Lo primero que Alma vio de Tahití, desde la cubierta del ballenero, fueron unas cumbres escarpadas que se alzaban contra el cielo azul sin nubes. Se acababa de despertar en esa hermosa mañana y caminó a la cubierta para contemplar el mundo. No esperaba ver lo que vio. Tahití dejó a Alma sin respiración; no por su hermosura, sino por su extrañeza. Había oído historias, toda su vida, acerca de esta isla, y había visto dibujos y pinturas, pero no tenía ni idea de que fuera un lugar tan alto, tan extraordinario. Esas montañas no tenían nada en común con las colinas de Pensilvania; verdosas y salvajes, eran de pendientes espeluznantes, de picos imponentes, de un verde cegador. Sin duda, todo el lugar estaba cubierto de un verde excesivo. Incluso en las playas, todo era desmesurado y verde. Los cocoteros daban la impresión de crecer en la misma agua.
La turbaba. Aquí estaba, en medio de ninguna parte, a medio camino entre Australia y Perú, y no podía evitar preguntarse: «¿Por qué hay una isla aquí?». Tahití parecía una extraña interrupción de la llanura masiva y sin fin del Pacífico, una catedral inquietante y arbitraria que se alzaba desde el centro del mar, sin ningún motivo en absoluto. Esperaba ver una especie de paraíso, pues así era como Tahití se describía siempre. Esperaba quedar abrumada por su belleza, sentirse como si hubiera caído en el Edén. ¿Acaso Bougainville no había llamado a Tahití La Nouvelle Cythère, como la isla donde nació Afrodita? Pero la primera reacción de Alma, para ser sinceros, fue el temor. En esta brillante mañana, en este tiempo ventoso, frente a la repentina aparición de esta célebre utopía, Alma no percibió más que una sensación de amenaza. Se preguntó: «¿Qué habrá pensado Ambrose de todo esto?». No quería quedarse sola aquí.
Pero ¿adónde ir si no?
El barco, un viejo caballo amaestrado, se deslizó sin percances en el puerto de Papeete, mientras aves marinas de una docena de variedades giraban en torno a los mástiles, tan rápido que Alma no podía contarlas ni identificarlas. Alma y su equipaje acabaron en un embarcadero ajetreado y colorido. El capitán Terrence, muy amablemente, fue a intentar alquilar un carruaje para que llevara a Alma a la misión de la bahía de Matavai.
Al cabo de varios meses de travesía, las piernas de Alma vacilaban y los nervios casi se apoderaron de ella. A su alrededor vio todo tipo de gente: marinos y oficiales de marina y comerciantes, y alguien con zuecos, que tal vez fuera un mercader holandés. Vio a un par de vendedores chinos de perlas, ante los que esperaban largas colas. Vio a nativos y medio nativos y quién sabe qué más. Vio un fornido tahitiano que llevaba una chaqueta naval, a todas luces adquirida de un marino británico, pero no llevaba pantalones, sino una falda de hierbas y un desconcertante pecho desnudo bajo la chaqueta. Vio a mujeres nativas vestidas con toda clase de atuendos. Algunas de las más ancianas lucían con descaro los pechos, mientras que las más jóvenes tendían a vestir con largos vestidos similares a camisones, con el pelo recogido en trenzas recatadas. Esas se acababan de convertir al cristianismo, supuso. Vio una mujer envuelta en lo que parecía ser un mantel, que calzaba unos zapatos de hombre, europeos, de cuero, demasiado grandes para ella, mientras vendía frutas desconocidas. Vio a un tipo con un atuendo fantástico: unos pantalones europeos a modo de chaqueta y una corona de hojas en la cabeza. Le pareció una visión extraordinaria, pero nadie más le prestaba atención.
Los nativos eran más corpulentos que las personas a las que Alma estaba acostumbrada. Algunas de las mujeres eran tan altas como la propia Alma. Los hombres eran incluso más altos. La piel era de cobre bruñido. Algunos hombres tenían el pelo largo y un aspecto amenazador; otros lo tenían corto y parecían civilizados.
Alma vio a un triste grupo de prostitutas que salió corriendo hacia los marinos del Elliot con sugerencias inmediatas y descaradas, en cuanto los hombres pusieron pie en el muelle. Las mujeres llevaban el pelo suelto y esas ondas de negro brillante les llegaban a la cintura. De espaldas, todas eran iguales. De frente, se notaban las diferencias de edad y belleza. Alma miró el inicio de las negociaciones. Se preguntó cuánto costaba algo así. Se preguntó qué ofrecían las mujeres en concreto. Se preguntó cuánto duraban esas transacciones y dónde tenían lugar. Se preguntó dónde irían los marinos que quisieran adquirir muchachos en vez de mujeres. En el muelle no había ni rastro de ese tipo de intercambio. Probablemente, ocurría en un lugar más discreto.
Vio niños y bebés de toda índole: con o sin ropa, dentro o fuera del agua, cerca y lejos de ella. Los niños se movían como bancos de peces o bandadas de pájaros, y cada decisión conllevaba un acuerdo colectivo e inmediato: «Ahora, ¡a saltar! Ahora, ¡a correr! Ahora, ¡a mendigar! Ahora, ¡a burlarnos de alguien!». Vio a un anciano cuya pierna hinchada era el doble de grande de lo normal. Tenía los ojos blancos por la ceguera. Vio carruajes diminutos, tirados por los ponis más pequeños y tristes imaginables. Vio un pequeño grupo de perros pintos jugando entre ellos en la sombra. Vio tres marinos franceses, del brazo, cantando lujuriosos, ya borrachos en esta hermosa mañana. Vio los anuncios de un billar y, qué sorpresa, de una imprenta. La tierra sólida oscilaba bajo sus pies. Hacía calor bajo el sol.
Un precioso gallo negro vio a Alma y marchó hacia ella pavoneándose, como si fuera un emisario enviado a darle la bienvenida. Era tan digno que a Alma no le habría sorprendido que luciera una banda ceremonial en el pecho. El gallo se detuvo frente a ella, autoritario y atento. Alma casi esperó que hablara o le pidiera sus documentos. Sin saber qué más hacer, bajó la mano y acarició el majestuoso pájaro, como si fuera un perro. Asombrosamente, el gallo lo consintió. Alma lo acarició un poco más y el gallo cloqueó, muy satisfecho. A la postre, el gallo se acomodó a los pies de Alma y se acicaló las plumas, en reposo. Mostraba todos los indicios de que todo había salido exactamente según el plan. Este sencillo intercambio reconfortó a Alma. El sosiego y la seguridad del gallo la ayudaron a tranquilizarse.
Así, los dos (el ave y la mujer) esperaron juntos en el muelle, en silencio, lo que sucediera a continuación.
