Capítulo veinte

Henry Whittaker se moría. Era un anciano de noventa y un años, de modo que eso no debería haber sorprendido a nadie, pero Henry estaba tan sorprendido como enfurecido por encontrarse en tan desvalido estado. No había caminado en meses y respiraba a duras penas, pero ni siquiera así aceptaba su suerte. Atrapado en la cama, débil y menguado, sus ojos recorrían frenéticos la habitación, como si buscaran una vía de escape. Daba la impresión de que intentaba encontrar a alguien a quien intimidar, sobornar o persuadir para que lo mantuviera con vida. Apenas podía creer que no había forma de huir. Estaba consternado.

Cuanto más consternado estaba, más tiránico se volvía con sus pobres enfermeras. Quería que le frotaran las piernas constantemente y, como temía asfixiarse a causa de sus pulmones inflamados, exigía que la cama estuviera inclinada hacia arriba. Rechazaba todas las almohadas por miedo a ahogarse mientras dormía. Se volvió más y más belicoso cada día, incluso mientras decaía. «¡Cómo has hecho la cama! ¡Parece la basura de un pordiosero!», gritaba a una muchacha pálida y asustada que salía corriendo de la habitación. Alma se preguntaba dónde encontraba las fuerzas para ladrar como un perro encadenado mientras iba desapareciendo bajo las sábanas. Era un hombre difícil, pero había algo admirable en su ánimo de lucha, algo majestuoso en su negativa a morir plácidamente.

No pesaba nada. Su cuerpo se había convertido en un sobre casi vacío en el que solo había huesos largos y afilados, todo cubierto de llagas. No podía tomar nada salvo caldo de carne, y poco. Pero, a pesar de todo, la voz de Henry fue lo último que le falló. En cierto sentido, era una pena. La voz de Henry acongojaba a las buenas doncellas y enfermeras que lo rodeaban, pues (como un valiente marino inglés que se hunde junto a su nave) se dedicaba a cantar canciones subidas de tono para mantener el coraje ante la cercanía del abismo. La muerte intentaba llevárselo con ambas manos, pero Henry la espantaba cantando.

Con bandera roja y sin estrella, ¡métesela por el culo a la doncella!

—Eso es todo, Kate, gracias —decía Alma a la desafortunada doncella que estuviese de turno.

Y la acompañaba a la puerta mientras Henry canturreaba:

¡La buena de Kate en Tahití siempre me limpiaba el bisturí!

A Henry nunca le habían importado demasiado los buenos modales, pero ahora no le importaban un rábano. Decía lo que le venía en gana… y, tal vez, pensó Alma, más de lo que quería decir. Era de una indiscreción pasmosa. Hablaba a gritos del dinero, de negocios que salieron mal. Acusaba y hostigaba, atacaba y esquivaba. Incluso discutía con los muertos. Debatía con sir Joseph Banks, a quien intentaba convencer de nuevo para cultivar quino en el Himalaya. Despotricaba contra el padre de su difunta esposa, fallecido hacía muchos años: «¡Te voy a enseñar, mofeta con cara de cerdo perruno, vejestorio holandés, lo rico que pienso ser!». Acusaba a su padre de ser un adulador lameculos. Exigía que Beatrix viniera a cuidarlo y a traerle sidra. ¿Dónde estaba su esposa? ¿Para qué tener una esposa si no te cuida cuando estás enfermo?

Un día miró a Alma a los ojos y dijo:

—¿Y tú crees que no sé qué era ese marido tuyo?

Alma dudó un momento de más antes de pedir a la enfermera que se marchase. Debería haberlo hecho al instante, pero esperó, sin saber qué iba a decir su padre.

—¿Crees que no he conocido hombres de esos en mis viajes? ¿No sabes que yo mismo fui un hombre de esos? ¿Crees que me llevaron en el Resolution por mis dotes de navegante? Yo era un muchacho sin pelo en el pecho, Ciruela; un mozalbete sin pelo en el pecho, con un culo bonito y limpio. ¡No es ninguna vergüenza decirlo!

La llamó «Ciruela». No había usado ese apodo durante años…, durante décadas. En los últimos meses, a veces ni siquiera la reconocía. Pero, al usar ese viejo y entrañable apodo, era evidente que sabía muy bien quién era ella, lo cual significaba que también sabía muy bien qué estaba diciendo.

—Puedes irte, Betsy —dijo Alma a la enfermera, pero la enfermera no parecía tener prisa por irse.

—¡Pregúntate a ti misma qué me hicieron en ese barco, Ciruela! El mozalbete más joven, ¡ese era yo! ¡Oh, por Dios, cómo se divirtieron conmigo!

—Gracias, Betsy —dijo Alma, moviéndose ahora para acompañar a la enfermera a la puerta—. Cierra la puerta al salir. Gracias. Has sido de mucha ayuda. Gracias. Adiós.

