Alma guio a Dick Yancey al estudio de su padre y cerró la puerta tras de sí. Era la primera vez que estaba a solas en una habitación con ese hombre. Había sido una presencia constante en su vida desde sus más tiernos recuerdos, pero siempre la estremecía e incomodaba. Esa altura imponente, esa palidez de cadáver, esa calva reluciente, esa mirada gélida, ese acpecto de hombre duro: todo se unía para crear una figura amenazadora de verdad. Incluso ahora, tras haberlo conocido durante casi cincuenta años, Alma no sabría decir qué edad tenía. Era eterno. Eso lo volvía aún más temible. El mundo entero temía a Dick Yancey, que era exactamente lo que quería Henry Whittaker. Alma nunca comprendió la lealtad de Yancey hacia Henry o cómo Henry lograba controlarlo, pero una cosa era cierta: The Whittaker Company no funcionaría sin ese hombre aterrador.
—Señor Yancey —dijo Alma, señalando una silla—, se lo ruego, póngase cómodo.
Yancey no se sentó. Se quedó en medio del estudio, con la maleta de Ambrose en una mano. Alma intentó no mirarla: era la única posesión de su difunto esposo. Alma tampoco se sentó. Era evidente que no se iban a poner cómodos.
—¿Hay algo de lo que desea hablar conmigo, señor Yancey? ¿O prefiere ver a mi padre? Ha estado indispuesto últimamente, como seguramente ya sabe, pero hoy ha tenido un buen día y tiene la cabeza despejada. Puede recibirle en su habitación, si así lo desea.
Dick Yancey no habló. Era una famosa táctica suya: el silencio como arma. Cuando Dick Yancey no hablaba, quienes lo rodeaban, nerviosos, llenaban el aire con palabras. La gente decía más de lo que quería decir. Dick Yancey observaba desde su fortificación silenciosa mientras los secretos volaban ante él. Entonces, llevaba esos secretos a White Acre. Era una función de su poder.
Alma decidió no caer en esa trampa hablando sin pensar. Por lo tanto, se quedaron en silencio, ambos, durante unos dos minutos. Pasado el rato, Alma no pudo aguantar más. Habló de nuevo:
—Veo que lleva la maleta de mi difunto esposo. Supongo que ha estado en Tahití y la encontró ahí. ¿Ha venido a entregármela?
Él siguió sin moverse ni decir una palabra.
Alma prosiguió:
—Si se pregunta si me gustaría recibir esa maleta, señor Yancey, la respuesta es sí… Me gustaría mucho. Mi difunto esposo era hombre de escasas posesiones y para mí significaría mucho guardar como recuerdo el único objeto, por lo que sé, que él valoraba enormemente.
Siguió sin hablar. ¿La iba a obligar a suplicarle? ¿Tenía que pagarle algo? ¿Quería algo a cambio? ¿O (la idea recorrió su mente en un destello errante e ilógico) dudaba por alguna razón? ¿Era posible que el señor Yancey titubease? No había modo de saberlo. No había modo de interpretar sus gestos. Alma comenzó a sentirse tan impaciente como alarmada.
—De verdad, he de insistir, señor Yancey —dijo—, en que se explique.
Dick Yancey no era hombre que se explicase. Alma lo sabía mejor que nadie. No malgastaba palabras en asuntos tan triviales como una explicación. No malgastaba palabras en ningún caso. Desde su más tierna infancia, de hecho, Alma apenas lo había oído pronunciar más de dos o tres palabras seguidas. Ese día, sin embargo, Dick Yancey fue capaz de explicarse con una sola palabra, que gruñó por la comisura de la boca al pasar junto a Alma de camino a la puerta y arrojar la maleta a sus brazos.
—Quémela —dijo.
