Capítulo veintitrés

Porque el tiempo no pone objeciones a pasar (ni siquiera en las situaciones más extrañas y menos familiares), el tiempo pasó para Alma en la bahía de Matavai. Lentamente, a trompicones, comenzó a comprender su nuevo mundo.

Al igual que durante la infancia, cuando se despertó al conocimiento, Alma comenzó por explorar su casa. No tardó mucho, pues esa minúscula fare tahitiana no era exactamente White Acre. No había nada salvo una habitación, esa puerta desganada, las tres ventanas vacías, los muebles rudimentarios y el techo de paja lleno de lagartos. Esa primera mañana Alma registró la casa de arriba abajo, en busca de algún rastro de Ambrose, pero no halló nada. Buscó señales de Ambrose antes de comenzar la (completamente inútil) búsqueda de su equipaje perdido. ¿Qué había esperado encontrar? ¿Un mensaje para ella, escrito en una pared? ¿Un escondite lleno de dibujos? ¿Tal vez un paquete de cartas o un diario que revelase algo aparte de sus inescrutables anhelos místicos? Pero no había nada de él aquí.

Resignada, tomó prestada una escoba de la hermana Manu y limpió las telarañas de las paredes. Reemplazó la hierba seca y vieja del suelo con hierba seca y nueva. Rellenó el colchón y aceptó la fare como propia. También aceptó, tal como le indicó el reverendo Welles, la frustrante realidad de que sus pertenencias tal vez a la sazón aparecerían o tal vez no, y que no había nada (nada de nada) que hacer al respecto. Si bien esta noticia era inquietante, algo en ese hecho le pareció oportuno, incluso justo. Ser despojada de todo lo que le era precioso constituía una especie de penitencia inmediata. De algún modo, así se sentía más cerca de Ambrose; Tahití era a donde ambos habían venido a fin de perderlo todo.

Así pues, con el único vestido que le quedaba, comenzó a explorar su entorno.

Detrás de la casa había algo llamado himaa, un horno abierto, donde aprendió a hervir agua y cocinar una variedad limitada de alimentos. La hermana Manu le enseñó a utilizar las frutas y hortalizas locales. Alma no creía que el resultado de su cocina debiera saber tanto a hollín o arena, pero perseveró y se sintió orgullosa de alimentarse a sí misma. (Era autotrófica, pensó con una sonrisa compungida, ¡qué orgullosa estaría Retta Snow de ella!). Había una triste huerta, pero no había mucho que hacer en ella; Ambrose construyó esta casa sobre la arena ardiente, así que era vano incluso intentarlo. No había nada que hacer respecto a los lagartos, que correteaban entre las vigas toda la noche. En todo caso, ayudaban a reducir los mosquitos, así que Alma intentó no hacerles caso. Sabía que no le harían daño, si bien deseaba que dejaran de reptar sobre su cuerpo cuando se quedaba dormida. Se alegró de que al menos no fueran serpientes. Tahití, por fortuna, no era tierra de serpientes.

Era, sin embargo, tierra de cangrejos, pero Alma no tardó en descubrir que no debía inquietarse por los cangrejos de todos los tamaños que correteaban en torno a sus pies en la playa. Ellos tampoco le harían daño. En cuanto la veían con esos ojos que acechaban y se mecían, se iban en la dirección opuesta, entre chasquidos de pinzas, presas del pánico. Se acostumbró a caminar descalza en cuanto comprendió que era mucho más seguro. Tahití era demasiado cálido, demasiado húmedo y demasiado resbaladizo para los zapatos. Por fortuna, los alrededores recibían de buen grado los pies descalzos; en la isla no había ni una sola planta con espinas y casi todos los caminos eran lisos, de piedra o arena.

Alma aprendió la forma y el carácter de la playa y las costumbres de la marea. No era buena nadadora, pero se animó a sí misma a chapotear en esas aguas oscuras, lentas y pesadas de la bahía de Matavai, un poco más cada semana. Agradecía la presencia del arrecife, que mantenía la bahía en calma.

Aprendió a bañarse en el río por las mañanas junto al resto de las mujeres del asentamiento, todas las cuales eran corpulentas y fuertes como Alma. Eran fieras de la limpieza, las tahitianas, y se lavaban el pelo y el cuerpo todos los días con la savia espumosa del jengibre, a orillas del río. Alma, que no estaba acostumbrada a bañarse todos los días, pronto se preguntó por qué no lo había hecho toda la vida. Aprendió a hacer caso omiso de los grupos de niños que acudían a las márgenes del río, a reírse de las mujeres desnudas. No había nada que hacer; a cualquier hora del día o de la noche los niños las acababan encontrando.

Las tahitianas no parecían poner reparos a las risas de los niños. Parecían mucho más preocupadas por el pelo hirsuto y áspero de Alma, por el que se desvivían tan tristes como preocupadas. Todas ellas tenían un cabello bellísimo, que caía por la espalda en ondas negras y abundantes, y les entristecía ver que Alma no compartía este rasgo espectacular. Alma también se entristecía por ello. Una de las primeras cosas que Alma aprendió en tahitiano fue a pedir disculpas por su pelo. Se preguntó si habría algún lugar en el mundo, por lejano que fuese, donde su pelo no fuese considerado una tragedia. Sospechaba que no.

Alma aprendió tanto tahitiano como fue capaz, de quienquiera que se dignase a hablar con ella. La gente le pareció afectuosa y amable y alentaban sus esfuerzos como si fuera un juego. Comenzó con las palabras para las cosas comunes de la bahía de Matavai: los árboles, los lagartos, los peces, el cielo y esas pequeñas y dulces palomas llamadas uuairo (palabra que sonaba como su delicado gorjeo). Pasó a la gramática tan pronto como pudo. Los habitantes de la misión hablaban inglés con destreza dispar (algunos con gran fluidez, otros, sencillamente, con demasiada imaginación), pero Alma, lingüista incurable, se empeñó en comunicarse en tahitiano siempre que fuera posible.

Pero el tahitiano, descubrió, no era un idioma sencillo. A sus oídos, sonaba más como canción de pájaros que como habla, y sus carencias musicales no le permitieron dominarlo. Por otra parte, Alma pensaba que el tahitiano ni siquiera era un idioma fiable. No poseía el orden férreo del latín o el griego. En la bahía de Matavai, la gente era especialmente juguetona y pícara con las palabras, y las cambiaban cada día. A veces mezclaban trozos de inglés o francés para inventar palabras nuevas e imaginativas. Los tahitianos adoraban los juegos de palabras complejos que Alma solo habría comprendido si los abuelos de sus abuelos hubieran nacido ahí. Además, en la bahía Matavai no se hablaba como en Papeete, a tan solo diez kilómetros de distancia, que a su vez difería del tahitiano hablado en Taravao o Teahupo. No podía confiar en que una frase significase lo mismo en esta parte de la isla que en la de al lado, ni siquiera que significase hoy lo mismo que significaba ayer.

