La boda tuvo lugar el martes 29 de agosto de 1848, en el recibidor de White Acre. Alma lució un vestido pardo de seda tejido especialmente para la ocasión. Henry Whittaker y Hanneke de Groot ejercieron de testigos. Henry estaba alegre; Hanneke, no. Un juez del oeste de Filadelfia, quien había hecho negocios con Henry en el pasado, presidió la ceremonia como favor al señor de la casa.
—Que la amistad sea vuestra guía —concluyó, tras el intercambio de votos—. Que os apenen los sinsabores del otro y os alienten sus alegrías.
—¡Socios en la ciencia, el comercio y la vida! —vociferó Henry sin que nadie se lo esperase, tras lo cual se sonó la nariz con una fuerza considerable.
No asistieron más amigos ni familiares. George Hawkes envió una caja de peras como enhorabuena, pero lo aquejaban unas fiebres, dijo, y no podía acudir. Además, el día anterior llegó un enorme ramo, obsequio de la farmacia Garrick. En cuanto a Ambrose, no tuvo ningún invitado. Su amigo Daniel Tupper, de Boston, envió un telegrama esa mañana que solo decía: «BIEN HECHO, PIKE», pero no asistió a la ceremonia. Desde Boston solo se tardaba medio día en tren, pero aun así… nadie fue a ver a Ambrose.
Alma, al mirar a su alrededor, comprendió lo pequeño que se había vuelto su hogar. Era una reunión minúscula. Sencillamente, no había bastante gente. A duras penas cumplía los requisitos de una boda legal. ¿Por qué se habían aislado tanto? Recordó el baile que sus padres celebraron en 1808, exactamente cuarenta años antes, cómo la veranda y el patio principal bullían con bailarines y músicos y cómo había corrido entre ellos con una antorcha. Era imposible imaginar que White Acre hubiera contemplado tal espectáculo, tales risas, tales osadías. Desde entonces, no era más que un sistema solar sumido en el silencio.
Como regalo de bodas, Alma dio a Ambrose una magnífica edición de anticuario de la Teoría sagrada de la Tierra, de Thomas Burnet, publicada por primera vez en 1684. Burnet era un teólogo que sostenía que la Tierra (antes del Diluvio universal) era una esfera lisa de absoluta perfección que tenía «la belleza de la juventud y la naturaleza en flor, fresca y fructífera, sin una arruga, cicatriz o fractura en todo el cuerpo; ni rocas ni montañas, ni cuevas huecas, ni canales vacíos, sino que era plana y uniforme por doquier». Burnet la llamaba la Tierra Inicial. Alma pensó que le gustaría a su marido, como así fue. Ideas de perfección, sueños de inmaculada exquisitez: todo ello era Ambrose, de pies a cabeza.
En cuanto a Ambrose, hizo entrega a Alma de un bello cuadrado de papel italiano, que había doblado para formar una especie de sobre, menudo y complicado, cubierto con sellos de cera de cuatro colores distintos. Todos los pliegues estaban sellados y cada sello era diferente. Era un bello objeto (tan pequeño que cabía en la palma de su mano), pero era extraño y casi cabalístico. Alma giró ese curioso objeto una y otra vez.
—¿Cómo se abre un regalo como este? —preguntó.
—No ha de abrirse —dijo Ambrose—. Te pido que no lo abras nunca.
—¿Qué contiene?
—¡Un mensaje de amor!
—¡Estupendo! —dijo Alma, complacida—. Me encantaría verlo.
—Prefiero que lo imagines.
—Mi imaginación no es tan rica como la tuya, Ambrose.
—Pero en tu caso, que amas tanto el conocimiento, Alma, sería un buen estímulo para tu imaginación mantener algo en la sombra. Nos vamos a conocer muy bien tú y yo. Dejemos una puerta sin abrir.
Alma guardó el regalo en el bolsillo. Ahí estuvo todo el día; una presencia extraña, ligera, misteriosa.
Esa noche cenaron con Henry y su amigo el juez. Henry y el juez bebieron demasiado. Alma no tomó alcohol, ni Ambrose. Su marido le sonreía cada vez que ella lo miraba…, pero siempre lo había hecho, también antes de ser su marido. Parecía una noche como otra cualquiera, salvo porque ahora era la señora de Ambrose Pike. El sol se puso despacio esa noche, como un anciano al que le cuesta bajar las escaleras.
Al fin, después de la cena, Alma y Ambrose se retiraron a la habitación de Alma por primera vez. Alma se sentó al borde de la cama y Ambrose la acompañó. Le tomó la mano. Al cabo de un largo silencio, Alma dijo:
—Si me perdonas…
Quería ponerse el nuevo camisón, pero no quería desvestirse enfrente de él. Llevó el camisón al pequeño inodoro situado en una esquina de su habitación, instalado, junto a una bañera y grifos de agua fría, en la década de 1830. Se desnudó y se puso la prenda. No sabía si debía recogerse el pelo o dejarlo suelto. No siempre quedaba bien cuando se lo dejaba suelto, pero era incómodo dormir con broches y cierres. Dudó y al final decidió dejarlo recogido.
Al volver a la habitación, vio que Ambrose también se había cambiado: llevaba un sencillo pijama de lino, que le colgaba hasta las espinillas. Había doblado con esmero su ropa y la había dejado en una silla. Se quedó en el lado más alejado de la cama. Los nervios recorrieron el cuerpo de Alma como una carga de caballería. Ambrose no daba la impresión de estar nervioso. No dijo nada sobre el camisón. Ambrose le hizo una seña para que fuera a la cama, y Alma así lo hizo. Ambrose se acercó a la cama por el otro lado y se encontraron en medio. De inmediato, Alma tuvo la terrible idea de que esa cama era demasiado pequeña para los dos. Tanto ella como Ambrose eran muy altos. ¿Dónde irían las piernas? ¿Y los brazos? ¿Y si le daba una patada cuando dormían? ¿Y si le daba un codazo en el ojo, sin darse cuenta?
Ella se volvió de lado, él se volvió de lado, y así estuvieron frente a frente.
—Tesoro de mi alma —dijo Ambrose. Tomó una de sus manos, se la llevó a los labios y la besó, justo bajo los nudillos, como había hecho todas las noches durante el último mes, desde la petición de mano—. Cuánta paz me has dado.
—Ambrose —respondió Alma, asombrada por el nombre de él, asombrada por la cara de él.