***
Alma se sentó a solas con la maleta en el estudio de su padre durante una hora, contemplando ese objeto como si tratara de determinar, gracias a ese exterior de cuero desgastado y con manchas de sal, qué se ocultaba dentro. ¿Por qué diablos habría dicho algo así? ¿Por qué se tomaría la molestia de traer esta maleta desde el otro lado del planeta solo para pedirle que la quemara? ¿Por qué no la había quemado él mismo, si era necesario quemarla? ¿Y había querido decir que debería quemarla después de abrirla y revisar el contenido o antes? ¿Por qué había dudado tanto antes de entregarla?
Preguntarle al respecto, por supuesto, no era factible: hacía ya mucho que se había ido. Dick Yancey se movía con una velocidad inverosímil; a estas alturas, ya podía estar a medio camino de Argentina. Incluso si hubiera permanecido en White Acre, no respondería más preguntas. Alma lo sabía. Una conversación semejante nunca formaría parte de los servicios de Dick Yancey. Lo único que sabía era que tenía entre las manos la preciada maleta de Ambrose… y, por lo tanto, un dilema.
Decidió llevarla a su estudio, en la cochera, para reflexionar en la intimidad. La dejó en un rincón del diván, donde Retta solía charlar con ella hacía tantos años, donde Ambrose solía tumbarse con las piernas colgando y donde Alma durmió durante los lúgubres meses que siguieron a la marcha de Ambrose. Estudió la maleta. Medía unos sesenta centímetros de largo, unos cuarenta de ancho y quince de fondo: un sencillo rectángulo de cuero barato color miel. Era de aspecto humilde, con raspaduras y marcas. El asa había sido reparada con alambre y cordones de cuero varias veces. Las bisagras estaban deslustradas por el aire marino y los años. Casi no se veían las iniciales, en ligero relieve, por encima del asa: «A. P.». Dos cinturones de cuero rodeaban la maleta y la mantenían cerrada, como correas alrededor del pecho de un caballo.
No tenía cerradura, lo cual era muy típico de Ambrose. Qué carácter tan confiado… Tal vez, de haber tenido cerradura la maleta, Alma no la habría abierto. Tal vez, ante la sutil indicación de que encerraba un secreto, Alma la habría dejado. O tal vez no. Alma había nacido para investigar, sin parar mientes en las consecuencias, incluso si eso suponía romper una cerradura.
Abrió la maleta sin problemas. Dentro, doblada, había una chaqueta marrón de pana, que reconoció de inmediato y le puso un nudo en la garganta. La sacó y se la llevó a la cara, con la esperanza de oler a Ambrose en sus fibras, pero no detectó más que un rastro de moho. Bajo la chaqueta encontró un grueso montón de papeles: bocetos y dibujos en un papel ancho y dentado de color del huevo. El primer dibujo representaba un Pandanus tropical, árbol que reconoció de inmediato por sus hélices de hojas y sus gruesas raíces. Aquí estaba la excelente mano de Ambrose para la ilustración botánica, con toda perfección de detalles. No era más que un boceto a lápiz, pero era magnífico. Tras estudiarlo, Alma lo apartó. Debajo de este dibujo había otro: un detalle de una vainilla en flor, dibujado a tinta y coloreado con delicadeza, que casi revoloteaba por la página.
Alma sintió un renacer de la esperanza. La maleta, entonces, contenía las impresiones botánicas de Ambrose de los mares del Sur. Era consolador en muchos sentidos. Para empezar, significaba que Ambrose había hallado solaz en su obra mientras vivía en Tahití, y no se había limitado a marchitarse en una desesperanza silenciosa. Además, obteniendo estos dibujos, Alma tendría más de Ambrose: tendría un recuerdo exquisito y tangible de él. Estos dibujos serían una ventana a sus últimos años; podría ver lo que él había visto, como si mirase por sus ojos.
