Capítulo quince

Se volvieron inseparables, Alma y Ambrose. No tardaron en pasar casi todo el tiempo juntos. Alma dio instrucciones a Hanneke para que Ambrose dejase el ala de invitados y se mudase a la antigua habitación de Prudence, en el segundo piso, justo enfrente del cuarto de Alma. Hanneke protestó la incursión de un extraño en los aposentos de la familia (no era decoroso, decía, y además «no lo conocemos bien»), pero Alma impuso su autoridad y la mudanza se llevó a cabo. Alma en persona hizo espacio en la cochera, en un cuarto de arreos poco usado contiguo a su estudio, para Ambrose. Al cabo de dos semanas, las primeras imprentas estaban listas. Poco después, Alma le compró un elegante escritorio, con casilleros y cajones para sus dibujos.

—Es la primera vez que tengo un escritorio —dijo Ambrose—. Me siento inconcebiblemente importante. Me siento como un edecán.

Una sola puerta separaba ambos estudios… y esa puerta no estaba cerrada nunca. Alma y Ambrose entraban y salían de la oficina del otro de continuo, para mirar el progreso de su trabajo, enseñarse algún ejemplar en un frasco o en el portaobjetos del microscopio. Comían juntos tostadas con mantequilla todas las mañanas, almorzaban en el campo y se quedaban hasta tarde, ayudando a Henry con su correspondencia o mirando viejos volúmenes de la biblioteca de White Acre. Los domingos Ambrose acompañaba a Alma a la iglesia junto a los aburridos y monótonos luteranos suecos, donde, diligente, recitaba las oraciones junto a ella.

Hablaban o guardaban silencio (no daba la impresión de importar demasiado), pero nunca se separaban.

Durante las horas que Alma trabajaba en los lechos de musgo, Ambrose se tiraba sobre la hierba, cerca, con un libro. Mientras Ambrose dibujaba en la casa de las orquídeas, Alma se sentaba junto a él y avanzaba con la correspondencia. Antes no pasaba mucho tiempo en la casa de las orquídeas, pero, desde la llegada de Ambrose, se había convertido en el lugar más impresionante de White Acre. Ambrose pasó casi dos semanas limpiando los cientos de paneles de cristal, de modo que la luz del sol entraba nítida, en columnas rectas. Fregó y enceró los suelos hasta que quedaron resplandecientes. Además (de un modo asombroso), se pasó otra semana bruñendo las hojas de todas las orquídeas con cáscaras de plátano, hasta que brillaron como juegos de té lustrados por un mayordomo leal.

—¿Y ahora, señor Pike? —bromeaba Alma—. ¿Peinamos los vellos de todos los helechos de la finca?

—No creo que los helechos se quejasen —decía Ambrose.

De hecho, ocurrió algo curioso en White Acre justo después de que Ambrose hermoseara la casa de las orquídeas: de repente, el resto de la finca pareció gris en comparación. Era como si alguien hubiese sacado brillo a un solo rincón de un viejo espejo sucio y ahora, como consecuencia, el resto del espejo pareciera mugriento. Lo que no se notaba antes ahora era innegable. Era como si Ambrose hubiese abierto una rendija a algo previamente invisible y Alma al fin abrió los ojos a una verdad que no habría visto de otro modo: White Acre, elegante como era, había caído en un estado de decadente abandono, poco a poco, durante el último cuarto de siglo.

Al darse cuenta de ello, Alma se decidió a someter el resto de la finca a la misma transformación asombrosa de la casa de las orquídeas. Al fin y al cabo, ¿cuándo fue la última vez que habían limpiado todos los paneles de cristal de los otros invernaderos? No lo recordaba. Allí donde miraba, no veía más que moho y polvo. Había que enjalbegar y reparar las cercas, la calzada estaba cubierta de matas y las telarañas invadían la biblioteca. Las alfombras necesitaban una vigorosa batida y los hornos una revisión completa. Las palmeras del gran invernadero pugnaban por escaparse por el techo, pues no habían sido podadas en muchos años. Había huesos disecados de animales por los rincones de los establos tras años de gatos merodeando a su antojo, el latón de los carruajes estaba deslustrado y los uniformes de las criadas parecían anticuados desde hacía décadas…, porque lo eran.

Alma contrató unas costureras para confeccionar uniformes nuevos para todo el personal, e incluso encargó dos vestidos nuevos, de lino, para sí misma. Ofreció un nuevo traje a Ambrose, quien preguntó si podría recibir cuatro pinceles nuevos en su lugar. (Exactamente cuatro. Alma le ofreció cinco. No necesitaba cinco, dijo. Cuatro ya eran todo un lujo). Empleó un escuadrón de jóvenes asistentes para que ayudaran a dar esplendor al lugar. Reparó en que, a medida que los trabajadores mayores de White Acre morían o eran despedidos a lo largo de los años, no eran nunca reemplazados. En la finca permanecía solo un tercio de las personas que trabajaban allí hacía veinticinco años, y eso simplemente no era suficiente.

Al principio, Hanneke se resistió a las nuevas incorporaciones.

—Ya no tengo la fuerza, ni de espíritu ni de cuerpo, para convertir a los malos trabajadores en buenos —se quejó.

—Pero, Hanneke —protestó Alma—, ¡mira qué bien ha arreglado la casa de las orquídeas el señor Pike! ¿No quieres que toda la finca esté así de elegante?

—Ya tenemos demasiada elegancia en este mundo —respondió Hanneke— y no suficiente sentido común. Tu señor Pike no da más que trabajo a los demás. Tu madre se retorcería en su tumba si supiera que la gente va a bruñir las flores a mano.

—Las flores no —corrigió Alma—. Las hojas.

Pero, con el tiempo, incluso Hanneke se dio por vencida, y Alma no tardó mucho en verla delegar en los recién llegados el transporte de los viejos barriles de harina de la bodega, para que se secasen al sol; una tarea que no se había llevado a cabo, según recordaba Alma, desde que Andrew Jackson era presidente.

—No te pases con la limpieza —advirtió Ambrose—. Un poco de descuido puede venir bien. ¿Has notado que las lilas más espléndidas, por ejemplo, son las que crecen junto a establos en ruinas y chozas abandonadas? A veces la belleza necesita ser un poco olvidada para alcanzar su plenitud.

—¡Y eso lo dice el hombre que saca brillo a las orquídeas con cáscaras de plátano! —dijo Alma, riéndose.

—Ah, pero son orquídeas —dijo Ambrose—. Eso es diferente. Las orquídeas son reliquias sagradas, Alma, y necesitan que las traten con reverencia.

—Pero, Ambrose —dijo Alma—, la finca entera comenzaba a parecer una reliquia sagrada… ¡después de una guerra sagrada!

Ya se tuteaban: se llamaban Alma y Ambrose el uno al otro.

Pasó mayo. Pasó junio. Llegó julio.

¿Alguna vez había sido tan dichosa?

Nunca había sido tan dichosa.

La existencia de Alma, antes de la llegada de Ambrose Pike, era bastante apacible. Sí, su mundo tal vez fuese pequeño y sus días repetitivos, pero nada que le resultase insoportable. Había exprimido al máximo su destino. Su trabajo con los musgos mantenía su mente ocupada, y sabía que su investigación era impecable y honesta. Tenía sus diarios, su herbario, sus microscopios, sus disquisiciones botánicas, sus cartas de coleccionistas de todo el mundo, sus deberes para con su padre. Tenía sus costumbres, hábitos y responsabilidades. Tenía su dignidad. Cierto, de alguna manera, era como un libro abierto siempre por la misma página durante casi treinta años…, pero no era una página tan mala, después de todo. Era optimista. Estaba satisfecha. Desde todos los puntos de vista, era una buena vida.

Ahora ya no podría volver a esa vida.