—Es en nuestros sueños donde vislumbramos mejor el poder del espíritu —dijo Ambrose—. Nuestras mentes van a hablar a través de esta estrecha distancia. Aquí, juntos en la quietud nocturna, al fin seremos libres del tiempo, del espacio, de las leyes naturales y las leyes de la física. Vamos a recorrer el mundo como queramos, en nuestros sueños. Vamos a hablar con los muertos, a transformarnos en animales y objetos, a volar a través del tiempo. Nuestros intelectos no se hallarán en ninguna parte y nuestras mentes no tendrán ataduras.
—Gracias —dijo Alma, absurdamente. No sabía qué más decir como respuesta a ese discurso inesperado. ¿Era así como iba a seducirla? ¿Era así como se hacían las cosas por allá en Boston? Le preocupó que el olor de su aliento no fuese dulce. El aliento de él era dulce. Deseó que Ambrose apagase la luz. De inmediato, como si oyera los pensamientos de Alma, Ambrose se giró y apagó la lámpara. La oscuridad era mejor, más acogedora. Alma quería nadar hacia él. Sintió que Ambrose le cogía la mano de nuevo y se la llevaba a los labios.
—Buenas noches, esposa mía —dijo.
No soltó la mano. Al cabo de unos momentos (Alma lo notó por la respiración), se quedó dormido.
***
A pesar de todo lo que había soñado, esperado y temido Alma respecto a su noche de bodas, esta situación ni siquiera se le había ocurrido.
Ambrose durmió, de forma constante y plácida, junto a Alma, agarrado a su mano, confiado y sin apretar, mientras Alma, con los ojos abiertos de par en par en la oscuridad, se quedaba inmóvil en el silencio que se extendía ante ella. El desconcierto la abrumó como algo grasiento y húmedo. Buscó posibles explicaciones para esta insólita ocurrencia, descartando una interpretación tras otra, como haría un científico ante un experimento fallido.
¿Se despertaría y recomenzarían (o, más bien, comenzarían) sus placeres conyugales? ¿Quizás no le había gustado su camisón? ¿Tal vez se había comportado con excesiva modestia? ¿O con excesiva avidez? ¿Era a esa muchacha muerta a quien deseaba? ¿Pensaba en ese amor de Framingham, perdido tantos años atrás? ¿O tal vez no había sabido controlar un ataque de nervios? ¿No estaba él a la altura de los deberes del amor? Pero ninguna de estas explicaciones tenía sentido, en especial la última. Alma sabía lo suficiente de estos asuntos para comprender que la incapacidad de consumar el acto hundía a los hombres en una humillación espantosa…, pero Ambrose no parecía avergonzado en absoluto. Ni siquiera había intentado consumar el acto. Por el contrario, dormía tan plácidamente como podía dormir un hombre. Dormía como un rico burgués en un hotel de lujo. Dormía como un rey tras un largo día de cazar jabalíes y celebrar justas. Dormía como un sultán saciado por una docena de esbeltas concubinas. Dormía como un niño bajo un árbol.
Alma no dormía. Era una noche calurosa y yacía incómoda sobre un costado, con miedo a moverse, con miedo de apartar la mano de la de él. Los broches y cierres se le clavaban en el cuero cabelludo. Los hombros se le estaban quedando dormidos. Al cabo de un largo rato, al fin liberó la mano y se tumbó bocarriba, pero fue en vano: el sueño la evitaba esa noche. Ahí se quedó, rígida e inquieta, los ojos abiertos, las axilas húmedas, absorta en la inútil búsqueda de una conclusión consoladora para este sorprendente y triste giro de los acontecimientos.
Al amanecer, todos los pájaros del mundo, ajenos a su consternación, comenzaron a cantar. Con los primeros rayos de luz, Alma se permitió albergar una ráfaga de esperanza: su marido iba a despertarse al amanecer y la abrazaría. Tal vez comenzarían a la luz del día… todas esas esperadas intimidades del matrimonio.
Ambrose se despertó, pero no la abrazó. Se despertó en un instante vívido, lozano y satisfecho.
—¡Qué sueños! —dijo y extendió los brazos ante sí en un lánguido desperezarse—. No había tenido sueños así desde hacía años. Qué honor compartir la electricidad de tu ser. ¡Gracias, Alma! ¡Qué día nos espera! ¿Has soñado tú también?
Alma no había soñado nada, por supuesto. Alma había pasado la noche encerrada en una caja de horrores desvelados. Aun así, asintió. No supo qué otra cosa hacer.
—Debes prometerme —dijo Ambrose— que, cuando muramos (quienquiera que muera primero), nos enviaremos vibraciones a través de la frontera de la muerte.
Una vez más, absurdamente, Alma asintió. Era más sencillo que tratar de hablar.
Exhausta y callada, Alma observó a su marido levantarse y lavarse el rostro en la jofaina. Tomó la ropa de la silla y se excusó con educación para ir al inodoro, tras lo cual regresó vestido y desbordante de buen humor. ¿Qué se ocultaba tras esa afectuosa sonrisa? Alma no vio nada detrás, salvo más afecto. Lo vio exactamente igual que el primer día: como un entusiasta joven de veinte años, encantador e inteligente.
Era una insensata.
—Me voy, para dejarte un poco de intimidad —dijo—. Te espero en la mesa del desayuno. ¡Qué día nos espera!
A Alma le dolía todo el cuerpo. En una terrible bruma de rigidez y desesperación, salió de la cama, despacio, como una lisiada, y se vistió. Se miró en el espejo. No debería haberlo hecho. Había envejecido una década en una sola noche.
Henry estaba en la mesa del desayuno cuando Alma por fin bajó. Él y Ambrose estaban inmersos en una conversación ligera. Hanneke trajo a Alma una taza de té recién hecho y le lanzó una mirada penetrante (ese tipo de miradas que reciben las recién casadas la mañana siguiente a la boda), pero Alma la evitó. Intentó que su rostro no reflejase el desaliento, pero su capacidad para la fantasía estaba agotada y sabía que tenía los ojos rojos. Se sintió invadida por el moho. Los hombres no parecieron darse cuenta. Henry contaba una historia que Alma ya había oído una docena de veces: de la noche que había compartido en una mugrienta taberna peruana con un pomposo francés bajito, quien tenía el acento más francés del mundo, pero insistía incansable en que no era francés.