Alma estudió a la gente que la rodeaba con atención, en su intento de aprender la disposición de este curioso lugar. La hermana Manu era la más importante, pues no solo cuidaba los cerdos, sino que era el cuerpo policial del asentamiento. Era una estricta amante del protocolo, gran observadora de los modales y los traspiés. Aunque todo el mundo adoraba al reverendo Welles, todos temían a la hermana Manu. La hermana Manu, cuyo nombre significaba «pájaro», era tan alta como Alma (lo cual era una rareza en cualquier parte del mundo) y tan fornida como un hombre. Podría haber cargado a Alma a la espalda. No había muchas mujeres de quien se pudiera decir eso.

La hermana Manu siempre llevaba ese amplio sombrero de paja, adornado con diferentes flores frescas cada día, pero Alma había visto, durante los baños en el río, que la frente de Manu estaba cubierta con una red de rotundas cicatrices blancas. Dos o tres mujeres mayores tenían esas enigmáticas marcas en la frente, pero Manu, además, estaba marcada de otra forma: carecía de la última falange de ambos meñiques. Qué extraña herida, pensó Alma, tan pulcra y tan simétrica. No se imaginaba qué habría estado haciendo para cercenarse ambos meñiques de ese modo. No osó preguntarlo.

La hermana Manu era quien repicaba la campana por la mañana y por la tarde para llamar a misa, y los habitantes (todos ellos, los dieciocho) acudían diligentes. Incluso Alma trataba de no perderse esas misas de la bahía de Matavai, pues habría ofendido a la hermana Manu y no habría sobrevivido mucho tiempo de caer en desgracia con ella. En cualquier caso, a Alma no le resultaba difícil aguantar esos servicios religiosos. Rara vez duraban más de quince minutos y los sermones de la hermana Manu, en un inglés tozudo, siempre eran entretenidos. Si las reuniones luteranas de Filadelfia hubieran sido así de sencillas y entretenidas, pensó Alma, tal vez habría sido mejor luterana. Prestaba suma atención y al fin logró extraer palabras y frases de estos enrevesados cantos en tahitiano.

Rima atua: «la mano de Dios».

Bure atua: «el pueblo de Dios».

En cuanto al niño que le devolvió el ocular esa primera noche, Alma descubrió que formaba parte de un grupo de cinco niños que vagaban por la misión sin ocupación aparente, salvo jugar sin cesar, hasta que caían agotados sobre la arena y (como perros) se quedaban dormidos ahí donde caían. Alma tardó dos semanas en diferenciar a los muchachos. El que apareció en su habitación y le llevó el ocular del microscopio, según vino a saber, se llamaba Hiro. Tenía el pelo más largo y parecía ocupar el lugar más alto de la jerarquía. (Más adelante, aprendió que, según la mitología tahitiana, Hiro era el rey de los ladrones. Le divirtió que, en su primer encuentro, el pequeño rey de los ladrones de la bahía de Matavai le devolviera algo). Hiro era el hermano de un niño llamado Makea, aunque tal vez no fueran hermanos de verdad. También aseguraban ser hermanos de Papeiha, Tinomana y otro Makea, pero Alma no creía que fuera posible, ya que los cinco niños parecían tener la misma edad y dos de ellos el mismo nombre. No pudo, ni por lo que más quería, averiguar quiénes eran sus padres. No vio la menor indicación de que alguien cuidara de estos niños salvo ellos mismos.

Había otros niños por la bahía de Matavai, pero tenían una actitud ante la vida mucho más seria que esos cinco niños a quienes Alma bautizó como «el contingente Hiro». Esos otros niños iban a la escuela de la misión, donde aprendían a leer y a hablar inglés todas las tardes, incluso si sus padres no vivían en el asentamiento del reverendo Welles. Eran niños de pelo corto y limpio, y niñas de hermosas trenzas, vestidos largos y sonrisas resplandecientes. Las clases tenían lugar en la iglesia y las impartía esa joven mujer de rostro alegre que dijo a Alma el primer día: «¡Aquí hablamos inglés!». Esa mujer se llamaba Etini («blancas flores esparcidas a lo largo del camino») y hablaba inglés a la perfección, con marcado acento británico. Según se decía, fue la esposa del reverendo Welles en persona quien enseñó a Etini de niña, y ahora era considerada la mejor profesora de inglés en toda la isla.

A Alma le impresionaron esos escolares ordenados y disciplinados, pero quienes le picaban la curiosidad eran esos cinco niños salvajes y sin instrucción del contingente Hiro. Nunca había visto niños con la libertad de Hiro, Makea, Papeiha, Tinomana y el otro Makea. Diminutos señores de la libertad, eso eran, y de lo más boyantes. Como una mezcla mítica de pez, pájaro y mono, estaban igual de cómodos en el mar, en los árboles y en la tierra. Se colgaban de las lianas y se arrojaban al río con gritos sin miedo. Remaban hasta el arrecife en pequeñas tablas de madera y luego, increíblemente, se ponían de pie en esas tablas y navegaban entre las olas que rompían, espumosas y encrespadas. A esta actividad la llamaban faheei y Alma ni imaginaba la agilidad y la confianza que sentirían para cabalgar las olas con tal facilidad. De vuelta a la playa, boxeaban y luchaban unos con otros, incansables. Se hacían zancos, se cubrían el cuerpo con una especie de polvo blanco, mantenían abiertos los párpados con unos palitos y se perseguían por la arena como extraños monstruos. Volaban la uo: una cometa hecha de hojas secas de palma. En momentos de más sosiego, jugaban a una especie de tabas, pero con guijarros en vez de tabas. Tenían como mascotas una colección variable de gatos, perros, loros e incluso anguilas (encerraban las anguilas en unos corrales acuáticos; las anguilas asomaban esas cabezas inquietantes cuando los muchachos silbaban, listas para comer fruta de la mano de los niños). A veces el contingente Hiro se comía las mascotas: las desollaban y las doraban sobre un asador improvisado. Comer perros era aquí una práctica habitual. El reverendo Welles dijo a Alma que el perro tahitiano era tan sabroso como el cordero inglés…, pero, claro, aquel hombre no había saboreado un cordero inglés en muchos años, así que Alma no se sentía inclinada a confiar en él. Alma deseó que nadie se comiera a Roger.

Roger, averiguó Alma, era el nombre de ese perrillo anaranjado que la visitó en su fare. Roger no daba la impresión de pertenecer a nadie, pero, al parecer, se había encariñado de Ambrose, quien le dio este nombre digno y sólido. Tras explicar todo esto a Alma, la hermana Etini le ofreció este inquietante consejo: «Roger no te va a morder nunca, hermana Whittaker, a menos que intentes darle de comer».

