Capítulo veinticuatro

Llegó octubre.

La isla se adentró en la estación que los tahitianos llamaban hia’ia: la estación del hambre, cuando la fruta del árbol del pan es difícil de encontrar y el pueblo a veces pasa necesidad. No hubo hambrunas en la bahía de Matavai, por fortuna. Tampoco hubo abundancia, ciertamente, pero nadie careció de comida. El pescado y la raíz del taro se encargaron de ello.

¡Oh, la raíz del taro! ¡La fastidiosa e insulsa raíz del taro! Machacada y triturada, hervida y resbaladiza, horneada sobre las brasas, moldeada en forma de húmedas y pequeñas bolas llamadas poi y empleada para todo: desayuno, comuniones, comida para cerdos… La monotonía de la raíz del taro a veces se veía interrumpida con la adición de unos pequeños plátanos al menú (plátanos dulces y maravillosos que casi se podían tragar enteros), pero incluso estos eran difíciles de conseguir ahora. Alma miraba a los cerdos con nostalgia, pero la hermana Manu, al parecer, los reservaba para otro día, para un día de más hambre. Así que no había cerdo, había raíz del taro en cada comida y, a veces, cuando sonreía la suerte, un buen pescado. Alma habría dado cualquier cosa para pasar un día entero sin raíz del taro, pero un día sin raíz del taro era un día sin comida. Comenzó a comprender por qué el reverendo Welles había renunciado a la comida por completo.

Los días eran tranquilos, cálidos e inmóviles. Todo el mundo se volvió apático y perezoso. Roger, el perro, cavó un agujero en la huerta de Alma y dormía ahí más o menos todo el día, con la lengua fuera. Las gallinas calvas hurgaban el suelo en busca de comida, se daban por vencidas y se sentaban a la sombra, desalentadas. Incluso el contingente Hiro (esos pequeños que eran el colmo de la actividad) sesteaban toda la tarde a la sombra, como perros viejos. A veces se lanzaban a actividades apáticas. Hiro se hizo con una cabeza de hacha, que colgó de una soga y golpeaba con una roca, como si fuera un gong. Uno de los Makeas golpeaba el aro de un viejo barril con una piedra. Hacían algo similar a la música, supuso Alma, pero le sonaba poco inspirado y cansino. Toda Tahití estaba aburrida y cansada.

En los tiempos de su padre, este lugar estaba iluminado por antorchas de guerra y lujuria. Los bellos hombres y mujeres tahitianos bailaron con tal obscenidad alrededor de los fuegos en esta misma playa que Henry Whittaker (joven e inexperto) tuvo que apartar la mirada, sobresaltado. Ahora, todo era un aburrimiento. Los misioneros, los franceses y los balleneros, con sus sermones, burocracias y enfermedades, habían expulsado al diablo de Tahití. Todos los poderosos guerreros habían muerto. Ahora solo quedaban estos niños perezosos que dormitaban a la sombra, repicando cabezas de hacha y aros de barril como si eso fuera diversión suficiente. ¿Qué podían hacer ahora los jóvenes con su parte salvaje?

Alma continuó la búsqueda del Muchacho, con paseos más y más largos, sola, con el perro Roger o con ese poni flacucho sin nombre. Exploró las pequeñas aldeas y los asentamientos alrededor de la costa, en ambas direcciones de la bahía de Matavai. Vio hombres y muchachos de toda índole. Vio jóvenes apuestos, sí, con esas siluetas nobles que los primeros europeos tanto habían admirado, pero también vio jóvenes que sufrían elefantiasis en ambas piernas y niños con escrófula en los ojos por las enfermedades venéreas de las madres. Vio niños retorcidos con tuberculosis en la columna vertebral. Vio a jóvenes que deberían haber sido esbeltos, pero estaban marcados por la viruela y el sarampión. Encontró aldeas casi vacías, abandonadas al cabo de los años por las dolencias y la muerte. Vio misiones mucho más estrictas que la de la bahía de Matavai. A veces incluso fue a misa en esas otras misiones, donde nadie cantaba en tahitiano; en su lugar, la gente cantaba anodinos himnos presbiterianos con muchísimo acento. No vio al Muchacho en ninguna de estas congregaciones. Pasó ante trabajadores cansados, trotamundos perdidos, pescadores silenciosos. Vio a un hombre muy viejo sentado bajo el sol candente, que tocaba la flauta tahitiana a la usanza tradicional, soplando por un orificio nasal: un sonido tan melancólico que a Alma le dolieron los pulmones por la nostalgia de su hogar. Pero, sin embargo, no vio al Muchacho.