***

A mediados de julio de 1848, Alma fue a visitar a Retta al asilo Griffon por primera vez desde que su amiga fuera internada. Alma no mantuvo su promesa de visitar a Retta cada mes, como le había dicho a George Hawkes: desde la llegada de Ambrose, White Acre era un lugar tan ajetreado y agradable que Retta había caído en el olvido. Cuando llegó julio, sin embargo, la conciencia de Alma comenzaba a reconcomerla, así que hizo los preparativos para ir en carruaje a pasar el día en Trenton. Escribió una nota a George Hawkes para preguntarle si le gustaría acompañarla, pero puso reparos. No ofreció explicación alguna, si bien Alma sabía que simplemente era incapaz de ver a Retta en su estado actual. Ambrose, sin embargo, se ofreció a pasar el día con Alma.

—Pero tienes mucho trabajo que hacer aquí —dijo Alma—. Y no es probable que sea una visita agradable.

—El trabajo puede esperar. Me gustaría conocer a tu amiga. Me pican la curiosidad, lo confieso, las dolencias de la imaginación. Me interesaría ver el asilo.

Tras un viaje sin incidentes a Trenton y una breve conversación con el médico supervisor, Alma y Ambrose fueron conducidos a la habitación de Retta. La encontraron en una estancia privada con un catre pulcro, una mesa y una silla, una pequeña alfombra y un vacío en la pared donde antes colgaba el espejo, que tuvieron que quitar (según explicó la enfermera) porque alteraba a la paciente.

—Intentamos ponerla con otra señora por un tiempo —dijo la enfermera—, pero no lo consintió. Se volvió violenta. Con ataques de inquietud y terror. Hay razones para temer por quien esté en la misma habitación que ella. Mejor que esté sola.

—¿Qué hacen por ella cuando sufre esos ataques? —preguntó Alma.

—Baños de hielo —dijo la enfermera—. Y le tapamos los ojos y los oídos. Eso parece calmarla.

No era una habitación desagradable. Había una vista del jardín trasero y era muy luminosa, pero aun así, pensó Alma, su amiga debía de sentirse sola. Retta estaba vestida con pulcritud y tenía el pelo limpio y trenzado, pero aparentaba ser una aparición. Pálida como la ceniza. Era aún una cosa bonita, pero ahora, sobre todo, era solo una cosa. No dio muestras de estar contenta ni asustada de ver a Alma, ni mostró interés por Ambrose. Alma se sentó junto a su amiga y tomó su mano. Retta lo consintió sin protestar. Alma notó que tenía unos cuantos dedos vendados en las puntas.

—¿Qué le ha pasado aquí? —preguntó Alma a la enfermera.

—Se mordisquea por las noches —explicó la enfermera—. No logramos que deje de hacerlo.

Alma había traído a su amiga una bolsita de caramelos de limón y un ramo de violetas, pero Retta se limitó a mirar los regalos como si no supiese cuál comer y cuál admirar. Alma sospechó que tanto las flores como los caramelos acabarían en la casa de la enfermera.

—Hemos venido a visitarte —dijo Alma a Retta, con torpeza.

—Entonces, ¿por qué no estáis aquí? —preguntó Retta, con un tono de voz apagado por el láudano.

—Estamos aquí, cielo. Estamos aquí, a tu lado.

Retta observó inexpresiva a Alma durante un momento, tras lo cual volvió a extraviar la mirada por la ventana.

—Iba a traerle un prisma —dijo Alma a Ambrose—, pero se me olvidó. Le gustaban los prismas desde siempre.

—Cántale una canción —sugirió Ambrose en voz baja.

—No sé cantar —dijo Alma.

—No creo que ponga reparos.

Pero a Alma no se le ocurría ninguna canción. En su lugar, se inclinó hacia la oreja de Retta y susurró:

—¿Quién te quiere más? ¿Quién te quiere de verdad? ¿Quién piensa en ti cuando descansan los demás?

Retta no respondió.

Alma se volvió hacia Ambrose y preguntó, casi presa del pánico:

—¿Te sabes alguna canción?

—Sé muchas canciones, Alma. Pero no me sé su canción.

***

De camino a casa, Alma y Ambrose estuvieron pensativos y silenciosos. Al fin, Ambrose preguntó:

—¿Estaba siempre así?

—¿Aletargada? Nunca. Siempre estuvo un poco loca, pero era un encanto de muchacha. Tenía un humor travieso y muchísimo encanto. Todos los que la conocíamos la queríamos. Incluso llevó alegría y risas entre mi hermana y yo… y, como te dije, Prudence y yo nunca estábamos alegres juntas. Pero sus trastornos aumentaron con los años. Y ahora, como ves…

—Sí. Ya veo. Pobre criatura. Siento una gran compasión por los locos. Cada vez que estoy cerca de uno, me llega a lo más hondo del alma. Creo que mienten todos los que dicen que nunca han estado locos.

Alma sopesó estas palabras.

—Sinceramente, creo que yo nunca me he sentido enloquecer —dijo—. Me pregunto si miento al decirte esto. Pero no lo creo.

Ambrose sonrió.

—Por supuesto que no. Debería haber hecho una excepción contigo, Alma. Tú no eres como todo el mundo. Tienes una mente de gran solidez y sustancia. Tus emociones son duraderas como una caja fuerte. Por eso la gente se siente tranquila a tu alrededor.

—¿De verdad? —preguntó Alma, muy sorprendida.

—Sí, sin duda.

—Qué pensamiento más curioso. Nunca lo había oído. —Alma miró por la ventana del carruaje y reflexionó. Entonces recordó algo—. O tal vez sí lo haya oído. ¿Sabes?, Retta solía decir que poseo una barbilla tranquilizadora.

—Todo tu ser es tranquilizador, Alma. Incluso tu voz es tranquilizadora. Para quienes a veces nos sentimos arrastrados por el viento como la paja por el suelo del molino, tu presencia es un consuelo muy apreciado.

Alma no supo cómo responder a esta sorprendente declaración, así que trató de restarle importancia.

—Vamos, Ambrose —dijo—. Tú eres un hombre de pensamientos comedidos… Seguro que nunca te has sentido enloquecer.

Ambrose pensó un momento y eligió sus palabras con cuidado.

—Uno no puede evitar sentir qué cerca se encuentra de la misma dolencia que tu amiga Retta Snow.

—¡No, Ambrose, claro que no!

Como Ambrose no respondió de inmediato, el nerviosismo de Alma fue en aumento.

—Ambrose —dijo, con mayor delicadeza—. Claro que no, ¿verdad?

Una vez más, Ambrose fue precavido y se tomó su tiempo antes de responder.

—Me refiero al sentido de extravío en este mundo… junto al sentido de pertenencia a otro mundo distinto.

—¿A qué otro mundo? —preguntó Alma. La vacilación de Ambrose al responder le hizo pensar que había ido demasiado lejos, así que probó un tono más despreocupado—: Discúlpame, Ambrose. Tengo la espantosa costumbre de no dejar de preguntar hasta dar con una respuesta satisfactoria. Es mi carácter, me temo. Espero que no pienses que soy una maleducada.

—No eres una maleducada —dijo Ambrose—. Me gusta tu curiosidad. Es solo que no estoy seguro de cómo ofrecerte una respuesta satisfactoria. Uno no desea perder el cariño de la gente a la que admira por revelar demasiado de sí mismo.

Así pues, Alma abandonó el tema, con la esperanza, tal vez, de que no se volviera a mencionar la locura. Como en un intento de neutralizar el momento, sacó un libro del bolso y trató de leer. El carruaje pegaba demasiadas sacudidas para leer con comodidad y estaba distraída por lo que acababa de oír, pero, de todos modos, fingió estar abstraída en su libro.

Al cabo de un largo rato, Ambrose dijo:

—Todavía no te he contado por qué me fui de Harvard, hace tantos años.

Alma apartó el libro y se volvió hacia él.

—Sufrí un episodio —dijo.

—¿De locura? —preguntó Alma. Habló con la franqueza de costumbre, si bien tenía un nudo en el estómago, por el miedo a la posible respuesta.

—Tal vez lo fue. No estoy seguro de cómo llamarlo. Mi madre piensa que se trataba de locura. Mis amigos piensan que se trataba de locura. Los doctores creían que era locura. Yo en cambio sentí que era otra cosa.

—¿Como qué? —preguntó Alma, que recuperó la voz de siempre, aunque sus temores aumentaban a cada instante.