—El tonto de capirote —dijo Henry— no dejaba de decir: «Yo soy bgitánico». Y yo no dejaba de decirle: «¡Tú no eres británico, pedazo de idiota, tú eres francés! ¡Escucha tu maldito acento!». Pero no, ese bastardo tonto de capirote no dejaba de decir: «¡Yo soy bgitánico!». Al final le dije: «Dime, entonces, cómo es posible que seas británico». Y él se pavoneó: «¡Yo soy bgitánico pogque mi mujeg es bgitánica!».
Ambrose rio y rio. Alma lo miró como si fuera un espécimen.
—Según esa lógica —concluyó Henry—, yo soy un maldito holandés.
—¡Y yo sería un Whittaker! —añadió Ambrose, sin dejar de reír.
—¿Más té? —preguntó Hanneke a Alma, una vez más con esa mirada penetrante.
Alma cerró la boca, al darse cuenta de que la había tenido abierta demasiado tiempo.
—No, Hanneke, gracias.
—Los hombres van a acabar de cargar el heno hoy —dijo Henry—. Alma, asegúrate de que lo hagan bien.
—Sí, padre.
Henry se volvió a Ambrose de nuevo.
—Es un buen negocio esta mujer tuya, en especial cuando hay trabajo que hacer. Toda una granjera con faldas, eso es lo que es.
***
La segunda noche fue igual que la primera… y la tercera, y la cuarta, y la quinta. Todas las noches que se sucedieron, todas iguales. Ambrose y Alma se desvestían en la intimidad, volvían a la cama y se acostaban frente a frente. Él le besaba la mano, elogiaba sus virtudes, y apagaba la luz. Ambrose dormía entonces el sueño de un personaje encantado en un cuento de hadas, mientras Alma yacía en un tormento silencioso junto a él. Lo único que cambió con el tiempo fue que Alma al fin logró conciliar unas pocas horas de sueño irregular, solo porque su cuerpo se derrumbaba por el cansancio. Pero era un sueño interrumpido por pesadillas descarnadas y espantosos interludios de lucidez y cambios de postura.
De día, Alma y Ambrose eran compañeros, como siempre, en el estudio y la contemplación. Él nunca se había mostrado tan cariñoso. Ella se dedicaba a su trabajo, y lo ayudaba a él en el suyo, como una autómata. Ambrose siempre quería estar cerca de ella…, tan cerca como fuera posible. Ambrose no daba muestras de notar su malestar. Alma intentó no revelarlo. No dejó de esperar un cambio. Pasaron más semanas. Llegó octubre. Las noches se volvieron frías. No hubo cambio.
Ambrose parecía tan a gusto con el transcurso de su matrimonio que Alma (por primera vez en la vida) temió volverse loca. Quería exprimir el cuerpo de Ambrose hasta dejarlo sin aliento, pero él se contentaba con besar ese trocito de piel bajo los nudillos de la mano izquierda. ¿Se había confundido respecto a la naturaleza de la vida conyugal? ¿Era un truco? Era una Whittaker, así que le bullía la sangre cuando pensaba que le habían tomado el pelo. Pero entonces miraba a Ambrose a la cara, lo opuesto a la cara de un sinvergüenza, y su ira, una vez más, se deshacía convertida en desconcierto.
A principios de octubre, Filadelfia disfrutaba los últimos días del veranillo de San Miguel. Las mañanas eran gloriosas coronaciones de aire fresco y cielos azules, y las tardes eran agradables y lánguidas. Ambrose se comportaba como si estuviera más animado que nunca, levantándose de la cama de un salto como si lo disparara un cañón. Había logrado que una rara Aerides odorata floreciese en la casa de las orquídeas. Henry había importado la planta hacía años de las laderas del Himalaya, pero no había dado ni un solo brote hasta que Ambrose sacó la orquídea de la maceta y la colgó de las vigas, en un lugar muy soleado y alto, dentro de una cesta de corteza y musgo húmedo. Ahora había florecido, de repente, inesperada. Henry estaba entusiasmado. Ambrose estaba entusiasmado. Ambrose la dibujó desde todos los ángulos. Sería el orgullo del florilegium de White Acre.
—Si amas algo lo suficiente, a la postre te revelará sus secretos —dijo Ambrose a Alma.
Alma habría disentido, pero nadie le preguntó su opinión. Le habría sido imposible amarlo más, pero Ambrose no reveló ningún secreto. Alma descubrió en sí misma una desagradable envidia por su triunfo con la Aerides odorata. Sintió celos de la planta misma y las atenciones que recibía. Ella no lograba concentrarse en su obra, pero el trabajo de Ambrose prosperaba. Comenzó a molestarla su presencia en la cochera. ¿Por qué la interrumpía sin cesar? Sus imprentas eran ruidosas y olían a tinta caldeada. Alma ya no lo soportaba. Sentía que se pudría por dentro. Perdía los estribos con facilidad. Un día caminaba por las huertas de White Acre cuando se encontró con un trabajador joven, sentado sobre la pala, que se sacaba una astilla del pulgar con parsimonia. Lo había visto antes, a este pequeño extractor de astillas. Era más fácil verlo sentado sobre la pala que trabajando con ella.
—Te llamas Robert, ¿verdad? —preguntó Alma, que se acercó con una cálida sonrisa.
—Soy Robert —confirmó el muchacho, que alzó la vista, despreocupado.
—¿Qué tarea te han encargado esta tarde, Robert?
—Cavar este viejo huerto de guisantes, señora.
—¿Y piensas empezar un día de estos, Robert? —tanteó Alma, en un tono amenazadoramente bajo.
—Bueno, es que se me ha clavado una astilla…
Alma se inclinó sobre él y todo el menudo cuerpo de Robert se sumió en la sombra. Lo agarró del cuello, lo levantó unos treinta centímetros del suelo y, mientras lo sacudía como si fuera un saco de patatas, vociferó:
—¡Vuelve al trabajo, pedazo de inútil, antes de que te arranque los huevos con esa pala!
