Capítulo catorce

Ese mismo mes Alma recibió una nota de George Hawkes en la que le pedía que por favor fuese a Arch Street, a su imprenta, a ver algo extraordinario.

«Para no estropear esta increíble sorpresa no voy a decir nada más de momento —escribió—, pero creo que te gustará ver esto en persona, y con mucha calma».

Bueno, Alma no disponía de tiempo. En realidad, tampoco George, lo cual explicaba que esa nota no tuviese precedentes. En el pasado, George solo se había puesto en contacto con Alma debido a cuestiones editoriales o emergencias relacionadas con Retta. Pero no había habido más emergencias desde que Retta fue ingresada en el asilo, y Alma y George no trabajaban en un libro en esos momentos. En ese caso, ¿qué podría ser tan urgente?

Intrigada, Alma fue en carruaje a Arch Street.

Encontró a George en el cuarto trasero, reclinado sobre una amplia mesa cubierta de la más deslumbrante multiplicación de formas y colores. Cuando se acercó, Alma vio que se trataba de una enorme colección de pinturas de orquídeas, apiladas en montones. No solo pinturas, sino litografías, dibujos y grabados.

—Es la obra más hermosa que he visto en mi vida —dijo George, a modo de saludo—. Llegó ayer desde Boston. Es una historia muy extraña. ¡Mira qué maestría!

George puso en las manos de Alma una litografía de un Catasetum moteado. El retrato de esta orquídea era tan magnífico que daba la impresión de crecer en la página. Los labelos eran motas rojas y amarillas y parecían húmedos, como carne viva. Las hojas eran frondosas y gruesas y diríase que de las raíces bulbosas caía tierra. Antes de que Alma pudiese admirar toda esa belleza, George le entregó otra ilustración asombrosa: Peristeria barkeri, cuyas flores doradas estaban tan frescas que casi temblaban. Quienquiera que hubiese tintado esa litografía era un maestro de la textura y del color; los pétalos recordaban el terciopelo intacto y en el acabado del albumen se insinuaba el rocío en cada flor.

Entonces, George le entregó otra ilustración y Alma no pudo contener un grito ahogado. Era una orquídea que Alma no había visto antes. Sus pequeños lóbulos rosas parecían lo que un hada vestiría en un baile de disfraces. Jamás había visto tal complejidad, tanta delicadeza. Alma sabía de litografías, y sabía mucho. Nació solo cuatro años después de la invención de esa técnica, y para la biblioteca de White Acre había coleccionado algunas de las mejores litografías del mundo. George Hawkes también sabía de litografías. Nadie en Filadelfia sabía tanto como él. Aun así, su mano temblaba cuando entregó a Alma otra página, otra orquídea. Quería que Alma las viera todas, y quería que las viera de inmediato. Alma se moría de ganas de seguir mirando, pero antes necesitaba comprender mejor la situación.

—Espera, George, detengámonos un momento. Dime…, ¿quién las ha hecho? —preguntó Alma. Conocía a los mejores ilustradores botánicos, pero no conocía a este. Ni siquiera Walter Hood Finch era capaz de realizar obras semejantes. Si alguna vez hubiese contemplado este estilo, con certeza lo recordaría.

—El tipo más extraordinario, al parecer —dijo George—. Se llama Ambrose Pike.

El nombre no le resultaba familiar a Alma.

—¿Quién publica su obra? —preguntó.

—¡Nadie!

—¿Quién ha encargado estas obras, entonces?

—No está claro si alguien las ha encargado —dijo George—. El señor Pike hizo las litografías él mismo, en Boston, en el taller de impresión de un amigo. Encontró las orquídeas, hizo los bocetos, realizó las impresiones e incluso hizo el entintado. Me ha enviado toda su obra sin más explicación que esa. Llegó ayer en la caja menos llamativa del mundo. Casi me da un síncope cuando la abrí, como te puedes imaginar. El señor Pike ha estado en Guatemala y México los últimos dieciocho años, según dice, y acaba de volver a Massachusetts. Las orquídeas que aquí documenta son el resultado de su época en la jungla. Nadie lo conoce. Debemos traerlo a Filadelfia, Alma. Tal vez podrías invitarlo a White Acre. Su carta era muy humilde. Ha dedicado toda su vida a esta tarea. Se pregunta si lo podríamos publicar.

