Capítulo veintiuno

Alma zarpó hacia Tahití el 13 de noviembre de 1851.

El Palacio de Cristal acababa de erigirse en Londres con motivo de la Exposición Universal. El péndulo de Foucault era la nueva adquisición del Observatorio de París. El primer hombre blanco había descubierto el valle de Yosemite. Un cable telegráfico submarino se tendió a través del océano Atlántico. John James Audubon murió de viejo; Richard Owen ganó la medalla Copley por su obra en paleontología; el Colegio Médico para Mujeres de Pensilvania estaba a punto de graduar su primera promoción con ocho médicas; y Alma Whittaker, a sus cincuenta y un años de edad, era una pasajera de pago en un ballenero con rumbo a los Mares del Sur.

Navegó sin criada, sin amigos, sin guía. Hanneke de Groot lloró en los hombros de Alma al saber que se iba, pero enseguida recuperó la compostura y encargó una colección de prácticos vestidos de viaje para Alma: humildes atuendos de lino y lana, con botones reforzados (no muy diferentes a los que vestía Hanneke), que Alma podría remendar sin ayuda. Así vestida, Alma parecía una criada, pero estaba comodísima y se movía sin impedimentos. Se preguntó por qué no se había vestido así siempre. Una vez que los vestidos estuvieron listos, Alma pidió a Hanneke que cosiera compartimentos secretos, donde Alma ocultaría las monedas de oro y plata necesarias para pagar sus viajes. Estas monedas escondidas constituían una gran porción de la fortuna restante de Alma. No se trataba de una fortuna bajo ningún concepto, pero era suficiente (o eso esperaba Alma) para mantener a una viajera frugal dos o tres años.

—Qué amable has sido siempre conmigo —dijo Alma a Hanneke cuando esta le entregó los vestidos.

—Bueno, te voy a echar de menos —respondió Hanneke— y voy a llorar otra vez cuando te vayas, pero admitámoslo, niña: ya somos demasiado viejas para temer los grandes cambios de esta vida.

Prudence regaló a Alma una pulsera de recuerdo, trenzada con mechones del cabello de Prudence (pálido y bello como el azúcar) junto a mechones del cabello de Hanneke (grisáceo como acero pulido). Prudence anudó la pulsera en la muñeca de Alma y esta prometió no quitársela nunca.

—No podría pensar en un regalo más preciado —dijo Alma, y hablaba en serio.

En cuanto tomó la decisión, Alma redactó una carta al misionero de la bahía de Matavai, el reverendo Francis Welles, en la que le informaba de su llegada por un periodo de tiempo indefinido. Sabía que era muy probable que ella llegara a Papeete antes que la carta, pero eso era inevitable. Debía zarpar antes de que se congelase el puerto de Filadelfia. No quería demorarse demasiado para no cambiar de opinión. Solo cabía esperar que, al llegar a Tahití, dispondría de un lugar donde quedarse.

Tardó tres semanas en preparar el equipaje. Sabía exactamente qué llevar, pues durante décadas había ofrecido consejos a los recolectores botánicos para que tuviesen un viaje seguro y provechoso. Así, embaló jabón arsenical, cerote de zapatero, cordel, alcanfor, fórceps, corcho, frascos de insectos, una prensa para plantas, varias bolsas impermeables de goma, dos docenas de lapiceros resistentes, tres botes de tinta negra, una lata de pigmentos de acuarela, pinceles, alfileres, redecillas, lupas, masilla, alambre de latón, bisturíes pequeños, un botiquín y veinticinco resmas de papel (secante, de carta, marrón claro). Sopesó si llevar un arma, pero, como no era una experta en su uso, decidió que se las apañaría con un bisturí en las distancias cortas.

Oyó la voz de su padre mientras se preparaba, al recordar todas las veces que le había dictado cartas o le había oído dando órdenes a jóvenes botánicos. «Estate viva y atenta —oyó decir a Henry—. Asegúrate de que no eres la única que sabe escribir o leer una carta en tu cuadrilla. Si necesitas encontrar agua, sigue a un perro. Si tienes hambre, come insectos antes que malgastar energía cazando. Si un pájaro puede comerlo, tú puedes comerlo. Tus mayores peligros no son las serpientes, los leones o los caníbales; tus mayores peligros son las ampollas de los pies, el descuido y la fatiga. Que las notas de tus diarios y tus mapas sean legibles; si tú mueres, tus notas tal vez sean de ayuda a un futuro viajero. En caso de emergencia, escribe con sangre».