***
Había más de diez kilómetros entre Papeete y la bahía de Matavai. Alma se apiadó tanto de los pobres ponis que debían arrastrar su equipaje, que bajó del carruaje y caminó a su lado. Era una delicia volver a usar las piernas al cabo de tantos meses atrapada en el mar. El camino era precioso y estaba sombreado por una celosía de palmeras y árboles del pan. Para Alma, el paisaje era al mismo tiempo familiar y desconcertante. Reconoció muchas variedades de palmeras por los invernaderos de su padre, pero otras eran misteriosas combinaciones de hojas plateadas y áspera corteza. Como solo había visto palmeras dentro de los invernaderos, Alma se dio cuenta de que nunca antes las había oído. El sonido del viento entre las frondas era como un susurro de seda. A veces, con las ráfagas de viento más fuertes, los troncos crujían como puertas viejas. Qué ruidosas y llenas de vida. En cuanto a los árboles del pan, eran más grandiosos y elegantes de lo que se habría imaginado. Se parecían a los olmos de su tierra: brillantes y magnánimos.
El conductor del carruaje (un tahitiano viejo de inquietantes tatuajes en la espalda y de pecho aceitoso) se quedó perplejo al comprobar que Alma tenía ganas de hablar. Parecía temer que eso implicara que no le iba a pagar. Para tranquilizarlo, Alma intentó pagar a medio camino, lo cual solo causó más confusión. El capitán Terrence había negociado el precio de antemano, pero ese acuerdo parecía ahora nulo. Alma le ofreció pagar con monedas estadounidenses, pero el hombre intentó devolverle el cambio con un puñado de sucias piastras españolas y pesos bolivianos. Alma no logró comprender cómo calculaba ese cambio de divisas, hasta que entendió que el hombre canjeaba sus monedas, viejas y deslucidas, por las de Alma, nuevas y brillantes.
La dejó a la sombra de un platanar, en medio de la misión de la bahía de Matavai. El conductor dejó el equipaje apilado en una ordenada pirámide; tenía el mismo aspecto que siete meses antes, frente a la cochera de White Acre. Una vez a solas, Alma se fijó en su entorno. Era una ubicación bastante agradable, pensó, más modesta de lo que esperaba. La iglesia de la misión era una estructura humilde y pequeña, encalada y con techo de paja, rodeada por un grupo de casitas también encaladas y con techos de paja. En conjunto, aquí no habría más que unas pocas docenas de habitantes.
La comunidad se alzaba a orillas de un riachuelo que daba al mar. El río seccionaba la playa, larga y curvada, de arena volcánica densa y negra. Debido al color de la arena, el agua de la bahía no era de ese turquesa brillante que se asocia con los Mares del Sur; en su lugar, era una ensenada de tinta, majestuosa y pesada. Un arrecife de unos trescientos metros mantenía las olas bastante tranquilas. Incluso desde esta distancia, Alma oía las olas rompiendo contra ese arrecife lejano. Tomó un puñado de arena (del color del hollín) y la dejó escapar entre los dedos. Era como un terciopelo cálido y le dejó los dedos limpios.
—Bahía de Matavai —dijo en voz alta.
Apenas podía creer que estaba aquí. Todos los grandes exploradores del siglo anterior habían estado aquí. Wallis había estado aquí, y Vancouver, y Bougainville. El capitán Bligh había acampado durante seis meses en esta misma playa. Para Alma, lo más impresionante era que en esta misma playa el capitán Cook desembarcó en Tahití por primera vez, en 1769. A la izquierda de Alma, a escasa distancia, se encontraba el gran promontorio donde Cook había observado el tránsito de Venus: ese movimiento crucial de un pequeño disco negro a lo largo del Sol, para ser testigo de lo cual Cook había recorrido el mundo. A la derecha de Alma, ese agradable riachuelo señaló antaño la última frontera de la historia entre los tahitianos y los británicos. Justo tras la llegada de Cook, los dos pueblos se situaron a cada orilla de este arroyo, contemplándose con curiosidad y recelo durante varias horas. Los tahitianos pensaban que los británicos habían zarpado del cielo y que esas embarcaciones enormes e impresionantes eran fragmentos de islas (motus) caídos desde las estrellas. Los ingleses trataban de averiguar si estos indios serían agresivos o peligrosos. Las tahitianas se acercaron a la orilla misma del río y se burlaron de los marinos ingleses con bailes juguetones y provocativos. «No parece haber peligro aquí», pensó el capitán Cook, y dejó que sus hombres acudieran junto a las mujeres. Los marinos regalaron clavos de hierro a cambio de los favores sexuales de las mujeres. Las mujeres cogieron los clavos y los plantaron en la tierra, con la esperanza de que creciera más de este hierro precioso, al igual que un árbol crecía de una ramita.
El padre de Alma no estuvo ahí, no en ese viaje. Henry Whittaker llegó a Tahití ocho años más tarde, durante el tercer viaje de Cook, en agosto de 1777. A estas alturas, los ingleses y los tahitianos se habían acostumbrado los unos a los otros… y se llevaban bien, además. Algunos marinos británicos incluso tenían esposas isleñas esperándoles entre las mujeres, así como hijos isleños. Los tahitianos llamaron «Toote» al capitán Cook, ya que eran incapaces de pronunciar su nombre. Alma sabía todo esto gracias a las historias de su padre, historias que no había recordado durante décadas. Las recordó ahora, todas. Su padre se bañó en este mismo río en su juventud. Desde aquella época, los misioneros comenzaron a usarlo para celebrar bautizos.
No sabía bien qué hacer a continuación. No había nadie a la vista, con la excepción de un niño que jugaba solo en el río. No tendría más de tres años, estaba desnudo por completo y actuaba con total confianza a pesar de estar desatendido en el agua. Alma no quería dejar el equipaje, así que se sentó encima de sus pertenencias y esperó a que apareciese alguien. Tenía muchísima sed. Había estado demasiado emocionada esa mañana para desayunar en el barco, así que tenía hambre también.
Al cabo de un largo rato, una corpulenta tahitiana, ataviada con un sombrero blanco y un vestido largo y discreto, apareció junto a una de las casitas más distantes, con una azada. Se detuvo cuando vio a Alma. Alma se levantó y se estiró el vestido.
—Bonjour —exclamó Alma. Oficialmente, Tahití pertenecía ahora a Francia; Alma imaginó que el francés sería su mejor opción.
La mujer le ofreció una hermosa sonrisa.
—¡Aquí hablamos inglés! —exclamó en inglés, como respuesta.
Alma quiso acercarse para no tener que hablar a gritos, pero, absurdamente, se sentía atada al equipaje.
—¡Estoy buscando al reverendo Francis Welles! —vociferó.
—¡Hoy está en el corral! —vociferó a su vez la mujer, de buen humor, y prosiguió su camino hacia Papeete, dejando a Alma a solas con sus baúles.
¿El corral? ¿Tenían ganado por estos lares? En ese caso, Alma no había visto ni olido rastro de los animales. ¿Qué habría querido decir la mujer?