El tercer dibujo era un cocotero, un boceto apresurado e inacabado. El cuarto dibujo, sin embargo, la paralizó. Era un rostro. Esto era una sorpresa, pues Ambrose, hasta donde sabía Alma, no había mostrado interés en retratar la forma humana. Ambrose no era un retratista y nunca dijo que lo fuera. Aun así, aquí estaba, un retrato, a lápiz y tinta, con el exigente estilo de Ambrose. Era el perfil derecho de un joven. Los rasgos sugerían ascendencia polinesia. Pómulos amplios, nariz plana, labios carnosos. Atractivo y poderoso. De pelo corto, como un europeo.
Alma pasó al siguiente boceto: otro retrato del mismo joven, de perfil izquierdo. El siguiente dibujo mostraba un brazo de hombre. No era el brazo de Ambrose. El hombro era más fornido, el antebrazo más robusto. A continuación, un detalle de un ojo humano. No era el ojo de Ambrose (Alma reconocería el ojo de Ambrose en cualquier lugar). Era el ojo de otra persona, inconfundible por sus párpados aterciopelados.
Luego vino un estudio de cuerpo entero de un joven, desnudo, visto de espaldas, que caminaba, aparentemente, alejándose del artista. Era una espalda amplia y musculosa. Hasta la última vértebra era representada con minucioso detalle. Otro desnudo mostraba al joven apoyado en un cocotero. Ese rostro ya resultaba familiar a Alma: la misma frente orgullosa, los mismos labios carnosos, los mismos ojos almendrados. Aquí parecía más joven que en los otros dibujos: era casi un muchacho. Tal vez diecisiete o dieciocho años.
No había más estudios botánicos. El resto de los dibujos, bocetos y pinturas de la maleta eran desnudos. Habría más de cien todos del mismo joven nativo peinado a la europea. En alguno parecía dormido. En otros corría, o llevaba una lanza, o levantaba una piedra, o recogía una red de pesca, a semejanza de los atletas o semidioses de la antigua cerámica griega. En ninguno de los retratos vestía ni un retazo de ropa…, ni siquiera zapatos. En casi todos los estudios, el pene se mostraba fláccido y relajado. En otros, decididamente no. (En estos, la cara del joven se volvía hacia el retratista con un descaro sincero y tal vez divertido).
—Dios mío —se oyó decir Alma a sí misma. Entonces, comprendió que había estado diciendo esas palabras todo el tiempo, ante cada nueva y asombrosa imagen.
«Dios mío, Dios mío, Dios mío».
Alma Whittaker era una mujer de mente rápida y estaba lejos de ser una inocente sensual. La única conclusión posible ante el contenido de la maleta era esta: Ambrose Pike (parangón de la pureza, el ángel de Framingham) era sodomita.
Los pensamientos de Alma volvieron a su primera noche en White Acre. Durante la cena, los había deslumbrado, a Henry y a Alma, con sus ideas sobre la polinización a mano de la vainilla de Tahití. ¿Qué es lo que había dicho? Sería fácil, prometió: «No necesitan más que niños pequeños con dedos pequeños y palitos pequeños». Había sonado muy jocoso. Ahora, al oír el eco, resultaba perverso. Además, respondía muchas preguntas. Ambrose fue incapaz de consumar su matrimonio no porque Alma fuera vieja, no porque Alma fuera fea y no porque quisiera emular a los ángeles…, sino porque quería niños pequeños con dedos pequeños y palitos pequeños. O niños grandotes, según esos dibujos.
¡Santo Dios, cuánto había tenido que aguantar por su causa! ¡Cuántas mentiras le había contado! ¡Cuántas manipulaciones! Qué desprecio por sí misma despertó en ella por esos deseos tan naturales. Esa mirada en la bañera, cuando Alma se metió los dedos de él en la boca…, como si Alma fuera un súcubo que fuera a devorarle la carne. Recordó unas palabras de Montaigne, algo que había leído hacía años y había permanecido con ella, y ahora, por desgracia, venía a cuento: «Las ideas supercelestiales y las costumbres subterrenales son cosas que siempre vi en singular armonía».
