. El mundo lo había decepcionado. Yo lo había decepcionado. Lo peor de todo, creo, fue que él se había decepcionado a sí mismo. No contuvo la mano. Cuando lo encontramos en su fare, ya era imposible salvarlo.
Alma cerró los ojos y vio a su amor, a Ambrose (esa cabeza bella y buena), empapado en sangre. Ella, también, había decepcionado a Ambrose. Este no deseaba más que pureza, y Alma solo había deseado placer. Lo desterró a un lugar solitario y ahí murió, de un modo horrible.
Sintió que Tomorrow Morning le tocaba el brazo y Alma abrió los ojos.
—No sufras —dijo él, con tranquilidad—. No habrías podido evitarlo. No fuiste tú quien lo llevó a la muerte. Si alguien lo llevó a la muerte, fui yo.
Aun así, Alma fue incapaz de hablar. En ese momento, otra pregunta espantosa adquirió forma y no le quedó más remedio que darle voz:
—¿Se cortó la punta de los dedos también? ¿Como la hermana Manu?
—No de todos —dijo Tomorrow Morning, con una delicadeza encomiable.
Alma cerró los ojos de nuevo. No sabía cómo aguantaría esto. ¡Esas manos de artista! Recordó (aunque no deseaba recordarlo) la tarde que se llevó los dedos de Ambrose a la boca, cuando intentó que él estuviera dentro de ella. Ambrose se estremeció, despavorido, y retrocedió. Qué frágil era. ¿Cómo había logrado desatar esa violencia horrible contra sí mismo? Pensó que iba a desmayarse.
—Es a mí a quien corresponde esa carga, Alma —dijo Tomorrow Morning—. Tengo fuerza para llevarla sobre los hombros. Permíteme que la lleve.
Cuando recuperó la voz, Alma dijo:
—Ambrose se quitó la vida. Pero el reverendo Welles le dio sepultura cristiana.
No era una pregunta, sino una muestra de asombro.
—Ambrose fue un cristiano ejemplar —dijo Tomorrow Morning—. En cuanto a mi padre, que Dios se apiade de él, es un hombre de misericordia y generosidad singulares.
Alma, que poco a poco iba juntando las piezas de la historia, dijo:
—¿Tu padre sabe quién soy?
—Lo más razonable es suponer que sí —dijo Tomorrow Morning—. Mi buen padre sabe todo lo que ocurre en la isla.
—Aun así, ha sido muy amable conmigo. Nunca ha curioseado, nunca ha preguntado…
—No debería sorprenderte, Alma. Mi padre es la bondad encarnada.
Otra larga pausa. Al cabo:
—Pero ¿eso significa que lo sabe todo acerca de ti? ¿Sabe lo que ocurrió entre mi marido y tú?
—Una vez más, lo razonable es suponer que sí.
—Sin embargo, sigue admirándote…
Alma no completó su pensamiento, y Tomorrow Morning no se molestó en responder. Alma permaneció sentada en un silencio atónito durante un largo rato. Sin duda, la enorme capacidad para la compasión y el perdón del reverendo Francis Welles se escapaba de los límites de la razón e incluso de las palabras.
A la postre, sin embargo, otra pregunta espantosa se formó en su mente. Era una pregunta que le hacía sentirse descompuesta y enloquecida, pero (una vez más) tenía que saberlo.
—¿Forzaste a Ambrose? —preguntó—. ¿Le hiciste daño?
Tomorrow Morning no se ofendió ante esta acusación, pero de repente pareció más viejo.
—Oh, Alma —dijo, con tristeza—. Al parecer, no entiendes bien qué es un conquistador. Para mí, no es necesario forzar las cosas…, pero, una vez que tomo una decisión, los demás no tienen elección. ¿Es que no lo ves? ¿Forcé al reverendo Welles a adoptarme como hijo suyo y a quererme más incluso de lo que quiere a su familia carnal? ¿Forcé a la isla de Raiatea a aceptar a Jehová? Eres una mujer inteligente, Alma. Intenta comprenderlo.
Alma se llevó los puños a los ojos de nuevo. No iba a permitirse llorar, pero ahora sabía una verdad hiriente: Ambrose había permitido que Tomorrow Morning lo tocara, mientras que se había apartado de ella asqueado. Probablemente fue esto lo que más daño le hizo de todo lo que vino a saber ese día. Le avergonzó que un asunto tan banal la afectase tanto, después de haber oído semejantes horrores, pero no pudo evitarlo.