Alma sabía que debía vestir colores claros en los trópicos para mantenerse fresca. Sabía que la espuma de jabón aplicada a la tela, tras secarse por la noche, impermeabilizaría la ropa. Sabía que debía llevar franela cerca de la piel. Sabía que los regalos a los misioneros (periódicos recientes, semillas de hortalizas, quinina, hachas de mano y botellas de cristal) y a los nativos (percal, botones, espejos y cintas) serían agradecidos. Empacó uno de sus queridos microscopios (el más pequeño), aunque temía que quedaría hecho añicos en el viaje. Embaló un nuevo y radiante cronómetro y un pequeño termómetro para viajes.

Cargó todo ello en baúles y cajas de madera (acolchadas cariñosamente con musgo seco), los cuales amontonó en una pequeña pirámide frente a la cochera. Alma sintió un escalofrío de pánico cuando vio los bienes imprescindibles de toda una vida reducidos a una pila tan pequeña. ¿Cómo iba a sobrevivir con tan poco? ¿Qué iba a hacer sin una biblioteca? ¿Y sin su herbario? ¿Cómo iba a esperar seis meses para recibir noticias de la familia o del mundo científico? ¿Y si el barco se hundía y todos esos bienes se extraviaban en el mar? Sintió una súbita compasión por todos los jóvenes a quienes los Whittaker habían enviado en expediciones recolectoras… por el miedo y la inseguridad que habrían sentido, incluso cuando se mostraban confiados. De algunos de esos hombres no volvieron a saber nada.

Durante los preparativos, Alma se esforzó en aparentar ser una botaniste voyageuse, pero lo cierto es que no iba a Tahití en busca de plantas. El motivo real lo explicaba un objeto enterrado al fondo de una de las cajas más grandes: la maleta de cuero de Ambrose, amarrada con fuerza y llena de los dibujos del muchacho tahitiano desnudo. Tenía la intención de buscar a ese muchacho (a quien se había acostumbrado a llamar «el Muchacho») y tenía la certeza de que lo encontraría. Tenía la intención de buscar al Muchacho por toda la isla de Tahití si fuese necesario, buscarlo casi botánicamente, como si fuera un raro espécimen de orquídea. Lo reconocería en cuanto lo viese, no le cabía duda. Reconocería esa cara hasta en su lecho de muerte. Ambrose había sido un artista brillante, al fin y al cabo, y los rasgos eran vívidos y claros. Era como si Ambrose le hubiera dejado un mapa y ahora debía seguirlo.

No sabía qué haría con el Muchacho cuando lo encontrara. Pero lo encontraría.

***

Alma viajó en tren a Boston, pasó tres noches en un hotel portuario barato (que apestaba a ginebra, tabaco y al sudor de los huéspedes anteriores) y al fin embarcó. Su barco se llamaba Elliot (un ballenero de treinta y cinco metros, ancho y robusto como yegua vieja) y se dirigía a las islas Marquesas por duodécima vez desde su construcción. El capitán había aceptado, por una suma considerable, apartarse del rumbo y dejar a Alma en Tahití.

El capitán era el señor Terrence, de Nantucket. Era un marino al que admiraba Dick Yancey, quien obtuvo el pasaje de Alma. El señor Terrence era tan duro como debía ser un capitán, prometió Yancey, y se hacía respetar por sus hombres mejor que la mayoría. Terrence era conocido por ser más osado que prudente (era famoso por desplegar las velas en plena tormenta, con la esperanza de ganar velocidad gracias al vendaval), pero era religioso y sobrio, y se esforzaba por imponer su código moral en el mar. Dick Yancey confiaba en él y habían navegado juntos muchas veces. Dick Yancey, que siempre tenía prisa, prefería capitanes que viajaran rápido y sin miedos, y Terrence era así.