Su búsqueda era infructuosa, su censo resultaba vano cada día, pero siempre le alegraba volver a la bahía de Matavai y las rutinas de la misión. Siempre agradecía que el reverendo Welles la invitase a acompañarlo a los jardines de coral. Comprendió que para él los jardines de coral eran algo así como los lechos de musgo de White Acre para Alma: algo rico que crecía despacio y que podía estudiar durante años, como forma de pasar las décadas sin hundirse en la soledad. Disfrutaba mucho las conversaciones con el reverendo Welles durante las excursiones al arrecife. El reverendo Welles pidió a la hermana Manu que tejiera un par de sandalias como las suyas para Alma, de gruesas frondas anudadas de pandanus, para caminar entre los afilados corales sin cortarse. Mostró a Alma un espectáculo circense de esponjas, anémonas y corales: toda la belleza absorbente de esas aguas tropicales, claras y poco profundas. Le enseñó los nombres de los peces de colores y le contó historias de Tahití. Ni una sola vez preguntó a Alma acerca de su vida. Era un alivio, así no tenía que mentirle.

Alma también se encariñó con la pequeña iglesia de la bahía de Matavai. El edificio decididamente carecía de riquezas y esplendor (Alma veía mejores iglesias por toda la isla), pero siempre disfrutaba de los breves, enérgicos e inventivos sermones de la hermana Manu. Supo gracias al reverendo Welles que, para los tahitianos, había algunos elementos familiares en la historia de Jesús, y esos rasgos familiares habían ayudado a los primeros misioneros a presentar a Cristo a los nativos. En Tahití, la gente creía que el mundo se dividía entre el y el ao, «la oscuridad» y «la luz». Taroa, el gran señor, el creador, nació en el : nació de noche, en la oscuridad. Los misioneros, una vez que aprendieron esta mitología, explicaron a los tahitianos que Jesucristo también había nacido en el : había nacido de noche, entre la oscuridad y el sufrimiento. Esto llamó la atención de los tahitianos. Era un destino peligroso y poderoso nacer de noche. El era el mundo de los muertos, de lo incomprensible y de lo espantoso. El era fétido, podrido y aterrador. Nuestro Señor, enseñaron los ingleses, vino a guiar a la humanidad fuera del , hacia la luz.

Todo esto tenía cierto sentido para los tahitianos. Cuando menos, les hizo admirar a Cristo, ya que la frontera entre el y el ao era un territorio peligroso y solo un alma valiente cruzaría de un mundo al otro. El y el ao se asemejaban al cielo y al infierno, explicó el reverendo Welles a Alma, pero había más relación entre ambos, y en los lugares donde se entreveraban todo enloquecía. Los tahitianos nunca dejaron de temer el .

—Cuando piensan que no miro —dijo—, todavía hacen ofrendas a los dioses que viven en el . Hacen estas ofrendas, ¿sabe?, no porque honren o amen a los dioses de la oscuridad, sino para sobornarlos a fin de que permanezcan en el mundo de los fantasmas, para mantenerlos lejos del mundo de la luz. El es un concepto muy difícil de derrotar, ¿sabe? El no deja de existir en la mente de los tahitianos solo porque el día ha llegado.

—¿La hermana Manu cree en el ? —preguntó Alma.

—Claro que no —dijo el reverendo Welles, imperturbable como siempre—. Es una perfecta cristiana, como ha podido comprobar. Pero lo respeta, ¿sabe?

—¿Cree en fantasmas, entonces? —insistió Alma.

—Claro que no —dijo el reverendo Welles en tono amable—. Eso no sería muy cristiano por su parte. Pero no le gustan los fantasmas y no quiere que vaguen por el asentamiento, así que a veces no tiene más remedio que hacerles ofrendas, ¿sabe?, para mantenerlos alejados.