—¿Qué te pasa? —preguntó Tomorrow Morning al ver la cara afligida de Alma.
—Yo también deseaba copular con él —confesó al fin—. Pero no quiso tomarme.
Tomorrow Morning la miró con una ternura infinita.
—Entonces, en esto es en lo que somos diferentes tú y yo —dijo—. Porque tú desististe.
***
Por fin bajó la marea y Tomorrow Morning dijo:
—Vámonos rápido, ahora que se presenta la oportunidad. Si vamos a ir, tiene que ser ahora.
Dejaron la piragua a salvo en aquel lugar oculto y salieron de la cueva. Ahí, tal y como había prometido Tomorrow Morning, había una estrecha ruta a lo largo de la parte baja del acantilado, por la que podían caminar seguros. Caminaron durante varios cientos de metros y, a continuación, comenzaron el ascenso. Desde la piragua, el acantilado daba la impresión de ser enorme, vertical e inaccesible, pero ahora, al seguir a Tomorrow Morning, mientras trataba de poner los pies y las manos donde los ponía él, vio que, en efecto, había un sendero hacia arriba. Era casi como si hubieran esculpido unas escaleras, con peldaños y asideros justo donde eran necesarios. Alma no miró abajo, a las olas, pero confió, al igual que aprendió a confiar en el contingente Hiro, en la destreza del guía y en el sentido del equilibrio de sus propios pies.
A unos quince metros de altura, llegaron a un resalte. Desde ahí, entraron en una franja de selva enmarañada, que reptaba por una pronunciada pendiente de raíces húmedas y lianas. Tras esas semanas con el contingente Hiro, Alma estaba en plena forma, con el corazón de un poni de las tierras altas, pero esta escalada era, sin duda, traicionera. Sus pies resbalaban peligrosamente sobre las hojas mojadas, y aun descalza era difícil afianzarse en el suelo. Comenzaba a cansarse. No veía ni rastro del sendero. No comprendía cómo Tomorrow Morning era capaz de orientarse.
—Ten cuidado —dijo él, por encima del hombro—. C’est glissant.
Debía de estar cansado él también, comprendió Alma, si le hablaba en francés sin darse cuenta. Ni siquiera sabía que hablara francés. ¿Qué más se escondía en esa cabeza suya? Alma se sintió maravillada. No le había ido nada mal para ser huérfano.
La pendiente se estabilizó un poco, y se encontraron caminando junto a un arroyo. Pronto Alma oyó un tenue ruido sordo en la distancia. Durante un tiempo, el ruido fue solo un rumor, pero, al doblar una curva, lo vio: una cascada de unos veinte metros de altura, una cinta de espuma blanca que caía sobre un estanque ruidoso y revuelto. La fuerza del agua al caer creaba ráfagas de viento y las brumas daban forma al viento, como fantasmas que se hacían visibles. Alma quiso detenerse, pero la catarata no era el destino de Tomorrow Morning. Se inclinó hacia ella para hacerse oír, señaló al cielo y gritó:
—Ahora, a subir otra vez.
Mano sobre mano, subieron junto a la cascada. El vestido de Alma no tardó en quedar completamente empapado. Alma se agarró a los robustos grupos de plátanos de montaña y a los tallos de bambú para mantener el equilibrio, y rezó para que no cedieran bajo su peso. Cerca del origen de la cascada había un cómodo montículo de piedra suave y hierba alta, así como un cúmulo de rocas altas. Alma supuso que se trataría de la meseta que había mencionado Tomorrow Morning (su destino), si bien al principio no supo qué tenía de especial este lugar. Pero entonces Tomorrow Morning pasó por detrás de la roca más grande y ahí, de repente, había una entrada a una pequeña cueva: cortada en la roca con la misma pulcritud que una habitación en una casa, con paredes de dos metros y medio a cada lado. La cueva era fresca y silenciosa, y olía a minerales y a tierra. Y estaba cubierta (alfombrada, por completo) con el más exuberante manto de musgos que Alma Whittaker había visto nunca.
La cueva no era meramente musgosa; era un latido de musgo. No era meramente verde; era un frenesí verde. Era de un verdor tan reluciente que el color casi hablaba, como si, al sobrepasar el mundo de la vista, quisiera llegar al mundo de los sonidos. El musgo era una piel gruesa y viva, que convertía cada superficie de roca en bestias dormidas y mitológicas. De un modo inexplicable, los rincones más remotos de la cueva eran los que más refulgían; estaban tachonados, comprendió Alma, con filigranas como joyas de Schistostega pennata.