Durante las horas siguientes, unos cuantos tahitianos caminaron frente a Alma y su pila de cajas y baúles. Todos eran amables, si bien no parecían demasiado intrigados por su presencia, y ninguno habló con ella mucho tiempo. Todos reiteraron la misma información: el reverendo Francis Welles pasaba el día en el corral. ¿Y a qué hora volvería del corral? Nadie lo sabía. Antes de que cayera la noche, le deseaban todos.
Unos cuantos muchachos se reunieron en torno a Alma y jugaron a tirar guijarros al equipaje y a veces a sus pies, hasta que una mujer madura y corpulenta, con cara de pocos amigos, los echó, y los muchachos salieron corriendo a jugar al río. A medida que avanzaba el día, algunos hombres con pequeñas cañas de pescar pasaron ante Alma y se dirigieron al mar. Con el agua al cuello en esa marea tranquila, echaban sus redes. La sed y el hambre ya eran apremiantes. Aun así, Alma no osó apartarse de su equipaje.
El anochecer llega rápido en los trópicos. Alma lo sabía gracias a los meses pasados en el mar. Las sombras crecieron. Los niños salieron corriendo del río y volvieron a sus casas. Alma observó el sol, que descendía veloz sobre las altas montañas de la isla de Morea, al otro lado de la bahía. Comenzó a sentir pánico. ¿Dónde dormiría por la noche? Los mosquitos revoloteaban en torno a su cabeza. Ya era invisible para los tahitianos. Se dedicaban a sus asuntos en torno a ella, como si Alma y su equipaje fueran un mojón que llevaba en la playa desde los albores de la historia. Esa noche las gaviotas surgieron de entre los árboles para cazar. La luz incendió el agua con llamas deslumbrantes procedentes del sol poniente.
Entonces, Alma vio algo en el agua, algo que se dirigía hacia la playa. Era una piragua, pequeña y estrecha. Se hizo sombra con la mano y miró contra la luz reflejada del sol, intentando discernir qué eran esas siluetas. No, era solo una silueta, comprendió, y esa silueta remaba con gran energía. La piragua se lanzó a la playa con una fuerza notable (una pequeña flecha de impulso perfecto) y de ella salió un elfo. O esa fue la primera idea de Alma: «¡He ahí un elfo!». Al mirarlo con más detenimiento, sin embargo, el elfo resultó ser un hombre, con una corona salvaje de pelo cano y una barba encrespada a juego. Era diminuto, de piernas arqueadas y ágil, y tiró de la piragua por la playa con una fuerza sorprendente para alguien tan bajito.
—¿Reverendo Welles? —gritó Alma esperanzada, moviendo los brazos en un gesto que carecía de toda dignidad.
El hombre se aproximó. Resultaba difícil decir qué era más notable en él: su minúscula estatura o su delgadez. Era de la mitad del tamaño de Alma: tenía cuerpo de niño, y un niño esquelético. Era de mejillas hundidas y hombros puntiagudos bajo la camisa. Sostenía los pantalones en la cintura con un cordel. La barba le llegaba al pecho. Vestía unas sandalias extrañas, también hechas de cordel. No llevaba sombrero y su rostro estaba muy quemado por el sol. Su ropa no estaba reducida a harapos, pero casi. Parecía una pequeña sombrilla rota. Parecía un náufrago anciano, en miniatura.
—¿Reverendo Welles? —preguntó de nuevo, dubitativa, mientras el hombre se acercaba.
Él alzó la vista para mirarla (la alzó mucho) con unos ojos azules, brillantes y sinceros.
—Soy el reverendo Welles —dijo—. ¡Al menos, creo que lo sigo siendo!
Hablaba con un acento británico indefinido, ligero y cortante.
—Reverendo Welles, me llamo Alma Whittaker. Espero que haya recibido mi carta.
El reverendo Welles inclinó la cabeza: como un pájaro, interesado y despreocupado.
—¿Su carta?
Era justo lo que había temido. Nadie la esperaba. Respiró hondo y trató de encontrar la mejor manera de explicarse.
—He venido de visita, reverendo Welles, y tal vez a quedarme un tiempo…, como puede ver. —Alma señaló la pirámide de equipaje con un gesto de disculpa—. Me interesa la botánica y me gustaría estudiar las plantas nativas. Sé que usted también se dedica un poco al naturalismo. Vengo de Filadelfia, en los Estados Unidos. También he venido a supervisar la plantación de vainilla que posee mi familia. Mi padre era Henry Whittaker.
El hombre alzó las cejas canas.
—¿Su padre era Henry Whittaker, dice? —preguntó—. ¿Es que ese buen hombre ha fallecido?
—Me temo que sí, reverendo Welles. El año pasado.
—Lamento oírlo. Que el Señor lo acoja en su seno. Trabajé para su padre a lo largo de los años, ¿sabe?, dentro de mis posibilidades. Le vendí muchos ejemplares, por los cuales tuvo la amabilidad de pagarme bien. No llegué a conocer a su padre, ¿sabe?, pero trabajé con su emisario, el señor Yancey. Siempre fue un hombre generoso y recto, su buen padre. Muchas veces, a lo largo de los años, las ganancias del señor Whittaker ayudaron a salvar este pequeño asentamiento. No podemos confiar siempre en que la Sociedad Misionera de Londres venga al rescate, ¿cierto? Pero siempre hemos podido confiar en el señor Yancey y el señor Whittaker, ¿sabe? Dígame: ¿conoce al señor Yancey?
—Lo conozco bien, reverendo Welles. Lo he conocido toda mi vida. Fue él quien organizó mi viaje.
—¡Claro que sí! Claro que lo conoce. En ese caso, sabe que es un buen hombre.
Alma no habría sabido decir si se le habría ocurrido tildar a Dick Yancey de ser un buen hombre, pero asintió de todos modos. Asimismo, nunca había oído que describieran a su padre como generoso, recto o amable. Necesitaría un tiempo para acostumbrarse a esas palabras. Recordó a un hombre en Filadelfia que una vez llamó a su padre «bípedo de presa». ¡Cómo se sorprendería ese hombre ahora al saber lo bien considerado que estaba ese bípedo aquí, en medio de los Mares del Sur! Esa idea hizo sonreír a Alma.
—Será un gran placer mostrarle la plantación de vainilla —prosiguió el reverendo Welles—. Un nativo de nuestra misión ha asumido la gestión, desde la pérdida del señor Pike. ¿Conoció a Ambrose Pike?
A Alma le dio un vuelco el corazón, pero no cambió de expresión.
—Sí, lo conocí un poco. Yo trabajaba estrechamente con mi padre, reverendo Welles, y fuimos los dos, de hecho, quienes decidimos enviar al señor Pike a Tahití.