Henry cantaba una cancioncilla horrible que Alma no había oído antes:

Me dieron por delante y me dieron por detrás. Me dejaron el culo como un compás.

—Padre —dijo Alma—, para. —Se acercó y puso las manos en el pecho de Henry—. Para.

Henry dejó de cantar y la miró con ojos ardientes. La agarró de las muñecas con sus manos huesudas.

—Pregúntate por qué se casó contigo, Ciruela —dijo Henry, en una voz tan clara y poderosa como la misma juventud—. ¡Me apuesto algo que no por dinero! Y tampoco por tu culo limpio. Por otra cosa sería entonces. No tiene sentido para ti, ¿verdad? No, para mí tampoco tiene sentido.

Alma retiró las manos. El aliento de Henry olía a podrido. Casi todo él estaba ya muerto.

—Deja de hablar, padre, y toma un poco de caldo —dijo Alma, que llevó la taza a su boca y evitó su mirada. Sospechaba que la enfermera escuchaba tras la puerta.

Henry cantó:

¡Oh, por el cabo vamos a navegar! ¡Algunos a jugar y otros a encular!

Alma trató de verterle caldo en la boca (para que dejara de cantar, más que nada), pero Henry lo escupió y apartó la taza de un manotazo. El caldo se derramó sobre las sábanas y la taza rodó por los suelos. Aún le quedaban fuerzas al viejo guerrero. La intentó agarrar de nuevo por las muñecas y se aferró a una de ellas.

—No seas una simplona, Ciruela —dijo—. No creas absolutamente nada de lo que te diga una hija de puta o un bastardo. ¡Ve a averiguarlo!

A lo largo de la semana siguiente, mientras se acercaba más y más a la muerte, Henry dijo y cantó muchas más cosas (casi todas obscenas y todas desafortunadas), pero a Alma esa frase le pareció tan profunda y convincente que la acabaría recordando como las últimas palabras de su padre: «Ve a averiguarlo».

***

Henry Whittaker murió el 19 de octubre de 1851. Fue como una tormenta que azota el mar. Bramó hasta el final, luchó hasta el último aliento. La calma que siguió a su partida fue asombrosa. Nadie podía creer que lo había sobrevivido. Hanneke, que se limpió unas lágrimas más de agotamiento que de tristeza, dijo:

—Oh, a quienes ya habitan en el cielo…, ¡buena suerte con la que les espera!

Alma ayudó a lavar el cuerpo. Pidió que la dejaran a solas con el cadáver. No era rezar lo que deseaba. No era llorar lo que deseaba. Se trataba de otra cosa, de algo que necesitaba encontrar. Tras levantar la sábana que cubría el cadáver desnudo de su padre, Alma exploró la piel en torno a su vientre, buscando con los dedos y los ojos algo similar a una cicatriz, como un bulto, algo raro, pequeño, fuera de lugar. Buscaba la esmeralda que Henry le había jurado, hacía años, cuando era una niña, que se había cosido bajo su propia carne. No le asqueó buscarla. Era una naturalista. Si estaba ahí, tenía que encontrarla.

«Siempre debes tener un último soborno bajo la manga, Ciruela».

No estaba ahí.

Alma se quedó boquiabierta. Siempre había creído todo lo que le contaba su padre. Pero entonces, pensó, tal vez cerca del fin había ofrecido la esmeralda a la muerte. Cuando las canciones no bastaron y la valentía no bastó y toda su astucia no fue suficiente para negociar una escapatoria de ese horrible contrato final, tal vez dijera: «¡Llévate también mi mejor esmeralda!». Y tal vez la muerte aceptara, pensó Alma…, pero luego también se llevó a Henry.

Ni siquiera su padre podía comprar una escapatoria de ese pacto.

Henry Whittaker se fue y su último truco se fue con él.

***

Lo heredó todo. El testamento (leído solo un día después del funeral por el viejo abogado de Henry) era el documento más sencillo imaginable, de unas pocas frases de extensión. A su única hija verdadera, ordenaba el testamento, Henry Whittaker le legó toda su fortuna. Toda la tierra, todos los negocios, toda la riqueza, todas las acciones…, todo había de ser solo para Alma. No dejó disposiciones para nadie más. No mencionó a su hija adoptiva, Prudence Whittaker Dixon, ni a sus leales trabajadores. Hanneke no recibiría nada; Dick Yancey no recibiría nada.

Alma Whittaker se convirtió en una de las mujeres más ricas del Nuevo Mundo. Controlaba una de las mayores empresas importadoras de América, cuyos negocios había gestionado ella misma durante los últimos cinco años, y poseía la mitad de la próspera farmacéutica Garrick & Whittaker. Era la única habitante de una de las mansiones privadas más grandiosas de la Mancomunidad de Pensilvania, poseía los derechos de varias patentes muy lucrativas y miles de hectáreas de tierra fértil. Bajo su mando se encontraban docenas de sirvientes y empleados, mientras un sinfín de personas por todo el mundo trabajaban para ella con contrato. Sus invernaderos rivalizaban con los de los mejores jardines botánicos europeos.