—Lo vas a publicar, ¿verdad? —quiso saber Alma, que ya se imaginaba estas espléndidas ilustraciones en un libro de George Hawkes, impecable como siempre.

—¡Naturalmente que lo voy a publicar! Pero primero tengo que poner en orden mis pensamientos. Algunas de estas orquídeas, Alma, no las había visto en mi vida. Y esta maestría, sin duda, tampoco la había visto en mi vida.

—Ni yo —dijo Alma, que se giró hacia la mesa y hojeó las otras muestras. Casi no osaba tocarlas de lo espectaculares que eran. Deberían estar detrás de una vitrina, todas y cada una de ellas. Incluso los bocetos más pequeños eran obras maestras. De forma reflexiva, Alma miró hacia el techo para comprobar que este era sólido, que nada caería sobre esta obra y la destruiría. De repente, temió un incendio o un robo. George debía poner una cerradura. Le hubiera gustado tener unos guantes puestos.

—¿Alguna vez…? —comenzó George, pero estaba tan abrumado que no terminó la frase. Era la primera vez que Alma veía ese rostro tan desencajado por la emoción.

—Nunca —murmuró Alma—. Nunca, jamás.

***

Esa misma noche, Alma escribió una carta al señor Ambrose Pike, de Massachusetts.

Había escrito miles de cartas (muchas de ellas cartas de elogio o invitaciones), pero no sabía cómo empezar esta. ¿Cómo escribir a un verdadero genio? Al final, decidió que debía ir con la verdad por delante.

Estimado señor Pike:

Me temo que me ha causado un gran daño. Me ha estropeado, para siempre, la capacidad de admirar el arte botánico de otros artistas. El mundo de dibujos, pinturas y litografías me parecerá gris y aburrido ahora que he visto sus orquídeas. Creo que pronto va a visitar Filadelfia con el fin de colaborar con mi querido amigo George Hawkes en la publicación de un libro. Me pregunto si, mientras se encuentra en nuestra ciudad, podría tentarle a quedarse en White Acre, la finca de mi familia, para prolongar su visita. Tenemos invernaderos rebosantes de numerosas orquídeas…, algunas de las cuales son casi tan hermosas como sus retratos. Me atrevo a decir que disfrutaría al verlas. Tal vez incluso desee esbozarlas. (Sería un honor para nuestras flores que usted las retratase). Sin lugar a dudas, mi padre y yo estaremos encantados de conocerlo. Si me indica la fecha prevista de su llegada, un carruaje privado irá a recogerlo a la estación de tren. Una vez se encuentre entre nosotros, atenderíamos todas sus necesidades. Por favor, ¡no me haga daño otra vez con una negativa!

Sinceramente suya,

Alma Whittaker

***

Llegó a mediados de mayo de 1848.

Alma trabajaba en su despacho, ante el microscopio, cuando vio el carruaje detenerse frente a la casa. Salió un joven alto, esbelto, de pelo rubio rojizo, ataviado con un traje de pana. Desde esa distancia, no aparentaba más de veinte años, aunque Alma sabía que eso era imposible. No llevaba más que una pequeña maleta de cuero, que parecía no solo haber dado ya varias vueltas al mundo, sino estar a punto de desmontarse.

Alma lo observó un momento antes de ir a su encuentro. A lo largo de los años había presenciado muchas llegadas a White Acre y, según su experiencia, los visitantes siempre reaccionaban igual la primera vez: se detenían en seco, asombrados, ante la mansión que se alzaba frente a ellos, pues White Acre era magnífica y amedrentadora, en especial esa primera vez. Al fin y al cabo, había sido diseñada con la intención de intimidar a los invitados y pocos lograban disimular su temor, envidia o miedo; más aún cuando no sabían que alguien los observaba.

Pero el señor Pike ni siquiera miró la casa. De hecho, dio la espalda a la mansión de inmediato y contempló en su lugar el viejo jardín griego de Beatrix, en impecable estado gracias a los cuidados de Alma y Hanneke, que homenajeaban así a la señora Whittaker. Dio unos pasos atrás, como si quisiera tener una perspectiva mejor, y a continuación hizo algo extrañísimo: dejó la maleta, se quitó la chaqueta, caminó al noroeste del jardín y lo recorrió diagonalmente a zancadas, hasta llegar al sureste. Se quedó ahí un momento, miró a su alrededor y luego recorrió los dos límites contiguos del jardín (la longitud y la anchura) con las largas zancadas de un agrimensor que mide los lindes de una propiedad. Al llegar a la esquina noroeste, se quitó el sombrero, se rascó la cabeza, se detuvo un momento y al cabo soltó una carcajada. Alma no oyó la risa, pero la vio con claridad.