Lo tiró al suelo. El muchacho cayó mal. Se levantó bajo la sombra de ella como un conejo y comenzó a cavar a un ritmo frenético, irregular, temeroso. Alma se fue, relajando los músculos de los brazos, y de inmediato volvió a pensar en su marido. ¿Sería posible que Ambrose, sencillamente, no lo supiese? ¿Era posible que alguien fuese tan inocente para contraer matrimonio sin ser consciente de los deberes o ajeno a los mecanismos sexuales entre marido y mujer? Recordó un libro que había leído años atrás, cuando comenzó a coleccionar esos textos libidinosos en el desván de la cochera. No había pensado en ese libro al menos durante dos décadas. Se trataba de un libro más bien tedioso, en comparación con otros, pero se abrió paso entre sus recuerdos. Se titulaba Los frutos del matrimonio. La guía del caballero a la continencia sexual. Manual para parejas casadas del doctor Horscht.
El tal doctor Horscht había escrito ese libro, aseguraba, tras asesorar a una modesta pareja cristiana que no poseía conocimiento alguno, ya fuera teórico o práctico, acerca de las relaciones sexuales; cuando llegaron al lecho conyugal, esas peculiares emociones y sensaciones les desconcertaron de tal modo que se sentían hechizados. Al fin, unas pocas semanas después de la boda, el pobre novio interrogó a un amigo, quien le dio una alarmante noticia: el recién casado debía situar su órgano dentro del «abrevadero» de su mujer para consumar la relación. Esta idea despertó tal miedo y vergüenza en el joven que acudió corriendo al doctor Horscht con preguntas sobre si este extravagante acto era factible o virtuoso. El doctor Horscht, apiadado de ese joven desconcertado, escribió este manual sobre el motor de la sexualidad para ayudar a otros recién casados.
Alma despreció el libro cuando lo leyó por aquel entonces. Ser joven y demostrar tal ignorancia respecto a las funciones genitales-urinarias le resultó absurdo en exceso. Sin duda, esa gente no podía existir, ¿verdad?
Sin embargo, ahora dudaba.
¿Debería enseñar ese libro a Ambrose?
***
Ese sábado por la tarde Ambrose se retiró a la habitación temprano y se excusó para bañarse antes de la cena. Alma lo siguió a la habitación. Se sentó en la cama y escuchó el agua corriendo por la enorme bañera de porcelana al otro lado de la puerta. Oyó a Ambrose tararear. Estaba contento. Ella, en cambio, estaba enardecida por la amargura y la duda. Ambrose se estaría desvistiendo. Oyó las salpicaduras discretas de un cuerpo entrando en el agua y un suspiro de satisfacción. A continuación, el silencio.
Alma se levantó y se desvistió, también. Se quitó todo: los calzones y el canesú, incluso los broches del pelo. Si hubiera podido desnudarse aún más, lo habría hecho. Su cuerpo desnudo no era bello, y ella lo sabía, pero era todo lo que tenía. Se acercó a la puerta del inodoro y se detuvo a escuchar pegando la oreja. No tenía que hacer eso. Había alternativas. Podía aprender a soportar las cosas tal como eran. Podía someterse pacientemente a sus sufrimientos, a ese matrimonio extraño e imposible que no era un matrimonio. Podía aprender a dominar todo lo que Ambrose había despertado en ella: el hambre de él, la decepción, esa sensación de atormentadora ausencia cada vez que se acercaba a él. Si pudiese aprender a derrotar su propio deseo, podría conservar a su marido… tal como era.
No. No podía aprenderlo.
Giró el pomo de la puerta, dio un empujoncito y entró tan silenciosamente como pudo. La cabeza de Ambrose se giró hacia ella y sus ojos se abrieron, llenos de inquietud. Ella no dijo nada y él tampoco. Alma apartó la mirada de los ojos de Ambrose y se permitió contemplar todo su cuerpo, sumergido bajo el agua fresca de la bañera. Ahí estaba, en toda su adorada desnudez. Su piel era de un blanco lechoso, mucho más pálida en el pecho y las piernas que en los brazos. Solo había una traza de vello en su torso. Era imposible ser más bello.
¿Le había preocupado que no tuviese genitales? ¿Se había imaginado que tal vez ese era el problema? Bueno, ese no era el problema. Tenía genitales: unos genitales perfectamente adecuados e incluso exuberantes. Se permitió observar con atención esa adorable criatura suya, esa criatura marina y pálida que ondeaba y flotaba entre sus piernas en medio de una mata de vello húmeda e íntima. Ambrose no se movió. Tampoco su pene hizo ademán de moverse. A la criatura no le gustaba ser mirada. Alma lo percibió de inmediato. Alma había pasado tanto tiempo en los bosques en busca de animales huidizos que enseguida sabía cuándo no querían ser vistos, y esta criatura entre las piernas de Ambrose no deseaba atención alguna. Aun así, Alma miró, porque no podía dejar de mirar. Ambrose se lo consintió…, no porque fuera permisivo, sino porque se había quedado de piedra.
Al fin, Alma lo miró a la cara, en un desesperado intento de encontrar una apertura, una rendija que la llevase hasta él. Ambrose parecía estar paralizado por el miedo. ¿Miedo por qué? Alma se dejó caer al suelo, junto a la bañera. Era casi como si se arrodillase ante él, suplicante. No: se había arrodillado ante él, suplicante. La mano derecha de Ambrose, con esos dedos largos y afilados, reposaba a un lado de la bañera, agarrada al borde de porcelana. Alma desprendió la mano, dedo a dedo. Ambrose se lo consintió. Alma tomó la mano y se la llevó a la boca. Se metió tres dedos en la boca. No pudo contenerse. Necesitaba algo de él dentro de ella. Quería morderlo, solo lo suficiente para impedir que los dedos salieran de entre los dientes. No deseaba asustarlo, pero tampoco quería soltarlo. En lugar de morderlo, comenzó a lamer. Estaba perfectamente concentrada en su anhelo. Los labios hicieron un ruido, un ruido grosero y húmedo.
Al oírlo, Ambrose volvió a la vida. Dio un grito ahogado y sacó la mano de su boca. Se incorporó con premura, entre muchas salpicaduras, y se cubrió los genitales con ambas manos. Daba la impresión de estar a punto de morir aterrorizado.
—Por favor —dijo Alma.
Se quedaron mirándose el uno al otro, como una mujer y un intruso en su aposento, pero ella era el intruso y él era la doncella despavorida. Ambrose la miró como si fuera una desconocida que le había puesto un cuchillo en el cuello, como si pretendiera usarlo para los placeres más depravados y luego degollarlo, sacarle las entrañas y comerle el corazón con un tenedor enorme y afilado.