Era la primera vez que Alma estaba a bordo de un barco. O, mejor dicho, había estado en muchos barcos cuando acompañaba a su padre a los embarcaderos de Filadelfia para inspeccionar la carga, pero era la primera vez que navegaba. Cuando el Elliot salió de la dársena, Alma fue a la cubierta con el corazón desbocado, como si se le quisiera salir del pecho. Observó los últimos postes del embarcadero ante ella y enseguida, con una velocidad que cortaba la respiración, los vio súbitamente detrás. Alma volaba por el gran puerto de Boston, con los botes de pesca, más pequeños, balanceándose en su estela. Al final de la tarde, Alma se encontró en mar abierta por primera vez en la vida.

—Voy a hacer todo lo que esté en mis manos para que esté cómoda en este viaje —juró el capitán Terrence cuando Alma subió a bordo. Alma agradeció su interés, pero no tardó en comprender que casi nada sería cómodo en este viaje. Su litera, junto al camarote del capitán, era pequeña y sombría y apestaba a aguas residuales. El agua potable olía a estanque. El barco transportaba un cargamento de mulas a Nueva Orleans y los animales eran infatigables en sus quejas. La comida era tan insípida como astringente (nabos y galletas saladas para el desayuno, carne seca con cebollas para la cena) y el tiempo, en el mejor de los casos, era incierto. Durante las tres primeras semanas de viaje, Alma no vio el sol. De inmediato, el Elliot se encontró con un fuerte vendaval que rompió la vajilla y derribó marinos con una frecuencia sorprendente. A veces tuvo que atarse a sí misma a la mesa del capitán para comer a salvo la carne seca con cebollas. Comía con valentía, no obstante, y sin quejarse.

No había otra mujer a bordo, ni un solo hombre culto. Los marinos jugaban a los naipes toda la noche; reían y gritaban y no la dejaban dormir. A veces los hombres bailaban sobre la cubierta como espíritus poseídos, hasta que el capitán Terrence amenazaba con romperles los violines si no paraban. Solo había tipos duros a bordo del Elliot. Uno de los marinos atrapó un halcón en la costa de Carolina del Norte, le cortó las alas y lo miraba dar saltitos por la cubierta, por diversión. A Alma le pareció espantoso, pero no dijo nada. Al día siguiente, los marinos, aburridos y distraídos, organizaron una boda entre dos mulas, a las que decoraron con festivos collares de papel para el evento. Hubo un buen jaleo de risotadas y gritos. El capitán no se opuso; no vio que tuviera nada de malo (tal vez, pensó Alma, porque era una boda cristiana). Alma no había visto semejantes comportamientos en su vida.

No había nadie con quien hablar de asuntos importantes, así que decidió dejar de hablar de asuntos importantes. Resolvió estar de buen humor y mantener conversaciones livianas con todo el mundo. Se obligó a no hacer enemigos. Como iban a estar juntos en el mar de cinco a siete meses, le pareció la estrategia más razonable. Incluso se permitió reírse de las bromas, siempre que los hombres no fueran demasiado groseros. No le inquietaba que le hicieran daño; el capitán Terrence no consentía que se tomaran confianzas y los hombres no se mostraron libertinos ante Alma. (No le sorprendió. Si los hombres no se interesaban por Alma cuando tenía diecinueve años, ahora, con cincuenta y uno, ni se fijarían en ella).

Su compañero más cordial era el pequeño mono que el capitán Terrence tenía de mascota. Se llamaba Pequeño Nick y se sentaba con Alma durante horas, hurgando en ella con delicadeza, siempre en busca de algo nuevo. Tenía un carácter muy inteligente y curioso. Sobre todo, al mono le fascinaba la pulsera de mechones entrelazados que llevaba Alma. No dejó de causarle perplejidad que no hubiera una pulsera similar en la otra muñeca, si bien cada mañana miraba si había crecido por la noche. En esos momentos, suspiraba y contemplaba a Alma con resignación, como si dijera: «¿Por qué no eres simétrica por lo menos una vez?». Con el tiempo, Alma aprendió a compartir el rapé con el Pequeño Nick. Con delicadeza, el mono se llevaba una pizca a una fosa nasal, estornudaba limpiamente y se quedaba dormido en su regazo. Alma no sabía qué habría hecho sin su compañía.