—Entonces, sí cree en los fantasmas —dijo Alma.

—Por supuesto que no —corrigió el reverendo Welles—. Simplemente, se ocupa de ellos. Ya verá que también hay ciertas partes de esta isla que la hermana Manu no ve con buenos ojos que sean visitadas por alguien de nuestro asentamiento. En los lugares más altos e inaccesibles de Tahití, ¿sabe?, se dice que una persona puede entrar en la niebla, disolverse para siempre y acabar directamente en el .

—Pero ¿de verdad la hermana Manu cree que algo así podría ocurrir? —preguntó Alma—. ¿Que una persona podría disolverse?

—Por supuesto que no —dijo el reverendo Welles con alegría—. Pero lo ve con muy malos ojos.

Alma se preguntó: «¿Habrá desaparecido el Muchacho en el ?».

«¿Y Ambrose?».

***

Alma no recibía noticias del mundo exterior. No le llegaban cartas a Tahití, a pesar de que escribía con frecuencia a Prudence y a Hanneke y, en ocasiones, incluso a George Hawkes. Enviaba diligentemente sus cartas con los balleneros, consciente de que eran remotas las posibilidades de que llegaran a Filadelfia. Supo que a veces el reverendo Welles tardaba hasta dos años en tener noticias de su esposa e hija. A veces, cuando llegaban las cartas, estaban empapadas y eran ilegibles tras un largo viaje por mar. Esto era más trágico para Alma que no saber en absoluto de la familia, pero su amigo lo aceptaba como aceptaba todos los contratiempos: con un sosegado reposo.

Alma estaba sola y el calor era insufrible: de noche no refrescaba en absoluto. La casita de Alma se convirtió en un horno sin aire. Una noche despertó con la voz de un hombre que le susurraba al oído: «¡Escucha!». Pero, cuando se incorporó, no había nadie en la habitación: nadie del contingente Hiro y tampoco el perro Roger. No había ni rastro de viento. Salió, con el corazón palpitante. No había nadie. Vio que la bahía de Matavai se había vuelto, en la noche silenciosa y calma, tan lisa como un espejo. Toda la bóveda celeste se veía reflejada en el agua, como si hubiera dos cielos: uno arriba, otro abajo. El silencio y la pureza eran formidables. La playa estaba cargada de presencias.

¿Había visto Ambrose algo así mientras vivía aquí? ¿Dos cielos en una noche? ¿Había sentido este temor y este asombro, esta sensación de soledad y presencia? ¿Fue él quien la había despertado, hablándole al oído? Intentó recordar si la voz sonaba como la de Ambrose, pero no podía estar segura. ¿Sería capaz de reconocer la voz de Ambrose, si la oyera?

Sería muy propio de Ambrose, no obstante, despertarla y pedirle que escuchara. Sí, sin duda. Si alguna vez un muerto intentara hablar con los vivos, ese sería Ambrose Pike; él, con sus nobles fantasías sobre lo metafísico y lo milagroso. Incluso casi había convencido a Alma de la existencia de los milagros, y ella no era dada a tales creencias. ¿Acaso no parecieron hechiceros, aquella noche en el cuarto de encuadernar, hablando sin palabras, hablando por las plantas de los pies y las palmas de las manos? Ambrose quería dormir junto a ella, le dijo, para escuchar sus pensamientos. Alma quería dormir junto a él para fornicar por fin, para meterse el miembro de un hombre dentro de la boca…, pero él solo quería escuchar sus pensamientos. ¿Por qué ella no le permitió escucharla? ¿Por qué él no le permitió a ella acercarse?

¿Alguna vez había pensado en ella, aunque fuera una sola vez, aquí en Tahití?

Tal vez estaba tratando de enviarle mensajes ahora, pero la brecha era demasiado grande. Tal vez las palabras se empapaban y se volvían indescifrables al cruzar el gran abismo entre la muerte y la tierra, igual que esas cartas tristes y echadas a perder que a veces el reverendo Welles recibía de su mujer desde Inglaterra.