Meses atrás, incluso antes de salir de Filadelfia, Alma había decidido que no revelaría a nadie en Tahití su relación con Ambrose. Durante todo su viaje, fue la «señorita Whittaker», y consintió con que la consideraran una solterona. En cierto sentido, por supuesto, era una solterona. Nadie sensato habría considerado su matrimonio con Ambrose un matrimonio de verdad. Además, sin duda tenía el aspecto de una solterona… y Alma se sentía así. Por lo general, no le gustaba contar mentiras, pero había venido hasta aquí para reconstruir la historia de Ambrose Pike y dudaba que alguien fuera sincero con ella de saber que Ambrose había sido su marido. Suponiendo que Ambrose respetara su ruego y no le hubiera hablado a nadie de su matrimonio, Alma creía que nadie sospecharía de un vínculo entre ellos, aparte del hecho de que el señor Pike fue empleado de su padre. En cuanto a Alma, no era más que una naturalista viajera y la hija de un importador botánico y magnate farmacéutico muy famoso; a nadie debía extrañar que viniera a Tahití por sus propios motivos: estudiar el musgo y supervisar la plantación de vainilla de su familia.
—Bueno, cuánto echamos en falta al señor Pike —dijo el reverendo Welles, con una dulce sonrisa—. Tal vez yo sea quien más lo echa en falta. Su muerte fue una pérdida terrible para nuestro pequeño asentamiento, ¿sabe? Ojalá todos los que vengan aquí den tan buen ejemplo a los nativos como el señor Pike, que fue amigo de los huérfanos y los caídos y enemigo del rencor y la crueldad, y ese tipo de cosas, ¿sabe? Era un hombre amable ese señor Pike. Lo admiraba, ¿sabe?, porque sentía que era capaz de enseñar a los nativos (a diferencia de tantos cristianos) cómo debería ser el verdadero temperamento cristiano. La conducta de tantos otros cristianos que nos visitan, ¿sabe?, no siempre parece calculada para aumentar la estima de nuestra religión a ojos de esta gente sencilla. Pero el señor Pike era un modelo de bondad. Es más, tenía un don para entablar amistad con los nativos que rara vez he visto. Hablaba con todo el mundo de manera sencilla y generosa, ¿sabe? No siempre se hace así, me temo, entre los hombres que vienen de lejos a esta isla. Tahití puede ser un paraíso peligroso, ¿sabe? Para quienes están acostumbrados a, digamos, el paisaje moral más riguroso de la sociedad europea, esta isla y su pueblo representan tentaciones difíciles de resistir. Los visitantes se aprovechan, ¿sabe? Incluso los misioneros, lamento decirlo, a veces explotan a esta gente, que son un pueblo infantil e inocente, ¿sabe?, si bien, con la ayuda del Señor, intentamos enseñarles a que se defiendan mejor. El señor Pike no era de esos, de los que se aprovechan, ¿sabe?
Alma se quedó boquiabierta. Fue el discurso de presentación más notable que había oído jamás (salvo, quizá, el del día que conoció a Retta Snow). El reverendo Welles ni siquiera inquirió por qué Alma Whittaker había venido desde Filadelfia para sentarse sobre una pila de cajas y baúles en medio de su misión, y aquí estaba, ¡hablando ya de Ambrose Pike! Alma no se lo había esperado. Tampoco esperaba que su marido, con esa maleta llena de dibujos secretos y obscenos, fuese elogiado con tal pasión como ejemplo moral.
—Sí, reverendo Welles —atinó a decir.
Sorprendentemente, el reverendo Welles se explayó aún más sobre el tema:
—Además, ¿sabe?, llegué a querer al señor Pike como al más preciado amigo. No se puede imaginar el consuelo de un compañero inteligente en un lugar tan solitario como este. En verdad caminaría muchos kilómetros para ver su rostro o para agarrar su mano en un gesto amistoso una vez más, si fuera posible…, pero tal milagro no sucederá mientras yo respire, ¿sabe?, pues el señor Pike ha recibido el llamado del paraíso, señorita Whittaker, y nosotros nos hemos quedado aquí, solos.
—Sí, reverendo Welles —dijo Alma de nuevo. ¿Qué más podía decir?
—Puede llamarme hermano Welles —dijo—, si no le molesta que la llame hermana Whittaker.
—Cómo no, hermano Welles —dijo Alma.
—Ahora puede unirse a nosotros en la oración vespertina, hermana Whittaker. Tenemos un poco de prisa, como ve. Vamos a empezar más tarde que de costumbre, ya que he pasado el día en el coral, ¿sabe?, y he perdido la noción del tiempo.
Ah, pensó Alma: el coral. ¡Por supuesto! Había pasado el día en el mar, en los arrecifes de coral, no cuidando ganado.
—Gracias —dijo Alma. Volvió a mirar el equipaje y dudó—. Me pregunto dónde podría guardar mis cosas mientras tanto, para que estén seguras. En mi carta, hermano Welles, preguntaba si podría quedarme en el asentamiento por un tiempo. Estudio el musgo, ¿sabe?, y tenía la esperanza de explorar la isla… —Alma se quedó sin palabras, desconcertada por esos ojos azules y francos que la miraban.
—¡Sin duda! —dijo. Alma esperó a que dijera algo más, pero no lo hizo. ¡Qué pocas preguntas hacía! No le habría inquietado menos su presencia ni aunque hubieran planeado este encuentro durante diez años.
—Dispongo de una holgada suma de dinero —dijo Alma, incómoda— que podría ofrecer a la misión a cambio de alojamiento…
—¡Sin duda! —afirmó alegremente, una vez más.
—Aún no he decidido cuánto tiempo voy a quedarme… Me esforzaré en no ser una molestia… No espero comodidades… —Se volvió a quedar sin palabras. Estaba respondiendo las preguntas que él no hacía. Con el tiempo, Alma aprendería que el reverendo Welles nunca hacía preguntas, pero en ese momento le pareció extraordinario.
—¡Sin duda! —dijo él, por tercera vez—. Ahora venga con nosotros a la oración vespertina, hermana Whittaker.
—Sin duda —dijo Alma, y se dio por vencida.
La guio lejos del equipaje (lejos de todo lo que poseía y todo lo que era precioso para ella) y caminó hacia la iglesia. Alma no pudo por menos que seguirlo.
***
La capilla no medía más de seis metros de ancho. Había unas filas de bancos sencillos y las paredes, limpias y relucientes, estaban encaladas. Cuatro faroles de aceite de ballena bañaban el lugar en una luz tenue. Alma contó dieciocho fieles, todos ellos nativos de Tahití. Once mujeres y siete hombres. En la medida de lo posible (no deseaba ser grosera), Alma examinó la cara de los hombres. Ninguno de ellos era el Muchacho de los dibujos de Ambrose. Los hombres vestían con sencillez, a la usanza europea, pantalones y camisa, y las mujeres llevaban esos vestidos largos y holgados que Alma había visto por doquier desde su llegada. Casi todas las mujeres llevaban sombrero, pero una (Alma reconoció en ella a esa señora con cara de pocos amigos que había espantado a los muchachos) llevaba un sombrero de paja de ala ancha, con un complejo surtido de flores frescas.