El oro del duende, el oro del dragón, el oro del elfo… Schistostega pennata era el más raro de los musgos de cueva, esa gema falsa que reluce como ojo de gato dentro del permanente ocaso de la penumbra geológica, esa planta reluciente y de otro mundo que no necesita sino el más tenue rayo de luz cada día para resplandecer gloriosa para siempre, ese brillante embaucador cuyas facetas luminosas habían engatusado a tantos viajeros a lo largo de los siglos, quienes creían haber descubierto un tesoro oculto. Pero, para Alma, esto era sin duda un tesoro, más deslumbrante que las riquezas y las joyas, pues engalanaba toda la cueva con esa luz esmeralda, resplandeciente, increíble, que solo había visto antes en miniatura, al mirar el musgo por microscopio… Y ahora estaba ahí, por completo, dentro de esa luz.
Al entrar en este lugar milagroso, su primera reacción fue cerrar los ojos ante tanta belleza. Era insoportable. Sintió que era algo que no debía ver sin permiso, sin recibir algún tipo de dispensa religiosa. Se sintió indigna. Con los ojos cerrados, se relajó y se permitió creer que esta visión no era más que un sueño. Cuando osó abrir los ojos de nuevo, sin embargo, aún estaba ahí. La cueva era tan bella que la añoranza le dolía en los huesos. Jamás había deseado algo tanto como deseaba ahora este espectáculo del musgo. Quería ser devorada por él. Comenzó (aunque estaba aquí, de pie, ahora) a echar de menos el lugar. Sabía que lo echaría de menos durante el resto de sus días.
—Ambrose siempre pensó que te gustaría este lugar —dijo Tomorrow Morning.
Solo entonces comenzó Alma a sollozar. Sollozó con tal fuerza que no emitió sonido alguno (no podía emitir sonido alguno) y su cara se descompuso, convertida en la máscara de una tragedia. Algo en el centro de ella se resquebrajó, y le astilló el corazón y los pulmones. Se cayó hacia delante, en los brazos de Tomorrow Morning, igual que un soldado, herido, cae en brazos de su compañero de armas. Él la sostuvo. Alma temblaba como un esqueleto estremecido. El llanto no decayó. Se agarró a él con tal fuerza que le habría roto las costillas si hubiera sido un hombre más menudo. Quería atravesarlo y salir por el otro lado… o, mejor aún, deshacerse en él, absorbida por sus entrañas, borrada, negada.
En ese paroxismo de la pena, al principio no lo notó, pero percibió al fin que él también estaba llorando, y no sollozos estridentes y entrecortados, sino lágrimas lentas. Ella lo sostenía a él tanto como él la sostenía a ella. Y así se quedaron, juntos, en medio de ese templo de musgo, y lloraron su nombre.
—Ambrose —se lamentaron—. Ambrose.
Jamás iba a volver.
Al final cayeron al suelo, como árboles derribados. La ropa de ambos estaba empapada y les castañeteaban los dientes por el frío y la fatiga. Sin un comentario ni una muestra de incomodidad, se quitaron la ropa mojada. Tenían que hacerlo o morirían de frío. Ahora no solo estaban agotados y calados hasta los huesos, sino desnudos. Yacieron sobre el musgo y se miraron el uno al otro. No fue una evaluación. No fue una seducción. La forma de Tomorrow Morning era bella, pero esto era obvio, predecible, incontestable y carecía de importancia. La forma de Alma Whittaker no era bella, pero esto, también, era obvio, predecible, incontestable y carecía de importancia.
Alma le tomó la mano. Se llevó los dedos a la boca, como una niña. Él lo consintió. No se apartó de ella. Entonces, Alma llevó la mano al pene, que había sido, como el pene de todos los niños tahitianos, circuncidado con el diente de un tiburón. Necesitaba tocarlo más íntimamente; él era la única persona que había tocado a Ambrose. No pidió permiso a Tomorrow Morning para tocarlo así; el permiso emanaba del hombre, sin necesidad de palabras. Todo estaba claro. Alma bajó por ese cuerpo grande y cálido y se puso el miembro dentro de la boca.