No le parecía una bendición.

Alma estaba agotada y entristecida por la muerte de su padre, por supuesto, pero este legado descomunal era más una carga que un honor. ¿Qué le interesaban a ella esa pujante empresa de importaciones botánicas o esas ajetreadas operaciones farmacéuticas? ¿Para qué necesitaba media docena de molinos y minas por toda Pensilvania? ¿De qué le servía una mansión de treinta y cuatro habitaciones llena de tesoros excepcionales y un personal desafiante? ¿Cuántos invernaderos necesitaba una amante de la botánica para estudiar musgos? (Esa respuesta, al menos, era sencilla: ninguno). Sin embargo, todo le pertenecía.

Cuando se fue el abogado, Alma se quedó aturdida y, presa de la lástima por sí misma, fue en busca de Hanneke de Groot. Ansiaba el consuelo de la persona que mejor conocía en el mundo. Encontró a la vieja ama de llaves de pie dentro del enorme hogar de la cocina; estaba metiendo el palo de una escoba por la chimenea para quitar un nido de golondrinas, mientras se iba cubriendo de hollín y suciedad.

—Seguro que hay alguien que puede hacer eso por ti, Hanneke —dijo Alma en neerlandés, a modo de saludo—. Voy a buscar a una muchacha.

Hanneke salió de la chimenea, enfurruñada y mugrienta.

—¿Piensas que no se lo he pedido? —preguntó—. Pero ¿acaso crees que hay algún alma cristiana en esta casa que quiera meter el cuello en una chimenea aparte de mí?

Alma dio a Hanneke un trapo húmedo para que se limpiara la cara y las dos mujeres se sentaron a la mesa.

—¿Ya se ha ido el abogado? —preguntó Hanneke.

—Se acaba de ir hace cinco minutos —dijo Alma.

—Qué rápido ha sido.

—Era un asunto sencillo.

Hanneke frunció el ceño.

—Entonces, te lo ha dejado todo a ti, ¿verdad?

—Sí —dijo Alma.

—¿Nada para Prudence?

—Nada —dijo Alma, que notó que Hanneke no preguntaba por ella misma.

—Maldito sea —dijo Hanneke, al cabo de un rato de silencio.

Alma hizo una mueca de dolor.

—Sé amable, Hanneke. Mi padre no lleva ni un día en su tumba.

—Maldito sea, digo —repitió el ama de llaves—. Maldito sea por tozudo y pecador, y por olvidar a su otra hija.

—De todos modos, Prudence no habría aceptado nada de mi padre, Hanneke.

—¡No sabes si eso es cierto, Alma! Ella es parte de la familia, o debería serlo. Tu muy llorada madre quería que formase parte de esta familia. Espero que ahora seas tú quien cuide de Prudence.

Esto sorprendió a Alma.

—¿En qué sentido? Mi hermana casi no quiere verme y rechaza todos mis regalos. No le puedo llevar ni una tarta sin que me diga que es más de lo que necesita. ¿De verdad crees que me permitiría compartir la fortuna de mi padre con ella?

—Es muy orgullosa esa —dijo Hanneke, con más admiración que preocupación.

Alma deseaba cambiar de tema.

—¿Qué será de White Acre, Hanneke, ahora que no está mi padre? No me hace ninguna ilusión administrar la finca sin él. Es como si a esta casa le hubieran arrancado el corazón.

—No voy a consentir que olvides a tu hermana —dijo Hanneke, como si Alma no hubiera hablado—. Una cosa es que Henry en su tumba sea pecador, estúpido y egoísta, pero otra muy distinta es que tú te comportes de la misma manera en esta vida.

Alma se sulfuró.

—Vengo a ti en busca de cariño y consejos, Hanneke, y aun así me insultas. —Se levantó, como si fuera a salir de la cocina.

—Oh, siéntate, niña. No insulto a nadie. Solo quiero decirte que tienes una gran deuda con tu hermana y que deberías cerciorarte de que esa deuda se paga.

—No tengo ninguna deuda con mi hermana.

Hanneke levantó ambas manos, aún ennegrecidas por el hollín.

—¿Es que no ves nada, Alma?

—Hanneke, si te refieres al poco cariño que hay entre Prudence y yo, te ruego que no cargues esa culpa solo sobre mis hombros. La culpa ha sido tanto de ella como mía. Nunca hemos estado cómodas juntas, ninguna de las dos, y ella me ha rechazado todos estos años.