Lo que siguió fue la misa más inusual que Alma había presenciado, y con diferencia la más corta. Primero, cantaron un himno en tahitiano, si bien nadie tenía un himnario. La música sonaba extraña a los oídos de Alma: disonante y aguda, con voces superpuestas en pautas que no podía seguir, sin acompañamiento, salvo un solitario tambor, que tocaba un muchacho de unos catorce años. El ritmo del tambor era ajeno al de las voces, o así se lo pareció a Alma. Las voces de las mujeres se alzaron en gritos desgarradores sobre los cantos de los hombres. Alma no halló ninguna melodía oculta en esa extraña música. Siguió escuchando, a la espera de una palabra familiar (Jesús, Cristo, Dios, Señor, Jehová), pero nada era reconocible. Se sentía cohibida, ahí sentada, en silencio, mientras las otras mujeres cantaban a voz en grito. No tenía nada que aportar a ese evento.
Una vez terminada la canción, Alma esperaba que el reverendo Welles pronunciaría un sermón, pero el reverendo siguió sentado, la cabeza gacha, rezando. Ni siquiera alzó la vista cuando esa corpulenta tahitiana con flores en el sombrero se levantó y se acercó al sencillo púlpito. La mujer leyó, brevemente, en inglés, del Evangelio de Mateo. A Alma le maravilló que esta mujer supiera leer, y en inglés, además. Si bien Alma nunca había sido muy dada a la oración, halló consuelo en esas palabras familiares. Bienaventurados los pobres, los humildes, los misericordiosos, los limpios de corazón, los vituperados y los perseguidos. Bienaventurados, bienaventurados, bienaventurados. Cuántas bienaventuranzas, expresadas con tanta generosidad.
Entonces la mujer cerró la Biblia y (hablando aún en inglés) pronunció a voces un sermón breve e insólito.
—¡Hemos nacido! —gritó—. ¡Gateamos! ¡Caminamos! ¡Nadamos! ¡Trabajamos! ¡Damos hijos! ¡Envejecemos! ¡Caminamos con un bastón! ¡Pero solo en Dios hay paz!
—¡Paz! —dijeron los fieles.
—Si volamos al cielo, ¡Dios está ahí! Si surcamos los mares, ¡Dios está ahí! Si recorremos la tierra, ¡Dios está ahí!
—¡Ahí! —dijeron los fieles.
La mujer extendió los brazos y abrió y cerró las manos a un ritmo vertiginoso, muchas veces seguidas. A continuación, abrió y cerró la boca rápidamente. Hizo aspavientos como una marioneta bajo los hilos. Algunos feligreses se rieron. A la mujer no pareció que le molestaran las risas. Entonces, dejó de moverse y gritó:
—¡Miradnos! ¡Estamos ingeniosamente hechos! ¡Estamos llenos de bisagras!
—¡Bisagras! —gritaron los fieles.
—¡Pero las bisagras van a oxidarse! ¡Vamos a morir! ¡Solo Dios permanece!
—¡Permanece! —dijeron los fieles.
—¡El rey de los cuerpos no tiene cuerpo! ¡Pero nos trae la paz!
—¡Paz! —dijeron los fieles.
—¡Amén! —dijo la mujer del sombrero cubierto de flores, y regresó a su asiento.
—¡Amén! —dijeron los fieles.
Francis Welles subió al altar y ofreció la comunión. Alma aguardó en fila junto al resto de los presentes. El reverendo Welles era tan menudo que Alma tuvo que inclinarse por completo para recibir la ofrenda. No había vino, pero el agua de coco cumplió el papel de la sangre de Cristo. En cuanto el cuerpo de Cristo, era una pequeña bola de algo pegajoso y dulce que Alma no supo identificar. La aceptó de buen grado; estaba muerta de hambre.
El reverendo Welles concluyó con una breve oración.
—Danos la voluntad, oh, Cristo, para soportar las aflicciones que nos correspondan. Amén.
—Amén —dijeron los fieles.
Así concluyó la misa. No duró ni quince minutos. Aun así, bastó para que, al salir, Alma viese que el cielo se había oscurecido por completo y que hasta la última de sus pertenencias había desaparecido.
***
—¿Llevado adónde? —exigió saber Alma—. ¿Y quién se las ha llevado?
—Mmm —dijo el reverendo Welles, que se rascó la cabeza y miró el lugar donde se encontraba el equipaje de Alma hacía apenas un momento—. Vaya, eso no es fácil de responder. Probablemente, los muchachos se lo llevaron todo, como ve. Suelen ser los muchachos los que hacen este tipo de cosas. Pero, sin duda, alguien se lo ha llevado.
Esta confirmación no era de mucha ayuda.
—¡Hermano Welles! —exclamó Alma, desesperada por la preocupación—. ¡Le pregunté si debíamos guardarlo! ¡Necesito muchísimo esas cosas! Las podríamos haber dejado en una casa, a salvo, tras una puerta con el cerrojo echado, tal vez. ¿Por qué no lo propuso?
El reverendo asintió para mostrar su acuerdo, pero sin rastro de consternación.
—Podríamos haber puesto su equipaje en una casa, sí. Pero ¿sabe?, se lo habrían llevado de todos modos. Podían llevárselo ahora, ¿sabe?, o podían llevárselo más tarde.
Alma pensó en el microscopio, en las resmas de papel, la tinta, los lápices y las medicinas y los frascos de recolección. ¿Y su ropa? Dios santo, ¿y la maleta de Ambrose, llena de esos dibujos peligrosos e indescriptibles? Pensó que se iba a poner a llorar.
—Pero he traído regalos para los nativos, hermano Welles. No tenían que robármelos. Se los habría dado. ¡Les he traído tijeras y cintas!
El reverendo sonrió, de buen humor.
—Bueno, parece que sus regalos han sido bien recibidos, ¿sabe?
—Pero hay objetos que necesito que me sean devueltos… Objetos de un valor sentimental incalculable.
El reverendo no era del todo insensible a la situación. Alma tenía que concedérselo. El hombre asintió con amabilidad y reparó, hasta cierto punto, en su aflicción.
—Debe de ser muy triste para usted, hermana Whittaker. Pero, por favor, sepa que sus cosas no han sido robadas eternamente. Simplemente, se las han llevado, tal vez solo por un tiempo. Tal vez devuelvan algunas cosas más adelante, si es paciente. Si hay algo de especial valor para usted, puedo preguntar por ello específicamente. A veces, si pregunto del modo adecuado, los objetos reaparecen.
Alma pensó en todo lo que había traído consigo. ¿Qué necesitaba más desesperadamente? No podía pedirle la maleta llena con los dibujos sodomitas de Ambrose, si bien era una tortura haberla perdido, ya que era su pertenencia más importante.
—Mi microscopio —dijo, en voz baja.
El reverendo asintió de nuevo.