Alma cedió. ¿Qué otra opción tenía? Se levantó y salió despacio del baño, tras lo cual cerró con delicadeza la puerta. Se vistió. Bajó las escaleras. Tenía el corazón tan destrozado que no sabía cómo era posible que aún estuviera viva.
Encontró a Hanneke de Groot barriendo las esquinas del comedor. Con la voz deshecha, pidió al ama de llaves que preparase el cuarto de invitados del ala este para el señor Pike, porque iba a dormir ahí de ahora en adelante, hasta que se encontrara otro arreglo.
—Waarom? —preguntó Hanneke.
Pero Alma no supo explicarle por qué. Le tentaba dejarse caer en los brazos de Hanneke y llorar, pero resistió ese impulso.
—¿Hay algún mal en la pregunta de esta anciana? —preguntó Hanneke.
—Informa al señor Pike de esta nueva disposición. Yo me siento incapaz de decírselo —contestó Alma, y se fue.
***
Alma durmió en el diván de la cochera esa noche, y no cenó. Pensó en Hipócrates, quien creía que los ventrículos del corazón no bombeaban sangre, sino aire. En su opinión, el corazón era una extensión de los pulmones: una especie de gran fuelle muscular que alimentaba el horno del cuerpo. Esa noche Alma sintió que eso era cierto. Sentía que unas poderosas ráfagas de viento recorrían su pecho. Era como si su corazón boqueara en busca de aire. En cuanto a los pulmones, parecían llenos de sangre. Se ahogaba con cada respiración. No lograba sacudirse esta sensación de ahogo. Se sentía enloquecer. Se sentía como la pequeña Retta Snow, quien también solía dormir en ese mismo diván cuando el mundo se volvía demasiado aterrador.
Por la mañana, Ambrose vino a buscarla. Estaba pálido y tenía el rostro descompuesto por el dolor. Entró, se sentó junto a ella y trató de tomarla de las manos. Alma las apartó. Ambrose se quedó mirándola mucho tiempo, sin hablar.
—Si estás intentando comunicarte conmigo en silencio, Ambrose —dijo Alma al fin, en un tono tenso y airado—, no voy a ser capaz de oírlo. Te pido que me hables. Concédeme ese favor, te lo ruego.
—Perdóname —dijo Ambrose.
—Dime por qué he de perdonarte.
Ambrose se trastabilló.
—Este matrimonio… —comenzó, y se quedó sin palabras.
Alma soltó una risotada hueca.
—¿Qué es un matrimonio, Ambrose, cuando se le cercenan los placeres honestos que con derecho esperan cualquier marido y mujer?
Ambrose asintió. Tenía un aspecto desvalido.
—Me has engañado —dijo Alma.
—Pero yo pensé que nos entendíamos.
—¿De verdad? ¿Qué creías que habíamos entendido? Dímelo con palabras: ¿qué esperabas que sería este matrimonio?
Ambrose buscó una respuesta.
—Un intercambio —dijo al fin.
—¿De qué, exactamente?
—De amor. De ideas y consuelos.
—Igual que yo, Ambrose. Pero pensé que habría otros intercambios, además. Si querías vivir como un shaker, ¿por qué no te fuiste con ellos?
Ambrose la miró desconcertado. No tenía ni idea de quiénes eran los shakers. Señor, cuántas cosas no sabía este joven.
—No discutamos, Alma, ni nos enzarcemos en un conflicto —rogó.
—¿Es esa muchacha muerta a quien deseas? ¿Es ese el problema?
Una vez más, la expresión desconcertada.
—La chica muerta, Ambrose —repitió—. Esa de la que me habló tu madre. Esa que murió en Framingham hace años. Esa a la que querías.
Ambrose no podía haberse quedado más perplejo.
—¿Has hablado con mi madre?
—Me escribió una carta. Me habló de esa muchacha…, de tu verdadero amor.
—¿Mi madre te escribió una carta? ¿Sobre Julia? —La expresión de Ambrose se hundía en el desconcierto—. Pero, Alma, yo nunca amé a Julia. Era una niña encantadora y una amiga de la infancia, pero no la amaba. Mi madre tal vez deseaba que yo me hubiese enamorado de ella, ya que era la hija de una familia acaudalada, pero Julia no era más que mi inocente vecina. Dibujábamos flores juntos. Tenía talento para ello. Murió a los catorce años. Hace muchos años que casi no me acuerdo de ella. ¿Por qué estamos hablando de Julia?
—¿Por qué no puedes amarme? —preguntó Alma, que detestó la desesperación que se reflejaba en su tono de voz.
—No podría amarte más de lo que te amo —dijo Ambrose, con una desesperación que rivalizaba con la de ella.
—Soy fea, Ambrose. Siempre he sido consciente de ese hecho. Además, soy vieja. Aun así, poseo varias cualidades a las que aspirabas: riquezas, comodidades, camaradería. Podrías haber tenido todo eso sin humillarme casándote conmigo. Ya te había dado todo eso y te lo habría seguido dando para siempre. Yo me contentaba con amarte como una hermana, tal vez como una madre. Fuiste tú quien deseó que nos casáramos. Tú fuiste quien propuso la idea del matrimonio. Tú fuiste quien dijo que querías dormir a mi lado todas las noches. Tú fuiste quien me incitó a desear cosas que había dejado de desear hacía tiempo.
Tuvo que dejar de hablar. Se le quebraba la voz. Era una humillación tras otra.
—Yo no necesito riquezas —dijo Ambrose, los ojos húmedos de pena—. Lo sabes.
—Aun así, disfrutas de sus ventajas.
—No me comprendes, Alma.
—No te comprendo en absoluto, señor Pike. Explícamelo.
—Yo te lo pregunté —dijo Ambrose—. Te pregunté si querías un matrimonio del alma…, un mariage blanc. —Como Alma tardó en responder, Ambrose añadió—: Es decir, un matrimonio casto, sin intercambios carnales.
—Sé lo que significa mariage blanc, Ambrose —le interrumpió Alma—. Ya hablaba francés antes de que hubieras nacido. Lo que no comprendo es por qué pensaste que yo quería eso.
—Porque te lo pregunté. Te pregunté si aceptarías esto de mí, y tú aceptaste.
—¿Cuándo? —Alma creyó que se iba a arrancar el cabello de raíz si Ambrose no dejaba de hablar con tantos rodeos.
