Capítulo dieciocho

Durante los siguientes tres años, Alma apenas recibió noticias de Ambrose; de hecho, apenas recibió noticias acerca de él. A principios del verano de 1849, Dick Yancey envió un mensaje que decía que habían llegado a salvo a Tahití tras un viaje sin percances. (Alma sabía que eso no significaba que hubiera sido un viaje plácido; para Dick Yancey, cualquier viaje que no acabara en un naufragio o en un abordaje pirata era un viaje sin percances). Yancey anunció que Ambrose había desembarcado en la bahía de Matavai, donde estaría al cuidado de un misionero botánico, el reverendo Francis Welles, y que el señor Pike ya conocía sus deberes en la plantación de vainilla. Poco después, Dick Yancey dejó Tahití para atender negocios en Hong Kong. Después de eso, no llegaron más noticias.

Fue una época de gran desesperación para Alma. La desesperación es un asunto tedioso que enseguida se vuelve repetitivo, y así fue como para Alma cada día se convirtió en una réplica exacta del día anterior: triste, solitario y borroso. El primer invierno fue el peor. Los meses parecían más fríos y oscuros que los de otros inviernos y Alma percibía aves de rapiña invisibles que trazaban círculos en torno a ella cada vez que caminaba entre la cochera y la mansión. Los árboles desnudos la miraban descarnados, rogando un poco de calor o de cobijo. El Schuylkill se heló tanto que los hombres hacían hogueras por la noche en su superficie para asar carne. Cada vez que Alma salía, el viento la golpeaba, la atrapaba y la envolvía como una capa rígida y glacial.

Dejó de dormir en su habitación. Casi dejó de dormir del todo. Más o menos vivía en la cochera desde la confrontación con Ambrose; no se imaginaba durmiendo de nuevo en su cámara nupcial. Dejó de ir a comer a la casa y cenaba lo mismo que desayunaba: caldo y pan, leche y melaza. Se sentía apática, trágica y levemente asesina. Estaba irritable y quisquillosa precisamente con las personas que eran más amables con ella (Hanneke de Groot, por ejemplo) y desatendió a su hermana Prudence y a su pobre amiga Retta. Evitaba a su padre. A duras penas se mantenía al día con el trabajo oficial de White Acre. Se quejó a Henry de que la trataba injustamente, que siempre la había tratado como a una criada.

—¡Jamás me las he dado de justo! —gritó Henry, que la exilió a la cochera hasta que recuperara el dominio de sí misma.

Pensaba que el mundo se burlaba de ella, y por lo tanto le resultaba difícil hacer frente al mundo.

Alma siempre había sido de constitución robusta y no conocía las desolaciones del lecho de enferma, pero durante ese primer invierno, tras la marcha de Ambrose, le costaba levantarse por las mañanas. Perdió el ánimo de estudiar. No era capaz de imaginar por qué le habían interesado los musgos… o cualquier cosa. Todos sus entusiasmos se cubrieron de malas hierbas. No recibía invitados en White Acre. Carecía de las energías para ello. Las conversaciones eran agotadoras e insoportables; el silencio era peor. Sus pensamientos eran una nube infecta que no servía de nada. Si una doncella o un jardinero osaban cruzarse en su camino, no era extraño que gritase: «¿Por qué no tengo ni un momento de intimidad?», y se apresurara en la dirección opuesta.

En su búsqueda de respuestas respecto a Ambrose, registró su estudio, que había dejado intacto. Encontró un cuaderno lleno de sus escritos en el primer cajón del escritorio. No tenía derecho a leer esa reliquia de una vida privada y lo sabía, pero se dijo a sí misma que si Ambrose hubiera tenido la intención de mantener estos pensamientos en secreto, no los habría guardado en un lugar tan obvio, en un cajón que ni siquiera estaba cerrado. El cuaderno, sin embargo, no ofreció respuestas. En todo caso, la confundió y alarmó aún más. Las páginas no estaban cubiertas ni de confesiones ni de fantasías, ni era un simple registro de las transacciones cotidianas, como los diarios de su padre. Ninguna entrada estaba fechada. Muchas frases apenas eran frases; no eran más que fragmentos de ideas, seguidos de puntos suspensivos.