—¿Quién eras tú? —preguntó Alma a Ambrose en la noche plomiza, mirando al otro lado de la bahía silenciosa y reflectante. En la playa vacía, su voz sonó con tal fuerza que la sobresaltó. Esperó una respuesta hasta que le dolieron las orejas, pero no oyó nada. Ni siquiera una pequeña ola rompía en la playa. El agua podría ser peltre fundido, y el aire también.

—¿Dónde estás ahora, Ambrose? —preguntó, esta vez en voz más baja.

Ni un sonido.

—Enséñame dónde puedo encontrar al Muchacho —le pidió, en un murmullo.

Ambrose no respondió.

La bahía de Matavai no respondió.

El cielo no respondió.

Soplaba brasas ya frías; no había nada ahí.

Alma se sentó y esperó. Pensó en la historia que el reverendo Welles le había contado acerca de Taroa, el dios original de los tahitianos. Taroa, el creador. Taroa, nacido en una caracola. Taroa yació en silencio durante un sinfín de eras, único ser vivo en el universo. El mundo estaba tan vacío que, cuando habló en plena oscuridad, ni siquiera hubo eco. Casi murió de soledad. De esa soledad y ese vacío incalculables, Taroa sacó nuestro mundo.

Alma se acostó en la arena y cerró los ojos. Se estaba más cómodo aquí que en el colchón de su casa caldeada. No le molestaban los cangrejos, que se tambaleaban y correteaban a su alrededor. Ellos, dentro de sus caparazones, eran lo único que se movía en la playa, los únicos seres vivos en el universo. Esperó en esa pequeña franja de tierra que separaba los dos cielos hasta que salió el sol y todas las estrellas desaparecieron tanto del cielo como del mar, pero nadie le dijo nada.

***

Llegó Navidad y la estación de las lluvias. La lluvia supuso un alivio del calor incesante, pero también trajo caracoles de impresionante tamaño y húmedas manchas de moho que crecían en los pliegues de las faldas cada vez más raídas de Alma. La playa de arena negra de la bahía de Matavai acabó remojada como una sopa. Con esas lluvias torrenciales, Alma pasaba los días en casa, donde apenas podía oír sus pensamientos bajo las tormentosas aguas que asediaban el tejado. La naturaleza fue invadiendo su cada vez más diminuto espacio. La población de lagartos en el techo de Alma se triplicó de la noche a la mañana (casi una plaga bíblica) y dejaban gruesas gotas de estiércol e insectos a medio digerir por toda la fare. Del único zapato que le quedaba a Alma en el mundo brotaron hongos, en las enconadas profundidades. Colgaba los racimos de plátano de las vigas, para impedir que las ratas, mojadas e insistentes, se fugaran con ellos.

Roger, el perro, apareció una noche, durante una de sus habituales rondas nocturnas, y se quedó varios días; simplemente, no se atrevía a enfrentarse a la lluvia. Alma deseó que cazara las ratas, pero tampoco parecía atreverse a eso. Roger aún no consentía que Alma le diera de comer en la mano, pero a veces compartía la comida si Alma la dejaba en el suelo y le daba la espalda. A veces le permitía acariciarle la cabeza mientras dormitaba.

Las tormentas arremetían a intervalos irregulares. Se oía cómo se formaban al otro lado del mar: vendavales procedentes del suroeste que se volvían más y más estridentes, como un tren que se acerca. Si la tormenta prometía ser de una crudeza inusual, los erizos de mar salían a rastras de la bahía, en busca de un terreno más alto y seguro. A veces encontraban refugio en la casa de Alma: otra razón para mirar dónde pisaba. La lluvia caía como una ráfaga de flechas. Al otro lado de la playa, el río se arremolinaba embarrado y la superficie de la bahía hervía y chisporroteaba. A medida que la tormenta se volvía más amenazante, Alma observaba cómo el mundo la cercaba. La niebla y la oscuridad se aproximaban desde el mar. Primero desaparecía el horizonte, luego se desvanecía la isla de Morea a lo lejos, luego se iba el arrecife y a continuación la playa, y ella y Roger se quedaban solos entre las brumas. El mundo se volvía tan pequeño como esa casa diminuta y no especialmente impermeable. El viento soplaba por un costado, el trueno bramaba atemorizador y la lluvia atacaba con todas sus fuerzas.

