Apenas un mes más tarde, estaban casados.
En los años venideros, Alma no dejaría de preguntarse por el proceso mediante el cual fue tomada esta decisión (este salto tan inconcebible e inesperado al matrimonio), pero, durante los días que siguieron a la experiencia del cuarto de encuadernar, la boda parecía inevitable. En cuanto a lo que de verdad había ocurrido en esa diminuta habitación, todo ello (desde el casto clímax de Alma hasta la transmisión muda del pensamiento) asemejaba un milagro, o al menos un fenómeno. Alma no logró encontrar una explicación racional a lo ocurrido. Las personas no pueden oír ideas. Alma sabía que eso era cierto. Las personas no pueden transmitir ese tipo de electricidad, ese tipo de anhelo y ese franco trastorno erótico con un simple roce de manos. Sí, había ocurrido. Sin dudarlo, había ocurrido.
Cuando salieron del cuarto esa noche, Ambrose se volvió hacia ella, la cara sonrosada y extasiada, y dijo: «Me gustaría dormir junto a ti cada noche durante el resto de mi vida, y escuchar tus pensamientos para siempre».
¡Eso dijo! No telepáticamente, sino en voz alta. Abrumada, Alma no encontró palabras con que responder. Se limitó a asentir con la cabeza, como si mostrase su beneplácito, su consentimiento o su asombro. Entonces, ambos se dirigieron a sus respectivas habitaciones, una a cada lado del pasillo…, si bien, por supuesto, ella no durmió. ¿Cómo habría podido dormir?
Al día siguiente, mientras caminaban hacia los lechos de musgo, Ambrose comenzó a hablar, despreocupado, como si continuaran una conversación no interrumpida. De modo inesperado, dijo:
—Tal vez la diferencia de condición es tan vasta que carezca de importancia. Yo no poseo nada en este mundo que sea digno de envidia y tú lo posees todo. Tal vez vivimos en tales extremos que es posible hallar un equilibrio en nuestras diferencias.
Alma no tenía la menor idea de adónde se dirigía con esta conversación, pero le permitió seguir hablando.
—También me he preguntado —reflexionó amablemente— si dos individuos tan diversos podrían hallar armonía en el matrimonio.
Tanto el corazón como el estómago de Alma se sobresaltaron ante la palabra: matrimonio. ¿Hablaba filosófica o literalmente? Alma esperó.
Ambrose prosiguió, si bien aún de modo poco directo:
—Habrá gente, supongo, que me acuse de buscar tus riquezas. Nada más lejos de la verdad. Vivo mi vida en la más estricta austeridad, Alma, no solo por costumbre, sino por preferencia. No tengo riquezas que ofrecerte, pero tampoco aceptaría riquezas de ti. No vas a volverte más rica al casarte conmigo, pero tampoco más pobre. Esa verdad tal vez no satisfaga a tu padre, pero espero que te satisfaga a ti. En cualquier caso, nuestro amor no es un amor típico, como lo sienten típicamente hombres y mujeres. Compartimos algo más, algo más inmediato, más precioso. Eso ha sido evidente para mí desde el principio y espero que haya sido evidente para ti. Mi deseo es que los dos vivamos juntos como uno, ambos satisfechos y exaltados, buscadores perpetuos.
Esa misma tarde, cuando Ambrose le preguntó: «¿Vas a hablar con tu padre o debería hacerlo yo?», Alma al fin juntó las piezas del rompecabezas: sin duda, le había pedido la mano. O, más bien, había supuesto que ya era suya. Ambrose no le pidió contraer matrimonio; en su mente, al parecer, Alma ya había aceptado. Alma no pudo negar que esto era cierto. Le habría dado cualquier cosa. Lo amaba tanto que le resultaba doloroso. Solo ahora osaba confesárselo a sí misma. Perderlo sería una amputación. Cierto, era un amor que no tenía sentido. Ella casi tenía cincuenta años, y él aún era bastante joven. Ella era fea y él era apuesto. Se habían conocido solo hacía unas pocas semanas. Creían en universos diferentes (Ambrose en lo divino, Alma en lo real). Aun así, era innegable: esto era amor, se dijo Alma. Era innegable que Alma estaba a punto de convertirse en esposa.
—Yo misma hablaré con mi padre —dijo Alma, con una alegría desbordante y cautelosa.
Esa noche, antes de cenar, encontró a su padre en su estudio, absorto entre papeles.