—Eso tal vez sea difícil, ¿sabe? Un microscopio constituye una considerable novedad por estos lares. No creo que nadie haya visto uno. ¡Creo que ni yo mismo he visto uno! Aun así, voy a comenzar a preguntar de inmediato. Lo único que podemos hacer es no perder la esperanza, ¿sabe? En cuanto a esta noche, debemos encontrarle un alojamiento. Allí, en la playa, a unos cuatrocientos metros, está la casita que ayudamos a construir al señor Pike, cuando vino para quedarse. Está casi igual que cuando falleció, que Dios se apiade de él. Pensé que algún nativo se quedaría con la casa, pero parece que nadie quiere entrar ahí. Está manchada por la muerte, ya sabe…, en su opinión, quiero decir. Son un pueblo supersticioso, ¿sabe? Pero es una casita agradable, con muebles prácticos, y, si no es usted supersticiosa, debería estar cómoda ahí. No es usted una persona supersticiosa, ¿verdad, hermana Whittaker? No me da esa impresión. ¿Vamos a echarle un vistazo?
Alma quiso acurrucarse en el suelo.
—Hermano Welles —dijo, esforzándose para que no se le quebrara la voz—. Por favor, discúlpeme. Ha sido un viaje muy largo. Estoy lejos de todo lo que me es familiar. Estoy conmocionada por haber perdido mis pertenencias, que logré proteger durante casi veinticinco mil kilómetros de viaje, ¡solo para que desaparecieran nada más llegar! No he comido ni un bocado, salvo por su amable comunión, desde que cené ayer por la tarde en el ballenero. Todo es nuevo y todo es desconcertante. Estoy muy agobiada y distraída. Le ruego que me perdone… —Alma dejó de hablar. Había olvidado el propósito de su discurso. Ni siquiera sabía por qué estaba pidiendo perdón.
El reverendo aplaudió.
—¡A comer! ¡Sin duda, debe comer! ¡Mis disculpas, hermana Whittaker! ¿Sabe?, yo no como… o no como apenas. ¡Se me olvida que otros deben comer! ¡Mi esposa me ataría y me echaría a los leones si se enterase de mis malos modales!
Sin otra palabra, y sin explicar en absoluto esa mención a su esposa, el reverendo Welles salió corriendo y llamó a la puerta de la casa más cercana a la iglesia. La corpulenta tahitiana, la que había pronunciado el sermón, abrió. Intercambiaron unas palabras. La mujer miró a Alma y asintió. El reverendo Welles se apresuró de vuelta junto a Alma con su caminar ágil y patizambo.
Alma se preguntó: «¿Será ella la esposa del reverendo?».
—Entonces, ¡está hecho! —dijo—. La hermana Manu se encargará de usted. Aquí la comida es sencilla, pero, sí, ¡por lo menos debería comer! Le va a llevar algo a la casita. También le he pedido que le lleve un ahu taoto: un chal para dormir, que aquí es lo que usamos todos por las noches. También le voy a traer un farol. Ahora pongámonos en camino. No se me ocurre nada más que pueda necesitar.
A Alma se le ocurrían muchas cosas, pero la promesa de comida y descanso bastaron para apaciguarla por el momento. Caminó detrás del reverendo Welles por la playa de arena negra. El reverendo caminaba a una velocidad asombrosa para tener unas piernas tan cortas y torcidas. A pesar de sus amplias zancadas, Alma tuvo que apresurarse para mantener su ritmo. El reverendo sostenía un farol ante sí, pero no lo encendió, pues la luna brillaba en el cielo. Alma se asustó al ver unas sombras grandes y oscuras que correteaban por la arena y se cruzaban en su camino. Pensó que eran ratas, pero, al mirar de nuevo, descubrió que eran cangrejos. La inquietaron. Eran de un tamaño considerable, con una pinza enorme que arrastraban a un lado mientras se desplazaban entre chasquidos temibles. Se acercaron muchísimo a sus pies. Pensó que habría preferido ratas. Agradeció tener los zapatos puestos. El reverendo Welles había perdido las sandalias entre la misa y ahora, pero no le preocupaban los cangrejos. Parloteaba al caminar.
—Me intriga saber cuál va a ser su opinión de Tahití, hermana Whittaker, desde un punto de vista botánico, ¿sabe? —dijo—. A muchos les decepciona. Es un clima exuberante, ¿sabe?, pero somos una isla pequeña, así que va a ver que hay más abundancia que variedad aquí. Sin duda, Joseph Banks pensó que Tahití era decepcionante, en cuanto a la botánica, quiero decir. Le pareció que la gente era mucho más interesante que las plantas. ¡Tal vez no le faltara razón! Todo es verde e impresionante, lo sé, pero pronto va a ver que todo es lo mismo. No hay muchos pájaros, tampoco, pero son muy característicos. Solo dos variedades de orquídeas (el señor Pike lamentó ese hecho, aunque nunca dejó de buscar más, con avidez) y, una vez que conozca las palmeras, lo que se hace en un santiamén, no hay mucho más que descubrir. Hay un árbol llamado apage, ¿sabe?, que le va a recordar a un eucalipto, y llega a los doce metros de altura…, ¡pero no es gran cosa para una mujer criada en pleno bosque en Pensilvania, seguro! ¡Jajajá!
Alma no tenía energías pare decir al reverendo Welles que no había sido criada en pleno bosque.
El reverendo prosiguió:
—Hay una preciosa variedad de laurel llamada tamanhu: útil, bueno. Sus muebles están hechos con su madera. Inmune a los insectos, ¿sabe? Y un tipo de magnolia llamada hutu, que envié a su muy llorado padre en 1838. Hibiscos y mimosas hay por todas partes cerca de la costa. Le va a gustar el castaño mape…, tal vez ya lo ha visto junto al río. Creo que es el árbol más hermoso de la isla. Las mujeres se hacen la ropa con la corteza de una especie de morera (la llaman tapa), pero ahora muchas prefieren el algodón y el percal que traen los marinos.
—Yo he traído percal —murmuró Alma, con tristeza—. Para las mujeres.
—¡Oh, se lo van a agradecer! —dijo el reverendo Welles con jovialidad, como si ya hubiera olvidado el robo del equipaje de Alma—. ¿Ha traído papel? ¿Libros?
—Sí —dijo Alma, que se iba entristeciendo a cada instante.
—Bueno, aquí es difícil para el papel, como verá. El viento, la arena, la sal, la lluvia, los insectos… ¡Es el clima menos idóneo para los libros! He visto desaparecer todos mis papeles ante mis mismos ojos, ¿sabe?
«Como yo, hace un momento», casi dijo Alma. Creía que nunca en la vida había estado tan hambrienta ni tan cansada.