Al cabo la lluvia se detenía durante un momento y regresaba un sol abrasador (súbito, imponente, cegador), si bien nunca duraba lo suficiente para secar fuera el colchón de Alma. El vapor se alzaba desde la arena en oleadas sinuosas. Las corrientes de viento húmedo barrían la ladera de las montañas. Por toda la playa, el aire vibraba como una sábana sacudida, como si la playa se arrancara la violencia que acababa de sufrir. A continuación, prevalecía una calma húmeda, durante escasas horas o unos pocos días, hasta que se desataba otra tormenta.

Eran días de echar de menos una biblioteca y una vasta, seca y cálida mansión. Alma se habría sumido en una negra desesperanza durante la estación de las lluvias en Tahití de no ser por un curioso descubrimiento: a los niños de la bahía de Matavai les encantaba la lluvia. Al contingente Hiro le encantaba más que a nadie… y por qué no, ya que era la estación de los aludes de barro y de chapotear en los charcos y de las peligrosas travesías por las corrientes torrenciales del río. Los cinco niños se convertían en cinco nutrias que no solo no temían la humedad sino que la adoraban. Toda la indolencia de la estación seca y calurosa se desvaneció, reemplazada por la vida, súbita y arrebatadora. El contingente Hiro era como el musgo, comprendió Alma: en el calor se secaban y se volvían inertes, pero revivían al instante con un buen remojón. ¡Máquinas de la resurrección, estos extraordinarios niños! Con tal determinación, vigor y presteza volvían a la acción en este nuevo mundo de agua que Alma recordó su infancia. La lluvia y el barro a ella tampoco le impidieron nunca explorar. Este recuerdo se transformó en una pregunta hiriente y repentina: entonces, ¿por qué se escondía ahora en su casita? Si de niña nunca huyó del mal tiempo, ¿por qué hacerlo ahora? Si no había lugar donde refugiarse en esta isla y permanecer seca, entonces, ¿por qué no mojarse y punto? Esta pregunta, extrañamente, despertó en Alma otra duda: ¿por qué no había pedido ayuda al contingente Hiro para buscar al Muchacho? ¿Quién sería más indicado para encontrar a un joven tahitiano desaparecido que otro joven tahitiano?

Al llegar a esta conclusión, Alma salió de la casa corriendo e hizo señas a los cinco pequeños salvajes, quienes, en ese momento, se lanzaban barro los unos a los otros, con un arrojo admirable. Se acercaron corriendo a Alma como una masa resbaladiza, embarrada y risueña. Les divertía ver a la señora blanca de pie en la playa en plena lluvia, con ese vestido empapado, calándose hasta los huesos ante sus mismos ojos. Era un buen entretenimiento y no les costaba nada.

Alma se acercó a los muchachos y habló con ellos en una mezcla de tahitiano, inglés y gestos apasionados. Más tarde, no recordaría cómo había presentado la idea, pero el mensaje central fue este: «¡Esta es la estación de la aventura, muchachos!». Les preguntó si conocían los lugares del centro de la isla a los cuales no debía ir nadie del asentamiento, según la hermana Manu. ¿Sabían de todos los lugares prohibidos, donde vivía el pueblo del arrecife y donde se encontraban las aldeas paganas más remotas? ¿Les gustaría llevar ahí a la hermana Whittaker, a vivir grandiosas aventuras?

¿Lo harían? ¡Vaya, por supuesto que lo harían! Era una idea tan divertida que comenzaron ese mismo día. De hecho, comenzaron de inmediato y Alma los siguió sin titubear. Sin zapatos, sin mapas, sin comida, sin (que el cielo los protegiera) paraguas, los chicos llevaron a Alma a las colinas, más allá de la misión, lejos de la seguridad de las aldeas costeras que ya había explorado ella sola. Subieron, entre la niebla, hacia las nubes lluviosas, hacia las cumbres de la selva que Alma vio por primera vez desde la cubierta del Elliot, desde donde le parecieron tan temibles y extrañas. Y subieron… no solo ese día, sino todos los días durante el mes siguiente. Todos los días exploraban senderos cada vez más remotos y destinos cada vez más salvajes, a menudo en plena lluvia, y siempre con Alma Whittaker siguiéndoles de cerca.