—Escucha lo que dice esta carta —dijo Henry a modo de saludo—. Este hombre dice que ya no puede mantener el molino. Su hijo (menudo estúpido aficionado a los dados) ha arruinado a la familia. Dice que han resuelto pagar sus deudas y que desea morir sin trabas. Y esto lo dice un hombre que, durante veinte años, no ha dado un solo paso con sentido común. Bueno, ¡segurísimo que lo hace ahora!
Alma no sabía quién era el hombre en cuestión, ni quién era el hijo, ni qué molino corría peligro. Hoy todo el mundo le hablaba como si reanudara una conversación anterior.
—Padre —dijo—, quiero hablar de algo contigo. Ambrose Pike me ha pedido la mano.
—Me parece muy bien —dijo Henry—. Pero escucha, Alma… Este insensato desea venderme una parcela de sus maizales, además, y quiere convencerme para que compre ese viejo granero que tiene en el embarcadero, ese que ya se está desmoronando en el río. Ya sabes cuál es, Alma. No consigo imaginar qué se cree que vale esa ruina o por qué alguien desearía cargar con ella.
—No me estás escuchando, padre.
Henry ni hizo ademán de alzar la vista.
—Te escucho —dijo, pasando a mirar otra página—. Te escucho absorto y fascinado.
—Ambrose y yo deseamos casarnos pronto —dijo Alma—. No es necesario organizar un espectáculo o una fiesta, pero querríamos que fuese cuanto antes. Si es posible, nos gustaría casarnos antes de fin de mes. Por favor, no temas, seguiremos viviendo en White Acre. No vas a perdernos a ninguno de los dos.
Al oír esto, Henry miró a Alma por primera vez desde que entrase en el despacho.
—Por supuesto que no perderé a ninguno de los dos —dijo Henry—. ¿Por qué querríais iros? No creo que ese tipo pueda mantenerte como estás acostumbrada con su salario de… ¿Cuál era su profesión?… ¿Orquidista?
Henry se recostó en el sillón, cruzó los brazos sobre el pecho y miró a su hija por encima de la montura de unos anteojos anticuados de latón. Alma no sabía qué decir.
—Ambrose es un buen hombre —musitó al fin—. No desea fortunas.
—Sospecho que tienes razón —respondió Henry—. Aunque no habla muy bien de su carácter que prefiera la pobreza a la opulencia. Aun sí, pensé en esta situación hace años…, mucho antes de oír hablar de Ambrose Pike.
Henry se levantó de modo un tanto vacilante y echó un vistazo a una estantería situada detrás de él. Sacó un tomo sobre veleros ingleses, un libro que Alma había visto en los estantes toda la vida, pero que no había tocado, pues no le interesaban los veleros ingleses. Henry hojeó el libro hasta encontrar una hoja de papel plegada y estampada con un sello de lacre. En el sello había una palabra escrita: «Alma». Se lo entregó.
—Redacté dos documentos como este, con la ayuda de tu madre, en 1817, más o menos. El otro se lo di a tu hermana Prudence cuando se casó con ese perrito de orejas cortas suyo. Es un escrito que ha de firmar tu marido, en el que se deja sentado que nunca poseerá White Acre.
Henry habló con un tono despreocupado. Alma tomó el documento sin decir palabra. Reconoció la letra de su madre en las líneas rectas de la A mayúscula de Alma.
—Ambrose no necesita White Acre, ni lo desea —dijo Alma a la defensiva.
—Excelente. Entonces no le importará firmarlo. Naturalmente, habrá una dote, pero mi fortuna, mi finca, no le pertenecerán nunca. Confío en que quede claro.
—Muy bien —dijo Alma.
—Muy bien, claro que sí. Ahora, en cuanto a la idoneidad del señor Pike como marido, eso es asunto tuyo. Eres una mujer adulta. Si tú crees que es la clase de hombre que te puede satisfacer en el matrimonio, tienes mi bendición.
—¿Satisfacerme en el matrimonio? —Alma se sulfuró—. ¿Alguna vez he sido difícil de satisfacer, padre? ¿Alguna vez te he pedido algo? ¿Alguna vez te he exigido algo? ¿Por qué iba a ser una esposa difícil de satisfacer?
Henry se encogió de hombros.
—No sabría decirlo. Es algo que debes aprender tú misma.
—Ambrose y yo nos comprendemos de un modo natural, padre. Sé que tal vez parezcamos una pareja poco convencional, pero siento…
Henry la interrumpió:
—No te justifiques, Alma. Es una muestra de debilidad. En cualquier caso, no me cae mal ese tipo.
Henry centró la atención en los papeles del escritorio.