Qué estúpida había sido, por Ambrose y sus ideas supercelestiales, por sus sueños grandiosos, su falsa inocencia, su piedad fingida, sus nobles palabras sobre la comunión con lo divino… ¡y mira dónde había acabado! ¡En un turbio paraíso, con un catamita bien dispuesto y una buena polla enhiesta!
—Artero hijo de puta —dijo en voz alta.
***
Tal vez otra mujer habría seguido el consejo de Dick Yancey y habría quemado la maleta y todo lo que contenía. Alma, sin embargo, era demasiado científica para quemar pruebas del tipo que fuesen. Guardó la maleta bajo el diván de su estudio. Nadie la encontraría ahí. Nadie entraba en esa habitación, de todos modos. Por temor a que interfirieran en su trabajo, ni siquiera permitía que nadie salvo ella limpiase el estudio. A nadie le importaba lo que una vieja solterona como Alma hiciera en una habitación llena de microscopios ridículos, libros tediosos y frascos de musgo seco. Era una insensata. Su vida era una comedia, una comedia terrible y triste.
Fue a cenar y no prestó atención a la comida.
¿Quién más lo sabía?
Había oído los peores rumores sobre Ambrose en los meses que siguieron a su matrimonio (o eso creía), pero no recordaba que nadie lo hubiera acusado de ser un afeminado. ¿Habría sodomizado a los mozos de cuadra? ¿O a los jóvenes jardineros? ¿A eso se dedicaba? Pero ¿cuándo lo habría hecho? Alguien habría dicho algo. Alma y Ambrose siempre estaban juntos, y los secretos lascivos no duran mucho tiempo. Los secretos son una moneda que quema en los bolsillos y a la postre siempre se gasta. Sin embargo, nadie había dicho ni una palabra.
¿Se habría enterado Hanneke?, se preguntó Alma, mirando a la anciana ama de llaves. ¿Por eso se había opuesto tan firmemente a Ambrose? «No lo conocemos», había dicho tantas veces…
¿Y Daniel Tupper, de Boston, el mejor amigo de Ambrose? ¿Habría sido algo más que un amigo? El telegrama que envió el día de su boda («Bien hecho, Pike») ¿era un código jocoso? Pero Daniel Tupper era un hombre casado con una casa llena de niños, recordó Alma. O eso dijo Ambrose. No importaba. La gente podía ser muchas cosas, al parecer, y al mismo tiempo.
¿Y su madre? ¿Lo sabía la señora Constance Pike? ¿A eso se refería cuando escribió: «Rezo para que un buen matrimonio le cure de ser un holgazán moral»? ¿Por qué no había leído esa carta con más atención? ¿Por qué no había investigado?
¿Cómo era posible que no lo hubiese notado?
Después de la cena, caminó por la habitación. Se sentía partida en dos y desvencijada. Se sentía ahogada por la curiosidad, espoleada por la ira. Incapaz de detenerse, se dirigió de nuevo a la cochera. Fue a la imprenta que, con tantos cuidados (y dinero), había preparado para Ambrose tres años atrás. Toda la maquinaria reposaba bajo sábanas, y los muebles también. Una vez más, encontró el cuaderno de Ambrose en el primer cajón del escritorio. Lo abrió al azar y encontró una muestra de esa palabrería mística tan familiar:
«Nada existe salvo la MENTE y su propulsor es la FUERZA… No oscurecer el día, no relumbrar en el cambio… ¡Fuera las apariencias, fuera las apariencias!».
Cerró el libro e hizo un ruido desagradable. No aguantaba ni una sola palabra más. ¿Por qué ese hombre nunca se expresó con claridad?