Durante las primeras semanas de la estancia de Alma, Roger vino a su pequeña habitación noche tras noche, a ladrar con todas sus ganas. Durante un tiempo, Alma no lo vio a la luz del día. Poco a poco, con visible renuencia, la indignación del animal fue diluyéndose y sus arrebatos de ira se volvieron más breves. Una mañana, Alma se despertó y se encontró a Roger dormido en el suelo, junto a la cama, lo que significaba que había entrado en la casa sin ladrar en absoluto. Alma creyó que era un hecho significativo. Al oír que Alma se movía, Roger gruñó y se fue corriendo, pero volvió a la noche siguiente, y no volvió a ladrar desde entonces. Como era inevitable, Alma, cómo no, intentó darle de comer y Roger, cómo no, intentó morderla. Aparte de eso, no se llevaban mal. No es que Roger se hiciera su amigo, pero ya no se mostraba deseoso de rebanarle la garganta, y eso era un alivio.

Roger era un perro de una fealdad sobrecogedora. No solo era anaranjado y moteado, con una mandíbula irregular y una pata renqueante, sino que parecía que alguien se había dedicado sin descanso a mordisquearle buena parte del rabo. Además, era tuapu: «contrahecho». Aun así, Alma llegó a agradecer la presencia del perro. Ambrose debió de quererlo por algún motivo, pensó, y eso la intrigó. Miraba al perro durante horas y se preguntaba qué sabría acerca de su marido. Su compañía se convirtió en un consuelo con el paso del tiempo. Si bien no podía asegurar que Roger fuera protector o leal, parecía sentir cierta conexión con la casa. Alma tenía un poco menos de miedo al dormir por la noche, sabedora de que vendría.

Esto era bueno, pues Alma había abandonado toda esperanza de aumentar la seguridad o la intimidad. No servía de nada intentar definir los límites de su casa o las pocas pertenencias que le quedaban. Los adultos, los niños, la fauna, el clima: a cualquier hora del día o de la noche, por la razón que fuese, todos y todo en la bahía de Matavai creían tener el derecho de entrar en la fare de Alma. No siempre venían con las manos vacías, hay que reconocerlo. Con el tiempo reaparecieron algunas partes de su equipaje, en trozos y en fragmentos. Nunca sabía quién traía esos objetos. No lo veía cuando ocurría. Era como si la propia isla paulatinamente regurgitase las porciones del equipaje que se había tragado.

En la primera semana recuperó algo de papel, una enagua, un frasco de medicina, un rollo de tela, una bola de cordel y un cepillo. Pensó: si aguardo lo suficiente, todo me será devuelto. Pero no fue cierto, pues los objetos tanto reaparecían como desaparecían de nuevo. Recuperó uno de sus vestidos de viaje (los dobladillos de monedas asombrosamente intactos), lo cual fue una suerte, aunque no recuperó ningún sombrero. Parte de su papel para escribir cartas volvió a su lado, pero no mucho. No volvió a ver su botiquín, pero varios frascos de cristal para recolectar muestras botánicas aparecieron en el umbral, en fila impecable. Una mañana descubrió que un zapato había desaparecido (¡solo uno!), aunque quién iba a querer un solo zapato, mientras que, al mismo tiempo, le devolvieron un juego de acuarelas muy útil. Otro día recuperó la base de su preciado microscopio, solo para descubrir que alguien se había llevado el ocular a cambio. Era como si una marea fuera y viniera sin cesar de su casa, depositando y retirando los restos de su vieja vida. No le quedó más remedio que aceptarlo y maravillarse, día tras día, ante lo que encontraba y perdía, y de nuevo encontraba y volvía a perder.

La maleta de Ambrose, sin embargo, no se la llevaron nunca. Esa misma mañana, cuando la dejaron ante su puerta, Alma la puso en la mesita de la casa y ahí se quedó, sin que nadie la tocara, como si la protegiese un minotauro. Por otra parte, no desapareció ni uno solo de los dibujos del Muchacho. No sabía por qué esta maleta era tratada con tal reverencia, cuando nada más estaba a salvo en la bahía de Matavai. No osó preguntar a nadie: «¿Por qué no te llevas esta maleta ni robas estos dibujos?». Pero ¿cómo explicar qué eran esos dibujos o qué significaba la maleta para ella? Todo lo que podía hacer era permanecer en silencio y no comprender nada.

***

Los pensamientos de Alma regresaban a Ambrose todo el tiempo. No había dejado rastro en Tahití, salvo ese cariño residual que todo el mundo sentía por él, pero Alma buscó sin cesar señales suyas. Todo lo que hacía, todo lo que tocaba la llevaba a preguntarse: ¿Hizo esto él también? ¿Cómo pasaba su tiempo aquí? ¿Qué pensaba de esa casita, de la extraña comida, de ese idioma tan difícil, del mar constante, del contingente Hiro? ¿Le gustó Tahití? ¿O, al igual que a Alma, le resultó demasiado extraño y peculiar? ¿Se quemó bajo el sol, al igual que Alma se quemaba en esa playa de arena negra? ¿Echó de menos las violetas y los tordos de casa, al igual que Alma, incluso al mismo tiempo que admiraba un hibisco exuberante o un loro verde chillón? ¿Estuvo melancólico y pesaroso o fue dichoso por descubrir el Edén? ¿Pensó en Alma alguna vez mientras estaba aquí? ¿O la había olvidado de inmediato, aliviado de haberse librado de sus deseos incómodos? ¿La había olvidado porque se enamoró del Muchacho? En cuanto al Muchacho, ¿dónde estaba? No era en realidad un muchacho. Alma hubo de admitirlo, en especial cuando estudió los dibujos de nuevo. Era la imagen de un muchacho en el umbral de la edad adulta. A estas alturas, unos años más tarde, sería un hombre ya maduro. En la imaginación de Alma, sin embargo, siempre sería el Muchacho, y no dejó de buscarlo.

Pero Alma no halló rastro ni mención del Muchacho en la bahía de Matavai. Lo buscó en las caras de todos los hombres que pasaban por el asentamiento, y en las caras de todos los pescadores que se acercaban a la playa. Cuando el reverendo Welles le dijo a Alma que Ambrose había enseñado a un nativo los secretos de cuidar la vainilla (niños pequeños, dedos pequeños, palitos pequeños), Alma pensó: «Será él». Pero, cuando fue a la plantación a investigar, no era el Muchacho; era un tipo mayor, robusto, algo bizco. Alma hizo varias excursiones a la plantación de vainilla, pero no vio a nadie que siquiera recordara al Muchacho. Cada pocos días anunciaba que salía a buscar muestras botánicas, pero en realidad volvía a la capital de Papeete, tomando un poni prestado de la plantación. Deambulaba por esas calles todo el día y buena parte de la noche, observando el rostro de todos los transeúntes. El poni la seguía detrás: una versión esquelética y tropical de Soames, su amigo de la infancia. Buscó al Muchacho en los muelles, fuera de los burdeles, en los hoteles llenos de elegantes colonos franceses, en la nueva catedral católica, en el mercado. A veces veía un nativo alto y fornido de pelo corto que caminaba delante de ella, y Alma aceleraba el paso y le tocaba el hombro, preparada para preguntar lo que fuese, solo para que se diera la vuelta. En todos esos encuentros tuvo la misma certeza: «Es él».