¿Constituía eso una bendición? Alma no estaba segura. Esperó a que Henry volviera a hablar. No lo hizo. Parecía, sin embargo, que le había concedido permiso para casarse. Cuando menos, ese permiso no había sido denegado.
—Gracias, padre. —Se volvió hacia la puerta.
—Una cosa más —dijo Henry, que volvió a alzar la vista—. Antes de la noche de bodas, es costumbre que la novia reciba consejos sobre ciertos asuntos concernientes al lecho nupcial…, suponiendo que aún seas inocente respecto a esos asuntos, que sospecho que sí. Como hombre y como padre, no soy la persona indicada para darte consejos. Si tu madre no estuviera muerta, lo haría ella. No te molestes en preguntar a Hanneke sobre este tema, pues es una vieja solterona que no sabe nada y que se moriría de la impresión si supiese qué ocurre entre hombres y mujeres en la cama. Mi consejo es que le hagas una visita a tu hermana Prudence. Lleva mucho tiempo casada y es madre de media docena de niños. Tal vez sea capaz de aleccionarte respecto a ciertos aspectos de la conducta conyugal. No te sonrojes, Alma, eres demasiado vieja para sonrojarte y quedas ridícula. Si vas a probar suerte en el matrimonio, por Dios, hazlo bien. Ve preparada al lecho, al igual que te preparas para todo en la vida. Puede que el esfuerzo merezca la pena. Y échame estas cartas al correo, si vas a la ciudad mañana.
***
Alma ni siquiera había tenido tiempo para contemplar como debía la idea de casarse; sin embargo, todo parecía encauzado y decidido. Incluso su padre había procedido de inmediato a analizar los temas de la herencia y el lecho conyugal. Los eventos se sucedieron incluso con más rapidez desde ese momento. Al día siguiente, Alma y Ambrose caminaron a la 16th Street para hacerse un daguerrotipo: su retrato de bodas. Alma no había sido fotografiada antes, y tampoco Ambrose. Debido a la atroz fidelidad del retrato, Alma incluso dudó si pagar la fotografía. Miró la imagen una sola vez y no quiso volver a verla. ¡Qué vieja estaba al lado de Ambrose! Un desconocido que mirase el retrato pensaría que el joven estaba acompañado por su atribulada madre, de amplios huesos y mentón rotundo. En cuanto a Ambrose, aparentaba ser un prisionero hambriento de mirada enloquecida atado a su silla. Una de sus manos estaba borrosa. El pelo despeinado le otorgaba la apariencia de alguien que se acababa de despertar de una pesadilla. El pelo de Alma era tortuoso y trágico. La experiencia dejó a Alma sumida en una tristeza amarga. Pero Ambrose solo se rio al ver la imagen.
—¡Vaya, es un insulto! —exclamó—. Qué destino aciago verse a uno mismo sin paliativos. Aun así, voy a enviar este retrato a mi familia a Boston. Espero que reconozcan a su hijo.
¿Se sucedían los eventos a esta velocidad vertiginosa para las demás personas tras el compromiso? Alma no lo sabía. No había visto gran cosa de cortejos, compromisos, los rituales del matrimonio. No leía revistas femeninas ni disfrutaba las frívolas novelas de amor para muchachas inocentes. (Sin duda, había leído libros obscenos sobre la cópula, pero no ofrecían una perspectiva muy amplia). En pocas palabras, estaba lejos de ser una belleza experimentada. Si las experiencias de Alma en el reino del amor no hubiesen sido tan notablemente escasas, su noviazgo le habría resultado tan repentino como improbable. Durante los tres meses en los que ella y Ambrose se habían conocido, no habían intercambiado una carta de amor, un poema, un abrazo. El afecto entre ellos era claro y constante, pero no había pasión. Otra mujer habría sospechado ante una situación semejante. Alma, en cambio, estaba ebria y aturdida por las dudas. No eran dudas necesariamente desagradables, pero se acumulaban en su interior sin cesar, hasta impedirle que se concentrara. ¿Era Ambrose su amante? ¿Podía llamarlo así con justicia? ¿Le pertenecía a él? ¿Ya podía darle la mano en cualquier momento? ¿Qué pensaba él de ella? ¿Cómo sería la piel de él bajo la ropa? ¿Le satisfaría el cuerpo de ella? ¿Qué esperaba de ella? Era incapaz de conjeturar respuestas a ninguna de esas preguntas.
Además, estaba desesperadamente enamorada.