—¿Posesión por espíritus, tal vez? ¿Un encuentro de magia? ¿Una supresión de los límites materiales? ¿Inspiración en alas de fuego? —No sonrió. Hablaba muy en serio.

Esta confesión dio tanto que pensar a Alma que no supo qué responder. En su ideario no había lugar para la supresión de los límites materiales. Nada aportaba tanta bondad y tranquilidad a la vida de Alma Whittaker como la alentadora certeza de los límites materiales.

Ambrose la observó con atención antes de proseguir. La miró como si fuese un termómetro o un compás, como si intentara medirla para decidir en qué dirección girar, según el carácter de su respuesta. Alma se esforzó por ocultar la alarma que la embargaba. Ambrose debió de sentirse satisfecho con lo que veía, pues continuó.

—Cuando tenía diecinueve años, descubrí una colección de libros en la biblioteca de Harvard escrita por Jakob Böhme. ¿Lo conoces?

Por supuesto, Alma lo conocía. Había ejemplares de su obra en la biblioteca de White Acre. Había leído a Böhme, si bien no lo admiraba. Jakob Böhme era un zapatero alemán del siglo XVI que tenía visiones místicas acerca de las plantas. Mucha gente lo consideraba un pionero de la botánica. La madre de Alma, por otra parte, lo consideraba una cloaca de supersticiones medievales. Por tanto, había una considerable diversidad de opiniones en torno a Jakob Böhme.

El viejo zapatero creía en algo que llamaba «la firma de todas las cosas»; es decir, que Dios había dejado pistas ocultas, como método para mejorar a la humanidad, dentro del diseño de todas las flores, hojas, frutas y árboles del planeta. El mundo natural entero era un código divino, aseguraba Böhme, que contenía la prueba del amor de nuestro Creador. Por ello tantas plantas medicinales evocaban las enfermedades que curaban o los órganos que podían tratar. La albahaca, con sus hojas en forma de hígado, era el remedio manifiesto de todas las dolencias hepáticas. La celidonia, que produce una savia amarilla, trataba la amarillenta coloración de la ictericia. Las nueces, con forma de cerebro, eran para los dolores de cabeza. El tusilago, que crece cerca de arroyos fríos, puede curar la tos y los escalofríos causados por sumergirse en agua helada. El Polygonum, con sus marcas rojas como salpicaduras de sangre en las hojas, cura las heridas sangrantes de la carne. Y así ad infinítum. Beatrix Whittaker siempre despreció esta teoría («Casi todas las hojas tienen forma de hígado… ¿Deberíamos comerlas todas?») y Alma heredó el escepticismo de su madre.

Pero ahora no era el momento de hablar de escepticismo, pues Ambrose escuadriñaba la expresión de Alma. Analizaba su rostro con desesperación, diríase, en busca de permiso para continuar. Una vez más, Alma se mantuvo impasible, a pesar de sentirse perturbada. Una vez más, Ambrose prosiguió.

—Sé que la ciencia actual rechaza las ideas de Böhme —dijo—. Comprendo las objeciones. Jakob Böhme trabajaba en la dirección opuesta a la metodología científica. Carecía del rigor del pensamiento metódico. Sus escritos estaban llenos de añicos rotos, de pedazos resquebrajados de la verdad. Era irracional. Era ingenuo. Solo veía lo que deseaba ver. No tenía en cuenta nada que contradijera sus certezas. Comenzaba con sus creencias y luego buscaba los hechos que las justificasen. Nadie en su sano juicio llamaría ciencia a eso.

Ni Beatrix Whittaker lo habría dicho mejor, pensó Alma…, pero, una vez más, se limitó a asentir.

—Pero… —Ambrose se quedó sin palabras. Alma concedió tiempo a su amigo para que pusiera sus pensamientos en orden. Ambrose guardó silencio tanto tiempo que Alma pensó que tal vez había puesto fin a la conversación. Sin embargo, al cabo de ese silencio dilatado, continuó—: Pero Böhme dice que Dios se ha estampado a sí mismo en el mundo y debemos descubrir sus rastros.

El paralelismo era inconfundible, pensó Alma, y no pudo evitar señalarlo.

—Como un grabador —dijo.

Ante estas palabras, Ambrose se giró para mirarla, el rostro desbordante de alivio y gratitud.

—¡Sí! —dijo—. Precisamente. Me has comprendido. ¿Ves lo que significaba esa idea para mí cuando era joven? Böhme dijo que esta estampa divina es una especie de magia sagrada y que esta magia es la única teología que necesitamos. Creía que podíamos aprender a leer las impresiones de Dios, pero que primero deberíamos arrojarnos al fuego.

—Arrojarnos al fuego —repitió Alma, con un tono inexpresivo.

—Sí. Mediante la renuncia al mundo material. Mediante la renuncia a la Iglesia. Mediante la renuncia a la ambición. Mediante la renuncia al estudio. Mediante la renuncia al deseo corporal. Mediante la renuncia a la posesividad y al egoísmo. Mediante la renuncia incluso a hablar. Solo entonces podríamos ver lo que Dios vio en el momento de la Creación. Solo entonces podríamos leer los mensajes que el Señor nos ha dejado. Así que, como ves, Alma, yo no iba a ser pastor tras oír esto. Ni estudiante. Ni hijo. Ni (al parecer) un hombre vivo.

—Entonces, ¿en qué te convertiste? —preguntó Alma.

—Intenté convertirme en el fuego. Cesé todas las actividades de la existencia cotidiana. Dejé de hablar. Incluso dejé de comer. Creía que podría sobrevivir solo gracias a la luz del sol y la lluvia. Durante mucho tiempo (aunque parezca imposible imaginarlo), sobreviví solo gracias a la luz del sol y la lluvia. No me sorprendió. Tenía fe. Siempre he sido el más devoto de los hijos de mi madre, ¿sabes? Donde mis hermanos poseían lógica y razón, yo siempre sentí el amor del Creador de un modo innato. De niño, solía ensimismarme de tal modo al rezar que mi madre me zarandeaba en la iglesia y me castigaba por quedarme dormido durante la misa, pero yo no dormía. Estaba… comunicándome. Después de leer a Jakob Böhme, quise relacionarme con lo divino de forma más íntima. Por eso renuncié a todo en el mundo, incluso al sustento.

—¿Qué ocurrió? —preguntó Alma, que temió, una vez más, la respuesta.

—Conocí lo divino —dijo, con los ojos chispeantes—. O eso creí. Tuve los pensamientos más magníficos. Era capaz de leer el lenguaje oculto de los árboles. Vi ángeles viviendo dentro de las orquídeas. Vi una nueva religión, que se manifestaba en un idioma botánico. Oí sus himnos. Ya no recuerdo la música, pero era exquisita. Además, durante un par de semanas pude oír los pensamientos de la gente. Deseé que oyesen los míos, pero no fue posible. Estaba dichoso. Sentí que nada me haría daño, que nada me tocaría. Yo era inofensivo, pero perdí el deseo de vivir en este mundo. Estaba… descompuesto. Oh, pero había más. ¡Qué conocimientos me desbordaron! Por ejemplo, di un nuevo nombre a todos los colores. Y vi nuevos colores, colores ocultos. ¿Sabías que hay un color llamado swissen, una especie de turquesa pálido? Solo las polillas lo ven. Es el color de la ira más pura de Dios. Uno no pensaría que la ira de Dios es azul y pálida, pero lo es.

—No lo sabía —admitió Alma, con cautela.

—Bueno, yo la vi —dijo Ambrose—. Vi nubes de swissen rodear ciertos árboles y ciertas personas. En otros lugares, vi coronas de luz benigna donde no debería haber luz. Era una luz que no tenía nombre, pero tenía sonido. Allí donde la vi (o, más bien, allí donde la oí), la seguí. Poco después, sin embargo, casi morí. Mi amigo Daniel Tupper me encontró en un talud de nieve. A veces pienso que, de no haber llegado el invierno, habría podido continuar.