—Ojalá tuviera la memoria de un tahitiano —prosiguió el reverendo Welles—. Entonces, ¡no necesitaría más papeles! Lo que nosotros guardamos en bibliotecas, ellos lo guardan en la cabeza. Me siento medio bobo a su lado. ¡Los pescadores más jóvenes se saben el nombre de doscientas estrellas! Y lo que saben los ancianos no es ni imaginable. Yo solía guardar documentos, pero era demasiado desalentador ver cómo eran devorados, incluso mientras escribía. Este clima tan rico produce frutos y flores en abundancia, ¿sabe?, pero también moho y podredumbre. ¡No es tierra para estudiosos! Pero ¿qué es la historia para nosotros, le pregunto? ¡Es tan breve nuestra estancia en el mundo! ¿Para qué molestarse con un registro de nuestras vidas fugaces? Si los mosquitos le molestan demasiado por las noches, pregunte a la hermana Manu cómo quemar excrementos secos de cerdo junto a la entrada; eso los aplaca un poco. La hermana Manu le será de mucha ayuda. Yo solía pronunciar los sermones, pero a ella le gusta más que a mí y los nativos prefieren sus sermones a los míos, de modo que ahora la predicadora es ella. No tiene familia, así que cuida de los cerdos. Les da de comer a mano, ¿sabe?, para animarlos a permanecer cerca del asentamiento. Es rica, a su manera. Puede canjear un lechón por un mes de pescado y otros tesoros. Los tahitianos aprecian el lechón asado. Creían que el olor de la carne atrae a los dioses y los espíritus. Por supuesto, algunos todavía lo creen, a pesar de ser cristianos, ¡jajajá! En cualquier caso, es bueno conocer a la hermana Manu. Tiene buena voz para cantar. Para los gustos europeos, la música de Tahití carece de todas las cualidades del arte, pero, con el tiempo, tal vez aprenda a tolerarla.
Así pues, la hermana Manu no era la esposa del reverendo Welles, pensó Alma. ¿Quién era su esposa, entonces? ¿Dónde estaba su esposa?
El reverendo siguió hablando, incansable:
—Si de noche ve luces en la bahía, no se inquiete. Son solo los hombres, que han ido a pescar con faroles. Es muy pintoresco. Los peces voladores son atraídos por la luz, y caen en las piraguas. Algunos muchachos son capaces de atraparlos con las manos. Otras criaturas también. Le digo una cosa: en Tahití, toda esa variedad natural de la que carece la tierra está más que compensada por la abundancia de maravillas que hay en el mar. Si lo desea, le voy a mostrar los jardines de coral mañana, cerca de los arrecifes. Ahí va a presenciar la prueba más impresionante de la inventiva del Señor. Aquí estamos, al fin: ¡la casa del señor Pike! ¡Ahora va a ser su casa! O tal vez sería más apropiado decir su fare. En tahitiano, «casa» es fare. No es demasiado pronto para aprender unas pocas palabras, ¿sabe?
Alma repitió la palabra en su mente: fare. La memorizó. Estaba cansadísima, pero mucho más cansada tenía que estar para no prestar atención a un nuevo idioma. Bajo la tenue luz de la luna, en una ligera pendiente en la playa, Alma vio la pequeña fare bajo un manto de palmeras. No era mucho más grande que el cobertizo más pequeño de White Acre, pero tenía un aspecto agradable. En todo caso, recordaba una pequeña casa de campo inglesa, pero de tamaño muy reducido. Un sendero de conchas aplastadas serpenteaba alocado desde la playa hasta la puerta.
—Es un camino raro, lo sé, pero los tahitianos lo hicieron —dijo el reverendo Welles, riéndose—. No ven ninguna ventaja en un camino recto, ¡ni siquiera para las distancias más cortas! ¡Ya se acostumbrará a semejantes maravillas! Pero es bueno estar un poco apartado de la playa. Está a casi cuatro metros por encima de la marea más alta, ¿sabe?
Cuatro metros. No parecía mucho.
Alma y el reverendo Welles se acercaron a la casita por ese sendero tortuoso. Alma vio que una simple pantalla de hojas entrelazadas de palmera cumplía la función de puerta, que el reverendo Welles abrió con facilidad. Era evidente que no había cerrojo… y tampoco lo había habido. Una vez dentro, encendió el farol. Se encontraban en una pequeña habitación abierta. Vio las vigas del techo y que el techo era de paja, atada con un cordel rojo brillante. Alma apenas podía ponerse en pie sin darse con la cabeza en la viga más baja. Un lagarto cruzó correteando la pared. El suelo era de hierba seca y crujía bajo los pies de Alma. Había un pequeño banco de madera, sin cojines, pero al menos tenía brazos y respaldo. Había una mesa con tres sillas, una de las cuales estaba rota, volcada en el suelo. Parecía una mesa para niños en una guardería para pobres. Sin cortinas, las ventanas sin cristales se abrían por todos lados. La última pieza del mobiliario era una cama angosta (solo un poco más grande que el banco), con un fino colchón encima. El colchón parecía hecho con la lona de una vieja vela, relleno con lo que fuera. Toda la habitación daba la impresión de ser más indicada para alguien de la estatura del reverendo Welles que para la de Alma.
—El señor Pike vivía aquí como los nativos —afirmó—, es decir, vivía con una sola habitación. Pero si quiere dividirla en distintas estancias, supongo que podríamos hacérselas.
Alma no logró imaginar cómo podría dividir un lugar tan minúsculo. ¿Cómo se dividía la nada en partes?
—En algún momento, es posible que desee mudarse a Papeete, hermana Whittaker. La mayoría lo prefiere. Hay más civilización en la capital, supongo. Más vicios también, y más maldad. Pero ahí encontraría chinos que le hiciesen la colada y ese tipo de cosas. Hay portugueses y rusos de toda índole ahí, de esa calaña que se caen de los balleneros para nunca volver. No es que los portugueses y rusos signifiquen mucha civilización, pero es más variedad de lo que encontrará en un pequeño asentamiento como este, ¿sabe?
Alma asintió, pero sabía que no se iba a marchar de la bahía de Matavai. Aquí fue donde Ambrose cumplió su destierro; aquí cumpliría ella el suyo.
—En la parte trasera hay un lugar donde cocinar, junto a la huerta —prosiguió el reverendo Welles—. No espere gran cosa de la huerta, aunque el señor Pike intentó cultivarla con gallardía. Todo el mundo lo intenta, pero en cuanto los cerdos y las cabras acaban sus incursiones, ¡apenas quedan calabazas para nosotros! Podemos conseguirle una cabra, si desea leche fresca. Se la puede pedir a la hermana Manu.
Como si ese nombre la convocase, la hermana Manu apareció en el umbral. Debía de haberles seguido de cerca. Casi no había espacio para ella, con Alma y el reverendo Welles ya en la casita. Alma ni siquiera tenía la certeza de si la hermana Manu cabría por esa puerta, con ese sombrero ancho y florido. De algún modo, sin embargo, todos acabaron dentro. La hermana Manu abrió un fardo de tela y depositó comida en la mesilla, usando hojas de plátano como platos. Alma tuvo que contenerse con todas sus fuerzas para no abalanzarse sobre la comida. La hermana Manu entregó a Alma un tubo de bambú con un tapón de corcho.
—¡Agua para que tú bebas! —dijo la hermana Manu.
—Gracias —dijo Alma—. Qué amable.