—No hablo de cariño fraternal, niña. Muchas hermanas no se tienen cariño. Hablo de sacrificio. Sé todo lo que ocurre en esta casa, niña. ¿Crees que eres la única que acude a mí con lágrimas en los ojos? ¿Crees que eres la única que llamaba a la puerta de Hanneke abrumada por la pena? Conozco todos los secretos.

Desconcertada, Alma intentó imaginar a su distante hermana Prudence dejándose caer en los brazos del ama de llaves, bañada en lágrimas. No, no lograba imaginarlo. Prudence no tenía la misma confianza con Hanneke que Alma. Prudence no conocía a Hanneke desde la más tierna infancia y ni siquiera hablaba neerlandés. ¿Cómo era posible que hubieran intimado?

Aun así, Alma tuvo que preguntarlo.

—¿Qué secretos?

—¿Por qué no se lo preguntas tú misma a Prudence? —respondió Hanneke.

El ama de llaves se mostraba deliberadamente enigmática, pensó Alma, y no lo aguantó.

—No puedo exigirte que me digas nada, Hanneke —dijo Alma, esta vez en inglés. Estaba demasiado irritada para hablar en el viejo y familiar neerlandés—. Tus secretos te pertenecen, si lo que deseas es no compartirlos. Pero te exijo que dejes de jugar conmigo. Si tienes información sobre esta familia que piensas que yo debería conocer, entonces me gustaría que me lo contaras. Pero si solo pretendes sentarte ahí y burlarte de que ignoro algo para mí desconocido, entonces lamento haber venido a hablar contigo. He de tomar decisiones importantes respecto a la gente que vive en esta casa y me apena muchísimo la muerte de mi padre. Tengo demasiadas responsabilidades. No tengo ni tiempo ni energías para jugar contigo a las adivinanzas.

Hanneke miró a Alma con atención, entrecerrando los ojos. Cuando Alma dejó de hablar, Hanneke asintió, como si aprobara tanto el tono como el contenido de sus palabras.

—Muy bien, entonces —dijo Hanneke—. ¿Alguna vez te has preguntado por qué Prudence se casó con Arthur Dixon?

—Déjate de acertijos, Hanneke —espetó Alma—. Te lo advierto, hoy no tengo paciencia.

—No es un acertijo, niña. Intento decirte algo. Pregúntatelo a ti misma, ¿no te extrañó ese matrimonio?

—Por supuesto que sí. ¿Quién se casaría con Arthur Dixon?

—Quién, claro que sí. ¿Crees que Prudence alguna vez quiso a su tutor? Los viste juntos durante años, cuando él vivía aquí os daba clases a las dos. ¿Alguna vez notaste que Prudence tuviera algún gesto amoroso con Arthur?

Alma trató de recordar.

—No —confesó.

—Porque no lo quería. Quería a otro, y siempre fue así. Alma, tu hermana estaba enamorada de George Hawkes.

—¿De George Hawkes? —Alma solo atinó a repetir el nombre. De repente vio al editor botánico ante sí, no con su aspecto actual, el de un hombre agotado de sesenta años, de espalda encorvada y casado con una loca, sino como era hacía treinta años, cuando ella misma estaba enamorada de él: una presencia enorme y reconfortante, con una mata de pelo negro y una sonrisa tímida y amable—. ¿George Hawkes? —preguntó una vez más, muy tontamente.

—Tu hermana Prudence estaba enamorada de George Hawkes —repitió Hanneke—. Y te voy a decir algo más: George Hawkes le correspondía. Sospecho que ella aún lo quiere y sospecho que él aún la quiere a ella, después de todos estos años.

Nada de esto tenía sentido para Alma. Era como si le dijeran que su madre y su padre no eran sus verdaderos padres, o que no se llamaba Alma Whittaker, o que no vivía en Filadelfia; como si derrumbaran una verdad maravillosa y sencilla.

—¿Por qué iba Prudence a enamorarse de George Hawkes? —preguntó Alma, demasiado desconcertada para formular una pregunta más inteligente.

—Porque él era amable con ella. ¿Tú crees, Alma, que es un don ser tan bella como tu hermana? ¿Recuerdas qué aspecto tenía a los dieciséis años? ¿Recuerdas cómo se quedaban los hombres mirándola? Hombres viejos, jóvenes, casados, trabajadores…, todos, todos. Ni un solo hombre de los que pisaban esta finca dejaba de mirar a tu hermana como si quisiera comprarla para pasar una noche de desenfreno. Y fue así desde que era niña. Lo mismo con su madre, pero esta era más débil y se acabó vendiendo. Sin embargo Prudence era una chica modesta, y una buena chica. ¿Por qué crees que tu hermana nunca hablaba a la mesa? ¿Piensas que era demasiado tonta para tener una opinión? ¿Por qué crees que siempre se esforzaba para que su semblante no reflejara emoción alguna? ¿Piensas que es que no sentía nada? Alma, lo único que deseaba Prudence era no ser vista. No puedes imaginar lo que se siente cuando toda tu vida los hombres te miran como si estuvieras a la venta en una subasta.