Nunca era él.

Sabía que pronto tendría que ampliar su búsqueda, ir más allá de Papeete y la bahía de Matavai, pero no sabía dónde empezar. La isla medía unos cincuenta y cinco kilómetros de largo y unos veinte de ancho. Tenía la forma de un ocho torcido. Grandes tramos eran difíciles o imposibles de recorrer. Una vez que se apartaba de ese camino arenoso y en sombra que serpenteaba a lo largo de la costa, el mundo de Tahití se volvía un desafío sobrecogedor. Las plantaciones de ñame se encaramaban por las colinas, junto a cultivos de coco y matorrales, pero entonces, de repente, no había nada salvo altos acantilados y selvas inaccesibles. Poca gente vivía en las tierras altas, excepto los habitantes del acantilado: seres casi míticos, escaladores de destreza extraordinaria. Eran cazadores, no pescadores. Algunos ni siquiera habían tocado el mar. Los tahitianos que vivían en los acantilados y los tahitianos costeños se miraban con recelo y había fronteras que tanto unos como otros no debían cruzar. Tal vez el Muchacho pertenecía a una de esas tribus de los acantilados. Pero los dibujos de Ambrose lo mostraban en la costa, con redes de pescador. Alma no lograba resolver el rompecabezas.

También era posible que el Muchacho fuera un marino, un ayudante en un ballenero de paso. Si ese era el caso, nunca lo encontraría. Podría estar en cualquier lugar del mundo a estas alturas. Incluso podría estar muerto. Pero la inexistencia de pruebas (como bien sabía Alma) no era prueba de la inexistencia.

Tendría que seguir buscando.

Sin duda, no recabó información alguna en el asentamiento de la misión. No oyó ni un solo chismorreo salaz sobre Ambrose, ni siquiera al bañarse en el río, donde todas las mujeres chismorreaban sin pelos en la lengua. Nadie hizo siquiera un comentario de pasada acerca del muy añorado y muy llorado señor Pike. Alma llegó a preguntar al reverendo Welles:

—¿El señor Pike tuvo algún amigo en especial mientras vivía aquí? ¿Alguien que para él fuese más importante que los demás?

El reverendo se limitó a clavarle su mirada sincera y dijo:

—El señor Pike era querido por todos.

Eso ocurrió el día que fueron a visitar la tumba de Ambrose. Alma pidió al reverendo Welles que la llevara, para presentar sus respetos al difunto empleado de su padre. Una tarde fría y nublada, caminaron juntos hasta la colina Tahara, donde había un pequeño cementerio inglés cerca de la cima. El reverendo Welles era un compañero de caminatas muy agradable, descubrió Alma, pues se movía con agilidad y soltura sobre cualquier terreno y compartía información muy interesante a medida que avanzaban.

—Cuando llegué aquí —dijo ese día, mientras subían la empinada colina—, intenté determinar qué plantas y hortalizas eran originarias de Tahití y cuáles fueron traídas por antiguos colonos y exploradores, pero es de una dificultad extrema, ¿sabe? Los mismos tahitianos no fueron de mucha ayuda en esta tarea, pues dicen que todas las plantas (incluso las agrícolas) están aquí porque las trajeron los dioses.

—Los griegos decían lo mismo —comentó Alma, entre jadeos—. Decían que los viñedos y los olivares habían sido plantados por los dioses.

—Sí —dijo el reverendo Welles—. Parece que a la gente se le olvida lo que ellos mismos han creado, ¿verdad? Ahora sabemos que todos los polinesios siempre llevan consigo raíz de taro y palma de coco y el fruto del árbol del pan cuando colonizan una nueva isla, pero ellos mismos le dirían que fueron los dioses quienes plantaron todo eso ahí. Algunas historias suyas son fabulosas. Dicen que el árbol del pan fue creado por los dioses para parecerse al cuerpo humano, como pista que indicase a los humanos, ya sabe, que el árbol era útil. Dicen que por eso las hojas del árbol del pan se asemejan a las manos, para mostrar a los humanos que debían trepar al árbol, donde encontrarían alimento. De hecho, los tahitianos dicen que todas las plantas útiles de esta isla recuerdan a ciertas partes del cuerpo humano, como mensaje de los dioses. Por eso el aceite de coco, que ayuda con las jaquecas, viene del coco, que parece una cabeza. Se dice que las castañas mape son buenas para las dolencias renales, pues recuerdan a los riñones, o eso me han dicho. La savia roja de la planta fei es buena para los males de la sangre.

—La firma de todas las cosas —murmuró Alma.

—Sí, sí —dijo el reverendo Welles. Alma no estaba segura de si la había oído—. Las ramas del plátano, como estas de aquí, hermana Whittaker, también se dice que son simbólicas del cuerpo humano. Debido a esa forma, los plátanos se usan como gestos de paz…, como gestos de humanidad, podríamos decir. Las tiramos a los pies de nuestros enemigos, para mostrar que nos rendimos o que estamos dispuestos a negociar la paz. Para mí fue de gran ayuda descubrir este hecho cuando llegué a Tahití, ¡claro que sí! Yo iba tirando ramas de plátano en todas direcciones, ¿sabe?, ¡con la esperanza de que no me mataran ni me comieran!

—¿Le habrían matado y comido de verdad? —preguntó Alma.

—Probablemente no, aunque los misioneros siempre tenemos miedo de esas cosas. ¿Sabe?, hay un ingenioso ejemplo del humor de los misioneros que se pregunta qué ocurrirá si a un misionero se lo come un caníbal, y el misionero es digerido, y el caníbal muere: ¿resucitará el cuerpo digerido del misionero el día del juicio final? Si no, ¿cómo sabrá san Pedro qué trocitos enviar al cielo y qué trocitos al infierno? ¡Jajajá!

—¿Alguna vez le habló el señor Pike de esa noción que acaba de mencionar hace un momento? —preguntó Alma—. ¿Acerca de los dioses que creaban plantas de formas peculiares para mostrar a los hombres en qué les podían ser útiles?

—¡El señor Pike y yo hablamos de muchas cosas, hermana Whittaker!

Alma no sabía cómo obtener información más específica sin revelar demasiado de sí misma. ¿Por qué le habría importado tanto un empleado de su padre? No quería despertar sospechas. Pero ¡el reverendo era un hombre tan extraño! A Alma le parecía franco e inescrutable al mismo tiempo. Cada vez que hablaban de Ambrose, Alma examinaba con suma atención la cara del reverendo Welles en busca de pistas, pero los gestos de ese hombre eran imposibles de interpretar. Siempre contemplaba el mundo con el mismo semblante imperturbable. Su ánimo no variaba en ninguna circunstancia. Era constante como un faro. Su sinceridad era tan completa y perfecta que era casi una máscara.