Alma había adorado a Ambrose, cómo no, desde el momento en que lo conoció, pero (hasta la petición de mano) no se había permitido abandonarse a la expresión plena de esa adoración; hacerlo habría sido audaz, si no peligroso. Siempre le había bastado con tenerlo cerca. Alma habría estado dispuesta a considerar a Ambrose, simplemente, un querido compañero si así hubiera permanecido para siempre en White Acre. Compartir con él tostadas con mantequilla todas las mañanas, observar su cara siempre iluminada al hablar de orquídeas, ser testigo de la maestría de sus grabados, verlo dejarse caer en el diván a escuchar las teorías de la transmutación y extinción de las especies… De verdad, todo eso habría bastado. Jamás habría osado desear más. Ambrose como amigo (como hermano) era más que suficiente.
Incluso tras los acontecimientos en el cuarto de encuadernar, Alma no habría exigido más. A pesar de lo ocurrido entre ellos en la oscuridad, habría sido fácil para Alma considerarlo un momento único, quizás incluso una alucinación compartida. Podría haberse convencido de haber imaginado esa corriente comunicativa que pasó entre ellos en silencio, así como las sensaciones desenfrenadas que las manos de él despertaron en todo su cuerpo. Con el tiempo suficiente, tal vez habría aprendido a olvidar lo ocurrido. Incluso después de ese encuentro, no se habría permitido amarlo tan completa, desesperada y ciegamente…, no sin su permiso.
Pero iban a casarse, de modo que ese permiso había sido concedido. Era imposible que Alma refrenase ese amor… y no tenía razón para ello. Se permitió hundirse en sus profundidades. Se sentía inflamada por el asombro, desenfrenada por la inspiración, hechizada. Donde antes veía luz en la cara de Ambrose, ahora veía luz celestial. Donde antes había unas extremidades agradables, ahora parecían propias de una estatua romana. Su voz era una canción vespertina. La mirada más leve lastimaba su corazón con temerosa alegría.
Desatada, por primera vez en su vida, en el reino del amor, impregnada de una energía imposible, Alma apenas se reconocía a sí misma. Su capacidad parecía ilimitada. Apenas necesitaba dormir. Se creía capaz de subir una montaña remando a contracorriente. Se movía por el mundo como si la rodeara una corona de fuego. Estaba viva. No era solo a Ambrose a quien miraba con tal emoción y vívida pureza, sino a todo y a todos. De repente, todo era milagroso. Veía líneas de convergencia y gracia allá donde mirara. Incluso los asuntos más nimios se volvieron reveladores. La embargaba un súbito exceso de la más asombrosa confianza en sí misma. Sin previo aviso, se descubría a sí misma resolviendo problemas botánicos que la habían esquivado durante años. Escribía cartas a un ritmo frenético a distinguidos botánicos (hombres cuya reputación siempre la había intimidado) desafiando sus conclusiones como nunca había osado hacer.
«Ha presentado la Zygodon con dieciséis cilios y sin peristoma», reprendía.
O «¿Por qué está convencido de que se trata de una colonia de Polytrichum?».
O «No estoy de acuerdo con la conclusión del profesor Marshall. Puede ser desalentador, lo sé, lograr el consenso en el ámbito de la criptogamia, pero no le aconsejo que se apresure declarando una nueva especie antes de haber estudiado a fondo las pruebas recogidas. Hoy en día, se ven tantos nombres para ciertos especímenes como briólogos los estudian; eso no quiere decir que el espécimen sea ni nuevo ni raro. Yo misma tengo cuatro de esos especímenes en mi herbario».
Antes no poseía la valentía para estos reproches, pero el amor la había enardecido y su mente era un motor inmaculado. Una semana antes de la boda, Alma se despertó en medio de la noche con un sobresalto electrizante, al comprender de golpe que existía un vínculo entre las algas y el musgo. Había observado musgos y algas durante décadas, pero no había visto la verdad: los dos eran primos. No le cupo la menor duda. En esencia, comprendió, los musgos no solo se asemejaban a algas que se hubieran encaramado a la tierra seca; los musgos eran algas que se habían encaramado a la tierra seca. Alma no sabía cómo los musgos habían llevado a cabo esta compleja transformación de acuáticos a terrestres. Pero estas dos especies compartían una historia entrelazada. Tenía que ser así. Las algas tomaron una decisión, mucho antes de que Alma ni nadie las observara, y en ese momento subieron al aire seco y se transformaron. No sabía qué mecanismo impulsó esta transformación, pero sabía que había ocurrido.