Alma no lo pudo negar. Sin duda, no sabía qué se siente en ese caso.

Hanneke continuó:

—George Hawkes fue el único hombre que miró a tu hermana con amabilidad…, no como si fuera un objeto. Tú conoces bien al señor Hawkes, Alma. ¿Es que no ves que un hombre como él haría sentirse segura a una joven?

Por supuesto, lo veía. Al lado de George Hawkes, Alma siempre se sintió segura. Segura y respetada.

—¿Te preguntaste alguna vez por qué el señor Hawkes venía tantas veces a White Acre, Alma? ¿Crees que venía tan a menudo para ver a tu padre? —Por compasión, Hanneke no añadió: «¿O crees que venía tan a menudo para verte a ti?», pero la pregunta, muda, flotó en el aire—. Quería a tu hermana, Alma. La cortejaba a su manera, con discreción. Es más, ella lo quería a él.

—Ya lo has repetido varias veces —la interrumpió Alma—. Para mí es duro oírlo, Hanneke. ¿Sabes? Yo también amaba a George Hawkes.

—¿Piensas que no lo sabía? —exclamó Hanneke—. ¡Por supuesto que lo amabas, niña, porque era amable contigo! Eras tan inocente que le confesaste tu amor a tu hermana. ¿Crees que una joven con los principios de Prudence se habría casado con George Hawkes sabiendo lo que tú sentías por él? ¿Crees que te habría hecho algo así?

—¿Querían casarse? —preguntó Alma, incrédula.

—¡Claro que querían casarse! ¡Eran jóvenes y estaban enamorados! Pero no te habría hecho algo así, Alma. George pidió su mano poco después de la muerte de tu madre. Ella lo rechazó. Él la pidió de nuevo. Ella lo rechazó de nuevo. Él la pidió varias veces más. Ella no reveló el motivo de sus rechazos, para protegerte. Cuando él insistió, Prudence se arrojó a los brazos de Arthur Dixon, porque era el hombre casadero que estaba más cerca. Conocía a Dixon lo bastante para saber que al menos no le haría daño. No la maltrataría ni la humillaría. Incluso sentía cierto respeto por él. Le dio a conocer esas ideas abolicionistas cuando era vuestro tutor, y esos principios tuvieron una gran influencia en ella… y todavía la tienen. O sea, respetaba al señor Dixon, pero no lo quería, y tampoco lo quiere hoy. Sencillamente, necesitaba casarse con alguien (con quien fuese) para apartarse de George con la esperanza, debo decírtelo, de que George se casara contigo. Sabía que George te apreciaba como amiga y esperaba que llegase a quererte como esposa y hacerte feliz. Eso es lo que tu hermana Prudence hizo por ti, niña. Y tú osas decirme que no tienes ninguna deuda con ella.

Durante un buen rato, Alma fue incapaz de hablar.

Entonces, estúpidamente, dijo:

—Pero George Hawkes se casó con Retta.

—Es decir, no funcionó el plan de Prudence, ¿verdad, Alma? —razonó Hanneke con voz firme—. ¿Lo ves? Tu hermana renunció al hombre al que amaba para nada. Al final, George no se casó contigo. George fue e hizo lo mismo que Prudence: se arrojó a los brazos de alguien que pasaba por ahí solo para casarse cuanto antes.

«A mí ni siquiera me tuvo en cuenta», comprendió Alma. Este fue, qué vergüenza, su primer pensamiento, antes incluso de comenzar a asimilar la grandeza del sacrificio de su hermana.

«A mí ni siquiera me tuvo en cuenta».

Pero, para George, Alma no era más que una colega en el ámbito de la botánica y una buena microscopista. Ahora todo tenía sentido. ¿Por qué debería haberse fijado en Alma? ¿Por qué iba ni siquiera a darse cuenta de que Alma era mujer, cuando la exquisita Prudence estaba tan cerca? George ni por un momento supo que Alma lo quería, pero Prudence sí lo sabía. Prudence siempre lo había sabido. Prudence también sabía, comprendió Alma con una pena creciente, que no había muchos hombres en este mundo que hubieran sido buenos esposos para Alma, y que George era probablemente su mejor esperanza. Prudence, por otra parte, podría tener a quien quisiera. Así lo habría visto, supuso.