Rodearon el extremo de Florida y atracaron en Nueva Orleans para entregar las mulas. A nadie le entristeció su marcha. En Nueva Orleans, Alma vio una niebla extraordinaria sobre el lago Pontchartrain. Vio fardos de algodón y toneles de azúcar amontonados en los muelles, a la espera de sus barcos. Vio barcos a vapor alineados en filas hasta donde alcanzaba la vista, a la espera de chapotear por el Misisipi. Dio buen uso al francés en Nueva Orleans, aunque el acento del lugar la confundía. Admiró las casitas con jardines de conchas marinas y arbustos recortados, y le deslumbraron las mujeres y sus complejos vestidos. Deseó tener más tiempo para explorar, pero pronto recibieron la orden de volver a bordo.

Navegaron al sur por la costa de México. Un brote de fiebre asoló el barco. Casi nadie se libró. Había un médico a bordo, pero era un inútil, así que Alma pronto se descubrió despachando tratamientos gracias a su precioso alijo de purgantes y eméticos. No se consideraba una buena enfermera, pero era una farmacéutica competente y su ayuda le valió un pequeño grupo de admiradores.

Pronto Alma también cayó enferma y se vio obligada a guardar cama. Sus fiebres le ocasionaron sueños distantes y vívidos temores. No lograba apartar las manos de la vulva y se despertaba en paroxismos tanto de dolor como de placer. Soñaba sin cesar con Ambrose. Había hecho un esfuerzo heroico para no pensar en él, pero la fiebre debilitó la fortaleza de su mente y sus recuerdos la asaltaron…, aunque eran recuerdos deformados de un modo horrible. En sus sueños, lo veía en la bañera (tal como lo vio esa tarde, desnudo), pero su pene se alzaba robusto y hermoso y Ambrose sonreía lascivo mientras le pedía que le lamiese hasta quedarse sin aliento. En otros sueños, Alma observaba a Ambrose ahogarse en la bañera y se despertaba aterrada por la certeza de haber sido ella quien lo había asesinado. Una noche oyó su voz, que susurró: «Ahora tú eres la niña y yo soy la madre», y Alma se despertó con un grito, sacudiendo los brazos. Pero no había nadie ahí. Había hablado en alemán. ¿Por qué hablaría en alemán Ambrose? ¿Qué significaba? Incapaz de conciliar el sueño durante el resto de la noche, se esforzó en comprender la palabra madre (mutter, en alemán), palabra que, en alquimia, también significa «el crisol». No logró descifrar el sentido del sueño, pero sintió intensamente que era una maldición.

Por primera vez, se arrepintió de este viaje.

El día siguiente a Navidad, uno de los marineros murió de fiebre. Lo amortajaron con un trozo de vela, lo ataron a una bala de cañón y lo arrojaron en silencio al mar. Los hombres aceptaron esta muerte sin señal aparente de duelo y subastaron los bienes del difunto. Al caer la noche, era como si ese hombre no hubiera existido. Alma imaginó sus bienes subastados entre estos tipos. ¿Qué pensarían de los dibujos de Ambrose? ¿Cómo saberlo? Tal vez ese tesoro de sensualidad sodomita tuviese valor para algunos de estos hombres. Todo tipo de hombres se hacía a la mar. Alma sabía bien que eso era cierto.

Alma se recuperó de su enfermedad. Un buen viento los llevó a Río de Janeiro, donde Alma vio barcos esclavistas portugueses con rumbo a Cuba. Vio hermosas playas, donde los pescadores arriesgaban la vida en balsas que no parecían más resistentes que el techo de un gallinero. Vio grandiosas palmeras de abanico, más altas que las de los invernaderos de White Acre, y deseó hasta el dolor poder enseñárselas a Ambrose. No lograba apartarlo de sus pensamientos. Se preguntó si él también había visto esas palmeras, al pasar por ahí.