«¿Cuál es tu voluntad?… El eterno olvido de todo conflicto… anhelar solo aquello que es robusto y puro, ciñéndose a la norma divina de la autonomía por sí sola… Encontrar por doquier aquello que se adjunta… ¿Los ángeles se retuercen tan dolorosamente contra sí mismos y la carne fétida? ¡Todo lo que está podrido dentro de mí para ser incesante y recuperado de forma no-autodestructiva!… Ser por completo ¡regenerado!, en una firmeza benevolente… ¡Solo gracias al fuego robado o al conocimiento robado avanza la sabiduría!… No hay fuerza en la ciencia sino en la compilación de dos: el eje donde el fuego da a luz al agua… ¡Cristo, sé mi mérito, da ejemplo dentro de mí!… ¡Hambre TÓRRIDA, que al saciarse solo genera más hambre!».

Había páginas y páginas así. Era un confeti de pensamientos. Comenzaba en ninguna parte, se dirigía a ninguna parte y concluía en la nada. En el mundo de la botánica, este estilo confuso recibiría el nombre Nomina dubia o Nomina ambigua, es decir, nombres de plantas engañosos y opacos que impiden la clasificación de los especímenes.

Una tarde Alma al fin no aguantó más y abrió los sellos de ese complejo papel doblado que Ambrose le había entregado como regalo de boda: el objeto, el mensaje de amor que le había pedido que no abriera nunca. Desdobló los numerosos pliegues y lo extendió. En el centro de la página había una sola palabra, escrita con su caligrafía elegante e inconfundible: «ALMA».

Inútil.

¿Quién era esta persona? O más bien, ¿quién había sido? ¿Y quién era Alma, ahora que él ya no estaba? Aún más, ¿qué era ella?, se preguntó. Era una virgen casada que había compartido un lecho de castidad con un marido joven y exquisito durante apenas un mes. ¿Cabía incluso considerarse casada? No lo creía. No soportaría más que nadie la llamara «señora Pike». Ese apellido era una broma cruel y vociferaba a quien osara pronunciarlo. Era aún Alma Whittaker, como siempre había sido Alma Whittaker.

No lograba dejar de pensar que, de haber sido más hermosa o más joven, tal vez habría convencido a su marido para que la amase como deben amar los maridos. ¿Por qué Ambrose la había escogido para un mariage blanc? Sin duda, porque tenía el aspecto adecuado: el de una persona poco agraciada de ningún atractivo. Se atormentaba a sí misma pensando si debería haber aprendido a soportar la humillación del matrimonio, tal y como había sugerido su padre. Tal vez debería haber aceptado las condiciones de Ambrose. De haber sido capaz de tragarse el orgullo o extinguir sus deseos, aún lo tendría a su lado, compañero de sus días. Una persona más fuerte tal vez lo habría resistido.

Tan solo un año antes Alma era una mujer satisfecha, útil e industriosa, que ni siquiera había oído hablar de Ambrose Pike, y ahora su existencia era un yermo desolado por ese hombre. Ambrose llegó, la iluminó, la hechizó con sus ideas de milagros y bellezas, la comprendió y la malinterpretó al mismo tiempo, se casó con ella, le rompió el corazón, la miró con esos ojos tristes y desolados, aceptó su destierro y ahora ya no estaba. Qué crudo y sorprendente el ejercicio de vivir… ¡Que un cataclismo llegue y se vaya con tal rapidez, dejando solo ruinas a su paso!

***

Las estaciones pasaron, pero de mala gana. Ya era 1850. Una noche a principios de abril, Alma se despertó de una pesadilla violenta y sin rostro. Estaba agarrada a su propia garganta, asfixiando los últimos restos del terror. En un ataque de pánico, hizo lo más extraño. Saltó del diván de la cochera y corrió descalza por el patio helado, por la calzada de grava, por el jardín griego de su madre, hacia la casa. A toda prisa, dobló la esquina que daba a la puerta trasera de la cocina y empujó, con el corazón desbocado y sin aire en los pulmones. Corrió escaleras abajo (sus pies conocían hasta el último escalón de madera en la oscuridad) y no dejó de correr hasta llegar a las barras que rodeaban la habitación de Hanneke de Groot, en el rincón más cálido del sótano. Se aferró a las barras y las sacudió como una prisionera enloquecida.

—¡Hanneke! —gritó Alma—. ¡Hanneke, estoy asustada!