Entonces, Prudence renunció a George por Alma… o eso intentó, al menos. Pero su sacrificio no sirvió de nada. Su hermana se privó del amor, para vivir una vida de pobreza y abnegación junto a un erudito mezquino incapaz de mostrar cariño o afecto. Se privó del amor solo para que el inteligente George Hawkes viviera su vida con una esposa guapa y alocada que no había leído un libro en la vida y ahora estaba ingresada en un manicomio. Se privó del amor solo para que Alma viviera su vida en una soledad completa, de modo que, en plena madurez, había sido vulnerable a los encantos de un hombre como Ambrose Pike, a quien asqueaba el deseo que ella sentía porque solo deseaba ser un ángel (o, según parecía en esos momentos, solo deseaba muchachos tahitianos). ¡Qué gesto tan amable y tan desperdiciado fue, por tanto, el sacrificio de juventud de Prudence! Qué larga cadena de penas causó a todo el mundo. Qué triste caos y qué serie de errores lamentables.

«Pobre Prudence», pensó Alma… por fin. Al cabo de un largo momento, añadió otra idea: «¡Pobre George!». A continuación: «¡Pobre Retta!». Y luego, ya puestos: «¡Pobre Arthur Dixon!».

Pobres todos ellos.

—Si lo que dices es cierto, Hanneke —dijo Alma—, es una historia muy triste.

—Lo que digo es cierto.

—¿Por qué no me lo habías dicho antes?

—¿Para qué? —Hanneke se encogió de hombros.

—Pero ¿por qué Prudence haría algo así por mí? —preguntó Alma—. Prudence nunca me tuvo cariño.

—No importa lo que pensara de ti. Es una buena persona y vive su vida según sus principios.

—¿Me tenía lástima, Hanneke? ¿Fue por eso?

—En todo caso, te admiraba. Siempre intentaba emularte.

—¡Qué tontería! Claro que no.

—¡Tú eres la que no dices más que tonterías, Alma! Te ha admirado desde siempre, niña. ¡Piensa qué impresión le causarías cuando llegó aquí! Piensa en todo lo que sabías, en tus talentos. Siempre intentó ganarse tu admiración. Pero tú no se la ofreciste. ¿La elogiaste alguna vez? ¿Alguna vez te fijaste en lo mucho que trabajaba para ponerse a tu altura en los estudios? ¿Alguna vez admiraste sus talentos o más bien los despreciaste por ser menos dignos que los tuyos? ¿Alguna vez reparaste en sus excelentes cualidades?

—Jamás he comprendido sus excelentes cualidades.

—No, Alma… Jamás creíste en ellas. Admítelo. Piensas que su bondad es una pose. Crees que es una falsa.

—Es que lleva esa máscara… —murmuró Alma, a quien le costó encontrar argumentos para defenderse a sí misma.

—Claro que sí, porque prefiere que nadie la vea y nadie se fije en ella. Pero yo la conozco y te digo que detrás de esa máscara se esconde la mujer más buena, generosa y admirable. ¿Cómo es posible que no te des cuenta? ¿No ves qué encomiable ha sido siempre, hasta hoy mismo?, ¿qué sinceras son sus buenas obras? ¿Qué más debe hacer, Alma, para obtener tu aprecio? Aun así, no la has elogiado nunca, y ahora te dispones a rechazarla por completo, sin rastro de malestar, ahora que heredas el cofre del tesoro del pirata de tu padre, un hombre tan ciego como tú para los sufrimientos y sacrificios de los demás.

—Ten cuidado, Hanneke —advirtió Alma, que trató de contener una oleada de dolor—. Me has contado cosas que me suponen una gran conmoción, y ahora me atacas, mientras aún estoy anonadada. Te lo ruego: hoy ten cuidado conmigo, Hanneke, por favor.

—Pero todo el mundo ya ha tenido mucho cuidado contigo, Alma —respondió la vieja ama de llaves, que no cedió ni un centímetro—. Tal vez han tenido demasiado cuidado durante demasiado tiempo.

***

Sobrecogida, Alma huyó al estudio de la cochera. Se sentó en el destartalado diván de la esquina, incapaz de permanecer de pie, de soportar su peso. Su respiración era superficial y acelerada. Se sentía una extraña para sí misma. El compás interior (ese que siempre la había orientado hacia las verdades más sencillas del mundo) giraba frenético, en busca de un lugar seguro donde posarse, sin encontrar nada.

Su madre estaba muerta. Su padre estaba muerto. Su marido (fuere lo que fuere) estaba muerto. Su hermana Prudence había echado a perder su vida por la mismísima Alma, lo que no había beneficiado a nadie. La vida de George Hawkes era una tragedia. Retta Snow era un pequeño desastre, perdida y lacerada. Y ahora parecía que Hanneke de Groot (la última persona viva a quien Alma quería y admiraba) no sentía ningún respeto por ella. Y no le faltaban razones.