—¿Sin comida, Ambrose? —preguntó Alma—. Claro que no…

—A veces pienso que sí. No digo que sea racional, pero pienso que sí. Deseé convertirme en una planta. A veces pienso (solo por un instante, llevado por la fe) que me convertí en una planta. ¿Cómo si no resistí dos meses sin nada salvo lluvia y luz del sol? Recordé Isaías 40: «Toda la carne es hierba…, sin duda la gente es hierba».

Por primera vez en años, Alma recordó cómo, de niña, también ella había deseado ser una planta. Por supuesto, no era más que una niña que deseaba que su padre fuese más cariñoso y paciente. Pero, incluso así, no llegó a creer que fuese una planta.

Ambrose continuó:

—Después de que mis amigos me encontraran en el talud de nieve, me llevaron a un manicomio.

—¿Similar al que hemos ido? —preguntó Alma.

Ambrose sonrió con una tristeza infinita.

—Oh, no, Alma. No se parecía en nada.

—Oh, Ambrose, lo siento mucho —dijo Alma, y sintió náuseas. Sabía cómo solían ser los hospitales para enfermos mentales en Filadelfia, pues ella y George habían ingresado a Retta en esas casas de la desesperación. No lograba imaginarse a Ambrose, su amable amigo, en semejantes lugares de miseria, calvarios y pesares.

—No lo sientas —dijo Ambrose—. Ya pasó. Por fortuna para mi mente, he olvidado casi todo lo que ocurrió. Pero la experiencia del hospital me ha vuelto más asustadizo de lo que lo era en el pasado. Demasiado asustadizo para volver a sentir la confianza plena. Cuando me dieron el alta, Daniel Tupper y su familia cuidaron de mí. Fueron amables conmigo. Me ofrecieron cobijo y trabajo en su taller de impresión. Deseaba volver a alcanzar los ángeles de nuevo, pero de un modo más material esta vez. Un modo más seguro, se podría decir, supongo. Había perdido el valor para arrojarme al fuego. Así, aprendí por mí mismo el arte del grabado: en imitación del Señor, en realidad, aunque sé que parece pecaminoso y orgulloso confesar algo así. Quería estampar mis percepciones en el mundo, si bien mi obra no alcanza aún la excelencia a la que aspiro. Pero me mantiene ocupado. Y he contemplado las orquídeas. Era reconfortante mirar orquídeas.

Alma dudó antes de preguntar:

—¿Lograste alcanzar los ángeles de nuevo?

—No. —Ambrose sonrió—. Me temo que no. Pero el trabajo conllevó otros placeres… o distracciones. Gracias a la madre de Tupper, comencé a comer otra vez. Pero era una persona diferente. Evitaba todos los árboles y todas las personas que había visto teñidas por el swissen de la ira de Dios. Anhelaba oír los himnos de la nueva religión de la que había sido testigo, pero no recordaba las palabras. Poco después, fui a la jungla. Mi familia pensó que era un error, que allá me volvería a topar con la locura y que la soledad debilitaría mi constitución.

—¿Fue así?

—Tal vez. Es difícil decirlo. Como te dije cuando nos conocimos, padecí fiebres. Las fiebres minaron mis fuerzas, pero también las recibí con gozo. Por momentos, durante las fiebres, casi creí oír las estampas de Dios, pero solo casi. Vi que en las hojas y las vides había edictos y estipulaciones escritas. Vi que las ramas de los árboles que me rodeaban se vencían en una perturbación de mensajes. Había firmas en todas partes, líneas de confluencia en todas partes, pero no sabía leerlas. Oí los acordes de esa música vieja y familiar, pero no logré apresarla. Nada me fue revelado. Cuando enfermaba, a veces alcanzaba a ver los ángeles ocultos dentro de las orquídeas…, pero solo los bordes de sus vestiduras. La luz tenía que ser pura y todo permanecer en silencio para que esto ocurriese. Y, aun así, no era suficiente. No era lo que había visto antes. Una vez que se han visto ángeles, Alma, uno no está satisfecho con los bordes de sus vestiduras. Al cabo de dieciocho años, supe que no volvería a ser testigo de lo que vi una vez (ni siquiera en la soledad más profunda de la jungla, ni siquiera en medio de las alucinaciones febriles), así que volví a casa. Pero supongo que siempre voy a anhelar algo más.

—¿Qué anhelas, exactamente? —preguntó Alma.

—Pureza —dijo Ambrose— y comunión.

Alma, abrumada por la tristeza (y abrumada por el temor lacerante de que le estaban arrebatando algo hermoso), escuchó en silencio. No sabía cómo consolar a Ambrose, si bien no daba la impresión de que Ambrose lo esperase. ¿Estaba loco? No parecía loco. En cierto modo, se dijo a sí misma, debería sentirse honrada por que le hubiese confesado sus secretos. Pero ¡qué secretos tan angustiantes! ¿Qué pensar de ellos? Alma no había visto ángeles, ni había observado el color secreto de la verdadera ira de Dios, ni se había arrojado al fuego. Ni siquiera sabía con certeza qué significaba «arrojarse al fuego». ¿Cómo hacerlo? ¿Y por qué hacerlo?

—¿Qué planes tienes ahora? —preguntó Alma. Incluso en el preciso instante de pronunciar esas palabras, Alma maldijo su mente pesada y corpórea, solo capaz de pensar en estrategias mundanas: «Un hombre acaba de hablar de ángeles y tú le preguntas por sus planes».

Pero Ambrose sonrió.

—Deseo una vida tranquila, aunque no sé si la merezco. Te agradezco que me hayas proporcionado un lugar donde vivir. Disfruto muchísimo de White Acre. Es como un cielo para mí… o al menos lo más cercano al cielo que se puede encontrar en la tierra. Estoy saciado del mundo, y deseo paz. Tengo cariño a tu padre, quien no me condena y me permite quedarme. Agradezco tener un trabajo que realizar, que me da satisfacción y algo que hacer. Y, sobre todo, agradezco tu compañía. Me he sentido solo, lo confieso, desde 1828, desde que mis amigos me sacaron de ese talud de nieve y me llevaron de vuelta al mundo. Después de lo que he visto, y debido a lo que ya no soy capaz de ver, siempre me he sentido un poco solo. Pero creo que en tu compañía estoy menos solo que en otras ocasiones.

A Alma casi se le saltaron las lágrimas oyendo a Ambrose. Meditó cómo responder. Ambrose siempre había compartido con generosidad sus confidencias y, sin embargo, Alma no había revelado las suyas. Él era valiente con lo que reconocía. Aunque eso que él reconocía la asustaba, Alma debía corresponder a ese valor del mismo modo.

—Tú alivias mi soledad también —dijo Alma. Qué difícil era confesarlo. No podía mirarlo al decirlo, pero al menos no le tembló la voz.

—No lo hubiera sabido, querida Alma —dijo amablemente Ambrose—. Siempre me has parecido tan inquebrantable…

—Nadie es inquebrantable —respondió Alma.

***

Volvieron a White Acre, a su rutina habitual y apacible, pero Alma seguía distraída por lo que le había contado. A veces, cuando Ambrose estaba ocupado con sus labores (dibujando una orquídea o preparando una piedra para una litografía), Alma lo observaba, en busca de una mente enfermiza o siniestra. Pero no vio rastro alguno de ello. Si sufría o anhelaba ilusiones espectrales o alucinaciones asombrosas, no daba señales de ello. No había rastro alguno de una razón perturbada.

Cada vez que alzaba la vista y la sorprendía mirándolo, Ambrose sonreía. Qué inocente era, qué amable y confiado. No daba muestras de que le molestase ser observado. No aparentaba estar nervioso por ocultar algo. No parecía arrepentido de haber compartido su historia con Alma. En todo caso, con ella era incluso más afectuoso. Solo era más agradecido, más alentador y más amable que antes. Su buen temperamento no variaba. Era paciente con Henry, con Hanneke, con todo el mundo. A veces parecía cansado, pero era de esperar, ya que trabajaba con ahínco. Trabajaba tanto como Alma. Era natural que a veces se cansara. Pero, aparte de eso, no había cambiado: seguía siendo su amigo querido, sin reservas. Por lo que Alma veía, tampoco lo dominaba una religiosidad excesiva. Aparte de sus diligentes visitas junto a Alma a la iglesia todos los domingos, no lo veía rezar. En todos los sentidos, daba la impresión de ser un buen hombre en paz.