Al principio Alma temió que no sería capaz de seguirles el ritmo, pero a la sazón comprendió dos cosas: que los años de recolección botánica la habían puesto en forma y que los chicos eran muy considerados con las limitaciones de su invitada. Por Alma aminoraban la marcha en las partes más peligrosas y no le pedían que saltara por encima de las grietas, como hacían ellos, o escalara acantilados húmedos con las manos, como harían ellos con facilidad. A veces el contingente Hiro se situaba detrás de ella en una cuesta especialmente pronunciada y la empujaban, sin demasiados miramientos, con las manos en el trasero, pero a Alma no le molestaba: solo intentaban ayudar. Eran generosos con ella. La aclamaban cuando completaba un ascenso y, si caía la noche cuando aún estaban en plena selva, le daban la mano y la llevaban de vuelta a la seguridad de la misión. Durante estos oscuros paseos, le enseñaron los cánticos guerreros de los tahitianos: las canciones que cantaban para infundir valor ante el peligro.

Los tahitianos eran conocidos en los Mares del Sur como excelentes escaladores e intrépidos caminantes (Alma había oído hablar de isleños que caminaban cincuenta kilómetros en este terreno inhóspito sin desfallecer), pero Alma tampoco era de las que desfallecen…, no cuando estaba en una misión, y sentía con fuerza que esta era la misión de su vida. Esta era su mejor oportunidad de encontrar al Muchacho. Si aún vivía en esta isla, estos niños infatigables lo encontrarían.

Las ausencias de Alma, cada vez más prolongadas, no pasaron inadvertidas.

Cuando la dulce hermana Etini al fin preguntó, con gesto preocupado, dónde pasaba los días, Alma se limitó a decir:

—Busco musgos con la ayuda de cinco jóvenes naturalistas muy en forma.

Nadie dudó de ella, pues era la estación perfecta para el musgo. Alma, de hecho, vio todo tipo de briofitas interesantes en las piedras y árboles del camino, pero no se detenía para mirar de cerca. El musgo siempre estaría ahí; buscaba algo más efímero, más urgente: un hombre. Un hombre que conocía secretos. Para encontrarlo, tenía que moverse con la celeridad del Tiempo Humano.

Los chicos, por su parte, disfrutaban de este inesperado juego de guiar a esta vieja dama rara por todo Tahití, para ver todo lo prohibido y conocer los pueblos más remotos. Llevaron a Alma a templos abandonados y cuevas siniestras, donde aún se veían huesos humanos por los rincones. A veces se encontraban personas que rondaban estos lugares sombríos, pero el Muchacho no estaba entre ellas. La llevaron a pequeños asentamientos a orillas del lago Maeva, donde las mujeres aún se vestían con faldas de hierba y donde los hombres tenían la cara cubierta de macabros tatuajes, pero el Muchacho tampoco estaba ahí. El Muchacho no se encontraba entre los cazadores con los que se cruzaban en los senderos resbaladizos, ni en las laderas del monte Orohena, ni en el monte Aorii, ni en los túneles huecos de los volcanes. El contingente Hiro la llevó a una cumbre esmeralda en lo alto del mundo, tan alta que parecía diseccionar el mismo cielo: llovía a un lado de la cumbre, al otro hacía sol. Alma se puso en pie en esta cima inestable, con la oscuridad a la izquierda y la luz a la derecha, pero ni siquiera aquí, desde el mirador más alto que podía imaginarse, en el mismo punto donde colisionaba el tiempo, en la intersección del y el ao, vio al Muchacho por ningún sitio.

Con el tiempo, los chicos dedujeron que Alma buscaba algo, pero fue Hiro, siempre el más inteligente, quien comprendió que buscaba a alguien.

—¿Él no aquí? —preguntaba Hiro con preocupación al final de cada día. Hiro había comenzado a hablar inglés y creía dominarlo a las mil maravillas.