Si se hubiera parado un solo instante entre el despertar y el final de la carrera, tal vez se habría detenido. Era una mujer madura de cincuenta años que corría a los brazos de su vieja niñera. Era absurdo. Pero no se detuvo.

Wie is daar? —gritó Hanneke, sobresaltada.

Ik ben het. Alma! —dijo Alma, que volvió al neerlandés, cálido y familiar—. ¡Tienes que ayudarme! He tenido sueños muy malos.

Hanneke se levantó, quejumbrosa y desconcertada, y abrió la puerta. Alma corrió a sus brazos (esos enormes jamones salados que tenía por brazos) y lloró como un bebé. Sorprendida pero dispuesta a adaptarse, Hanneke llevó a Alma a la cama y la sentó, la abrazó y le permitió llorar en su hombro.

—Vamos, vamos —dijo Hanneke—. No te va a matar.

Pero Alma pensaba que la mataría este negro pozo de pena. El fondo era insondable. Llevaba un año y medio hundiéndose en ese pozo y temía hundirse en él para siempre. Lloró, fuera de sí, en el cuello de Hanneke, sollozando la cosecha de su espíritu oscurecido. Debió de derramar jarras de lágrimas en el seno de Hanneke, pero esta ni se movió ni habló, salvo para repetir: «Vamos, vamos, niña. No te va a matar».

Cuando al fin Alma se recuperó un poco, Hanneke cogió un paño limpio y secó la cara de Alma y su pecho con la eficacia de costumbre, como habría limpiado las mesas de la cocina.

—Hemos de aguantar lo que es inevitable —dijo a Alma, mientras le limpiaba la cara—. No vas a morir de pena… Igual que no nos morimos los demás.

—Pero ¿cómo soportarlo? —rogó Alma.

—Mediante la digna ejecución de nuestros deberes —dijo Hanneke—. No tengas miedo de trabajar, niña. Ahí es donde vas a encontrar tu consuelo. Si estás bastante sana para llorar, estás bastante sana para trabajar.

—Pero yo lo quería —dijo Alma.

Hanneke suspiró.

—Entonces, has cometido un error que se paga muy caro. Querías a un hombre que pensaba que el mundo estaba hecho de mantequilla. Querías a un hombre que deseaba ver estrellas de día. No tenía cabeza.

—Sí tenía cabeza.

—No tenía cabeza —repitió Hanneke.

—Era singular —dijo Alma—. No deseaba vivir en el cuerpo de un hombre mortal. Deseaba ser una criatura celestial… y deseaba que yo también lo fuera.

—Bueno, Alma, me obligas a repetirme: no tenía cabeza. Sin embargo, lo trataste como si fuera un visitante del cielo. De hecho, ¡todos lo hicisteis!

—¿Crees que es un bribón? ¿Crees que era un alma depravada?

—No. Pero tampoco era un visitante del cielo. Es solo que no tenía cabeza, ya te lo he dicho. Debería haber sido un tonto inofensivo, pero te convertiste en su presa. Bueno, a veces todos caemos presas de una tontería, niña, y a veces somos tan insensatos que lo disfrutamos.

—Ningún hombre me va a hacer suya jamás —dijo Alma.

—Es probable que no —decidió Hanneke con firmeza—. Pero has de soportarlo… y no serás la primera. Te has permitido revolcarte por un lodazal de tristeza demasiado tiempo y tu madre se avergonzaría de ti. Te estás volviendo blanda, y es una pena. ¿Crees que eres la única que sufre? Lee la Biblia, Alma; este mundo no es un paraíso, sino un valle de lágrimas. ¿Crees que Dios iba a hacer una excepción en tu caso? Mira a tu alrededor, ¿qué ves? Todo es angustia. Allí donde mires hay penas. Si no ves la pena a primera vista, mira con más atención. La verás pronto.

Hanneke hablaba con tono severo, pero el simple sonido de su voz era consolador. A diferencia del francés, el neerlandés no era un idioma hermoso, y tampoco era poderoso como el griego, ni noble como el latín, pero para Alma era tan consolador como las papillas. Quiso reposar la cabeza en el regazo de Hanneke y que la riñese para siempre.