Al fin llegaron al cementerio, con sus lápidas pequeñas y encaladas, algunas talladas en forma de cruz. El reverendo Welles llevó a Alma directamente a la tumba de Ambrose, pulcra y señalada por una pequeña piedra. Era un lugar hermoso, con vistas a toda la bahía de Matavai y al mar que se extendía más allá. Alma había temido ser incapaz, al ver la tumba, de contener la emoción, pero se sintió serena…, incluso distante. No sintió la presencia de Ambrose. No se lo imaginaba enterrado bajo ese suelo. Recordó cómo solía tumbarse sobre la hierba, cómo estiraba esas maravillosas y largas piernas, y hablaba con ella de maravillas y misterios mientras Alma estudiaba los musgos. Sintió que Ambrose existía más en Filadelfia, más en sus recuerdos que aquí. No lograba imaginarse sus huesos pudriéndose bajo tierra. Ambrose no pertenecía a la tierra; pertenecía al aire. Casi no era un ser terrenal cuando vivía, pensó Alma. ¿Cómo iba a estar dentro de la tierra ahora?

—No nos sobraba madera para hacer un ataúd —dijo el reverendo Welles—, así que envolvimos al señor Pike en una tela nativa y lo enterramos en la quilla de una vieja canoa, como se hace aquí a veces. La carpintería es una labor ardua sin las herramientas apropiadas, ¿sabe?, y cuando los nativos obtienen madera de verdad prefieren no desperdiciarla en una tumba, así que debemos contentarnos con viejas canoas. Pero los nativos mostraron respeto con suma ternura a las creencias cristianas del señor Pike, ¿sabe? Orientaron la tumba de este a oeste, como ve, para que dé a la salida del sol, como todas las iglesias cristianas. Le tenían cariño, como le he dicho. Pido a Dios que muriera feliz. Fue el mejor de los hombres.

—¿Le pareció feliz el tiempo que vivió aquí, hermano Welles?

—Encontró muchas satisfacciones en esta isla, como todos aprendemos a hacer. ¡Estoy seguro de que deseaba más orquídeas, ya sabe! Tahití puede ser decepcionante, como ya le he dicho, para quienes vienen a estudiar la historia natural.

—¿Alguna vez el señor Pike le pareció atribulado? —se atrevió a insistir Alma.

—Las personas vienen a esta isla por muchas razones, hermana Whittaker. Mi mujer solía decir que les arrastra la marea, a estos extraños zarandeados, y la mayor parte del tiempo ¡ni saben dónde han acabado! Algunos parecen perfectos caballeros, pero más tarde descubrimos que eran reclusos en su país de origen. Por otra parte, ¿sabe?, otros eran perfectos caballeros allá en Europa, ¡pero vienen aquí a comportarse como reclusos! Uno nunca llega a conocer el estado del corazón de otro hombre.

No había respondido la pregunta.

¿Y Ambrose?, quiso preguntar. ¿Cuál era el estado de su corazón?

Se mordió la lengua.

Entonces, el reverendo Welles dijo, en ese tono alegre habitual:

—Aquí va a ver las tumbas de mis hijas, al otro lado de esa pared.

La frase enmudeció a Alma. No sabía que el reverendo Welles tenía hijas, mucho menos que hubieran muerto ahí.

—Son unas tumbitas de nada, ¿sabe? —dijo—, porque no vivieron mucho tiempo. Ninguna llegó a cumplir el año. Son Helen, Eleanor y Laura, a la izquierda. Penelope y Theodosia reposan junto a ellas, a la derecha.

Las cinco lápidas eran diminutas, más pequeñas que un ladrillo. Alma no encontró palabras que ofrecer como consuelo. Era lo más triste que había visto en la vida.

El reverendo Welles, al ver su gesto compungido, sonrió amable.

—Pero existe un consuelo. La hermana más joven, Christina, vive, ¿sabe? El Señor nos concedió una niña a quien logramos guiar a la vida, y vive aún. Vive en Cornualles, donde es madre de tres pequeños. La señora Welles está con ella. Mi esposa vive con nuestra hija, ¿sabe?, mientras yo vivo aquí, para hacer compañía a las difuntas. —Miró por encima del hombro de Alma—. ¡Ah, mire! ¡El frangipani está en flor! Deberíamos coger unas cuantas flores para la hermana Manu. Así puede adornar el sombrero para la ceremonia de esta noche. ¿A que le gustaría?

***

El reverendo Welles no dejaba de desconcertar a Alma. No había conocido a un hombre tan alegre, que se quejara tan poco, que hubiese perdido tanto y que viviera con tan poco. Con el tiempo, descubrió que ni siquiera tenía casa. Ninguna fare le pertenecía. Ese hombre dormía en la iglesia de la misión, en uno de los bancos. A menudo no tenía siquiera un ahu taoto con el que dormir. Como un gato, era capaz de conciliar el sueño en cualquier lugar. No tenía pertenencias salvo la Biblia… e incluso ese bien desaparecía durante semanas antes de que alguien la devolviera. No tenía ganado ni cuidaba una huerta. La pequeña canoa que le gustaba llevar al coral pertenecía a un muchacho de catorce años que se la prestaba, generosamente. No existía un prisionero, un monje o un mendigo en el mundo, pensó Alma, que tuviera menos que este hombre.

Pero no siempre había sido así, descubrió Alma. Francis Welles creció en Cornualles, en Falmouth, justo al lado del mar, en una familia numerosa de prósperos pescadores. Si bien no desveló a Alma los detalles de su juventud («¡No desearía que me tuviera en menos al saber las fechorías que cometí!»), indicó que había sido un tarambana. Un golpe en la cabeza lo llevó al Señor… o, al menos, así contó el reverendo Welles su conversión: una taberna, una pelea, «un botellazo en la mollera» y después… ¡la revelación!

A partir de ahí, se dedicó al saber y a una vida piadosa. No tardó en casarse con una muchacha llamada Edith, la culta y virtuosa hija de un pastor metodista del lugar. Gracias a Edith, aprendió a hablar, pensar y comportarse de un modo más respetuoso y honorable. Se aficionó a los libros y tuvo «todo tipo de pensamientos sublimes», como él mismo dijo. Pronto se ordenó. Joven y vulnerable a las ideas grandiosas, el nuevo reverendo Francis Welles y su esposa Edith presentaron una solicitud a la Sociedad Misionera de Londres, en la que pedían ser enviados a la más remota tierra de paganos, para llevar la palabra del Redentor. La Sociedad Misionera de Londres acogió de buen grado a Francis, pues no era habitual encontrar un hombre de Dios que fuese además un curtido y experto marino. Para este tipo de trabajo, no es recomendable un caballero de Cambridge de piel delicada.

El reverendo Francis y la señora Welles llegaron a Tahití en 1797, en el primer barco misionero que llegó a la isla, junto a otros quince evangélicos ingleses. Por aquel entonces, el dios de los tahitianos era representado por un trozo de madera de casi dos metros, envuelto en tapa y plumas rojas.