Se distrajo con paseos inagotables. Vio mujeres que no llevaban sombrero y fumaban al caminar por la calle. Vio refugiados, comerciantes, criollos sucios y negros distinguidos, mulatos semisalvajes y elegantes. Vio a hombres que vendían loros y lagartos a cambio de comida. Alma se dio festines de naranjas, limones y limas. Comió tantos mangos (compartió algunos con el Pequeño Nick) que le salieron sarpullidos. Vio carreras de caballos y espectáculos de baile. Se quedó en un hotel regentado por una pareja interracial, la primera vez que veía tal cosa. (La mujer era una negra amable y competente que no hacía nada despacio; el hombre era blanco y viejo y no hacía nada en absoluto). No pasaba un día sin que viera hombres que llevaban esclavos por las calles de Río, donde ponían a estos seres esposados a la venta. Alma no soportaba verlo. Se sentía asqueada de vergüenza, por todos los años que había vivido sin reparar en esta aberración.

De vuelta al mar, se dirigieron a Cabo de Hornos. A medida que se acercaban al cabo, el tiempo se volvió tan hostil que Alma, envuelta ya en varias capas de franela y lana, añadió un abrigo de hombre y un sombrero ruso prestado a su vestuario. Así arropada, era imposible distinguirla de los hombres a bordo. Vio las montañas de Tierra del Fuego, pero el barco no pudo atracar, debido al clima. Siguieron quince días penosos mientras rodearon el cabo. El capitán insistió en navegar a toda vela, y a Alma le asombró que los mástiles soportaran la presión. El barco iba dando bandazos de un lado a otro. El Elliot, cuya pobre alma de madera era golpeada y azotada por el mar, parecía gritar de dolor.

—Si Dios lo quiere, no nos pasará nada —dijo Terrence, que se negó a plegar las velas, empeñado en recorrer otros veinte nudos antes de que cayera la oscuridad.

—Pero ¿y si alguien muere? —gritó Alma al viento.

—Sepultura en el mar —gritó a su vez el capitán, que siguió adelante.

Fueron cuarenta y cinco días de frío glacial. Las olas emprendieron un asalto incesante y brutal. A veces las tormentas eran tan intensas que los marinos más viejos cantaban salmos para consolarse. Otros maldecían y bramaban y unos pocos permanecían en silencio…, como si ya estuvieran muertos. Las tormentas tiraron los gallineros de los estays y las gallinas salieron volando por la cubierta. Una noche, la botavara quedó reducida a astillas, como para encender un fuego. Al día siguiente, los marinos trataron de alzar una nueva botavara, pero fracasaron. Uno de los marinos, alcanzado por una ola, cayó a la bodega y se rompió las costillas.

Alma oscilaba entre la esperanza y el miedo, sabedora de que podría morir en cualquier momento, pero ni una vez gritó aterrorizada ni levantó la voz en señal de alarma. Al final del todo, cuando se despejó el cielo, el capitán Terrence dijo: «Es usted una verdadera hija de Neptuno, señorita Whittaker», y Alma sintió que era el mayor elogio que le habían dedicado en la vida.

Al fin, a mediados de marzo, atracaron en Valparaíso, donde los marinos encontraron enormes casas de prostitución para saciar sus necesidades amorosas, mientras Alma exploraba esta ciudad compleja y acogedora. La zona del puerto era un barrizal degenerado, pero las casas de las colinas eran bonitas. Caminó por las colinas durante días y sintió que las piernas recuperaban las fuerzas. Vio casi tantos estadounidenses en Valparaíso como en Boston; todos se dirigían a San Francisco, en busca de oro. Se atiborró de peras y cerezas. Vio una procesión religiosa de casi un kilómetro de largo, por un santo que no le resultaba familiar, y la siguió hasta el final, hasta una catedral formidable. Leyó periódicos y envió cartas a Prudence y Hanneke. Un día despejado y fresco subió al punto más alto de Valparaíso y desde ahí (en la lejana y nebulosa distancia) vio las cumbres nevadas de los Andes. Sintió la profunda herida de la ausencia de su padre. Eso le brindó un extraño alivio: echar de menos a Henry y no, por una vez, a Ambrose.