Al darse cuenta de ello, Alma deseó cruzar el pasillo corriendo y meterse en la cama de Ambrose de un salto; él, que había prendido ese fuego salvaje en su cuerpo y en su mente. Deseó contarle todo, enseñarle todo, demostrarle el funcionamiento del universo. No podía esperar a que llegara el día, a que hablaran durante el desayuno. No podía esperar a mirarle a la cara. No podía esperar a ese momento en que no necesitasen estar separados; ni siquiera de noche, ni siquiera al dormir. Se quedó tumbada en la cama, temblorosa y expectante.
¡Qué distancia enorme separaba sus habitaciones!
En cuanto a Ambrose, a medida que la boda se acercaba, solo se volvía más sereno, más atento. No podría haber sido más amable con Alma. A veces, Alma temía que cambiara de parecer, pero no dio muestras de ello. Se estremeció, aterrorizada, cuando le entregó el documento de Henry Whittaker, pero Ambrose firmó sin dudas ni quejas; de hecho, ni siquiera lo leyó. Todas las noches, antes de dirigirse cada uno a su habitación, Ambrose le daba un beso en su mano pecosa, bajo los nudillos. La llamaba «mi otra alma, mi alma superior».
—Soy un hombre extraño, Alma —dijo—. ¿Estás segura de que vas a soportar mis rarezas?
—¡Puedo soportarte! —prometió Alma.
Sintió que corría peligro de entrar en combustión.
Temió morir de pura alegría.
***
Tres días antes de la boda (que iba a ser una ceremonia sencilla en el recibidor de White Acre), Alma por fin visitó a su hermana Prudence. Habían pasado muchos meses desde la última vez que se vieron. Pero habría sido de una rudeza excesiva no invitarla a la boda, así que Alma escribió a Prudence una nota para explicarse (iba a casarse con un amigo del señor George Hawkes) e hizo planes para una breve visita. Por otra parte, Alma había decidido seguir el consejo de su padre y hablar con Prudence respecto al lecho conyugal. No era una conversación que aguardase con impaciencia, pero no deseaba dirigirse a los brazos de Ambrose sin estar preparada y no sabía a quién más preguntar.
A primeras horas de una tarde de agosto, Alma llegó al hogar de los Dixon. Encontró a su hermana en la cocina, preparando una cataplasma de mostaza para su hijo pequeño, Walter, enfermo en la cama por haber comido demasiada corteza de sandía. Los otros niños iban y venían por la cocina, atareados. Hacía un calor sofocante en esa habitación. Había dos pequeñas niñas negras a las que Alma no conocía, sentadas en un rincón con Sarah, la hija de trece años de Prudence; juntas, las tres niñas cardaban lana. Todas ellas, blancas y negras, llevaban los vestidos más humildes. Los niños, incluso los negros, se acercaron a Alma y la besaron educadamente, la llamaron tía y regresaron a sus tareas.
Alma preguntó a Prudence si podía ayudar con la cataplasma, pero Prudence dijo que no era necesario. Uno de los niños trajo a Alma una taza de agua de la bomba del jardín. El agua estaba cálida y tenía un sabor turbio y desagradable. Alma no la quiso. Se sentó en un banco largo y no supo dónde dejar la taza. Tampoco supo qué decir. Prudence, que había recibido la nota de Alma a principios de semana, felicitó a su hermana por la boda, pero ese somero intercambio apenas duró un momento, tras lo cual el tema quedó zanjado. Alma admiró a los niños, admiró la pulcritud de la cocina, admiró la cataplasma de mostaza, hasta que no había nada más que admirar. Prudence parecía cansada y delgada, pero no se quejaba, ni compartió noticias de su vida. Alma no pidió noticias. Temía conocer los detalles de las circunstancias a las que se enfrentaba la familia.
Al cabo de un largo rato, Alma reunió el valor para hablar:
—Prudence, me pregunto si podría hablar a solas contigo.
Si la solicitud sorprendió a Prudence, no dio muestras de ello. Pero el semblante de Prudence siempre había sido incapaz de expresar una emoción tan vulgar como la sorpresa.
—Sarah —dijo Prudence a la niña mayor—, lleva a los otros fuera.
Los niños salieron de la cocina, en fila, serios y obedientes, como soldados de camino al campo de batalla. En vez de sentarse, Prudence apoyó la espalda en esa enorme tabla de madera que se llamaba a sí misma mesa de cocina, con las manos cruzadas elegantemente sobre el delantal limpio.
—¿Sí? —preguntó.