—Cuando desembarcamos —contó a Alma—, los nativos se maravillaron al ver nuestra vestimenta. Uno de ellos me quitó un zapato y, al ver mi calcetín, saltó hacia atrás, asustado. ¡Pensó que no tenía dedos en los pies! Bueno, pronto tampoco tuve zapatos, ya que se los llevó.

A Francis Welles le gustaron los tahitianos de inmediato. Le gustó su ingenio, dijo. Eran excelentes imitadores y les encantaba bromear. Le recordaban el humor y los juegos de los muelles de Falmouth. Le gustaba cómo, cada vez que se ponía un sombrero de paja, los niños le seguían gritando: «¡Tu cabeza es de paja! ¡Tu cabeza es de paja!».

Le gustaban los tahitianos, sí, pero no tuvo suerte al convertirlos.

—La Biblia nos enseña —dijo a Alma—: «Al oírme, me obedecen. Los extranjeros me rinden pleitesía». Bueno, hermana Whittaker, ¡tal vez era así hace dos mil años! Pero no era así cuando llegamos a Tahití. A pesar de su afabilidad, ¿sabe?, resistieron todos nuestros esfuerzos para convertirlos… ¡y con entusiasmo! ¡Ni siquiera con los niños tuvimos suerte! La señora Welles organizó una escuela para los pequeños, pero sus padres se quejaron: «¿Por qué retienen a mi hijo? ¿Qué riquezas va a ganar gracias a su Dios?». Lo maravilloso de nuestros estudiantes tahitianos, ¿sabe?, es lo buenos, amables y educados que eran. ¡El problema es que no les interesaba nuestro Señor! Solo se reían de la pobre señora Welles cuando intentaba enseñarles el catecismo.

La vida era muy dura para los primeros misioneros. El sufrimiento y la perplejidad atenazaron sus ambiciones. Su evangelio fue recibido con indiferencia o jocosidad. Dos miembros murieron el primer año. Los misioneros eran culpados por todas las calamidades que asolaban Tahití y no les atribuían ninguna de las bendiciones. Sus pertenencias se pudrieron, fueron comidas por ratas o robadas ante sus mismísimas narices. La esposa del reverendo Welles había traído un tesoro familiar desde Inglaterra: un reloj de cuco que daba las horas. La primera vez que los tahitianos oyeron el reloj, salieron corriendo, despavoridos. La segunda vez trajeron fruta al reloj y se inclinaron ante él, en súplica reverencial. La tercera vez lo robaron.

—Es difícil convertir a alguien —dijo el reverendo— a quien tu Dios le pica la curiosidad menos que tus tijeras. ¡Jajajá! Pero ¿cómo culparles por querer unas tijeras cuando nunca habían visto unas? ¿No parecerían un milagro unas tijeras en comparación con una daga hecha con dientes de tiburón?

Durante casi veinte años, supo Alma, ni el reverendo Welles ni nadie fue capaz de convencer a un solo tahitiano de unirse al cristianismo. En tanto que muchas islas de la Polinesia se volvían hacia el Dios verdadero con los brazos abiertos, Tahití siguió igual de tozuda. Amable, pero tozuda. Las islas Sandwich, las Navegadores, las Gambier, Hawai (¡incluso las temibles Marquesas!), todas habían acogido a Cristo, salvo Tahití. Qué encantadores y alegres eran los tahitianos, y qué obstinados. Sonreían, reían y bailaban, incapaces de abandonar su hedonismo. «Sus almas son de latón y hierro», se quejaban los ingleses.

Cansados y frustrados, algunos misioneros del grupo original regresaron a Londres, donde pronto se ganaron bien la vida contando sus aventuras en los Mares del Sur en conferencias y libros. Un misionero («mal aconsejado», dijo el reverendo Welles) fue expulsado de Tahití a punta de lanza por intentar desmantelar uno de los templos más sagrados de la isla, con el fin de construir un templo sobre las ruinas. En cuanto a los hombres de Dios que permanecieron en Tahití, algunos acabaron en otras actividades, más sencillas. Uno se convirtió en comerciante de mosquetes y pólvora. Otro abrió un hotel en Papeete y tomó no a una sino a dos nativas para mantenerle la cama caliente. Otro tipo (James, el tierno primo de Edith Welles) perdió la fe, se sumió en la desesperación, se hizo a la mar y no volvió a saberse de él.

Muertos, desterrados, vencidos o agotados, así fue como todos los misioneros acabaron, salvo Francis y Edith Welles, quienes permanecieron en la bahía de Matavai. Aprendieron tahitiano y vivieron sin comodidades. En los primeros años, Edith dio a luz a sus primeras hijas (Eleanor, Helen y Laura), quienes murieron, una tras otra, en la más tierna infancia. Aun así, los Welles no cedieron. Construyeron una pequeña iglesia, casi sin ayuda. El reverendo Welles ideó una manera de hacer cal con roca de coral blanqueada, cocinándola en un rudimentario horno hasta reducirla a polvo. Así la iglesia fue más acogedora. Hizo fuelles con piel de cabra y bambú. Intentó cultivar una huerta con tristes y húmedas semillas inglesas. («Al cabo de tres años de esfuerzo, al fin logramos producir una fresa —dijo a Alma—, y la dividimos entre nosotros, la señora Welles y yo. Ese sabor bastó para que mi buena esposa sollozara. No he logrado que crezca otra desde entonces. ¡Aunque a veces he sido bastante afortunado con los repollos!»). Adquirió, y posteriormente perdió por robo, un rebaño de cuatro vacas. Intentó cultivar café y tabaco y fracasó. Del mismo modo, con las patatas, el trigo y las uvas. Los cerdos de la misión prosperaron, pero ningún otro ganado se adaptó al clima.

La señora Welles enseñó inglés a los nativos de la bahía de Matavai, quienes le parecieron rápidos y diestros con el idioma. Enseñó a docenas de niños del lugar a leer y escribir. Algunos niños se mudaron a vivir con los Welles. Hubo un niño pequeño que progresó (en el espacio de dieciocho meses) del analfabetismo a ser capaz de leer el Nuevo Testamento, sin trastabillar en una sola palabra, pero el muchacho no se convirtió al cristianismo. Ninguno de ellos se convirtió.