La imaginación de Alma, por otra parte, estaba alborotada y encendida desde esa conversación durante el viaje a casa desde Trenton. No lograba darle sentido y deseaba una respuesta contundente para este rompecabezas: ¿estaba loco Ambrose Pike? Si no estaba loco, ¿qué era, entonces, Ambrose Pike? Alma tenía dificultades para aceptar maravillas y milagros, pero tenía las mismas dificultades para considerar a su querido amigo un chalado. Entonces, ¿qué había visto durante esos episodios? Ella no se había relacionado con lo divino, ni lo había deseado nunca. Había vivido dedicada a la comprensión de lo real, de lo material. Una vez, cuando le sacaron una muela bajo los efectos del éter, Alma vio estrellas que bailaban dentro de su mente, pero incluso entonces supo que se debía a los efectos de la droga y no levitó hasta los cielos. Pero Ambrose no estaba bajo los efectos del éter durante sus visiones. Su locura fue… una locura lúcida.

Durante las semanas que siguieron a la conversación con Ambrose, Alma a menudo se despertaba por las noches y se escapaba a la biblioteca, donde leía libros de Jakob Böhme. No había estudiado al viejo zapatero alemán desde su juventud, e intentó adentrarse en los textos con respeto y una mente abierta. Sabía que Milton había leído a Böhme y que Newton lo admiraba. Si tales luminarias habían hallado sabiduría en sus palabras (y si afectaron tanto a alguien tan extraordinario como Ambrose), entonces, ¿por qué no Alma?

Pero no halló nada en los textos que despertase su sentido del misterio o del asombro. Para Alma, los escritos de Böhme estaban llenos de principios extinguidos, tan opacos como ocultistas. Era de ideas viejas, de ideas medievales, distraído por la alquimia y los bezoares. Creía que las piedras y los metales preciosos estaban imbuidos de poder y virtud divina. Vio la cruz de Dios oculta en un trozo de col. Todo en el mundo, creía, era una revelación encarnada de la potencia eterna y el amor divino. Cada elemento de la naturaleza era verbum fiat: una palabra hablada de Dios, una expresión creada, una maravilla hecha carne. Creía que las rosas no simbolizaban el amor, sino que eran el amor: el amor vuelto literal. Era apocalíptico y utópico. Este mundo acabaría pronto, decía, y la humanidad había de alcanzar un estado edénico, donde todos los hombres fueran vírgenes y la vida alegría y juegos. Aun así, la sabiduría de Dios, insistía, era femenina.

Böhme escribió: «La sabiduría de Dios es una virgen eterna: no una esposa, sino la castidad y la pureza sin tacha, que se erige como imagen de Dios… Es la sabiduría de los milagros sin número. En ella, el Espíritu Santo contempla la imagen de los ángeles… Si bien da cuerpo a todas las frutas, no es la corporeidad de las frutas, sino la gracia y la belleza de su interior».

Nada de esto tenía sentido para Alma. En buena medida, la irritaba. Sin duda, al leerlo no deseaba dejar de comer, ni de estudiar, ni de hablar, ni renunciar a los placeres del cuerpo, ni vivir de la lluvia y la luz del sol. Por el contrario, los escritos de Böhme le hacían echar de menos su microscopio, sus musgos, las comodidades de lo palpable y lo concreto. ¿Por qué el mundo material no bastaba a las personas como Jakob Böhme? ¿No era maravilloso lo que se veía y tocaba y se sabía real?

«La vida verdadera se encuentra en el fuego —escribió Böhme— y entonces los misterios se aferran unos a otros».

Böhme se había aferrado a Alma, sin duda, pero su mente no ardió. Sin embargo, tampoco se sosegó. Leer a Böhme la llevó a otras obras de la biblioteca de White Acre, otros tratados polvorientos en el punto de intersección entre la botánica y la divinidad. Se sentía tan escéptica como estimulada. Hojeó a todos esos viejos teólogos y esos taumaturgos pintorescos y extintos. Estudió a Alberto Magno. Estudió con diligencia lo que los monjes habían escrito cuatrocientos años atrás acerca de las mandrágoras y los cuernos de unicornio. La ciencia era siempre tosca. Había tales agujeros en su lógica que soplaban ráfagas de viento entre sus razones. En qué nociones tan extravagantes creían en el pasado: creían que los murciélagos eran pájaros, que las cigüeñas hibernaban bajo el agua, que los mosquitos surgían del rocío de las hojas, que los gansos nacían de percebes y que los percebes crecían en los árboles. Desde un punto de vista estrictamente histórico, no dejaba de ser interesante…, pero por qué venerarlo, se preguntaba. ¿Por qué Ambrose se había dejado seducir por los eruditos medievales? Era una senda fascinante, sí, pero era una senda de errores.

Una cálida noche a finales de julio, Alma se encontraba en la biblioteca con una lámpara ante ella y los anteojos en la punta de la nariz hojeando un ejemplar del siglo XVII de Arboretum Sacrum (cuyo autor, como Böhme, había intentado leer los mensajes sagrados de las plantas mencionadas en la Biblia), cuando Ambrose entró en la sala. Se sobresaltó al verlo, pero Ambrose no estaba inquieto. En todo caso, parecía preocupado por Alma. Se sentó junto a ella en la larga mesa en el centro de la biblioteca. Iba vestido con la ropa de día. O se había cambiado por respeto a Alma o ni siquiera se había acostado esa noche.

—No puedes pasar tantas noches seguidas sin dormir, mi querida Alma —dijo.

—Empleo estas horas silenciosas para mis investigaciones —respondió—. Espero no haberte molestado.

Ambrose miró los títulos de los viejos libros que yacían abiertos ante ellos.

—Pero no lees sobre musgos —dijo tranquilamente—. ¿A qué se debe tu interés por todo esto?

Le pareció difícil mentir a Ambrose. En general, no se le daban bien las medias verdades y él, en especial, no era una persona a la que desease mentir.

—No logro comprender tu historia —confesó—. Busco respuestas en estos libros.

Ambrose asintió, pero no contestó nada.

—He comenzado con Böhme —prosiguió Alma—, quien me resulta del todo incomprensible, y he seguido con… todos los otros.

—Te he intranquilizado con lo que te conté sobre mí. Me temía que podía ocurrir. No debería haberte dicho nada.

—No, Ambrose. Somos amigos que se quieren. Tú siempre puedes confiar en mí. Incluso puedes intranquilizarme a veces. Me sentí honrada por tus confidencias. Pero, en mi deseo de comprenderte mejor, me temo que me he extraviado fuera de mi terreno.

—Y estos libros ¿qué te dicen de mí?

—Nada —respondió Alma. No pudo contener la risa, y Ambrose rio junto a ella. Alma estaba agotada. Él también aparentaba estar cansado.

—Entonces, ¿por qué no me preguntas a mí?

—Porque no quiero importunarte.

—No me importunas nunca.

—Me fastidian, Ambrose…, los errores de estos libros. Me pregunto por qué esos errores no te fastidian a ti. Böhme incurre en tantas omisiones, tantas contradicciones, tantas confusiones de pensamiento… Es como si deseara llegar al cielo de un salto gracias a la fuerza de su lógica, pero su lógica es muy limitada. —Alcanzó un libro de la mesa y lo abrió—. En este capítulo, por ejemplo, intenta encontrar las claves de los secretos de Dios ocultos dentro de las plantas de la Biblia…, pero ¿qué hacemos con esto cuando su información es sencillamente incorrecta? Dedica todo un capítulo a interpretar «los lirios del campo», mencionados en el Evangelio de Mateo, a diseccionar todas las letras de la palabra lirios, a buscar la revelación dentro de las sílabas…, pero, Ambrose, los lirios del campo son un error de traducción. Cristo no habría hablado de lirios en el sermón de la montaña. Solo hay dos variedades de lirios propias de Palestina, y ambas son tremendamente raras. No habrían florecido en abundancia suficiente para cubrir un prado. No habrían sido lo bastante familiares para el hombre común. Con toda probabilidad, Cristo, que adaptaba sus lecciones para la audiencia más amplia posible, se refirió a una flor común, para que sus oyentes comprendieran la metáfora. Por esa razón, es más factible que Cristo hablase de las anémonas del campo (probablemente, Anemone coronaria), aunque no podemos estar seguros…

Alma se quedó sin palabras. Sonaba didáctica, ridícula. Ambrose se rio de nuevo.