Alma buscó entre sus pensamientos para saber por dónde empezar. No hallaba ninguna frase que no sonara vulgar o ruda. De repente, lamentó haber seguido el consejo de su padre. Deseó salir corriendo de esa casa…, de vuelta a las comodidades de White Acre, de vuelta a Ambrose, de vuelta a un lugar donde el agua era fresca y estaba fría. Pero Prudence la miraba, expectante y callada. Algo tendría que decir. Comenzó:
—Ahora que me acerco a las orillas del matrimonio…
Se quedó sin palabras y miró impotente a su hermana, deseando, contra toda razón, que Prudence vislumbrase, gracias a este fragmento inconexo, lo que Alma quería decir.
—¿Sí? —dijo Prudence.
—Me doy cuenta de que no tengo experiencia —completó Alma la frase.
Prudence siguió mirando, en un silencio impasible. «¡Ayúdame, mujer!», quiso gritar Alma. ¡Ojalá Retta Snow estuviese aquí! No la Retta de ahora, loca, sino la de antaño, la Retta alegre y sin ataduras. Ojalá Retta estuviera aquí, ojalá las tres tuvieran diecisiete años de nuevo. Las tres jóvenes tal vez habrían sabido abordar este tema con tiento. Retta lo habría vuelto divertido y sincero. Retta habría liberado a Prudence de su reserva y habría disipado la vergüenza de Alma. Pero nadie iba a ayudar a las dos hermanas a comportarse como hermanas. Es más, Prudence no parecía interesada en ayudar a que esta conversación fuese más sencilla, pues ni siquiera habló.
—Me doy cuenta de que no tengo experiencia de conyugalidad —aclaró Alma, en un arrebato de coraje desesperado—. Padre sugirió que hablase contigo para recibir orientación sobre cómo deleitar a un marido.
Una de las cejas de Prudence se alzó, mínimamente.
—Lamento oír que piensa que soy una autoridad en la materia.
Había sido mala idea, comprendió Alma. Pero ya no había manera de dar marcha atrás.
—Me malinterpretas —protestó Alma—. Es solo que llevas muchos años casada, ¿sabes?, y tienes tantos niños…
—Hay más en un matrimonio, Alma, que aquello de lo que hablas. Además, ciertos escrúpulos me impiden charlar sobre eso que mencionas.
—Por supuesto, Prudence. No deseo ofender tu sensibilidad ni entrometerme en tu intimidad. Pero eso de lo que hablo sigue siendo un enigma para mí. Te ruego que me comprendas. No necesito consultar con un doctor; soy consciente de las funciones esenciales de la anatomía. Pero necesito hablar con una esposa, para comprender qué sería del agrado de mi esposo y qué no. Cómo presentarme a mí misma, quiero decir, en el arte de complacer…
—No debería haber arte en ello —respondió Prudence—, a menos que seas una mujer de alquiler.
—¡Prudence! —exclamó Alma con una fuerza que le sorprendió incluso a ella misma—. ¡Mírame! ¿No ves lo mal preparada que estoy? ¿Te parezco una mujer joven? ¿Te parezco un objeto de deseo?
Hasta ese momento, Alma no había comprendido cuánto le asustaba la noche de bodas. Por supuesto, amaba a Ambrose y la consumía una emoción expectante, pero también estaba aterrorizada. Este terror explicaba en parte esas noches de insomnio y escalofríos de las últimas semanas; no sabía cómo comportarse siendo esposa de un hombre. Cierto, durante décadas Alma se había abandonado a una imaginación rica, indecente, carnal…, pero no por ello dejó de ser una inocente. La imaginación es una cosa; dos cuerpos juntos es algo completamente distinto. ¿Cómo la miraría Ambrose? ¿Cómo podría embelesarlo? Él era un hombre joven, un hombre apuesto, en tanto que la apariencia de Alma, a sus cuarenta y ocho años, exigía revelar esta verdad: era más zarza que rosa.
El gesto de Prudence se suavizó, un poco.
—Solo necesitas estar dispuesta —dijo Prudence—. Un hombre, ante una mujer dispuesta y condescendiente, no necesita mayor persuasión.
Esta información no aportó nada a Alma. Tal vez Prudence lo sospechara, pues añadió:
—Te aseguro que tus deberes conyugales no van a ser molestos en exceso. Si es tierno contigo, tu marido no te hará mucho daño.