Esta acción era lo único en la vida que siempre había querido hacer de verdad. Había renunciado a muchas cosas y no se había quejado…, pero ¿no le sería concedido, al menos una vez, hacer esto? No necesitaba casarse. No necesitaba ser hermosa ni deseada. No necesitaba estar rodeada de amigos y frivolidades. No necesitaba una finca, una biblioteca, una fortuna. ¡Cuántas cosas no necesitaba! Ni siquiera necesitaba que el terreno inexplorado de su antigua virginidad fuera al fin excavado, a la fatigosa edad de cincuenta y tres años…, aunque sabía que Tomorrow Morning habría estado dispuesto, de habérselo pedido.
Pero (aunque solo fuera por un momento en la vida) necesitaba esto.
Tomorrow Morning no titubeó, ni le metió prisa. Le permitió que lo investigara y que se metiera en la boca lo que pudiera meterse. Le permitió succionarlo como si tratara de respirar a través de él…, como si ella se encontrara bajo el agua y él fuera el único conducto al aire. Con las rodillas en el musgo y la cara en ese nido secreto, Alma lo sintió crecer cada vez más en la boca y volverse cálido, y cada vez más dócil.
Fue como siempre lo había imaginado. No, fue más de lo que se había imaginado. Al cabo, él se vació en la boca de ella y ella lo recibió como una ofrenda dedicada, como una limosna.
Se sintió agradecida.
Después de eso, no lloraron más.
***
Pasaron la noche juntos, en ese alto claro de musgo. Era demasiado peligroso ahora, en plena oscuridad, regresar a la bahía de Matavai. Aunque no se oponía a embarcarse de noche (de hecho, aseguraba preferirlo, ya que el aire era más fresco), Tomorrow Morning creyó que no era seguro bajar por la cascada y la pared del acantilado sin luz. Tal como conocía la isla, debía haber sabido desde el principio que iban a pasar la noche ahí. A Alma no le molestó que él lo hubiera dado por hecho.
Dormir al aire libre no prometía una noche de sueño reparador, pero llevaron la situación lo mejor posible. Hicieron un pequeño círculo con rocas del tamaño de bolas de billar. Recogieron hibisco seco, con el cual Tomorrow Morning sabía encender fuego en cuestión de minutos. Alma recogió frutos del árbol del pan, que envolvió con hojas de plátano y asó hasta que se abrieron. Se hicieron una manta de tallos de plátano de la montaña, que, con piedras, enseguida redujeron a un material suave, similar a una tela. Durmieron juntos bajo esa tosca manta, apretados el uno contra el otro, en busca de calor. Era húmedo, pero no insufrible. Se guarecieron como cachorros de zorro. Por la mañana, Alma se despertó y descubrió que la savia de los tallos del plátano le había dejado manchas azules en la piel…, aunque no se veían, reparó, en la piel de Tomorrow Morning. La piel de él absorbió las manchas, al igual que la de ella las mostraba sin disimulo.
Parecía prudente no hablar de los sucesos del día previo. Guardaron silencio, no por vergüenza, sino por algo que se parecía más al respeto. Además, estaban exhaustos. Se vistieron, comieron los frutos restantes, bajaron por la cascada, se abrieron paso entre los acantilados, entraron de nuevo en la cueva, encontraron la piragua, seca ahí en lo alto, y emprendieron el viaje de vuelta a la bahía de Matavai.
Seis horas más tarde, a medida que la familiar playa negra de la misión aparecía a la vista, Alma se giró para mirar a Tomorrow Morning y posó la mano en su rodilla. Él dejó de remar.
—Perdóname —dijo—. ¿Puedo molestarte con una última pregunta?
Era lo último que necesitaba saber y, como no tenía la certeza de volverlo a ver de nuevo, tenía que hacerle la pregunta ya. Él asintió, respetuoso, para invitarla a hablar.
—Durante casi un año, la maleta de Ambrose (que contenía los dibujos que te hizo) ha estado en mi fare de la playa. Cualquiera podría habérsela llevado. Cualquiera podría haber repartido esos dibujos por la isla. Sin embargo, ni una sola persona de la isla puso un dedo encima a esa maleta. ¿Por qué?
—Oh, eso es fácil de responder —dijo Tomorrow Morning—. Es porque todos están aterrorizados de mí.
Entonces Tomorrow Morning tomó el remo una vez más y remó de vuelta a la playa. Casi era la hora de la ceremonia de la noche. Les dieron la bienvenida a casa con cariño y alegría. Él pronunció un hermoso sermón.
Ni una sola persona osó preguntar dónde habían estado.