Sentada en el estudio, Alma se obligó al fin a hacer un repaso sincero de su propia vida. Era una mujer de cincuenta y un años, de cuerpo y mente sanos, fuerte como una mula y culta como un jesuita, tan rica como nadie. No era bella, sin duda, pero aún conservaba casi todos los dientes y no sufría dolencias ni achaques. ¿De qué tenía que quejarse? Había estado rodeada de lujos desde la cuna. No tenía marido, cierto, pero tampoco tenía hijos ni padres que fuesen una carga. Era eficaz, inteligente, trabajadora y (aunque ya no estaba tan segura) valiente. Su imaginación había sido expuesta a las ideas más osadas de la ciencia y la invención y había conocido, en su comedor, a algunas de las mentes más privilegiadas de la época. Poseía una biblioteca que habría hecho llorar a un Medici de envidia y había leído esa biblioteca varias veces.

Con toda esa cultura y esos privilegios, ¿qué había hecho de su vida? Era la autora de dos oscuros libros de briología (libros que el mundo no había pedido a gritos) y ahora trabajaba en un tercero. No había dedicado un momento de su tiempo a mejorar la vida de nadie, con la excepción de la de su egoísta padre. Era virgen y viuda, huérfana y heredera, vieja e insensata.

Pensaba que sabía mucho, pero no sabía nada.

No sabía nada acerca de su hermana.

No sabía nada acerca del sacrificio.

No sabía nada acerca del hombre con quien se había casado.

No sabía nada acerca de las fuerzas invisibles que habían dictado su vida.

Siempre se había considerado una mujer digna, conocedora del mundo, pero en realidad era una caprichosa y envejecida princesa (más oveja que cordero, a estas alturas) que nunca había arriesgado nada de valor y que nunca había viajado más allá de Filadelfia, salvo para ir a un hospital de enfermos mentales en Trenton, Nueva Jersey.

Debería haber sido insoportable afrontar tan triste inventario, pero, sin motivo aparente, no fue así. De hecho, por extraño que parezca, fue un alivio. La respiración de Alma se calmó. El compás dejó de girar. Se sentó en silencio, las manos en el regazo. No se movió. Se dejó impregnar por esta verdad nueva, y no esquivó ninguna parte.

***

A la mañana siguiente, Alma, sola, fue a caballo al despacho del abogado de su padre y ahí pasó las siguientes nueve horas, sentada con ese hombre ante un escritorio, donde elaboró documentos, ejecutó disposiciones e hizo caso omiso de los reparos. El abogado no vio con buenos ojos nada de lo que Alma hacía. Alma no escuchó ni una sola palabra. El abogado negó con esa cabeza vieja y amarillenta hasta que la papada ondeó, pero no logró cambiar la opinión de Alma en nada. Las decisiones solo le correspondían a ella, como los dos sabían muy bien.

Una vez concluido ese asunto, Alma guio al caballo hasta la 39th Street, donde vivía su hermana. Había caído la noche y la familia Dixon estaba terminando de cenar.

—Ven a dar un paseo conmigo —dijo Alma a Prudence, quien, si le sorprendió la súbita visita de Alma, no lo aparentó.

Las dos mujeres caminaron por Chestnut Street, agarradas educadamente del brazo.

—Como sabes —dijo Alma—, nuestro padre ha fallecido.

—Sí —respondió Prudence.

—Gracias por la nota de pésame.

—No hay de qué —dijo Prudence.

Prudence no había asistido al funeral. Nadie esperaba que lo hiciera.

—He pasado todo el día con el abogado —continuó Alma—. Hemos revisado el testamento. Estaba lleno de sorpresas.

—Antes de que continúes —intervino Prudence—, debo decirte que mi conciencia no me permite aceptar dinero de nuestro difunto padre. Hubo un distanciamiento entre nosotros que no supe o no quise arreglar y no me parecería ético beneficiarme de su generosidad ahora que se ha ido.

—No tienes de qué preocuparte —dijo Alma, que se detuvo y se giró para mirar a su hermana a los ojos—. No te ha dejado nada.

Prudence, con el mismo control de siempre, no reaccionó. Se limitó a decir:

—Entonces, es sencillo.

—No, Prudence —dijo Alma, cogiendo de la mano a su hermana—. No es sencillo, ni mucho menos. Lo que padre ha hecho es muy sorprendente y te ruego que me escuches con atención. Dejó todo el patrimonio de White Acre, junto con la mayor parte de su inmensa fortuna, a la Sociedad Abolicionista de Filadelfia.

Ni siquiera entonces Prudence reaccionó ni respondió. «Cielo santo, qué fuerte es», pensó Alma, que casi hizo una reverencia como señal de admiración por la discreción de su hermana. Beatrix habría estado orgullosa.

Alma prosiguió:

—Pero hay una disposición adicional que acompaña al testamento. Según sus instrucciones, dejaría su patrimonio a la Sociedad Abolicionista con la condición de que la mansión de White Acre se convierta en una escuela para niños negros y que tú, Prudence, la dirijas.