Alma no confirmó que buscaba a alguien, pero tampoco lo negó.

—¡Mañana él encontramos! —juraba Hiro cada día, pero pasó enero y pasó febrero y Alma seguía sin encontrar al Muchacho.

—¡Encontramos a él el sábado siguiente! —prometía Hiro, pues sábado era la palabra que usaban allí para decir semana. Pero pasaron cuatro sábados y Alma no encontró al Muchacho. Ya era abril. Hiro comenzó a mostrarse preocupado y hosco. No se le ocurrían lugares nuevos donde llevar a Alma en sus excursiones salvajes por la isla. Ya no era un pasatiempo divertido; se había convertido en una seria campaña, e Hiro sabía que estaba fracasando. Los otros miembros del contingente, que notaban el abatimiento de Hiro, perdieron también la alegría. Alma decidió librar a los cinco chicos de sus responsabilidades. Eran demasiado jóvenes para llevar a hombros la carga de ella; Alma no quería verlos apesadumbrados por la preocupación y la responsabilidad, solo por perseguir una figura fantasmal en su nombre.

Alma liberó al contingente Hiro del juego y nunca más emprendió una caminata junto a ellos. Como agradecimiento, dio a cada uno de los cinco muchachos una pieza de su preciado microscopio (que ellos mismos le habían devuelto casi intacto a lo largo de los últimos meses) y les dio un apretón de manos. En tahitiano, les dijo que eran los más grandes guerreros que jamás habían pisado la tierra. Les agradeció su valeroso viaje por los confines del mundo conocido. Les dijo que había encontrado todo lo que necesitaba encontrar. Y los envió de vuelta a sus cosas, a recomenzar su carrera previa de juegos constantes y erráticos.

***

La estación de las lluvias acabó. Alma llevaba en Tahití casi un año. Retiró la hierba enmohecida del suelo de su casa y la reemplazó con hierba nueva una vez más. Volvió a rellenar el colchón medio podrido con paja seca. Vio cómo la población de lagartos disminuía a medida que los días se volvían más luminosos y despejados. Hizo una nueva escoba y barrió las telarañas de las paredes. Una mañana, superada por la necesidad de reavivar su misión, abrió la maleta de Ambrose con la intención de mirar una vez más los dibujos del Muchacho solo para descubrir que, en el transcurso de la estación de las lluvias, los había consumido el moho. Intentó separar las hojas, pero se disolvieron entre sus manos en trozos de una pasta verdosa. Una especie de polilla había encontrado los dibujos, además, y se había dado un festín con los restos. No logró salvar ni uno solo. Ya no podía ver el rastro de la cara del Muchacho, ni las bellas líneas de los bocetos de Ambrose. La isla había devorado la única prueba que le quedaba de su inexplicable marido y su incomprensible y quimérica musa.

La desintegración de los dibujos fue como otra muerte para Alma; ahora, incluso el fantasma había desaparecido. Le hizo desear llorar, y sin duda empezó a dudar de su cordura. Cuántas caras había visto en Tahití durante los últimos diez meses, pero ahora se preguntaba si de verdad podría identificar al Muchacho, aunque lo tuviera justo delante. ¿Tal vez lo había visto, al fin y al cabo? ¿No sería uno de esos jóvenes de los muelles de Papeete, el día que llegó? ¿No habría pasado junto a él unas cuantas veces? ¿No sería posible que incluso viviera aquí, en la misión, y que Alma se hubiera vuelto inmune a su rostro? Ahora ya no tenía nada con lo que comparar sus recuerdos. El Muchacho apenas había existido, y ahora no existía en absoluto. Cerró la maleta como si cerrase la tapa de un ataúd.