Era demasiado irresistible, así que se apresuró a salir a su encuentro.

—Señor Pike —dijo, y tendió la mano al acercarse.

—¡Usted debe de ser la señorita Whittaker! —dijo el hombre, con una afectuosa sonrisa, mientras le estrechaba la mano—. Mis ojos no pueden creer lo que están viendo. Dígame, señorita Whittaker: ¿qué genio loco se tomó tantas molestias para idear este jardín según los estrictos dictados de la geometría euclidiana?

—Fue la inspiración de mi madre, señor. De no haber fallecido hace muchos años, habría estado encantada de saber que ha reconocido sus objetivos.

—¿Quién no los reconocería? ¡Es la proporción áurea! He aquí un cuadrado doble, que contiene una sucesión de cuadrados recurrentes… y, con los caminos que bisecan todo el jardín, obtenemos varios triángulos, tres-cuatro-cinco, así. ¡Qué placentero! Me parece extraordinario que alguien se tomase las molestias de hacer todo esto, y a tan magnífica escala. Además, los setos de boj son perfectos. Parecen servir como marcas de la ecuación a todas las variables. Tuvo que ser un encanto su madre.

—Un encanto… —Alma sopesó esa posibilidad—. Bueno, mi madre gozó de la bendición de una mente que funcionaba con precisión encantadora, sin duda.

—Qué asombroso —dijo el hombre.

Aún no parecía haberse fijado en la casa.

—Es un verdadero placer conocerlo, señor Pike —dijo Alma.

—Igualmente, señorita Whittaker. Su carta era generosísima. He de decir que me ha gustado pasear en un carruaje privado… por primera vez, en mi larga vida. Estoy tan acostumbrado a viajar junto a niños gritones, animales infelices y hombres que fuman puros enormes que apenas sabía qué hacer conmigo mismo durante todas esas horas de soledad y sosiego.

—¿Qué hizo consigo mismo, pues? —preguntó Alma, sonriendo ante el entusiasmo del recién llegado.

—Trabé amistad con una vista apacible del camino.

Antes de poder responder a esa encantadora réplica, Alma vio que una expresión preocupada ensombrecía el rostro de Ambrose. Se giró para ver qué miraba: un criado entraba por las puertas descomunales de White Acre llevando consigo el exiguo equipaje del señor Pike.

—Mi maleta… —dijo, con la mano extendida.

—Solo la llevamos a sus aposentos, señor Pike. Ahí estará, junto a su cama, esperándole, cuando la necesite.

El hombre negó con la cabeza, avergonzado.

—Por supuesto —dijo—. Qué tonto soy. Mis disculpas. No estoy acostumbrado a los criados y ese tipo de cosas.

—¿Prefiere tener la maleta con usted, señor Pike?

—No, en absoluto. Disculpe mi reacción, señorita Whittaker. Pero, si tan solo se posee un bien en esta vida, como es mi caso, es un poco preocupante ver que un desconocido se lo lleva.

—Tiene mucho más que un solo bien en la vida, señor Pike. Tiene su excepcional talento artístico… Ni el señor Hawkes ni yo hemos visto nunca nada igual.

El señor Pike se rio.

—¡Ah! ¡Qué amable es al decir eso, señorita Whittaker! Pero, aparte de eso, todo lo que poseo está en esa maleta, ¡y tal vez valore más esas pequeñas cosas mías!

Ahora Alma también reía. Esa reserva que suele existir entre dos desconocidos brillaba por su ausencia. Tal vez desde el principio mismo.

—Dígame, señorita Whittaker —dijo, de buen humor—. ¿Qué otras maravillas tiene en White Acre? ¿Y qué es eso que he oído decir de que estudia musgos?

Así fue como, al cabo de una hora, ambos se encontraban ante las rocas de Alma, hablando de los Dicranum. La intención de Alma era mostrarle las orquídeas en primer lugar. O, más bien, no tenía intención alguna de mostrarle los campos de musgos (pues nadie más había mostrado interés en ellos), pero, en cuanto comenzó a hablar de su trabajo, el señor Pike insistió en ir a verlos en persona.