Los tres se quedaron mirándose los unos a los otros un buen rato: Alma agotada, la hermana Manu cautelosa y el reverendo Welles con alegría.
Al fin, el reverendo Welles inclinó la cabeza y dijo:
—Te damos las gracias, Jesús y Dios Padre, por la segura llegada de tu sierva la hermana Whittaker. Te rogamos que la tengas en tu gracia. Amén.
Entonces, el reverendo y la hermana Manu se fueron y Alma se lanzó sobre la comida con ambas manos, tragando tan rápido que ni siquiera se detuvo para saber qué, exactamente, estaba comiendo.
***
Se despertó en mitad de la noche con el sabor de hierro cálido en la boca. Olió sangre y piel. Había un animal en la habitación. Un mamífero. Lo supo antes incluso de recordar quién era. Su corazón latió desbocado buscando más información, con torpeza y con prisas, entre sus recuerdos. No estaba en el barco. No estaba en Filadelfia. Estaba en Tahití, eso es, ya se había orientado. Estaba en Tahití, en la casita donde Ambrose se alojó y murió. ¿Cuál era esa palabra que significaba casa? Fare. Estaba en su fare, y había un animal dentro, con ella.
Oyó un ruido quejumbroso, agudo y sobrecogedor. Se incorporó en esa cama diminuta e incómoda y miró a su alrededor. Un rayo de luz de luna atravesó la ventana y lo vio: había un perro en medio de la habitación. Era un perro pequeño, que no pesaría más de diez kilos. Tenía las orejas hacia atrás y le mostraba los dientes. Se clavaron las miradas. El gemido del perro se había convertido en un gruñido. Alma no quería enfrentarse a un perro. Ni siquiera a un perro pequeño. Esa idea apareció con sencillez, incluso con calma. Junto a su cama se encontraba el tubo de bambú que la hermana Manu le había dado, lleno de agua fresca. Era lo único que tenía a mano que serviría de arma. Intentó calcular si podría extender el brazo para cogerlo sin enfurecer más al perro. No, sin duda no quería pelear con un perro, pero, de tener que hacerlo, prefería que fuese una pelea justa. Estiró el brazo poco a poco hacia el suelo, sin apartar los ojos del animal. El perro ladró y se acercó. Alma retiró el brazo. Lo intentó de nuevo. El perro ladró de nuevo, esta vez con una furia más encendida. No tenía ninguna posibilidad de encontrar un arma.
Que así fuera. Estaba demasiado agotada para asustarse.
—¿Tienes motivos de queja conmigo? —preguntó al perro con tono cansado.
Al oír el sonido de la voz, el perro lanzó un gran torrente de quejas, ladrando con tal fuerza que su cuerpo entero parecía alzarse del suelo con cada ladrido. Alma lo miró implacable. Era plena noche. No tenía cerrojo en la puerta. No tenía una almohada bajo la cabeza. Había perdido todas sus pertenencias y dormía con un vestido mugriento, con los dobladillos llenos de monedas ocultas: todo el dinero que le quedaba, ahora que le habían robado todo lo demás. No tenía nada salvo un tubo de bambú con el que defenderse, y ni siquiera podía cogerlo. Su casa estaba rodeada de cangrejos y plagada de lagartos. Y ahora esto: un furioso perro tahitiano en su habitación. Estaba tan agotada que casi se sintió aburrida.
—Vete —le dijo.
El perro ladró más alto. Alma se dio por vencida. Se giró, le dio la espalda e intentó, una vez más, encontrar una postura cómoda en ese colchón tan fino. El perro ladró y ladró. Su indignación no tenía límites. «Atácame, entonces», pensó Alma. Se quedó dormida al compás de los sonidos de su indignación.
Unas pocas horas más tarde Alma se despertó de nuevo. La luz había cambiado, era casi el amanecer. Ahora había un niño sentado con las piernas cruzadas en el centro del suelo, mirándola fijamente. Alma parpadeó y sospechó alguna intervención mágica: ¿qué brujo había venido a convertir el perro en un niño? El niño tenía el pelo largo y una cara solemne. Aparentaba unos ocho años. No llevaba camisa, pero Alma se sintió aliviada al comprobar que poseía pantalones, si bien una pernera estaba casi arrancada, como si el niño hubiera caído en una trampa y el resto de la prenda se hubiera desprendido.
El niño se levantó de un salto, como si hubiera estado esperando a que Alma se despertara. Se acercó a la cama. Alma retrocedió, asustada, pero entonces vio que el niño sostenía algo y, además, se lo ofrecía a ella. El objeto resplandeció en la tenue luz de la mañana, en equilibrio sobre la palma de su mano. Era algo fino de latón. El niño lo dejó al borde de la cama. Era el ocular del microscopio.
—¡Oh! —exclamó Alma. Al oír la voz, el niño salió corriendo. Ese endeble objeto que pretendía hacerse pasar por una puerta se cerró detrás de él sin hacer ruido.
Alma fue incapaz de volver a conciliar el sueño, pero no se levantó de inmediato. Estaba igual de cansada que la noche anterior. ¿Quién se presentaría a continuación? ¿Qué clase de lugar era este? Debía aprender a bloquear la puerta de alguna manera, pero… ¿con qué? Podía poner la mesilla frente a la puerta por la noche, pero era fácil de apartar. Y con esas ventanas que no eran más que agujeros en la pared, ¿de qué serviría bloquear la puerta? Tocó el ocular de latón, confundida y nostálgica. ¿Dónde estaría el resto de su querido microscopio? ¿Quién era ese niño? Debería haber corrido tras él para ver dónde escondía el resto de sus cosas.
Cerró los ojos y escuchó los sonidos extraños que la rodeaban. Sintió que casi podía oír la llegada del amanecer. Con certeza, oía el romper de las olas al otro lado de la puerta. La marea sonaba inquietantemente cerca. Habría preferido estar un poco más lejos del mar. Todo parecía estar demasiado cerca, ser demasiado peligroso. Un pájaro posado en el tejado, justo encima de la cabeza de Alma, soltó un alarido extraño. Parecía gritar en inglés: Think! Think! Think! «¡Piensa! ¡Piensa! ¡Piensa!».
¡Como si hiciera otra cosa!
Alma se levantó al fin, resignada a estar despierta. Se preguntó dónde habría un retrete o un lugar que sirviera de retrete. La noche anterior se había puesto en cuclillas tras su fare, pero esperaba encontrar cerca una solución mejor. Salió por la puerta y casi se tropezó con algo. Bajó la vista y vio (justo ante el umbral, si es que se podía llamar umbral) la maleta de Ambrose, que la esperaba con paciencia, tan bien amarrada como antes; no había sido abierta. Se arrodilló y la abrió, comprobando rápidamente el contenido: todos los dibujos estaban ahí.
En la playa, a un lado y a otro, tan lejos como alcanzaba la vista, no había señal de nadie: ni hombre, ni mujer, ni niño, ni perro.
Think!, gritó el pájaro sobre su cabeza. Think!