Prudence lanzó a Alma una mirada penetrante, como si buscara en el rostro de su hermana un rastro de artimañas. Alma no tuvo dificultades para que su semblante adoptase una expresión sincera, pues, sin duda, eso era lo que decían los documentos… o, al menos, eso es lo que decían los documentos ahora.

—Dejó una larga carta para explicarse —continuó Alma— y te la puedo resumir ahora mismo. Dijo que no había hecho mucho bien en la vida, a pesar de haber prosperado a las mil maravillas. Sentía que no había ofrecido al mundo nada de valor, a cambio de esa enorme fortuna. A su juicio, tú serías la persona indicada para que White Acre, en el futuro, sea un baluarte de la bondad humana.

—¿Él escribió esas palabras? —preguntó Prudence, tan perspicaz como siempre—. ¿Esas mismas palabras, Alma? ¿Nuestro padre, Henry Whittaker, habló de un baluarte de la bondad humana?

—Esas mismas palabras —insistió Alma—. Las escrituras y las instrucciones ya están listas. Si no aceptas estas disposiciones (si no te mudas a White Acre y te encargas de dirigir una escuela ahí, como deseó nuestro padre), entonces todo el dinero y los bienes vuelven a nosotras, sin más, y tendremos que venderlo todo o dividirlo de alguna manera. En ese caso, me parece una lástima no respetar sus deseos.

Prudence escudriñó los ojos de Alma una vez más.

—No te creo —dijo al fin.

—No hace falta que me creas —replicó Alma—. Así son las cosas. Hanneke seguirá a cargo de los sirvientes y te ayudará durante la transición a dirigir White Acre. Padre dejó a Hanneke un generosísimo legado, pero sé que desea quedarse a ayudarte. Te admira mucho y quiere seguir siendo útil. Los jardineros y los paisajistas conservan sus puestos, para cuidar la finca. La biblioteca ha de permanecer intacta, para la educación de los estudiantes. El señor Dick Yancey va a seguir administrando los negocios internacionales de nuestro padre y va a hacerse cargo de la parte de los Whittaker en la farmacéutica, cuyos beneficios han de invertirse en la escuela, en los salarios de los trabajadores y en causas abolicionistas. ¿Lo comprendes?

Prudence no respondió.

Alma prosiguió:

—Ah, pero hay otra disposición más. Padre ha reservado una generosa suma para pagar los gastos en que incurra nuestra amiga Retta en el asilo Griffon durante el resto de sus días, de modo que George Hawkes no deba soportar esa carga.

Ahora Prudence parecía estar perdiendo el control de algo en su rostro. Sus ojos se humedecieron, al igual que su mano, entrelazada con la de Alma.

—Nada de lo que digas —afirmó Prudence— me va a convencer de que estos eran los deseos de nuestro padre.

Aun así, Alma no cedió.

—Que no te sorprenda tanto. Ya sabes que era un hombre impredecible. Y, como verás, Prudence, las escrituras de propiedad y las disposiciones de la transferencia son legales e incontestables.

—Sé de sobra, Alma, que se te da muy bien redactar documentos legales.

—Pero me conoces desde hace muchos años, Prudence. ¿Alguna vez me has visto hacer algo que nuestro padre prohibiera o no hacer algo que me ordenara? ¡Piénsalo, Prudence! ¿Alguna vez lo has visto?

Prudence apartó la vista. Y entonces su cara se hundió en sí misma, su reserva al fin se fracturó, y Prudence se deshizo en lágrimas. Alma rodeó a su hermana (a esta hermana extraordinaria, valiente y que tan poco conocía) con los brazos y las dos mujeres se quedaron así durante mucho tiempo, abrazadas y en silencio, mientras Prudence lloraba.

Al fin, Prudence se apartó y se limpió los ojos.

—¿Y qué te ha dejado a ti, Alma? —preguntó, con la voz conmovida—. ¿Qué te ha dejado ese generosísimo padre nuestro a ti, tras toda esta beneficencia inesperada?

—No te preocupes por eso ahora, Prudence. Tengo mucho más de lo que necesito.

—Pero ¿qué te ha dejado exactamente? Tienes que decírmelo.

—Un poco de dinero —dijo Alma—. Y la cochera también… o, más bien, todas mis posesiones que están ahí.

—¿Significa eso que vas a vivir para siempre en la cochera? —preguntó Prudence, abrumada y confundida, y agarrada de nuevo a la mano de Alma.

—No, cariño. No voy a vivir cerca de White Acre nunca más. Ahora está todo en tus manos. Pero mis libros y mis pertenencias se van a quedar en la cochera, mientras me voy por un tiempo. A la postre me estableceré en algún lugar, y entonces te pediré que me envíes lo que necesito.

—Pero ¿adónde vas?

Alma no pudo evitar una risa.

—Oh, Prudence —dijo—. Si te lo contara, ¡pensarías que estoy loca!