—¡Qué gran poetisa habrías sido, querida Alma! Cómo me habría gustado tu traducción de las Sagradas Escrituras: «Observad los lirios del campo, cómo crecen sin fatigarse ni hilar…, aunque lo más probable es que no fuesen lirios, sino Anemone coronaria, si bien no podemos estar seguros, pero, aun así, podemos llegar a la conclusión de que ni se fatigan ni hilan». ¡Qué gran himno habría sido, para llenar cualquier iglesia! Me encantaría oír a una congregación cantándolo. Pero dime, Alma, ya que hablamos de ello, ¿qué piensas de los sauces de Babilonia, de los cuales los israelíes colgaron las cítaras y lloraron?

—Te burlas de mí —dijo Alma, con el orgullo herido y espoleado—. Pero sospecho, dada la región, que se trataba de álamos.

—¿Y la manzana de Adán y Eva? —tanteó Ambrose.

Alma se sintió tonta, pero no pudo contenerse.

—Era o un albaricoque o un membrillo —dijo—. Es más probable un albaricoque, ya que el membrillo no es tan dulce como para atraer la atención de una joven. De un modo u otro, es imposible que fuese una manzana. No había manzanas en la Tierra Santa, Ambrose, y a menudo se describe la sombra acogedora del árbol del Edén, con sus hojas plateadas, lo que encaja con casi todas las variedades del albaricoque…, así que, cuando Jakob Böhme habla de manzanas, Dios y el Edén…

Ambrose reía con tal fuerza que tuvo que limpiarse los ojos.

—Mi querida señorita Whittaker —dijo, con la mayor ternura—. Qué maravilla es tu mente. Esa especie de peligroso razonamiento, por cierto, es precisamente lo que Dios temía si una mujer comía la fruta del árbol de la sabiduría. ¡Eres un ejemplo aleccionador para todas las mujeres! ¡Debes abandonar de inmediato toda esa inteligencia y dedicarte cuanto antes a la mandolina o a tejer o a cualquier actividad inútil!

—Crees que soy absurda —dijo ella.

—No, Alma, no lo pienso. Creo que eres especial. Me conmueve que intentes comprenderme. No hay amistad más sincera. Me conmueve aún más que intentes comprender (mediante el pensamiento racional) aquello que no puede ser comprendido en absoluto. Aquí no hay principios exactos. Lo divino, como dijo Böhme, carece de raíces: es insondable, algo que no pertenece a este mundo. Pero he ahí la diferencia de nuestras formas de pensar, querida. Yo deseo llegar a la revelación en alas, mientras que tú avanzas, sin prisa pero sin pausa, a pie, con la lupa en la mano. Yo soy un trotamundos rudimentario que busca a Dios en los límites externos, que aspira a una nueva forma de conocimiento. Tú estás bien plantada sobre la tierra y sopesas las pruebas centímetro a centímetro. Tu estilo es más racional y metódico, pero yo no puedo cambiar el mío.

—Es cierto que siento un amor atroz por la comprensión —admitió Alma.

—Sin duda es amor, aunque no es atroz —respondió Ambrose—. Es el resultado natural de haber nacido con una mente tan exquisitamente calibrada. Pero, para mí, experimentar el mundo mediante la razón es tantear en la oscuridad en busca de Dios con guantes puestos. No basta con estudiar y pintar y describir. A veces debemos… saltar.

—Pero sencillamente no comprendo ese Señor hacia el que saltas —dijo Alma.

—¿Y por qué deberías?

—Porque deseo conocerte mejor a ti.

—Entonces, pregúntame a mí, Alma. No me busques en esos libros. Estoy aquí, sentado ante ti, y te voy contar lo que quieras sobre mí.

Alma cerró el voluminoso libro que tenía delante. Tal vez lo cerró con un exceso de ímpetu, pues hizo un ruido sordo. Giró la silla para mirar a Ambrose, cruzó las manos sobre el regazo y dijo:

—No comprendo tu interpretación de la naturaleza, lo que, a su vez, me colma de preocupación por el estado de tu mente. No comprendo cómo pudiste pasar por alto las contradicciones o la pura estupidez de estas teorías viejas y desacreditadas. Supones que nuestro Señor es un botánico benevolente que oculta pistas para nuestro perfeccionamiento dentro de todas las variedades de plantas, pero no veo ninguna evidencia de ello. En nuestro mundo hay tantas plantas venenosas como curativas. ¿Por qué tu deidad botánica nos da el lirio del valle o el ligustro, por ejemplo, que mata a nuestros caballos y vacas? ¿Dónde se oculta ahí la revelación?

—Pero ¿por qué no debería ser botánico el Señor? —preguntó Ambrose—. ¿Qué profesión preferirías para tu deidad?

Alma ponderó la cuestión con seriedad.

—Tal vez matemático —decidió—. Tachar y borrar cosas, ya sabes. Sumar y restar. Multiplicar y dividir. Jugar con teorías y nuevos cálculos. Descartar errores previos. Me parece una idea más sensata.

—Pero, Alma, los matemáticos que he conocido no son espíritus especialmente compasivos, y no alientan la vida.

—Exactamente —dijo Alma—. Eso ayudaría a explicar el sufrimiento de la humanidad y la arbitrariedad de nuestros destinos…, mientras Dios nos suma y nos resta, nos divide y nos borra.

—¡Qué visión tan lúgubre! Ojalá no contemplaras nuestras vidas con tal desolación. En conjunto, Alma, veo en el mundo más maravillas que sufrimiento.

—Sé que lo ves así —dijo Alma— y por eso me preocupo por ti. Eres un idealista, lo que quiere decir que tu destino es ser decepcionado, e incluso herido. Buscas un evangelio de benevolencia y milagros, lo cual no deja espacio a los sinsabores de la existencia. Eres como William Paley, al defender que la perfección de los designios del universo es prueba del amor que Dios nos profesa. ¿Recuerdas la afirmación de Paley según la cual el mecanismo de la muñeca humana (adaptado con tal excelencia a recolectar comida y crear trabajos de artística belleza) es la huella misma del afecto del Señor por el hombre? Pero la muñeca humana también es perfectamente capaz de blandir un hacha asesina contra el prójimo. ¿Dónde está ahí la prueba del amor? Por otra parte, haces que me sienta una metomentodo, aquí sentada, con todas estas aburridas razones, incapaz de alcanzar esa ciudad radiante en lo alto de una colina donde vives.

Permanecieron sentados en silencio durante un tiempo, hasta que Ambrose preguntó:

—¿Estamos discutiendo, Alma?

Alma sopesó la pregunta.

—Tal vez.

—Pero ¿por qué hemos de discutir?

—Discúlpame, Ambrose. Estoy cansada.

—Estás cansada porque has venido aquí a la biblioteca todas las noches, a formular preguntas a hombres que murieron hace cientos de años.

—He pasado casi toda mi vida conversando con hombres como ellos, Ambrose. Y más viejos, también.

—Sin embargo, como no responden tus preguntas a tu gusto, ahora arremetes contra mí. ¿Cómo voy a ofrecerte una respuesta satisfactoria, Alma, si mentes mucho más agudas que la mía te han decepcionado?

Alma apoyó la cabeza entre las manos. Estaba tensa.

Ambrose continuó hablando, pero en un tono de mayor ternura:

—Imagina lo que podríamos aprender, Alma, si nos librásemos de las discusiones.

Alma alzó de nuevo la vista para mirarlo.

—Yo no puedo librarme de las discusiones, Ambrose. Recuerda que soy la hija de Henry Whittaker. Nací para discutir. La discusión fue mi primera niñera. La discusión ha sido mi pareja de siempre. Es más, creo en la importancia de las discusiones y me encantan. La discusión es el sendero más firme hacia la verdad, pues es la única ballesta efectiva contra el pensamiento supersticioso o los axiomas indolentes.