—¡Sacúdete el polvo! —prosiguió Hanneke—. Tu madre me va a perseguir desde la tumba si te permito seguir por ahí con ese mohín, agarrada a tus penas, como has hecho durante meses. No tienes los huesos rotos, así que levántate. ¿Quieres que todos nos pongamos a llorar por ti? ¿Te ha metido alguien un palo en el ojo? No, nadie, ¡así que deja de gimotear! Deja de dormir como un perro en ese diván de la cochera. Atiende tus responsabilidades. Cuida a tu padre, ¿es que no ves que está enfermo y viejo y no le queda mucho? Y déjame tranquila. Soy demasiado vieja para estos sinsentidos, y tú también. A estas alturas de la vida, después de todo lo que te han enseñado, sería una pena que no fueses capaz de controlarte a ti misma mejor. Vuelve a tu habitación, Alma; a tu habitación de verdad, la de esta casa. Mañana vas a desayunar a la mesa con nosotros, como siempre, y, además, espero verte bien vestida cuando te sientes a comer. Y no te vas a dejar ni un trocito, y vas a dar las gracias a la cocinera. Eres una Whittaker, niña. Recomponte. Ya es suficiente.

***

Alma hizo lo que se le dijo. Regresó, intimidada y consumida, a su habitación. Regresó a la mesa del desayuno, a las responsabilidades con su padre, a la gestión de White Acre. En la medida de lo posible, volvió a la vida de antaño, la de antes de la llegada de Ambrose. No había remedio para los rumores de las doncellas y los jardineros, pero (como Henry había predicho) a la sazón se centraron en otros escándalos y dramas y, en general, dejaron de comentar los males de Alma.

Por su parte, Alma no olvidó sus penas, pero cosió las rasgaduras del tejido de la vida tan bien como pudo, y siguió adelante. Notó, por primera vez, que la salud de su padre se iba deteriorando, y a pasos agigantados, como había señalado Hanneke de Groot. No debería haber sido una sorpresa (¡ya tenía noventa años!), pero siempre lo había considerado un coloso, un ejemplar de humanidad invencible, de modo que esta fragilidad recién descubierta la asombró y alarmó. Henry se recluía en su habitación durante periodos más largos, sin mostrar interés en negocios importantes. El oído le traicionaba, al igual que la vista. Necesitaba una trompetilla para oír. Necesitaba a Alma más y menos de lo que la necesitaba antes: más como enfermera, menos como gerente. No mencionaba a Ambrose. Nadie lo mencionaba. A través de Dick Yancey, llegó la noticia de que la plantación de vainilla de Tahití al fin daba fruto. Fue lo más cerca que estuvo Alma de recibir noticias de su marido perdido.

Aun así, Alma no dejó de pensar en él. En la cochera, en el estudio situado junto al suyo, el silencio de las imprentas era un recuerdo constante de su ausencia, así como el aspecto polvoriento y descuidado de la casa de las orquídeas, y el tedio durante las cenas. Debía hablar con George Hawkes acerca de la publicación inminente del libro de orquídeas de Ambrose, del cual se encargaba Alma ahora. Eso también era un recordatorio, y de los dolorosos. Pero no había modo de evitar nada de esto. No nos es dado borrar hasta el último de los recuerdos. De hecho, no nos es dado borrar ninguno. Su tristeza era incesante, pero la mantuvo en cuarentena, en un rincón pequeño y gobernable del corazón. Era lo mejor que podía hacer.

Una vez más, como había hecho durante otros periodos solitarios de su existencia, fue en el trabajo donde Alma halló consuelo y distracción. Recuperó los quehaceres de Los musgos de América del Norte. Regresó a los campos de rocas y examinó sus diminutas banderas y señales. Observó una vez más el lento avance o declive de una variedad frente a otra. Volvió a pensar en la visión que tuvo dos años antes (en esas semanas emocionantes y alegres que precedieron a su matrimonio), acerca de las semejanzas entre algas y musgos. No logró recuperar esa confianza inicial y desenfrenada que le inspiró la idea, pero seguía creyendo que era muy posible que la planta acuática se hubiera transformado en la planta terrestre. Había algo, cierta confluencia o conexión, pero no logró resolver el acertijo.