Alma quiso arrojarse al suelo y llorar. ¿De verdad pensaba Prudence que temía que le hiciera daño? ¿Quién o qué podría hacer daño a Alma Whittaker? ¿Con unas manos tan encallecidas como estas? ¿Con brazos que podrían levantar la tabla de roble en la que reposaba Prudence con tal delicadeza y lanzarla al otro lado de la cocina sin dificultad? ¿Con este cuello quemado por el sol y este cabello que era un cardo? No, no era el dolor lo que Alma temía en su noche de bodas, sino la humillación. Lo que Alma estaba desesperada por saber era cómo presentarse ante Ambrose en forma de orquídea, como su hermana, y no de roca musgosa, como ella misma. Pero era algo que no se podía enseñar. Qué intercambio inútil: un mero preámbulo a la humillación, si acaso.
—Ya te he hecho perder mucho tiempo —dijo Alma, levantándose—. Tienes un niño enfermo al que cuidar. Perdóname.
Por un momento, Prudence dudó, como si fuera a tender la mano o a pedirle que se quedara. El momento no tardó en pasar, como si no hubiera existido. Prudence se limitó a decir:
—Me alegra que hayas venido.
«¿Por qué somos tan diferentes? —se preguntó Alma—. ¿Por qué no podemos estar más unidas?».
En su lugar, preguntó:
—¿Vas a venir a la boda el sábado? —Si bien ya sospechaba que le pondría reparos.
—Me temo que no —respondió Prudence. No explicó el motivo. Pero ambas sabían cuál era: Prudence jamás volvería a pisar White Acre. Henry no lo aceptaría, y Prudence tampoco.
—Mis mejores deseos, entonces —concluyó Alma.
—Igualmente —respondió Prudence.
Solo al encontrarse a mitad de la calle Alma comprendió lo que acababa de hacer: no solo acababa de pedir a un ama de casa de cuarenta y ocho años (¡cansada y con un hijo enfermo!) consejos sobre el arte de la copulación, sino que había pedido a la hija de una puta consejos sobre el arte de la copulación. ¿Cómo había olvidado Alma los ignominiosos orígenes de Prudence? Esta, en cambio, jamás los olvidaría, y era probable que viviera con ese rigor y rectitud impecables para contrarrestar las depravaciones de su madre biológica. Aun así, Alma había irrumpido en ese hogar humilde, decente y menesteroso con preguntas sobre los trucos y la práctica de la seducción.
Desalentada, Alma se sentó en un barril abandonado. Deseó volver al hogar de los Dixon y pedir disculpas, pero ¿cómo hacerlo? ¿Qué decir sin que la situación se volviese más dolorosa?
¿Cómo podía ser una zopenca tan insensible?
¿Qué diablos había sido de su sentido común?
***
La tarde anterior a la boda dos objetos de interés llegaron a manos de Alma por correo.
El primero era un sobre con sello de Framingham, Massachusetts, con el apellido Pike escrito en una esquina. Alma supuso de inmediato que sería una carta para Ambrose, ya que a todas luces procedía de su familia, pero el sobre estaba dirigido a ella de forma inequívoca, así que lo abrió.
Querida señorita Whittaker:
Le pido disculpas porque me será imposible asistir a su boda con mi hijo, Ambrose, pero soy una inválida y un viaje tan largo excede mis capacidades. Me alegra, sin embargo, saber que Ambrose pronto va a entrar en el estado santo del matrimonio. Mi hijo ha vivido tantos años en reclusión de la familia y la sociedad que había abandonado la esperanza de verlo en el altar. Además, su joven corazón sufrió una desgarradora herida hace mucho tiempo debido a la muerte de una muchacha a la que admiraba y adoraba (una muchacha de nuestra comunidad, de buena familia cristiana, con quien todos suponíamos que se casaría), por lo que temí que su sensibilidad había sufrido un daño irreparable, de modo que jamás habría de conocer de nuevo las recompensas del cariño sincero. Tal vez hablo con una libertad excesiva, aunque tengo la certeza de que se lo habrá contado todo. La noticia de este compromiso, pues, fue bien acogida, ya que es evidencia de un corazón sano.
He recibido su retrato de bodas. Parece usted una mujer muy capaz. No percibo señal alguna de insensatez o frivolidad en su semblante. No dudo al decir que mi hijo necesita una mujer como usted. Es un joven inteligente (con diferencia, el más inteligente de mis hijos) y de niño era mi mayor alegría, pero ha pasado demasiados años mirando nubes, estrellas y flores. Me temo, además, que cree haber superado el cristianismo. Tal vez sea usted la mujer indicada para corregir ese error. Rezo para que un buen matrimonio le cure de ser un holgazán moral. En conclusión, lamento no asistir a la boda de mi hijo, pero tengo grandes esperanzas en esta unión. Sería un consuelo para este corazón de madre saber que su hijo eleva su mente mediante la contemplación del Señor, la disciplina del estudio de las Escrituras y la oración frecuente. Por favor, vele por que lo haga.