—En el cuarto de encuadernar, esa noche, después de encontrarte en la biblioteca. Cuando nos sentamos en silencio juntos. Te pregunté sin palabras: «¿Aceptas esto de mí?» y tú dijiste que sí. Te oí decir «sí». ¡Sentí que lo decías! No lo niegues, Alma, oíste mi pregunta a través de la frontera de la muerte ¡y me respondiste que sí! ¿No es eso cierto?
Ambrose la miraba con ojos aterrados. Alma se quedó muda.
—Y tú me hiciste una pregunta también —prosiguió Ambrose—. Me preguntaste en silencio si eso era lo que yo quería de ti. ¡Dije que sí, Alma! ¡Creo que incluso lo dije en voz alta! ¡No podría haber respondido con mayor claridad! ¡Me oíste decirlo!
Alma retrocedió a esa noche en el cuarto de encuadernar, a esa callada detonación de placer sexual, a la sensación de la pregunta de él que la recorría y la pregunta de ella recorriéndolo a él. ¿Qué había oído? Le había oído preguntar, con la misma claridad que el sonido de la campana de una iglesia: «¿Aceptas esto de mí?». Por supuesto, dijo que sí. Pensó que había querido decir: «¿Aceptas de mí placeres sensuales como este?». Cuando ella preguntó a su vez: «¿Es esto lo que quieres de mí?», quería decir: «¿Quieres compartir estos placeres sensuales conmigo?».
¡Dios que estás en los cielos, cómo habían malinterpretado las preguntas! Se habían malinterpretado de un modo sobrenatural. Fue el único milagro indiscutible en la vida de Alma Whittaker, y lo había malinterpretado. Era la peor broma de todas las que había oído.
—Solo te preguntaba —dijo en tono cansado— si me querías. Es decir, si me querías totalmente, como se suelen querer los amantes. Pensé que me preguntabas lo mismo.
—Pero yo nunca preguntaría por la presencia corpórea de alguien de esa manera que dices —aclaró Ambrose.
—¿Por qué no?
—Porque no creo en ello.
Alma no comprendía lo que estaba oyendo. Fue incapaz de hablar durante un buen rato. Al fin, preguntó:
—En tu opinión, el acto conyugal (incluso entre un hombre y su mujer), ¿es algo vil y depravado? Sin duda, Ambrose, serás consciente de lo que otras personas comparten en la intimidad del matrimonio. ¿Me consideras envilecida por querer que mi marido se comporte como un marido? Seguro que habrás oído hablar de tales placeres entre hombres y mujeres.
—No soy como otros hombres, Alma. ¿De verdad te sorprende eso, después de tanto tiempo?
—¿Qué imaginas ser, entonces, si no un hombre?
—No se trata de lo que imagino ser, Alma; se trata de lo que deseo ser. O, más bien, de lo que fui una vez y deseo ser de nuevo.
—¿Qué, Ambrose?
—Un ángel de Dios —dijo Ambrose, con un tono de voz de tristeza insondable—. Tenía la esperanza de que fuéramos ángeles de Dios juntos. Algo así no sería posible a menos que nos liberáramos de la carne y nos uniéramos en la gracia celestial.
—¡Oh, por la misericordia de mala muerte de la dos veces enculada madre de Cristo! —maldijo Alma. Quería agarrarlo y sacudirlo, al igual que había sacudido a Robert el jardinero hacía poco. Quería discutir las Escrituras con él. Las mujeres de Sodoma, quiso decirle, fueron castigadas por Jehová por recibir la comunión sexual de los ángeles…, ¡pero al menos tuvieron su oportunidad! Así era su suerte, con un ángel tan hermoso pero tan poco complaciente.
—¡Vamos, Ambrose! —dijo—, ¡despierta! No vivimos en el reino celestial…, ni tú ni mucho menos yo. ¿Cómo puedes ser tan corto de luces? ¡Mírame, muchacho! Con tus ojos de verdad…, tus ojos mortales. ¿Te parezco un ángel, Ambrose Pike?
—Sí —dijo él, con triste sencillez.
La furia abandonó a Alma, reemplazada por un pesar sombrío y sin fondo.
—Entonces, has cometido un grave error —dijo Alma—, y ahora estamos en un buen lío.
***
Ambrose no podía quedarse en White Acre.
Resultó evidente tras solo una semana: una semana durante la cual Ambrose durmió en un cuarto de invitados en el ala este y Alma durmió en el diván de la cochera, mientras ambos soportaban las sonrisitas irónicas de las jóvenes doncellas. Estar casados menos de un mes y dormir no ya en habitaciones diferentes, sino en edificios diferentes…, bueno, era un escándalo demasiado monumental para los metomentodo que pululaban por la finca.
Hanneke intentó mantener la discreción entre el personal, pero los rumores volaban como murciélagos al atardecer. Decían que Alma era demasiado vieja y fea para Ambrose, a pesar de la fortuna que tenía metida en ese conejo viejo. Decían que había sorprendido a Ambrose robando. Decían que a Ambrose le gustaban las muchachas jóvenes y bonitas y que lo habían pillado con la mano en el culo de una quesera. Decían lo que les venía en gana; Hanneke no podía despedir a todo el mundo. Alma oyó algunos de esos chismorreos y los otros no era difícil imaginarlos. Las miradas que le lanzaban eran de desprecio.
Su padre la llamó a su estudio un lunes por la tarde, a finales de octubre.
—¿Qué es, entonces? —dijo—. ¿Te has aburrido ya de tu nuevo juguete?
—No me ridiculices, padre… Te lo juro, no aguanto más.
—Entonces, explícate.
—Es demasiado bochornoso para que te lo explique.
—No creo que eso sea cierto. ¿Es que acaso piensas que no he oído ya casi todos los rumores? Nada de lo que me digas será más bochornoso que lo que dice la gente.
—Hay muchas cosas que no puedo contarte, padre.
—¿Te ha sido infiel? ¿Ya?
—Lo conoces, padre. Él no haría eso.
—Ninguno de los dos lo conocemos bien, Alma. Entonces, ¿qué es? ¿Te ha robado? ¿Y a mí? ¿Te fornica hasta dejarte medio muerta? ¿Te pega con un cinto de cuero? No, no creo que sea nada de eso. Dímelo, hija. ¿Cuál es su delito?
—No puede quedarse aquí ni un día más y no te puedo decir por qué.