—Pero si el resultado final es solo ahogarse en las palabras y no oír nunca… —Ambrose se quedó en silencio.

—¿Oír qué?

—Los unos a los otros, quizás. No las palabras del otro, sino sus pensamientos. El espíritu del otro. Si me preguntas en qué creo, te diría lo siguiente: toda la esfera de aire que nos rodea, Alma, está viva con atracciones invisibles (eléctricas, magnéticas, de fuego y de pensamiento). Nos rodea una compasión universal. Hay métodos ocultos del conocimiento. Estoy seguro de todo ello, pues yo mismo lo he visto. Cuando me arrojé al fuego de joven, vi que los almacenes de la mente humana muy rara vez se abren del todo. Cuando los abrimos, nada permanece en la oscuridad. Cuando abandonamos toda discusión y debate (interno y externo), oímos y respondemos las preguntas verdaderas. Esa es la poderosa fuerza motriz. Así es el libro de la naturaleza, que no está escrito ni en latín ni en griego. Ese es el encuentro de magia y es un encuentro (siempre lo he creído y deseado) que puede compartirse.

—Hablas con acertijos —dijo Alma.

—Y tú hablas demasiado —replicó Ambrose.

Alma no supo cómo responder. No sin hablar más. Ofendida, confusa, sintió en los ojos el ardor de las lágrimas.

—Llévame a algún lugar donde podamos estar en silencio juntos, Alma —dijo Ambrose, inclinándose hacia ella—. Confío en ti plenamente y creo que tú confías en mí. No deseo discutir contigo ni un momento más. Deseo hablar contigo sin palabras. Permíteme mostrarte lo que quiero decir.

Era un ruego de lo más sorprendente.

—Podemos guardar silencio aquí, Ambrose.

Ambrose miró a su alrededor la biblioteca espaciosa y elegante.

—No —dijo—. No podemos. Es demasiado grande y ruidosa, con todos estos ancianos muertos discutiendo a nuestro alrededor. Llévame a un lugar oculto y silencioso y escuchémonos. Sé que parece una locura, pero no lo es. Sé que esto es cierto: para una comunión solo necesitamos nuestro consentimiento. He acabado por creer que no puedo alcanzar la comunión yo solo porque soy demasiado débil. Desde que te conozco, Alma, me siento más fuerte. No hagas que me arrepienta de haberte hablado de mí mismo. Te pido muy poco, Alma, pero he de rogarte esto, pues no tengo otro modo de explicarme y, si no logro enseñarte aquello que creo verdadero, siempre vas a pensar que soy un demente o un idiota.

—No, Ambrose, nunca pensaría así de ti… —protestó Alma.

—Pero ya lo piensas —la interrumpió Ambrose, con una precipitación desesperada—. O lo vas a pensar, a la postre. Así acabarás teniéndome lástima, o me odiarás, y yo perderé a la compañera a la que más quiero en el mundo, lo que me causaría grandes tribulaciones y pesares. Antes de que ese triste evento llegue a suceder (si no ha sucedido ya), permíteme mostrarte lo que quiero decir cuando digo que la naturaleza, en su infinidad, no siente interés alguno en los límites de nuestras imaginaciones mortales. Permíteme mostrarte que podemos hablarnos sin palabras y sin discusiones. Creo que hay suficiente amor y afecto entre nosotros, mi querida amiga, para lograr este objetivo. Siempre he esperado encontrar a alguien con quien comunicarme en silencio. Desde que te conozco, lo he deseado aún más, ya que compartimos, me parece, una comprensión natural y cordial que va mucho más allá de un afecto burdo o común… ¿No es así? ¿No te sientes más poderosa cuando yo estoy cerca?

Era un hecho que Alma no podía negar. Ni tampoco, por dignidad, podía admitirlo.

—¿Qué deseas de mí? —preguntó Alma.

—Deseo que escuches mi mente y mi espíritu. Y deseo escuchar los tuyos.

—Hablas de leer mentes, Ambrose. Eso es un juego de salón.

—Llámalo como quieras. Pero creo que, sin los obstáculos del idioma, todo será revelado.

—Pero yo no creo en nada de eso —dijo Alma.

—Aun así, eres una mujer de ciencia, Alma, ¿por qué no intentarlo? No hay nada que perder, y tal vez mucho que descubrir. Pero, para que esto suceda, necesitamos un profundo silencio. Debemos librarnos de toda interferencia. Por favor, Alma, solo te lo voy a pedir una vez. Llévame al lugar más silencioso y secreto que conozcas e intentemos alcanzar la comunión. Permíteme que te muestre lo que no puedo decirte.

¿Qué otra opción tenía?

Lo llevó al cuarto de encuadernar.

***

No era la primera vez que Alma oía hablar de leer mentes. Era una moda de la ciudad. A veces Alma tenía la impresión de que en Filadelfia una de cada dos señoras era médium. Había «espíritus guía» dondequiera que uno mirase, dispuestos a ser contratados por horas. A veces sus experimentos llegaban a las revistas médicas y científicas más respetables, lo cual horripilaba a Alma. Acababa de ver un artículo sobre el patetismo (la idea de que era posible influir en el azar mediante la sugestión) que no le pareció más que una atracción de carnaval. Algunas personas lo llamaban ciencia («sueño magnético»), pero Alma, irritada, lo calificó de entretenimiento, y una variedad bastante peligrosa.

En cierto modo, Ambrose le recordaba a todos esos espiritistas (nerviosos y susceptibles), pero, al mismo tiempo, no era como ellos en absoluto. Para empezar, Ambrose ni siquiera había oído hablar de ellos. Vivía en tal aislamiento que ni conocía las modas místicas del momento. No estaba suscrito a revistas de frenología, con sus disertaciones sobre las treinta y siete facultades, propensiones y sentimientos representados por los bultos y valles del cráneo humano. Tampoco visitaba médiums. No leía The Dial. Nunca había mencionado los nombres de Bronson Alcott o Ralph Waldo Emerson, porque nunca se había encontrado con los nombres de Bronson Alcott o Ralph Waldo Emerson. En busca de solaz y compañía, acudía a los autores medievales, no a los contemporáneos.

Por otra parte, bregaba en pos del Dios de la Biblia, así como de los espíritus de la naturaleza. Cuando iba a la iglesia luterana sueca con Alma, se arrodillaba y rezaba con humildad. Se sentaba erguido en el duro banco de roble y escuchaba los sermones sin muestras de incomodidad. Cuando no oraba, trabajaba en silencio en la imprenta, o hacía laboriosos retratos de orquídeas, o ayudaba a Alma con sus musgos, o echaba largas partidas de backgammon con Henry. En realidad, Ambrose no tenía ni idea de lo que ocurría en el resto del mundo. En todo caso, trataba de escapar del mundo, lo que significaba que había adquirido ese curioso conjunto de ideas por sí mismo. No sabía que la mitad de Estados Unidos y casi toda Europa intentaban leer la mente de los demás. Él solo quería leer la mente de Alma y que ella leyera la suya.

Alma no podía negarse.

Así pues, cuando este joven le rogó que lo llevase a un lugar silencioso y secreto, Alma lo llevó al cuarto de encuadernar. No se le ocurrió otro lugar donde ir. No quería despertar a nadie recorriendo la casa hacia un rincón más lejano. No deseaba que la sorprendieran en su habitación junto a él. Además, no conocía lugar más silencioso y más íntimo. Se dijo a sí misma que esas eran las razones por las que le llevó ahí. Tal vez fueran ciertas.

Ambrose ni siquiera sabía que ahí había una puerta. Nadie lo sabía: los goznes estaban muy bien escondidos entre las complejas molduras de yeso de la pared. Desde la muerte de Beatrix, Alma era la única persona que entraba en el cuarto de encuadernar. Quizás Hanneke sabía de su existencia, pero la vieja ama de llaves rara vez venía a esta ala de la casa, hasta la distante biblioteca. Con probabilidad Henry conocía la existencia del cuarto (al fin y al cabo, él lo había diseñado), pero él apenas visitaba la biblioteca. Tal vez lo hubiera olvidado años atrás.