Alma no podía seguir en Tahití. Lo supo en ese momento, sin duda alguna. Ni siquiera debería haber venido. Cuánta energía y decisión había empleado en viajar a esta isla de acertijos solo para acabar envarada, y sin un buen motivo. Peor aún, se había convertido en una carga en este pequeño asentamiento de personas honestas, cuyos alimentos comía, cuyos recursos agotaba, cuyos niños empleaba en sus objetivos irresponsables. ¡Menuda situación esta! Alma creía que había perdido el hilo de su objetivo en la vida, por pequeño que fuera ese hilo antes. Había interrumpido su aburrido pero honorable estudio de los musgos a fin de embarcarse en esta irresponsable búsqueda de un fantasma… o, más bien, dos fantasmas: Ambrose y el Muchacho. ¿Y para qué? No sabía más acerca de Ambrose ahora que antes de llegar aquí. En Tahití todos declaraban que su marido había sido precisamente el hombre que parecía ser: un alma virtuosa y amable, incapaz de cometer una vileza, demasiado bueno para este mundo.

Comenzaba a comprender que era muy probable que el Muchacho ni siquiera hubiera existido. De lo contrario, Alma ya lo habría encontrado o alguien lo habría mencionado…, aun de la forma más sutil. Ambrose debía de haberlo inventado. Esta idea era más triste que cualquier otra cosa que Alma hubiera imaginado. El Muchacho había sido la quimera de un hombre solitario de mente perturbada. Ambrose había deseado tanto tener un compañero que se había dibujado uno. Al conjurar un amigo (un bello y fantasmagórico amante), había encontrado el matrimonio espiritual que siempre había deseado. Tenía cierto sentido. ¡La mente de Ambrose no se caracterizaba por la mesura, ni siquiera en las mejores circunstancias! Era un hombre cuyo amigo más querido lo había internado en un hospital para enfermos mentales, alguien que creía ver las huellas dactilares de Dios en el mundo de la botánica. Ambrose era un hombre que veía ángeles en las orquídeas y que una vez creyó ser un ángel él mismo… Había recorrido medio mundo en busca de un espectro surgido de la imaginación frágil y enloquecida de un hombre solitario.

Era una historia sencilla, pero la había complicado con sus vanas investigaciones. Tal vez deseaba que el relato fuese más siniestro, aunque solo fuera para que su historia, la de Alma, resultase más trágica. Tal vez deseaba que Ambrose fuera culpable de cosas abominables, de pederastia y depravación, de modo que pudiera despreciarlo en lugar de seguir añorándolo. Tal vez lo que deseaba encontrar en Tahití no eran rastros de un Muchacho, sino de muchos: una turba de catamitas a quienes Ambrose hubiera violado y destruido, uno detrás de otro. Pero no había pruebas de semejantes hechos. La verdad, sencillamente, era la siguiente: Alma había sido tan insensata y libidinosa como para casarse con un hombre joven e inocente cuya cordura era inestable. Cuando ese joven la decepcionó, Alma fue tan cruel e iracunda como para exiliarlo a los Mares del Sur, donde murió solo y trastornado, extraviado en sus fantasías, aislado en un pequeño y desolado asentamiento gobernado (¡si es que se le podía llamar gobernar!) por un viejo misionero, cándido e ineficaz.

En cuanto a por qué la maleta y los dibujos de Ambrose se habían mantenido intactos (salvo por la naturaleza) en la fare de Alma, sin protección alguna, durante casi un año, mientras el resto de sus pertenencias habían sido tomadas, robadas, desmenuzadas o saqueadas…, bueno, sencillamente Alma carecía de la imaginación necesaria para resolver ese misterio. Además, no le quedaban energías para enfrentarse a otro misterio imposible.

No había nada más que aprender aquí.

No había más motivos para quedarse. Iba a necesitar un plan para los restantes años de su vida. Había obrado de forma impulsiva y errónea, pero se iría en el próximo ballenero que se dirigiese al norte, y encontraría un lugar donde vivir. Solo sabía que no debía volver a Filadelfia. Había renunciado a White Acre y jamás podría regresar; sería injusto con Prudence, quien tenía derecho a hacerse cargo de la finca sin que Alma rondara por ahí como una molestia. En cualquier caso, sería una humillación volver a casa. Necesitaba comenzar de nuevo. Tendría, también, que encontrar una forma de ganarse la vida. Al día siguiente enviaría un mensaje a Papeete diciendo que buscaba pasaje en un buen barco con un capitán respetable que conociera a Dick Yancey.

No estaba en paz, pero al menos había tomado una decisión.