Sus hermanos y yo le damos la bienvenida a nuestra familia. Supongo que se da por hecho. Aun así, merece la pena decirlo.
Sinceramente,
Constance Pike
Lo único que Alma retuvo de esta carta fue: «una muchacha a la que admiraba y adoraba». A pesar de la certeza de la madre, Ambrose no le había contado nada. ¿Quién fue esa muchacha? ¿Cuándo murió? Ambrose fue de Framingham a Harvard cuando tenía diecisiete años y no había vuelto a vivir en ese pueblo. La historia de amor debió de corresponder a esa edad temprana, si es que fue una historia de amor. Serían niños, o casi niños. Tuvo que ser guapa, esta muchacha. Alma la vio: una cosita dulce, una preciosidad de pelo castaño y ojos azules, un dechado de virtudes que cantaba himnos con voz melodiosa y caminaba junto al joven Ambrose por los huertos en flor en primavera. ¿Contribuyó la muerte de esta joven a su derrumbe mental? ¿Cómo se llamaba ella?
¿Por qué Ambrose no la había mencionado? Por otra parte, ¿por qué debería haberlo hecho? ¿No tenía derecho a la intimidad de sus viejas historias? ¿Acaso Alma le había hablado de su amor inútil y servil por George Hawkes? ¿Tendría que haberlo hecho? Pero no había nada que contar. George Hawkes ni siquiera supo que era el protagonista de una historia de amor, lo que significaba que no había existido ninguna historia de amor.
¿Qué debía hacer Alma con esta información? Por de pronto, ¿qué hacer con esta carta? La leyó de nuevo, la memorizó y la ocultó. Respondería a la señora Pike más adelante, con una carta breve y anodina. Deseó no haber recibido esta misiva. Debería aprender a olvidar lo que acababa de leer.
¿Cómo se llamaba esa muchacha?
Por fortuna, el correo le deparó una distracción: un paquete envuelto en papel parafinado marrón, sujeto con un cordel. Lo más sorprendente era quién lo había enviado: Prudence Dixon. Al abrir el paquete, Alma descubrió que se trataba de un camisón de lino blanco, adornado con encajes. Parecía de la talla de Alma. Era una prenda sencilla y hermosa, modesta pero femenina, con pliegues voluminosos, cuello largo, botones de marfil y mangas vaporosas. El corpiño resplandecía discretamente con las delicadas flores bordadas en hilos de seda amarillo pálido. El camisón estaba doblado con pulcritud, perfumado con lavanda y atado con una cinta blanca, bajo la cual había una nota con la caligrafía inmaculada de Prudence: «Con los mejores deseos».
¿Cómo había conseguido Prudence una prenda tan lujosa? No habría tenido tiempo de tejerla a mano; debió de encargarla a una costurera excelente. ¡Cuánto le habría costado! ¿Dónde habría encontrado el dinero? Estos eran precisamente los materiales a los que la familia Dixon había renunciado hacía años: seda, encaje, botones importados, galas de cualquier tipo. Prudence no había vestido algo tan elegante en casi tres décadas. Todo lo cual venía a decir que debió de ser muy costoso para Prudence (tanto desde un punto de vista financiero como moral) conseguir este regalo. A Alma se le hizo un nudo en la garganta de la emoción. ¿Qué había hecho ella por su hermana para merecer tal amabilidad? Más aún teniendo en cuenta su último encuentro, ¿cómo había hecho Prudence semejante ofrenda?
Por un momento, Alma pensó que debía rechazarlo. Debía empaquetar este camisón y enviárselo de vuelta a Prudence, quien lo cortaría en trocitos para hacer bonitos vestidos para sus hijas o (lo que era más probable) lo vendería para la causa abolicionista. Pero no, eso habría sido maleducado y desagradecido. Los regalos no debían devolverse. Incluso Beatrix le había enseñado eso. Los regalos no se devolvían nunca. Este había sido un acto de gracia. Debía aceptarlo con gracia. Alma debía ser amable y agradecida.
Solo más tarde, cuando fue a su habitación y cerró la puerta, se plantó ante el espejo y se puso el camisón, Alma comprendió de verdad lo que su hermana trataba de decirle, y por qué jamás debería devolver esta prenda: Alma debía ponerse este precioso camisón en su noche de bodas.
Estaba guapa, de verdad, así vestida.