El reverendo Welles dijo a Alma:

—A menudo me preguntaban los tahitianos: «¿Cuál es la prueba de tu dios?». Querían que hablase de milagros, hermana Whittaker. Querían pruebas de dones para quienes los merecieran, ¿sabe?, o castigos para los culpables. Un hombre que había perdido la pierna me pidió que le dijese a mi dios que le diera una pierna nueva. Le dije: «¿Dónde puedo encontrarte una pierna, en esta tierra o en cualquier otra?». ¡Jajajá! Yo no podía hacer milagros, ¿sabe?, así que no les impresioné demasiado. Vi preguntar a un joven muchacho tahitiano ante la tumba de su pequeña hermana: «¿Por qué el dios Jesús ha plantado a mi hermana en la tierra?». Quería que yo le pidiese al dios Jesús que levantara a esa niña de entre los muertos…, pero yo ni siquiera podía alzar a mis propias hijas de entre los muertos, así que ¿cómo iba a obrar tal maravilla? No pude ofrecer prueba alguna de Dios, hermana Whittaker, salvo lo que mi buena esposa, la señora Welles, llama la prueba interna. Sabía entonces y sé ahora lo que mi corazón siente que es cierto, ¿sabe?: sin el amor de nuestro Señor, yo sería un desgraciado. Es el único milagro del que tengo pruebas, y es suficiente milagro para mí. Para otros, tal vez no sea suficiente. No los culpo, ya que no pueden ver dentro de mi corazón. No pueden ver la oscuridad que una vez habitó ahí, ni qué la ha sustituido. Pero, hasta hoy, no tengo otro milagro que ofrecer, ¿sabe?, y es un milagro humilde.

Además, supo Alma, existía una gran confusión entre los nativos acerca de qué clase de dios era este dios de los ingleses y dónde vivía. Durante mucho tiempo, los nativos de la bahía de Matavai creyeron que la Biblia que el reverendo Welles llevaba consigo por todas partes era, de hecho, su dios.

—Les pareció muy desconcertante que llevase a mi dios bajo el brazo, con tan pocos miramientos, o que dejase a mi dios en la mesa, desprotegido, ¡o que a veces prestara mi dios a otros! Intenté explicarles que mi dios estaba en todas partes, ¿sabe? Querían saber: «Entonces, ¿por qué no lo veo?». Yo decía: «Porque mi dios es invisible», y ellos decían: «Entonces, ¿cómo sabes que no estás pisando a tu dios?», a lo que yo respondía: «De verdad, amigos, ¡a veces lo piso!».

La Sociedad Misionera de Londres no envió ningún tipo de ayuda. Durante casi diez años, el reverendo Welles no supo nada de Londres: no recibió instrucciones, ni apoyo, ni ánimos. Tomó la religión por su mano. Para empezar, comenzó a bautizar a quien quisiera ser bautizado. Esto iba en contra de las directrices de la Sociedad Misionera de Londres, que insistía en que nadie recibiera el bautismo a menos que fuera evidente que había renunciado a su viejos ídolos y hubiera aceptado al verdadero Redentor. Pero los tahitianos querían ser bautizados, porque era muy entretenido…, al mismo tiempo que querían conservar sus viejas creencias. El reverendo Welles se dio por vencido. Bautizó a cientos de no creyentes, así como medio creyentes.

—¿Quién soy yo para impedir que un hombre reciba el bautismo? —preguntó, para asombro de Alma—. La señora Welles no lo vio con buenos ojos, he de reconocerlo. Creía que los cristianos en potencia debían pasar una estricta prueba de sinceridad antes del bautismo, ¿sabe? Pero, en mi opinión, ¡eso era una Inquisición! Nuestros colegas de Londres deseaban que impusiéramos la uniformidad de la fe. Pero ¡si no existe siquiera una uniformidad de la fe entre la señora Welles y yo! Como dije en varias ocasiones a mi buena esposa: «Querida Edith, ¿hemos recorrido medio mundo solo para convertirnos en españoles?». Si un hombre quiere un chapuzón en el río, ¡le voy a dar un chapuzón en el río! Si un hombre se acerca al Señor, ¿sabe?, va a ser por voluntad del Señor, no por algo que haga o deje de hacer yo. Entonces, ¿a quién hace daño un bautismo? El hombre sale del río un poco más limpio de lo que entró, y quizás un poco más cerca del cielo también.

En algunos casos, confesó el reverendo Welles, bautizaba a la gente varias veces al año o docenas de veces seguidas. Sencillamente, no veía que tuviera nada de malo.

A lo largo de los siguientes años, los Welles tuvieron otras dos hijas: Penelope y Theodosia. Las sepultaron en la colina, para que descansaran junto a sus hermanas.

Llegaron a Tahití nuevos misioneros. Tendían a permanecer lejos de la bahía de Matavai y de las ideas peligrosamente liberales del reverendo Welles. Estos nuevos misioneros eran más estrictos con los nativos. Crearon códigos de ley contra el adulterio y la poligamia, contra el allanamiento y el no honrar el sabbath, contra el robo, el infanticidio y el catolicismo romano.

Mientras tanto, el reverendo Welles se iba apartando incluso más de las prácticas ortodoxas de las misiones. En 1810 tradujo la Biblia al tahitiano sin pedir permiso a Londres.

—No traduje la Biblia entera, ¿sabe?, solo las partes que pensé que disfrutarían los tahitianos. Mi versión es mucho más breve que la Biblia con la que usted está familiarizada, hermana Whittaker. Omití toda mención a Satanás, por ejemplo. He llegado a sentir que es mejor no hablar de Satanás abiertamente, ¿sabe?, pues, cuanto más oyen los tahitianos acerca del Príncipe de las Tinieblas, más respeto y admiración sienten por él. He visto a una joven casada arrodillada en mi iglesia orando sinceramente a Satanás para que su primer hijo fuese niño. Cuando intenté corregir esta triste inclinación, ella dijo: «Pero yo deseo ganarme el favor del dios a quien todos los cristianos temen». Así, desistí de volver a hablar de Satanás. Hay que saber adaptarse, señorita Whittaker. ¡Hay que saber adaptarse!

A la postre, la Sociedad Misionera de Londres supo de estas adaptaciones y, con gran enojo, exigió a los Welles que dejaran de predicar y regresaran a Inglaterra de inmediato. Pero la Sociedad Misionera de Londres estaba al otro lado del mundo, así que ¿cómo iba a obligarles? Entretanto, el reverendo Welles ya había dejado de predicar y permitía a la mujer llamada hermana Manu pronunciar los sermones, a pesar de que no había renunciado del todo a sus otros dioses. Pero le gustaba Jesucristo y hablaba de él de un modo muy elocuente. Esta noticia solo sirvió para indignar más a Londres.

—Pero, simplemente, no puedo satisfacer a la Sociedad Misionera de Londres —dijo a Alma, casi disculpándose—. Su ley se acaba en Inglaterra, como ve. No tienen ni idea de cómo son las cosas aquí. Aquí, solo respondo ante el Autor de todas nuestras bendiciones y siempre he creído que el Autor de todas nuestras bendiciones aprecia a la hermana Manu.

Aun así, ni un solo tahitiano se convirtió del todo al cristianismo hasta 1815, cuando el rey de Tahití, Pōmare, envió sus ídolos sagrados a un misionero británico de Papeete, junto a una carta, en inglés, en la cual afirmaba que deseaba que sus viejos dioses acabaran en la hoguera; al fin, quería convertirse en cristiano. Pōmare esperaba que esta decisión salvara a su pueblo, pues Tahití corría graves peligros. Con cada barco llegaban nuevas plagas. Familias enteras morían: de sarampión, de viruela y de las terribles enfermedades de la prostitución. Mientras que el capitán Cook calculó que la población de Tahití era de doscientas mil almas en 1772, en 1815 apenas quedaban ocho mil. Nadie estaba libre de la enfermedad: ni los jefes, ni los terratenientes, ni los pobres. El mismísimo hijo del rey murió de tisis.