En busca de respuestas y de distracción, se fijó en el debate en curso acerca de la mutación de las especies. Leyó una vez más a Lamarck, y con suma atención. Lamarck conjeturaba que la transmutación biológica ocurría porque una parte del cuerpo se usaba en exceso o caía en desuso. Por ejemplo, aseguraba, las jirafas poseían cuellos tan largos porque, a lo largo de la historia, ciertas jirafas se habían estirado con tal tesón, con el objetivo de comer hojas de los árboles, que les creció el cuello a lo largo de su vida. A continuación, transmitieron ese rasgo (el alargamiento del cuello) a sus descendientes. Por el contrario, los pingüinos tenían unas alas ineficaces porque habían dejado de usarlas. Las alas se atrofiaron por la negligencia y este rasgo (un par de muñones no voladores) se transmitió a los jóvenes pingüinos, lo cual transformó la especie.

Era una teoría provocadora, pero no del todo convincente para Alma. Según el razonamiento de Lamarck, pensaba Alma, debería haber más transmutaciones en el planeta. Según esta lógica, el pueblo judío, tras siglos de practicar la circuncisión, hacía mucho tiempo que deberían haber empezado a tener niños sin prepucio. Los hombres que se afeitaban la cara durante toda la vida deberían tener hijos a los que no les creciese la barba. Las mujeres que se rizaban el pelo cada día deberían tener hijas de cabello rizado. Era evidente que nada de esto ocurría.

Sin embargo, las cosas cambiaban; Alma estaba segura de ello. Y no era Alma la única que lo creía. En el ámbito científico casi todos discutían la posibilidad de que las especies se transformaran en otras, no ante nuestros ojos, tal vez, sino a lo largo de extensos periodos de tiempo. Era extraordinario, las teorías y las batallas que comenzaban a entablarse sobre este tema. La palabra científico había sido acuñada recientemente por el erudito William Whewell. Muchos estudiosos se opusieron a este nuevo término, pues en inglés sonaba de forma similar a una palabra espantosa: ateo. ¿Por qué no seguir llamándolos «filósofos naturales»? ¿No era esa designación más digna, más pura? Pero las divisiones ya habían alcanzado el reino de la naturaleza y el ámbito de la filosofía. Los pastores que ejercían también de botánicos o geólogos eran cada vez más escasos, pues la investigación del mundo natural desafiaba varias verdades bíblicas. En las maravillas de la naturaleza, solía revelarse Dios; ahora Dios era desafiado por esas mismas maravillas. Los estudiosos debían tomar partido por uno u otro lado.

A medida que las viejas certezas temblaban y se resquebrajaban sobre un suelo en constante erosión, Alma Whittaker, sola en White Acre, se permitió explorar sus peligrosos pensamientos. Sopesó la obra de Thomas Malthus, con sus teorías sobre el crecimiento de la población, la enfermedad, el cataclismo, las hambrunas y la extinción. Sopesó las nuevas y brillantes fotografías de la luna de John William Draper. Sopesó la teoría de Louis Agassiz según la cual hubo una Edad de Hielo. Un día, dio un largo paseo hasta el museo de Sansom Street para ver los huesos, reconstruidos por completo, de un mastodonte gigantesco, que le hizo pensar una vez más acerca de la vejez de este planeta… y, en realidad, de todos los planetas. Reconsideró las algas y los musgos y cómo las unas se habrían convertido en los otros. Se fijó de nuevo en el Dicranum, preguntándose cómo este género de musgo existía en tantas formas, tan minuciosamente diversas. ¿Qué les había dado esas formas de cientos y cientos de siluetas y configuraciones?

A finales de 1850, George Hawkes sacó a la luz el libro de orquídeas de Ambrose: una publicación cuidada y cara, titulada Las orquídeas de Guatemala y México. Todos los lectores declararon que Ambrose Pike era el mejor artista botánico de la época. Todos los principales jardines querían encargar al señor Pike que documentara sus colecciones, pero Ambrose Pike había desaparecido… en un rincón al otro lado del mundo, donde cultivaba vainilla, incomunicado. Alma se sintió culpable y avergonzada, pero no supo qué hacer al respecto. Dedicaba tiempo a este libro cada día. La belleza de la obra de Ambrose le causaba dolor, pero no lograba alejarse de ella. Pidió a George Hawkes que enviara un ejemplar a Ambrose a Tahití, pero no supo si llegó a su destino. Dispuso que la madre de Ambrose (la formidable señora Constance Pike) recibiera todas las ganancias del libro. Por este motivo hubo un educado intercambio de cartas entre Alma y su suegra. La señora Constance Pike, por desgracia, creía que su hijo había huido de su esposa con el fin de perseguir sus insensatos sueños… y Alma, para mayor desgracia, no contradijo esa idea errónea.