—Le advierto, señor Pike —dijo Alma mientras recorrían juntos el campo—, que a la mayoría de la gente los musgos les parecen muy aburridos.

—Eso no me da miedo —contestó él—. Siempre me han fascinado cosas que a los demás les aburrían.

—Eso es algo que compartimos —replicó Alma.

—Pero, dígame, señorita Whittaker, ¿qué es lo que admira de los musgos?

—Su dignidad —respondió Alma sin dudarlo—. También, su silencio y su inteligencia. Me gusta (desde el punto de vista de una estudiosa) que están vírgenes. No son como otras plantas, más importantes o grandes, todas ellas escudriñadas y manoseadas por un montón de botánicos. Supongo que admiro su modestia, también. Los musgos guardan su belleza con elegante discreción. En comparación con los musgos, todo en el mundo botánico resulta rotundo y obvio. ¿Comprende lo que quiero decir? ¿Sabe que las flores más grandes y llamativas a veces parecen rematadamente tontas, por su forma de bambolearse con las bocas abiertas, como si estuviesen asombradas y desvalidas?

—La felicito, señorita Whittaker. Acaba de describir la familia de las orquídeas a la perfección.

Alma se sobresaltó y se llevó las manos a la boca.

—¡Lo he ofendido!

Pero Ambrose sonreía.

—De ningún modo. Solo bromeaba. Nunca he defendido la inteligencia de una orquídea, y no estoy dispuesto a empezar ahora. Me encantan, pero confieso que no parecen demasiado listas…, no según las expectativas de su descripción. Pero ¡cómo estoy disfrutando de escuchar a alguien que defiende la inteligencia de los musgos! Es como si estuviese escribiendo usted un alegato en su defensa.

—¡Alguien tendrá que defenderlos, señor Pike! Porque nadie les hace caso, ¡y tienen un carácter muy noble! De hecho, ese mundo en miniatura me parece un don de grandezas camufladas, y por tanto es un honor estudiarlo.

Ambrose no parecía aburrirse en absoluto. Cuando llegaron a las rocas, tenía docenas de preguntas para Alma y situó el rostro tan cerca de las colonias de musgo que parecía que su barba crecía de la piedra. Escuchó con atención mientras Alma explicaba las variedades y se adentraba en sus nacientes teorías sobre la transmutación. Tal vez habló demasiado. Su madre se lo habría reprochado. Incluso mientras hablaba, Alma temía que estaba a punto de sumir a ese pobre hombre en el tedio. Pero ¡él era tan acogedor! Alma sintió que se expandía mientras liberaba ideas de los sótanos abarrotados de pensamientos privados. No es posible encerrar el entusiasmo en el interior de uno mismo para siempre sin desear compartirlo con un alma gemela, y Alma había acumulado pensamientos incomunicados durante décadas.

Ambrose no tardó en arrojarse al suelo a mirar bajo el borde de una roca grande y examinar los lechos de musgo ocultos en esos estantes secretos. Sus largas piernas sobresalían bajo la roca mientras observaba entusiasmado. Alma pensó que no se había sentido tan contenta en la vida. Siempre había querido mostrar esto a alguien.

—He aquí mi pregunta para usted, señorita Whittaker —dijo Ambrose bajo el saliente de la roca—. ¿Cuál es la verdadera naturaleza de estas colonias de musgo? Han dominado el truco, como usted dice, de parecer modestos y moderados. Sin embargo, por lo que me dice, poseen considerables facultades. ¿Son amables pioneros, sus musgos? ¿O son hostiles merodeadores?

—¿Granjeros o piratas, quiere decir? —preguntó Alma.

—Exactamente.

—No lo puedo decir con certeza —dijo Alma—. Tal vez un poco de ambos. Me lo pregunto todo el rato. Quizás tarde otros veinticinco años en averiguarlo.

—Admiro su paciencia —dijo Ambrose, que al fin salió de debajo de la roca y se estiró, despreocupado, sobre la hierba. Con el tiempo, al conocer mejor a Ambrose Pike, Alma descubriría que enseguida se tumbaba en cualquier lugar y en cualquier momento si quería descansar. Incluso se derrumbaba feliz sobre la alfombra de un recibidor formal si así le placía…, en especial si disfrutaba de los pensamientos y la conversación. El mundo era su diván. Cuánta libertad había en esos gestos. Alma no podía imaginar sentirse más libre. Ese día, mientras Ambrose se tumbaba cuan largo era, Alma se sentó con cuidado en una roca cercana.