Se hicieron a la mar de nuevo, a las aguas interminables del Pacífico. Los días se volvieron cálidos. Los marinos se calmaron. Limpiaron entre las cubiertas y fregaron el moho y los vómitos viejos. Canturreaban al trabajar. Por las mañanas, en plena actividad, el barco recordaba una pequeña aldea. Alma se había acostumbrado a la falta de intimidad y ahora la reconfortaba la presencia de los marinos. Le resultaban familiares y la alegraba tenerlos cerca. Le enseñaron a hacer nudos y salomas y Alma les limpiaba las heridas y les sajaba los furúnculos. Alma comió un albatros, cazado por un joven marino. Pasaron junto al cadáver hinchado y flotante de una ballena (cuya grasa ya se habían llevado otros balleneros), pero no vio ninguna ballena viva.

El océano Pacífico era vasto y estaba vacío. Por primera vez, Alma comprendió por qué los europeos habían tardado tanto en llegar a Terra Australis durante su voraz expansión. Los primeros exploradores supusieron que habría un continente al sur, tan grande como Europa, para mantener el perfecto equilibrio de la Tierra. Pero se equivocaron. Poca cosa había aquí salvo agua. En todo caso, el hemisferio sur era lo opuesto de Europa: un enorme continente de agua, jalonado por pequeños lagos de tierra distantes entre sí.

Siguieron días y días de un vacío azul. Por todas partes, Alma veía prados de agua, que se extendían hasta donde llegaba su imaginación. Aun así, no vieron ballenas. No vieron aves tampoco, pero veían los cambios de tiempo a cientos de kilómetros, y a menudo eran para peor. El aire no tenía voz hasta que llegaban las tormentas, y entonces los vientos aullaban angustiados.

A comienzos de abril, se toparon con un cambio de tiempo alarmante que oscureció los cielos ante sus ojos atónitos y mató el día en plena tarde. El aire se volvió cargado y amenazante. Esta súbita transformación preocupó al capitán Terrence tanto que mandó arriar velas (todas) mientras observaba los rayos que caían en torno a ellos en todas direcciones. Las olas se convirtieron en imponentes montañas de oscuridad. Pero entonces, con la misma rapidez con que los había acorralado, la tormenta amainó y los cielos se despejaron. En lugar de alivio, sin embargo, los hombres gritaron alarmados, pues enseguida vieron una tromba que se acercaba. El capitán ordenó a Alma que fuera bajo cubierta, pero Alma no se movió: la tromba era una visión irresistible. En ese momento, se alzó otro griterío, pues los hombres vieron que, en realidad, había tres trombas que rodeaban el barco a una cercanía inquietante. Alma se quedó hipnotizada. Una de las columnas se acercó tanto que vio las largas hebras de agua que subían en espiral desde el océano hasta el mismo cielo, en un obelisco descomunal que giraba. Era lo más majestuoso que había visto en la vida, y lo más sagrado, y lo más temible. La presión atmosférica era tan alta que las orejas de Alma parecían a punto de explotar, y era una tarea ardua llevar aire a los pulmones. Durante los cinco minutos siguientes, se sintió tan fascinada que no sabía si vivía o había muerto. No sabía qué mundo era este. Se le ocurrió que su tiempo en este mundo había tocado a su fin. Curiosamente, no le importó. No había nadie a quien añorar. Ni una sola persona cruzó su mente: ni Ambrose, ni nadie. No se arrepentía de nada. Se quedó de pie, absorta en su asombro, preparada para cualquier cosa.

Una vez que las trombas pasaron y el mar volvió a la calma, Alma sintió que había sido la experiencia más feliz de su vida.

Continuaron navegando.

Al sur, remota e imposible, se encontraba la Antártida. Al norte no había nada, al parecer, o eso decían los marinos, aburridos. Siguieron navegando al oeste. Alma echaba de menos los placeres de caminar y oler la tierra. Sin ningún otro ejemplar botánico que estudiar, Alma pidió a los hombres que le subiesen algas. No conocía bien las algas, pero sabía cómo diferenciar unas de otras, y pronto descubrió que poseían raíces en racimo y algunas se comprimían. Algunas presentaban diversas texturas; otras eran lisas. Se preguntó cómo preservar las algas para estudiarlas, sin que quedasen reducidas a moho o a escamas negras e irreconocibles. No llegó a dominar la técnica, pero le dio algo que hacer. Le encantó descubrir que los marinos cubrían las puntas de los arpones con musgo seco; eso le dio la oportunidad de examinar algo maravilloso y familiar una vez más.