Una vez al mes, Alma iba a ver a su vieja amiga Retta al asilo Griffon. Retta ya no sabía quién era Alma… ni, al parecer, quién era ella misma.

Alma no vio a su hermana Prudence, pero recibía noticias de vez en cuando: pobreza y abolición, abolición y pobreza, siempre la misma triste historia.

Alma pensó en todas estas cosas, pero no supo qué hacer al respecto. ¿Por qué sus vidas habían sido así y no de otro modo? Pensó de nuevo acerca de las cuatro variedades de tiempo, tal como las llamó una vez: Tiempo Divino, Tiempo Geológico, Tiempo Humano, Tiempo Musgo. Se le ocurrió que había pasado la mayor parte de su vida deseando vivir en el reino lento y microscópico del Tiempo Musgo. Qué extraño deseo, pero entonces había conocido a Ambrose Pike, cuyos deseos eran incluso más radicales: quería vivir dentro del vacío eterno del Tiempo Divino, lo que equivalía a decir que deseaba vivir fuera del tiempo. Y quería que ella viviera con él, ahí.

De una cosa no había duda: el Tiempo Humano era el tiempo más triste, el más alocado, el más devastador que existía. Hizo lo posible para no prestarle atención.

No obstante, los días pasaron.

***

Una lluviosa mañana, a principios de mayo de 1851, llegó una carta a White Acre dirigida a Henry Whittaker. No figuraba la dirección del remitente, pero los bordes del sobre estaban cubiertos de tinta negra, en señal de luto. Alma leía toda la correspondencia de Henry, así que abrió este sobre también, mientras se ponía al día con la correspondencia en el estudio de su padre.

Querido señor Whittaker:

Le escribo tanto para presentarme como para informarle de una noticia lamentable. Me llamo Francis Welles y he sido misionero en la bahía de Matavai, en Tahití, durante treinta y siete años. En el pasado, algunas veces he llevado a cabo negocios con su buen representante el señor Yancey, quien sabe que soy un entusiasta aficionado a la botánica. He recogido muestras para el señor Yancey y le he mostrado lugares de interés botánico, etcétera, etcétera. También le he vendido ejemplares marinos, corales y caracolas…, un interés especial mío.

De un tiempo a esta parte, el señor Yancey había solicitado mi ayuda para preservar las plantaciones de vainilla de usted, tarea en la cual recibí una gran ayuda con la llegada, en 1849, de un joven empleado de usted, el señor Ambrose Pike. Es mi triste deber informarle de que el señor Pike ha fallecido, debido a una de esas infecciones que (con demasiada facilidad en este clima tórrido) llevan al enfermo a una muerte rápida y prematura.

Si lo desea, diga a su familia que Ambrose Pike fue llamado por nuestro Señor el 30 de noviembre de 1850. Es posible que también desee decir a sus seres queridos que el señor Pike recibió cristiana sepultura y que me he encargado de que una pequeña roca indique la tumba. Lamento muchísimo su fallecimiento. Era un caballero de moral excelsa y de pureza de carácter. Tales rasgos no son fáciles de encontrar por estos lares. Dudo que vuelva a conocer a alguien como él.

No puedo ofrecerle consuelo alguno, salvo la certeza de que vive ahora en un lugar mejor y que no sufrirá las humillaciones de la vejez.

Sinceramente suyo,

El reverendo F. P. Welles

La noticia zarandeó a Alma con la fuerza de un hacha que golpea granito: repicó en sus oídos, le estremeció los huesos y lanzó centellas ante sus ojos. De ella se desprendió un trozo (un trozo terriblemente importante) y voló girando por los aires y jamás lo volvió a encontrar. De no estar sentada, habría caído al suelo. Así como estaba, se derrumbó sobre el escritorio de su padre, el rostro aplastado sobre la carta, amable y atenta, del reverendo F. P. Welles, y lloró como si vaciara todas las nubes de las bóvedas del cielo.

***

¿Cómo era posible que llorase por Ambrose más de lo que ya había llorado? Sin embargo, lo hizo. Hay un dolor más allá del dolor, como no tardó en descubrir, al igual que hay estratos y más estratos bajo el suelo oceánico… y, si siguiéramos excavando, no dejaríamos de hallar más estratos. Ambrose había estado lejos mucho tiempo, y Alma debía de saber que se había alejado para siempre, pero no pensó nunca que moriría antes que ella. La simple lógica de la aritmética debería haberlo impedido: él era mucho más joven que ella. ¿Cómo iba a morir primero? Era la imagen misma de la juventud. Era la compilación de toda la inocencia conocida en la juventud. Aun así, él estaba muerto y ella aún vivía. Lo había enviado a la muerte.