—¿Te crees que soy de esos que se desmayan ante la verdad? Soy viejo, Alma, pero aún no me han sepultado. Y no creas que no voy a adivinarlo, si insisto lo suficiente. ¿Eres frígida? ¿Es ese el problema? ¿O no se le levanta?
Alma no respondió.
—Ah —dijo él—. Por ahí van los tiros. Entonces, ¿no se ha consumado el deber marital?
Una vez más, Alma no respondió.
Henry aplaudió.
—Bueno, ¿y qué? Disfrutáis de vuestra compañía, de todos modos. Eso es más de lo que la mayoría de la gente puede decir de sus matrimonios. Eres demasiado vieja para tener hijos, en cualquier caso, y algunos matrimonios no son felices en la cama. La mayoría, en realidad. Las parejas mal casadas son tan comunes como las moscas en este mundo. Tu matrimonio se ha agriado más rápido que otros, pero vas a perseverar y aguantarlo, Alma, como hacemos el resto de nosotros…, o hacíamos. ¿Es que no te hemos educado para perseverar y aguantar? No vas a echar tu vida a perder por un contratiempo. Saca lo mejor de esta situación. Piensa en él como en un hermano si no te hace cosquillas bajo las sábanas a tu gusto. Sería un buen hermano. Es una compañía agradable para todos nosotros.
—No necesito un hermano. Te digo, padre, que no puede quedarse aquí. Tienes que pedirle que se vaya.
—Y yo te digo, hija, que no hace ni tres meses que en esta misma habitación te escuché insistir en que tenías que casarte con este hombre…, un hombre de quien yo no sabía nada y de quien tú solo sabías un pelín más. ¿Y ahora quieres que lo eche? ¿Qué soy yo?, ¿tu perro de presa? Lo confieso, no lo apruebo, claro que no. No hay dignidad alguna en lo que pides. ¿Son los rumores lo que no aguantas? Hazles frente como una Whittaker. Ve y muéstrate ante los que se burlan de ti. Dale un mamporro a alguien, si no te gusta cómo te miran. Así aprenderán. Ya encontrarán pronto otra cosa de la que chismorrear. Pero echar a este joven para siempre, por el delito de… ¿qué? ¿No complacerte? Júntate con uno de los jardineros, si necesitas un semental en la cama. Hay hombres a los que puedes pagar para que te den una alegría, lo mismo que con las mujeres. La gente que desea dinero hace cualquier cosa para conseguirlo, y a ti te sobra el dinero. Usa tu dote para crear un harén de jóvenes para tu regocijo, si así lo deseas.
—Padre, por favor… —rogó Alma.
—Pero, mientras tanto, ¿qué propones que haga yo con nuestro señor Pike? —prosiguió—. ¿Que lo arrastre con un carruaje por las calles de Filadelfia cubierto de alquitrán? ¿Que lo tire al Schuylkill atado a un barril con piedras? ¿Que le vende los ojos y lo fusile en un paredón?
Alma solo atinó a quedarse quieta, avergonzada y abatida, incapaz de hablar. ¿Qué esperaba que dijera su padre? Bueno (por absurdo que pareciera ahora), había pensado que Henry la defendería. Había creído que Henry se indignaría en su nombre. Casi había esperado que recorriese la casa en uno de sus famosos y teatrales rapapolvos, ondeando los brazos como si rezase en una farsa: «¿Cómo has podido hacer eso a mi hija?». O algo así. Algo comparable a la profundidad de su quebranto e ira. Pero ¿por qué habría pensado eso? ¿Acaso había visto a Henry Whittaker defender alguna vez a alguien? Y si defendía a alguien en este caso, ese parecía ser Ambrose.
En lugar de acudir a su rescate, su padre solo la denigraba más. Además, Alma recordó la conversación que habían mantenido acerca de su matrimonio con Ambrose, ni tres meses antes. Henry le había advertido (o, al menos, planteó la cuestión) acerca de si «esta clase de hombre» la satisfaría en el matrimonio. ¿Qué sabía entonces que no había dicho? ¿Qué sabía ahora?
—¿Por qué no impediste que me casara con él? —preguntó Alma al fin—. Sospechabas algo. ¿Por qué no dijiste nada?
Henry se encogió de hombros.
—Hace tres meses no me correspondía a mí tomar decisiones por ti. Y tampoco ahora. Si algo debe hacerse con ese joven, lo has de hacer tú misma.
Esas palabras dejaron a Alma estupefacta: Henry había tomado decisiones por Alma desde siempre, desde que era un renacuajo…, o al menos así era como ella lo había percibido.
No pudo contener una pregunta:
—Pero ¿qué piensas que debería hacer con él?
—¡Haz lo que se te venga en gana, diablos! Esa decisión es tuya. No soy yo quien tiene que deshacerse del señor Pike. Tú lo trajiste a nuestro hogar, tú te libras de él…, si eso es lo que deseas. Hazlo pronto. Siempre es mejor cortar que rasgar. De un modo u otro, quiero que el asunto quede zanjado. Una considerable cantidad de sentido común ha abandonado a esta familia en los últimos meses, y me gustaría recuperarlo. Tenemos demasiado trabajo para sinsentidos como este.
***
En los años venideros, Alma intentaría convencerse a sí misma de que ella y Ambrose habían tomado juntos la decisión acerca de dónde seguiría este su vida a partir de entonces, pero nada estaba más lejos de la verdad. Ambrose Pike no era hombre que tomase decisiones por sí mismo. Era un globo sin ataduras, tremendamente susceptible a la influencia de aquellos más fuertes que él…, y todo el mundo era más fuerte que él. Siempre había hecho lo que se le decía. Su madre le dijo que fuera a Harvard, y él fue a Harvard. Sus amigos le sacaron de un talud de nieve y lo enviaron a un asilo de enfermos mentales y él, obediente, permitió que lo encerrasen. Daniel Tupper, allá en Boston, le dijo que fuese a las junglas de México a pintar orquídeas, y él fue a la jungla y pintó orquídeas. George Hawkes lo invitó a Filadelfia, y él vino a Filadelfia. Alma lo acogió en White Acre y le pidió crear un gran florilegium de las plantas de su padre, y él se puso manos a la obra sin rechistar. Iba a donde lo llevasen.
Quería ser un ángel de Dios, pero, que el Señor lo protegiera, no era más que un cordero.