El señor Pike era mucho mayor, notaba Alma ahora, de lo que pensó en un principio. Bueno, cómo no iba a serlo: era imposible que hubiese realizado una obra tan amplia de haber sido tan joven como le pareció a primera vista. Solo su gesto entusiasta y su caminar enérgico le asemejaban a un estudiante universitario de lejos. Eso, y su ropa marrón y humilde: el uniforme mismo de un joven estudioso sin un centavo. De cerca, sin embargo, se veía su edad: sobre todo así, tumbado al sol, sobre la hierba, sin el sombrero puesto. Leves arrugas recorrían su cara, bronceada y curtida por años al aire libre, y en las sienes el pelo rojizo se volvía cano. Alma habría dicho que tenía treinta y cinco años, quizás treinta y seis. Al menos diez años más joven que ella, pero, aun así, ya no era un chaval.

—Qué profundas recompensas ha de cosechar al estudiar el mundo tan de cerca —prosiguió Ambrose—. Demasiada gente desdeña las maravillas pequeñas, me parece. Hay mucho más poder en los detalles que en las generalidades, pero casi nadie sabe sentarse en silencio para apreciarlos.

—Pero a veces temo que mi mundo se ha vuelto demasiado detallado —dijo Alma—. Tardo años en escribir mis libros sobre musgos y son de una complejidad descorazonadora, no muy diferentes de esas enrevesadas miniaturas persas que solo se pueden estudiar con lupa. Mi obra no me da fama. No me da dinero, tampoco…, ¡así que ya ve qué bien uso mi tiempo!

—Pero el señor Hawkes dice que sus libros reciben buenas críticas.

—Sí, claro que sí…, de los doce caballeros en todo el mundo a los que les importa de verdad la briología.

—¡Una docena! —dijo Ambrose—. ¿Tantos? Recuerde, señora, que habla con un hombre que no ha publicado nada en su larga vida y cuyos pobres padres temen que sea un perezoso irredento.

—Pero su obra es magnífica, señor Pike.

Él restó importancia al elogio con un gesto.

—¿Encuentra dignidad en su labor? —preguntó.

—Sí —dijo Alma, tras sopesar la pregunta un momento—. Aunque a veces me pregunto por qué. La mayoría del mundo (en especial los que sufren, los pobres) se alegraría, creo, de no tener que volver a trabajar. Entonces, ¿por qué me atareo tanto en un tema que importa a tan poca gente? ¿Por qué no me basta con admirar los musgos, sin más, o incluso dibujarlos, si su diseño me resulta tan agradable? ¿Por qué debo hurgar entre sus secretos y rogarles respuestas acerca de la naturaleza de la vida misma? Tengo la suerte de proceder de una familia acaudalada, como puede ver, así que no necesito trabajar en absoluto. ¿Por qué no soy feliz, entonces, sin hacer nada, dejando que mi mente crezca según su capricho, como esta hierba?

—Porque le interesa la creación —respondió Ambrose con sencillez— y sus asombrosos planes.

Alma se ruborizó.

—Hace que parezca grandioso.

—Es grandioso —dijo, con la misma sencillez que antes.

Se sentaron en silencio durante un rato. En algún lugar entre los árboles, detrás de ellos, cantaba un tordo.

—¡Qué excelente recital privado! —dijo Ambrose, tras escuchar mucho tiempo—. ¡Me entran ganas de aplaudir!

—Es el mejor momento del año para escuchar pájaros en White Acre —dijo Alma—. Algunas mañanas te puedes sentar bajo un cerezo en este prado y escuchar todos los pájaros, como una orquesta que toca solo para ti.

—Me gustaría oír eso una mañana. Cuánto echaba de menos nuestros pájaros cantores mientras vivía en la jungla.

—Pero ¡seguro que había pájaros magníficos ahí donde estaba, señor Pike!

—Sí…, exquisitos y exóticos. Pero no es lo mismo. Uno se vuelve muy nostálgico, ¿sabe?, de los sonidos familiares de la infancia. A veces en mis sueños oía el arrullo de las palomas torcaces. Parecía tan real que me rompía el corazón. Me entraban ganas de no volver a despertar.