Alma no trajo una lámpara. Conocía demasiado bien los contornos de este cuarto tan pequeño como familiar. Había un taburete, donde se sentaba cuando venía a estar vergonzosa y placenteramente sola, y había una pequeña mesa de trabajo donde Ambrose podía sentarse, justo frente a ella. Le indicó dónde sentarse. Una vez cerrada la puerta con llave, se encontraron en una oscuridad completa, juntos, en este lugar angosto, oculto, asfixiante. Ambrose no dio señales de inquietud por la oscuridad o la estrechez, pues eso era lo que había pedido.

—¿Puedo cogerte las manos? —preguntó.

Alma estiró las manos con cautela en el cuarto a oscuras hasta que tocó con las puntas de los dedos los brazos de él. Juntos, hallaron las manos del otro. Las manos de Ambrose eran delgadas y ligeras. Alma sintió que las suyas eran pesadas y húmedas. Ambrose posó las manos sobre las rodillas, las palmas hacia arriba, y Alma permitió que sus palmas se acomodasen sobre las de él. Alma no esperaba lo que encontró en ese primer contacto: una oleada feroz, abrumadora, de amor. La recorrió por completo como un sollozo.

Pero ¿qué había esperado? ¿Por qué habría de sentir algo menos elevado, exagerado, exaltado? Alma jamás había sido tocada por un hombre. O, más bien, solo dos veces: una en la primavera de 1818, cuando George Hawkes apretó la mano de Alma entre las suyas y la llamó excelente microscopista; y la otra en 1848, de nuevo George, angustiado por Retta…, pero en ambos casos solo una mano de ella había entrado en contacto casi accidental con la carne de un hombre. Nunca la habían tocado con algo que pudiese describirse como intimidad. A lo largo de las décadas, se había sentado innumerables veces en este mismo taburete con las piernas abiertas y las faldas recogidas por encima de la cintura, con esta misma puerta cerrada tras ella, apoyada contra esta pared acogedora, mientras saciaba ese hambre lo mejor que podía con los dedos. Si había moléculas en esta habitación diferentes a las otras moléculas de White Acre (o a las moléculas del resto del mundo), estaban impregnadas de docenas, cientos y miles de impresiones de los ardores carnales de Alma. Aun así, aquí estaba, en este cuarto, en esta oscuridad tan familiar, rodeada de esas moléculas, a solas con un hombre diez años más joven que ella.

Pero ¿qué iba a hacer con ese sollozo de amor?

—Escucha mi pregunta —dijo Ambrose, que sostenía con delicadeza las manos de Alma—. Y luego pregunta tú. Ya no habrá necesidad de volver a hablar. Lo sabremos cuando nos hayamos oído.

Ambrose agarró con más fuerza las manos de Alma. La sensación que subió por los brazos de ella fue hermosa.

¿Cómo lograr que este instante fuese más duradero?

Pensó en fingir que estaba leyendo su mente, solo para prolongar la experiencia. Pensó cómo repetir este evento en el futuro. Pero ¿y si los descubrían aquí? ¿Y si Hanneke los encontraba a solas en el cuarto? ¿Qué diría la gente? ¿Qué pensaría la gente de Ambrose, cuyas intenciones, como siempre, eran tan ajenas a los motivos vulgares? Él tendría que marcharse. Ella sería humillada.

No, Alma comprendió que no volverían a hacerlo de nuevo tras esta noche. Este iba a ser el único momento de su vida en que las manos de un hombre rodeasen las suyas.

Cerró los ojos y se inclinó hacia atrás, apoyando todo su peso contra la pared. Ambrose no la soltó. Las rodillas de ella casi rozaban las rodillas de él. Pasó mucho tiempo. ¿Diez minutos? ¿Media hora? Ella se embriagaba en el placer de su tacto. Deseó no olvidarlo nunca.

La placentera sensación que había nacido en las palmas de las manos y subido por los brazos avanzaba ahora por el torso, y a la postre se recostó entre las piernas. ¿Qué esperaba que ocurriera? Su cuerpo estaba en sintonía con este cuarto, entrenado para este cuarto…, y ahora llegaba este nuevo estímulo. Durante un momento, forcejeó contra esa sensación. Agradeció que no fuese posible que Ambrose le viera la cara, pues el menor rayo de luz habría revelado un semblante descompuesto y sonrojado. Si bien había forzado la llegada de este momento, aún no podía creerlo: había un hombre sentado frente a ella, justo ahí, en la oscuridad del cuarto de encuadernar, en el santuario más recóndito de su mundo.

Alma intentó acompasar el ritmo de la respiración. Se resistió a lo que sentía, si bien su resistencia solo aumentaba la sensación de placer que crecía entre las piernas. Había una palabra neerlandesa, uitwaaien, que significaba «caminar contra el viento por placer». Así se sentía ella. Sin mover un solo músculo del cuerpo, Alma avanzó contra el viento creciente con todas sus fuerzas, pero el viento arreció, con la misma energía, y así aumentó el placer.

Pasó más tiempo. ¿Otros diez minutos? ¿Otra media hora? Ambrose no se movió. Alma no se movió tampoco. En las manos de él no se notaba ni temblor ni pulso. Aun así, Alma se sentía consumida por él. Sentía a Ambrose por doquier, dentro de ella y a su alrededor. Sentía a Ambrose contándole los pelos de la base del cuello y examinando el conjunto de nervios al final de su columna vertebral.

«La imaginación es amable —escribió Jakob Böhme— y recuerda al agua. Pero el deseo es áspero y seco como el hambre».

Aun así, Alma sentía ambos. Sentía tanto el agua como el hambre. Sentía tanto la imaginación como el deseo. Entonces, con una especie de horror y un loco regocijo, Alma supo que estaba a punto de alcanzar el viejo y familiar vórtice de placer. La sensación se expandía con rapidez por la vulva y era impensable detenerla. Sin que Ambrose la tocara (aparte de las manos), sin tocarse a sí misma, sin que ninguno de los dos se moviera ni siquiera un centímetro, sin recogerse las faldas por encima de la cintura ni bajar las manos al interior de su cuerpo, sin siquiera cambiar el ritmo de la respiración, Alma se hundió en el clímax. Por un momento, vio un destello de color blanco, como un rayo en un cielo estival sin estrellas. El mundo se volvió lechoso detrás de sus párpados cerrados. Se sintió ciega, extasiada…, y, a continuación, de inmediato, avergonzada.

Avergonzada de un modo lacerante.

¿Qué había hecho? ¿Qué había sentido él? ¿Qué había oído? Cielos santos, ¿qué había olido? Pero, antes de poder reaccionar, antes de poder apartarse, sintió algo más. Aunque Ambrose siguió inmóvil, de repente Alma sintió como si le rozara las plantas de los pies con un movimiento persistente. A medida que se sucedían los momentos, Alma percibió que esta sensación acariciadora era, en realidad, una pregunta; una expresión que comenzaba a existir ahí mismo, en el suelo. Sintió que la pregunta entraba por debajo de los pies y se alzaba a través de los huesos de las piernas. A continuación, sintió la pregunta arrastrarse por el útero, nadar en la humedad de la vulva. Era casi una palabra hablada que se deslizaba por ella, casi una articulación. Ambrose le preguntaba algo, pero lo preguntaba desde el interior de ella. Lo oyó ahora. Ahí estaba su pregunta, perfectamente formulada:

«¿Aceptas esto de mí?».

Alma latió silenciosamente con su respuesta: «SÍ».

Entonces sintió algo más. La pregunta que Ambrose había colocado en su cuerpo se transformaba en otras cosas. Se estaba volviendo la pregunta de ella. No sabía que tenía una pregunta para Ambrose, pero ahora la albergaba, y era muy urgente. Dejó que la pregunta subiese por el torso y saliese por los brazos. Entonces, situó la pregunta en las palmas de Ambrose, que aguardaban.

«¿Es esto lo que quieres de mí?».

Alma lo oyó respirar, bruscamente. Ambrose apretó sus manos con tal fuerza que casi le hizo daño. Entonces resquebrajó el silencio con una palabra hablada:

—Sí.