Volvió a su estudio y sacó la maleta de debajo del diván. Esta vez miró más detenidamente el contenido. No era una tarea agradable, pero sentía que debía hacerlo. Hurgó entre los bordes de la maleta, en busca de un compartimento secreto o algo en lo que no hubiera reparado la primera vez. Registró los bolsillos de la chaqueta desgastada de Ambrose, pero no encontró más que un trozo de lapicero.
Entonces, volvió una vez más a los dibujos: los tres hermosos dibujos de plantas y las docenas de dibujos obscenos del mismo joven apuesto. Se preguntó, al verlos por segunda vez, si sería posible llegar a una conclusión diferente, pero no; los retratos eran crudos, sensuales, íntimos. No cabía otra interpretación. Alma dio la vuelta a uno de los desnudos y vio algo escrito al dorso, con la letra encantadora y grácil de Ambrose. Estaba en una esquina, como una firma tenue. Pero no era una firma. Eran solo dos palabras, en letras minúsculas: tomorrow morning. «Mañana por la mañana».
Alma dio la vuelta a otro desnudo y vio, en la misma esquina inferior derecha, las mismas palabras: tomorrow morning. Uno a uno, dio la vuelta a todos los dibujos. En todos se decía lo mismo, con esa caligrafía elegante y familiar: tomorrow morning, tomorrow morning, tomorrow morning… Mañana por la mañana, mañana por la mañana, mañana por la mañana…
¿Qué significaba eso? ¿Es que todo debía ser un maldito código?
Tomó una hoja de papel y separó las letras de tomorrow morning, formando otras palabras y frases:
No room, trim wrong («Sin espacio, mala poda»).
Ring moon, Mr. Root («Anillo luna, señor raíz»).
O Grim—no wort, morn! («Oh triste… sin hierba, alborada»).
No tenían ningún sentido. Tampoco aportó luz alguna traducir las palabras al francés, al neerlandés, al latín, al griego ni al alemán. Ni leerlas hacia atrás, ni asignarles números según su lugar en el alfabeto. Tal vez no fuera un código. Tal vez era un aplazamiento. Tal vez siempre iba a pasar algo con este muchacho tomorrow morning, es decir, mañana por la mañana, al menos según Ambrose. Vaya, eso era muy propio de Ambrose; en cualquier caso, misterioso y decepcionante. Tal vez solo demoraba la consumación del acto con su apuesta musa nativa: «No te voy a sodomizar ahora, joven, pero ¡me pondré a ello mañana por la mañana, a primera hora!». Tal vez era así como se mantenía puro ante la tentación. Tal vez no llegó a tocar al muchacho. Entonces, ¿por qué dibujarlo desnudo?
A Alma se le ocurrió otra idea: ¿y si estos dibujos fueran un encargo? ¿Y si alguien (otro sodomita, tal vez, y de los ricos) hubiera pagado a Ambrose para retratar a este muchacho? Pero ¿por qué habría necesitado Ambrose dinero, cuando Alma se encargaba de que no le faltase de nada? ¿Y por qué habría aceptado tal encargo, siendo como era una persona de sensibilidad tan exacerbada…? O eso decía él mismo. Si su moralidad no era más que una farsa, era evidente que habría seguido actuando incluso después de salir de White Acre. En Tahití su reputación no era la de un degenerado, o el reverendo Francis Welles no se habría molestado en ensalzar a Pike por ser «un caballero de moral excelsa y de pureza de carácter».
¿Por qué, entonces? ¿Por qué este muchacho? ¿Por qué un muchacho desnudo y excitado? ¿Por qué un joven tan apuesto y de rostro tan inconfundible? ¿Por qué el esfuerzo de tantos dibujos? ¿Por qué no dibujar flores en su lugar? Ambrose amaba las flores, ¡y Tahití estaba cubierta de flores! ¿Quién era esta musa? ¿Y por qué a Ambrose le llegó la muerte mientras planeaba, sin cesar, hacer algo con este muchacho, y hacerlo, para siempre y sin fin, mañana por la mañana?