—El señor Hawkes me dijo que ha vivido muchos años en la jungla.

—Dieciocho —dijo Ambrose, que sonrió, casi avergonzado.

—¿En México y en Guatemala casi siempre?

—En México y en Guatemala siempre. Quería ver el mundo, pero, al parecer, era incapaz de dejar esa región, ya que no cesaba de descubrir cosas nuevas. Ya sabe cómo es eso: encontramos un lugar interesante y comenzamos a buscar, y entonces los secretos empiezan a revelarse, hasta que ya es imposible marcharse. Además, también había ciertas orquídeas que encontré en Guatemala (las más tímidas y esquivas epifitas, en especial) que no me dispensaban la cortesía de florecer. Me negué a irme hasta que las viera en flor. Me volví muy terco al respecto. Pero ellas también eran tercas. Algunas me hicieron esperar cinco o seis años antes de concederme una miradita.

—¿Por qué volvió, entonces?

—La soledad.

Tenía una franqueza extraordinaria. A Alma le maravillaba. No se imaginaba a sí misma admitiendo semejante debilidad.

—Además —dijo—, me puse demasiado enfermo para continuar con esa vida tan dura. Sufría de fiebres recurrentes. Aunque no eran del todo desagradables, he de decir. Tuve visiones memorables durante esas fiebres y oía voces, además. A veces era tentador seguirlas.

—¿A las visiones o a las voces?

—¡A ambas! Pero no podía hacerle eso a mi madre. Le habría causado demasiado dolor perder a un hijo en la jungla. Se habría preguntado para siempre qué fue de mí. ¡Aunque a veces aún se pregunta qué fue de mí, estoy seguro! Pero al menos sabe que estoy vivo.

—Su familia le habrá echado de menos todos estos años.

—¡Oh, mi pobre familia! Cuánto los he decepcionado, señorita Whittaker. Ellos son muy respetables y yo he vivido mi vida dando tumbos. Los compadezco a todos, en especial a mi madre. Ella cree, supongo que con razón, que he pisoteado sin miramientos los dones que me fueron concedidos. Dejé Harvard tras solo un año, ¿sabe? Decían que yo era prometedor (sea lo que sea eso), pero la vida universitaria no era para mí. Por alguna peculiaridad del sistema nervioso, simplemente no podía soportar sentado en un aula. Además, no frecuentaba la alegre compañía de los clubes sociales y las cuadrillas de jóvenes. Tal vez no lo sepa, señorita Whittaker, pero casi toda la vida universitaria gira en torno a los clubes sociales y las cuadrillas de jóvenes. Como dijo mi madre, yo me contentaba con sentarme en un rincón a dibujar plantas.

—¡Gracias a los cielos por ello! —dijo Alma.

—Tal vez. No creo que mi madre estuviera de acuerdo, y mi padre fue a la tumba enfadado por la carrera que elegí…, si es que se le puede llamar carrera. Por fortuna para mi sufrida madre, mi hermano pequeño, Jacob, se ha convertido en un ejemplo de hijo responsable. Fue a la universidad tras mi paso por ella, pero, a diferencia de mí, logró permanecer ahí el tiempo previsto. Estudió con provecho, ganando todos los laureles, aunque a veces yo temía que lastimaría su mente con semejantes esfuerzos, y ahora predica desde el mismo púlpito de Framingham desde donde mi padre y mi abuelo guiaron sus congregaciones. Es un buen hombre mi hermano, y ha prosperado. Es un orgullo para el apellido Pike. La comunidad lo admira. Yo le tengo mucho cariño. Pero no envidio su vida.

—¿Procede de una familia de pastores, entonces?

—Sí…, y se esperaba que yo mismo fuese pastor.

—¿Qué ocurrió? —preguntó Alma, con cierta osadía—. ¿Se alejó del Señor?

—No —dijo Ambrose—. Más bien lo contrario. Me acerqué demasiado al Señor.

Alma quería preguntar qué quería decir con una frase tan curiosa, pero pensó que ya había insistido demasiado, y Ambrose no ofreció más explicaciones. Permanecieron en silencio durante un buen rato, escuchando el canto del tordo. Al cabo de un tiempo, Alma notó que Ambrose se había quedado dormido. ¡Qué de repente se había ido! ¡Despierto un momento y dormido al siguiente! Debía de estar cansadísimo, comprendió Alma, tras su largo viaje, y aquí estaba ella, acribillándolo a preguntas e importunándolo con sus teorías de briofitas y transmutaciones.