Alma acabó admirando a los marinos. No entendía cómo soportaban tanto tiempo lejos de las comodidades de la tierra. ¿Cómo no se volvían locos? El océano la dejaba atónita y la perturbaba. Nada le había causado tal impresión. Le parecía la síntesis misma de la materia, la obra maestra de los misterios. Una noche surcaron un rombo de fosforescencia líquida. El barco agitó estas extrañas moléculas verdes y púrpuras al avanzar, hasta que dio la impresión de que el Elliot arrastraba un largo velo resplandeciente tras de sí, por todo el mar. Era tan hermoso que Alma se preguntó cómo los hombres no se arrojaban al agua, no se dejaban ahogar hasta morir en esa magia embriagadora.

Otras noches, cuando no lograba conciliar el sueño, Alma recorría la cubierta descalza, tratando de endurecer las plantas de los pies para Tahití. Vio sobre el agua en calma los largos reflejos de las estrellas, que brillaban como antorchas. En las alturas el cielo era tan extraño como el mar que la rodeaba. Vio unas pocas constelaciones que le recordaron su hogar (Orión y las Pléyades), pero la Estrella Polar había desaparecido, al igual que la Osa Mayor. Estos tesoros extraviados en la bóveda celeste la desorientaban de un modo desesperante. Pero había nuevos dones en el cielo, como compensación. Vio la Cruz del Sur, los Gemelos y la vasta nebulosa de la Vía Láctea, como leche derramada.

Asombrada por las constelaciones, una noche Alma dijo al capitán Terrence:

Nihil astra praeter vidit et undas.

—¿Qué significa eso? —preguntó.

—Es de las Odas de Horacio —dijo Alma—. Significa que no se ve más que estrellas y olas.

—Me temo que no sé latín, señorita Whittaker —se disculpó el capitán—. No soy católico.

Uno de los marinos más viejos, que había vivido al sur del Pacífico muchos años, contó a Alma que, cuando los tahitianos escogían una estrella a la que seguir durante sus viajes, la llamaban aveia: la diosa guía. Pero, por lo general, dijo, en tahitiano el nombre más común de las estrellas era fetia. Marte, por ejemplo, era la estrella roja: fetia ura. El lucero del alba era fetia ao: la estrella de la luz. Los tahitianos eran navegantes excepcionales, dijo el marino, con una admiración indisimulada. Eran capaces de navegar en noches sin luna y sin estrellas, orientándose solo por la corriente oceánica. Reconocían dieciséis tipos de viento.

—Siempre me he preguntado si fueron a visitarnos al norte antes de que nosotros llegáramos al sur —dijo—. Me pregunto si llegaron hasta Liverpool o Nantucket en sus canoas. Podría ser, ¿sabe? Podrían haber navegado hasta allí, habernos observado mientras dormíamos y luego haberse ido antes de ser vistos. No me sorprendería ni un poco que así hubiese sido.

Así pues, Alma ya sabía unas pocas palabras en tahitiano. Sabía estrella, rojo y luz. Pidió al marino que le enseñara más. Le enseñó lo que pudo, intentando ayudarla, pero, se disculpó, casi todo lo que sabía eran términos náuticos y lo que se dice a una muchacha bonita.

Siguió sin ver ballenas.

Los hombres estaban decepcionados. Estaban aburridos e inquietos. Los mares estaban explotados. El capitán temía la ruina. Algunos marinos (aquellos de los que Alma se había hecho amiga, al menos) querían presumir de sus dotes de cazadores.

—Es más emocionante que cualquier otra cosa —le prometieron.

Todos los días buscaron ballenas. Alma buscaba también. Pero no llegó a ver ninguna, pues atracaron en Tahití en junio de 1852. Los marinos fueron por un lado y Alma por otro, y no volvió a saber del Elliot.