Hay un dolor tan hondo que ya ni siquiera parece dolor. El dolor se vuelve tan intenso que el cuerpo ya ni lo siente. El dolor se cauteriza a sí mismo, cicatriza, impide que surjan otros sentimientos. Ese letargo era una misericordia. En esas profundidades del dolor cayó Alma, en cuanto alzó la cara del escritorio de su padre, en cuanto dejó de sollozar.

Se movió como si la impulsara una fuerza externa, implacable y despiadada. Lo primero que hizo fue comunicarle a su padre la triste noticia. Lo encontró en la cama, donde yacía con los ojos cerrados, grisáceo y cansado, con aspecto de máscara mortuoria. Resultó un tanto innoble, pues tuvo que gritar la noticia de la muerte de Ambrose ante la trompetilla de Henry para que comprendiera lo sucedido.

—Bueno, pues ya está —dijo, y cerró los ojos de nuevo.

Se lo contó a Hanneke de Groot, quien frunció los labios, se llevó las manos al pecho y dijo tan solo: «¡Dios!», palabra que es igual en neerlandés y en inglés.

Alma escribió una carta a George Hawkes para explicarle el suceso y para agradecerle la amabilidad con que había tratado a Ambrose, y por honrar la memoria del señor Pike con ese libro exquisito. George respondió de inmediato con una nota de perfecta ternura y educado dolor.

Poco después, recibió una carta de su hermana Prudence, con sus condolencias por la pérdida de su esposo. No sabía quién se lo había contado a Prudence. No lo preguntó. Escribió a Prudence una nota de agradecimiento.

Escribió una carta al reverendo Francis Welles, que firmó con el nombre de su padre, para agradecerle que le hubiera transmitido esa triste noticia acerca de la muerte de su empleado más respetado, y preguntó si los Whittaker podían hacer algo por él.

Escribió una nota a la madre de Ambrose, en la que copió palabra por palabra la misiva del reverendo Francis Welles. Sintió pavor al enviarla. Alma sabía que Ambrose era el hijo favorito de su madre, a pesar de lo que la señora Pike llamaba «sus modos ingobernables». ¿Por qué no iba a ser su favorito? Ambrose era el favorito de todo el mundo. Esta noticia la destruiría. Lo peor era que Alma no pudo sino pensar que había asesinado al hijo predilecto de esta mujer: el mejor, la joya, el ángel de Framingham. Al enviar esa espantosa carta, Alma esperó que la fe cristiana de la señora Pike la protegiera por lo menos un poco de este golpe.

En cambio Alma no disponía del consuelo de ese tipo de fe. Creía en el Creador, pero nunca había recurrido a él en los momentos de desesperación… y no lo iba a hacer ahora tampoco. La suya no era ese tipo de fe. Alma aceptaba y admiraba al Señor como diseñador y motor del universo, pero, en su opinión, era un ser sobrecogedor, distante e incluso despiadado. Un ser capaz de crear un mundo de sufrimientos tan lacerantes no era alguien al que acercarse en busca de consuelos por las tribulaciones de ese mundo. Para tal consuelo, solo cabía acercarse a alguien como Hanneke de Groot.

Una vez completados los tristes deberes de Alma, una vez escritas y enviadas todas esas cartas acerca de la muerte de Ambrose, no quedaba nada más por hacer salvo acostumbrarse a su viudedad, a su vergüenza y su tristeza. Más por costumbre que por ganas, volvió a estudiar los musgos. Sin ese quehacer, sentía que se dejaría morir. Su padre cada vez estaba más enfermo. Las responsabilidades de Alma aumentaban. El mundo se había vuelto más pequeño.

Y así es como habría sido el resto de la vida de Alma, de no ser por la llegada (solo cinco meses más tarde) de Dick Yancey, quien subió a zancadas las escaleras de White Acre una bonita mañana de octubre llevando en la mano la pequeña y desgastada maleta de cuero que perteneciera a Ambrose Pike y pidió hablar a solas con Alma Whittaker.