En silencio, se levantó y fue a otra área del campo de rocas, a ponderar una vez más las colonias de musgos. Se sentía alegre y relajada. ¡Qué simpático era este señor Pike! Se preguntó cuánto tiempo permanecería en White Acre. Tal vez podría convencerlo para que se quedase el resto del verano. ¡Qué alegría tener a esta amable y curiosa criatura por aquí! Sería como tener un hermano pequeño. Era la primera vez que imaginaba tener un hermano pequeño, pero ahora quería uno desesperadamente, y quería que fuese Ambrose Pike. Tendría que hablar con su padre al respecto. Sin duda, podrían preparar un estudio de pintura para él en una de las viejas queserías, si deseara quedarse.

Tal vez transcurrió media hora antes de que Alma notase que el señor Pike se movía sobre la hierba. Se acercó de nuevo a él y sonrió.

—Se ha quedado dormido —dijo.

—No —la corrigió él—. El sueño se ha quedado conmigo.

Aún tumbado sobre el césped, estiró las piernas y los brazos como un gato o un niño pequeño. No parecía nada incómodo por haber dormitado frente a Alma, así que ella tampoco se sintió incómoda.

—Debe de estar cansado, señor Pike.

—Estoy cansado desde hace años. —Ambrose se incorporó, bostezó y se volvió a poner el sombrero—. Qué generosa persona es usted, por haberme permitido descansar. Se lo agradezco.

—Bueno, usted ha sido generoso al escucharme cuando le hablaba de musgos.

—Fue todo un placer. Espero oír más. Mientras me quedaba dormido, pensaba qué envidiable vida la suya, señorita Whittaker. Imagino poder pasar toda la vida en busca de algo tan detallado y preciso como estos musgos…, y siempre rodeada de una familia cariñosa y sus comodidades.

—Supongo que mi vida le parecerá aburrida a un hombre que ha pasado dieciocho años en las junglas de América Central.

—De ningún modo. En todo caso, anhelo una vida un poco más aburrida que la que he vivido hasta ahora.

—Tenga cuidado con lo que desea, señor Pike. ¡Una vida aburrida no es tan interesante como usted piensa!

Él se rio. Alma se acercó más y se sentó junto a él, sobre la hierba, tras lo cual ciñó las faldas bajo las piernas.

—Voy a confesarle algo, señor Pike —dijo—. A veces temo que mi labor en estos lechos de musgo no sea de utilidad ni tenga valor alguno. A veces me gustaría tener algo más brillante que ofrecer al mundo, algo más majestuoso…, como sus pinturas de orquídeas, supongo. Soy diligente y disciplinada, pero no poseo el don de la genialidad.

—Es decir, ¿es trabajadora, pero no original?

—¡Sí! —dijo Alma—. ¡Exactamente! Así es.

—¡Bah! —dijo él—. No me lo creo. Incluso me pregunto por qué intenta convencerse a sí misma de semejante disparate.

—Es usted amable, señor Pike. Ha conseguido que esta vieja dama se sienta muy a gusto esta tarde. Pero soy consciente de la verdad de mi vida. Mi trabajo en estos campos de musgo no entusiasma a nadie, salvo a las vacas y los cuervos que me observan todo el día.

—La vacas y los cuervos son excelentes jueces del genio, señorita Whittaker. Le doy mi palabra, he pintado exclusivamente para su regocijo durante muchísimos años.

***

Esa noche, George Hawkes fue a White Acre a cenar con ellos. Al fin George iba a conocer a Ambrose en persona, y estaba entusiasmado, o tan entusiasmado como podía estarlo un tipo tan solemne y viejo como George Hawkes.

—Es un honor conocerlo, señor —dijo George, con una sonrisa—. Su obra me ha proporcionado el placer más puro.

A Alma le conmovió la sinceridad de George. Sabía lo que su amigo no podía revelar a Ambrose: que ese año había sido de un sufrimiento incesante en el hogar de los Hawkes y que las orquídeas de Ambrose Pike habían liberado a George, por unos momentos, de las garras de las tinieblas.

—Le agradezco con toda sinceridad su apoyo —respondió Ambrose—. Por desgracia, por ahora solo puedo compensar su amabilidad con ese agradecimiento, pero es sincero.