¿De verdad Alma intentó idear un plan que fuera lo mejor para él? Más tarde, Alma se diría a sí misma que lo intentó. No se divorció de Ambrose; no había razón para que ninguno de ellos sufriese tal escándalo. Le proporcionaría dinero en abundancia, no porque lo hubiese pedido, sino porque era lo correcto. No lo enviaría de vuelta a Massachusetts, no solo porque Alma detestaba a su madre (¡solo por esa carta, detestaba a su madre!), sino porque le angustiaba pensar en Ambrose durmiendo para siempre en el sofá de su amigo Tupper. Tampoco podía enviarlo de vuelta a México, de eso no cabía duda. Casi había muerto de fiebres allí.
Aun así, no podía seguir en Filadelfia: su presencia despertaba un sufrimiento lacerante en Alma. Por misericordia, ¡cómo la había deshecho! Aun así, no dejó de amar ese rostro…, pálido y atormentado como estaba. Bastaba con ver ese rostro para despertar en ella una necesidad imperativa y vulgar apenas soportable. Tendría que ir a otro lugar, a un lugar muy lejano. No quería correr el riesgo de encontrarse con él en los años venideros.
Escribió una carta a Dick Yancey (quien administraba con puño de hierro los negocios de su padre), que se encontraba en Washington DC, donde gestionaba unos asuntos con los nuevos jardines botánicos del lugar. Alma sabía que Yancey pronto embarcaría en un ballenero rumbo al Pacífico Sur. Iba a ir a Tahití a investigar las maltrechas plantaciones de vainilla de The Whittaker Company, a fin de intentar poner en marcha el plan de polinización artificial que sugirió Ambrose en su primera noche en White Acre.
Yancey tenía planeado partir hacia Tahití pronto, como mucho en un par de semanas. Era mejor zarpar antes de las últimas tormentas de otoño y antes de las heladas.
Alma era consciente de todo ello. Entonces, ¿por qué no enviar a Ambrose a Tahití con Dick Yancey? Era una solución respetable, casi ideal. Ambrose se encargaría de la gestión de la plantación de vainilla en persona. Lo haría de maravilla, ¿acaso no era cierto? La vainilla pertenecía a la familia de las orquídeas, ¿acaso no era cierto? A Henry Whittaker le complacería el plan, pues enviar a Ambrose a Tahití era exactamente lo que él había querido en un principio, antes de que Alma lo convenciera de lo contrario, muy a su pesar.
¿Era un destierro? Alma intentó pensar que no. Según los rumores, Tahití era un paraíso, se dijo Alma. No era una colonia penal. Sí, Ambrose era delicado, pero Dick Yancey lo protegería. Era un trabajo interesante. El clima era benigno y sano. ¿Quién no envidiaría esta oportunidad de ver las legendarias costas de Polinesia? Era una expedición que agradaría a cualquier botánico o comerciante…, y con todos los gastos pagados, además.
Acalló las voces interiores que protestaban; sí, se trataba de un destierro, sin duda…, y de un destierro cruel. Hizo caso omiso a algo que sabía demasiado bien: Ambrose no era ni botánico ni comerciante, sino una persona de sensibilidad y talento únicos, cuya mente era un objeto delicado, y quien tal vez no estaba preparado para un largo viaje en un ballenero o para la vida en una plantación agrícola en los lejanos Mares del Sur. Ambrose era más niño que hombre, y había dicho a Alma muchas veces que no deseaba nada más en la vida que un hogar seguro y una compañera amable.
«Bueno, queremos muchas cosas —se dijo a sí misma—, y no siempre las conseguimos».
Además, él no tenía ningún otro lugar donde ir.
Tras decidirlo todo, Alma acomodó a su marido en el hotel United States durante dos semanas, justo al otro lado de la calle donde se encontraba el enorme banco que custodiaba la fortuna de su padre en unas cajas fuertes secretas, mientras esperaban a que Dick Yancey volviera de Washington.
***
En el vestíbulo del hotel United States, dos semanas más tarde, Alma al fin presentó a su marido a Dick Yancey, al altísimo y silencioso Dick Yancey, el de los ojos temibles y la mandíbula de puro granito, que no hacía preguntas y se limitaba a obedecer órdenes. Bueno, Ambrose también se limitaba a obedecer órdenes. Encorvado y pálido, Ambrose no hizo preguntas. Ni siquiera preguntó cuánto tiempo debería quedarse en la Polinesia. Alma no habría sabido cómo responder esa pregunta, en cualquier caso. «No es un destierro», se decía a sí misma una y otra vez. Pero ni siquiera ella sabía cuánto habría de durar.
—El señor Yancey se ocupará de ti a partir de ahora —dijo a Ambrose—. Tu comodidad será una prioridad, en la medida de lo posible.
Se sentía como si dejara a un bebé al cuidado de un cocodrilo amaestrado. En ese momento, amó a Ambrose tanto como en los mejores tiempos; es decir, por completo. Ya sentía esa ausencia enorme al pensar en él, navegando al otro lado del mundo. De todos modos, no había sentido más que esa ausencia desde la noche de bodas. Quiso abrazarlo, pero siempre quería abrazarlo y no podía hacerlo. Él no lo permitiría. Quería agarrarse a él, rogarle que se quedara, rogarle que la amara. Nada de eso estaba permitido. No tenía sentido rogar.
Se estrecharon la mano, tal como hicieron en el jardín griego de su madre el día que se conocieron. La misma maleta, pequeña y desgastada, reposaba junto a los pies de Ambrose, llena con todas sus posesiones. Vestía el mismo traje marrón de pana. No había cogido nada de White Acre.
Lo último que Alma le dijo fue:
—Te ruego, Ambrose, que me hagas el favor de no hablar con nadie de nuestro matrimonio. Nadie necesita saber lo ocurrido entre nosotros. Viajas no como el yerno de Henry Whittaker, sino como su empleado. Cualquier otra información solo acarrearía más preguntas, y no deseo enfrentarme a las preguntas del mundo.
Ambrose mostró su acuerdo con un gesto. No dijo nada más. Tenía un aspecto enfermizo y agotado.
Alma no necesitaba pedirle a Dick Yancey que guardase en secreto su relación con el señor Pike. Dick Yancey no hacía nada más que guardar secretos; por eso los Whittaker lo habían mantenido a su servicio durante tanto tiempo.
Dick Yancey era útil en ese sentido.