Los tahitianos, como consecuencia, comenzaron a dudar de sus dioses. Cuando la muerte visita tantos hogares, todas las certezas se ponen en tela de juicio. A medida que los males se propagaban, así se propagaron los rumores de que el Dios de los ingleses castigaba a los tahitianos por haber rechazado a su hijo, Jesucristo. Este miedo preparó a los tahitianos para recibir al Señor y el rey Pōmare fue el primero en convertirse. Su primer acto como cristiano fue ofrecer un festín y comer delante de todo el mundo sin hacer primero una ofrenda a los viejos dioses. Las muchedumbres se reunieron en torno a su rey, despavoridas, convencidas de que caería muerto ante sus mismos ojos por la ira de las deidades. No cayó muerto.

Después de eso, todos ellos se convirtieron. Tahití, debilitada, humillada y diezmada, se volvió cristiana al fin.

—¿No tuvimos suerte? —dijo el reverendo Welles a Alma—. ¿Acaso no tuvimos suerte?

Lo dijo en el mismo tono alegre con que siempre hablaba. Eso era lo desconcertante acerca del reverendo Welles. Para Alma era imposible comprender qué se ocultaba tras ese eterno buen humor, si es que se ocultaba algo. ¿Era un cínico? ¿Era un herético? ¿Era tonto? ¿Era su inocencia ensayada o natural? Uno nunca lo sabría por su expresión, siempre bañada en la luz clara de la ingenuidad. Tenía un rostro tan cándido que avergonzaba al sospechoso, al codicioso, al cruel. Era un rostro que avergonzaría a un mentiroso. Era un rostro que a veces avergonzaba a Alma, pues no había sido sincera con él acerca de sus motivos ni de su historia. A veces, quería tomar esa mano pequeñita con la suya gigantesca y (renunciando a los respetables títulos de hermano Welles y hermana Whittaker) decirle, sin más: «No he sido franca contigo, Francis. Deja que te cuente mi historia. Deja que te hable de mi marido y de nuestro tortuoso matrimonio. Por favor, ayúdame a comprender quién fue Ambrose. Por favor, dime lo que sepas de él y, por favor, dime lo que sabes acerca del Muchacho».

Pero no lo hizo. Él era un pastor del Señor y un cristiano respetable y casado. ¿Cómo hablarle de esas cosas?

No obstante, el reverendo Welles contó a Alma toda su historia, sin reservarse casi nada. Le contó que, tan solo unos pocos años después de la conversión del rey Pōmare, la señora Welles y él, inesperadamente, tuvieron otra niña. Esta vez, la niña vivió. La señora Welles lo vio como una señal de la aprobación del Señor: los Welles habían ayudado a cristianizar Tahití. Así pues, llamaron a la niña Christina. Durante esta época, la familia vivía en la casa más bonita del asentamiento, al lado de la iglesia, en la misma casa donde ahora vivía la hermana Manu, y eran felices, sin duda. La señora Welles y su hija cultivaron bocas de dragón y espuelas de caballero y convirtieron el lugar en un jardincito inglés. La niña aprendió a nadar antes que a caminar, como los otros niños de la isla.

—Christina fue mi alegría y mi recompensa —dijo el reverendo Welles—. Pero Tahití no es lugar, o eso creía mi esposa, para criar a una niña inglesa. Hay muchas influencias contaminantes, ¿sabe? Yo no estoy de acuerdo, pero es lo que pensaba la señora Welles. Cuando Christina se convirtió en mujer, la señora Welles la llevó a Inglaterra. No las he visto desde entonces. No las voy a volver a ver.

A Alma no solo le pareció solitario ese destino, sino terriblemente injusto. Ningún buen inglés, pensó, debía quedarse aquí, solo, en medio de los Mares del Sur, para enfrentarse a la vejez en soledad. Pensó en los últimos años de su padre: ¿qué habría hecho sin Alma?

Como si leyese su expresión, el reverendo Welles dijo:

—Añoro a mi buena esposa y a Christina, pero no he carecido por completo de la compañía familiar. Considero a la hermana Manu y a la hermana Etini como hermanas no solo de nombre. En nuestra escuela, también, hemos tenido la suerte, en el transcurso de los años, de haber tenido varios estudiantes inteligentes y de buen corazón, a quienes considero mis hijos, y algunos de ellos son ahora misioneros, como ve. Ahora predican en las islas exteriores, estos estudiantes nativos nuestros. Está Tamatoa Mare, quien lleva el Evangelio a la gran isla de Raiatea. Está Patii, quien extiende el Reino del Redentor a la isla de Huanhine. Está Paumoana, incansable en el nombre del Señor en Bora Bora. Todos ellos son mis hijos y a todos ellos admiro. Hay algo en Tahití llamado taio, como ve, una especie de adopción, un modo de convertir a los extraños en parte de tu familia. Cuando entras en taio con un nativo, se intercambian la genealogía, como ve, y se convierte en una parte del linaje del otro. El linaje es de suma importancia aquí. Hay tahitianos capaces de recitar treinta generaciones de su linaje…, lo cual no es diferente a esos «engendró» de la Biblia, como ve. Entrar en un linaje es un noble honor. Así que tengo a mis hijos tahitianos conmigo, por así decirlo, que viven en estas islas y son un consuelo para este anciano.

—Pero no están con usted —no pudo evitar decir Alma. Sabía lo lejos que estaba Bora Bora—. No están aquí para ayudarlo, ni para asistirlo en caso de necesidad.

—Dice la verdad, pero es un consuelo saber que existen. Cree que mi vida es muy triste, me temo. No se equivoque. Vivo donde he de vivir. No podría dejar esta misión, ¿sabe? El trabajo que hago aquí no es un encargo, hermana Whittaker. El trabajo que hago aquí no es un empleo, ¿sabe?, gracias al cual pueda retirarme a chochear plácidamente. Mi trabajo consiste en mantener viva esta pequeña iglesia por el resto de mis días, como una balsa contra los vientos y los pesares del mundo. Quienquiera que desee subir a mi balsa es bienvenido. No obligo a nadie a subir, ¿sabe?, pero ¿cómo iba yo a abandonar esta balsa? Mi buena esposa me acusa de ser mejor cristiano que misionero. ¡Tal vez esté en lo cierto! No estoy seguro de haber convertido a nadie. Aun así, esta iglesia es mi labor, hermana Whittaker, y por eso debo quedarme.

Tenía setenta y siete años, supo Alma.

Había estado más tiempo en la bahía de Matavai que ella en el mundo.