En cuanto a Henry Whittaker, estaba de mal humor esa noche. Alma lo notó a una legua de distancia y deseó que su padre no los acompañase durante la cena. Había olvidado advertir a Ambrose acerca del ácido carácter de su padre, y lo lamentó. El pobre señor Pike iba a ser arrojado a las fauces del lobo sin preparación alguna, y el lobo, era evidente, estaba hambriento y enfurecido. También lamentó que ni ella ni George Hawkes hubiesen traído alguna de las ilustraciones de Ambrose para mostrársela a su padre, lo que significaba que Henry no tendría forma de saber quién era Ambrose Pike, salvo un buscador de orquídeas y un artista, y no solía admirar ninguna de esas ocupaciones.

No fue de extrañar que la cena empezase mal.

—¿Quién es este tipo? —preguntó su padre, mirando sin disimulo a su nuevo invitado.

—Es el señor Ambrose Pike —dijo Alma—. Como te he dicho antes, es un naturalista y pintor a quien George acaba de descubrir. Pinta los retratos más exquisitos de orquídeas que he visto en mi vida, padre.

—¿Dibuja orquídeas? —preguntó Henry a Ambrose en el mismo tono con que habría preguntado: «¿Roba a viudas?».

—Bueno, lo intento, señor.

—Todo el mundo intenta dibujar orquídeas —dijo Henry—. Nada nuevo bajo el sol.

—Una observación pertinente, señor.

—¿Qué tienen sus orquídeas de especial?

Ambrose sopesó la pregunta.

—No lo sabría decir —admitió—. No sé si tienen algo especial, señor, salvo que pintar orquídeas es todo lo que hago. Es lo único que he hecho durante los últimos veinte años.

—Vaya, qué empleo tan absurdo.

—No estoy de acuerdo, señor Whittaker —dijo Ambrose, sin alterarse—. Pero solo porque yo jamás diría que es un empleo.

—¿Cómo se gana la vida?

—De nuevo, una observación pertinente —dijo Ambrose—. Pero, como tal vez haya notado gracias a mi atuendo, es discutible afirmar que consiga ganarme la vida.

—No proclamaría yo eso como una virtud, joven.

—Créame, señor, no lo hago.

Henry lo contempló, sin perder detalle del traje raído y la barba descuidada.

—¿Qué ocurrió, entonces? —preguntó—. ¿Por qué es tan pobre? ¿Ha malgastado una fortuna como un vividor?

—Padre… —intentó aplacarlo Alma.

—Por desgracia, no —dijo Ambrose, que no dio muestras de ofenderse—. En mi familia no había fortunas que malgastar.

—¿Cómo se gana la vida su padre?

—En la actualidad, reside en los dominios de la muerte. Pero, antes de esa mudanza, era pastor en Framingham, Massachusetts.

—En ese caso, ¿por qué no es usted pastor?

—Mi madre se pregunta lo mismo, señor Whittaker. Me temo que albergo demasiadas dudas acerca del Señor para ser un buen pastor.

—¿El Señor? —Henry frunció el ceño—. ¿Qué narices tiene que ver el Señor con ser un buen pastor? Es una profesión como cualquier otra, joven. Se pone manos a la obra y se guarda sus opiniones para usted. Es lo que hacen todos los buenos pastores… ¡o deberían!

Ambrose se rio.

—¡Si alguien me hubiese dicho eso hace veinte años, señor!

—Un joven de buena salud y de ingenio no tiene excusa para no prosperar en este país. Incluso el hijo de un pastor debería saber encontrar una actividad provechosa.

—Muchos estarán de acuerdo con usted —dijo Ambrose—. Incluso mi difunto padre. Aun así, he vivido por debajo de mi condición social durante muchos años.

—Y yo he vivido por encima de mi condición… ¡siempre! Llegué a Estados Unidos cuando era un joven de su edad. Encontré dinero tirado por todas partes, por todo el país. Solo tenía que recogerlo con la punta de mi bastón. Entonces, ¿cuál es su excusa para ser pobre?

Ambrose miró a Henry a los ojos y dijo, sin rastro de malicia:

—No tener un buen bastón, supongo.

Alma tragó saliva y miró el plato. George Hawkes la imitó. Henry, sin embargo, no dio muestras de haber oído. En ciertas ocasiones Alma agradecía a los cielos la creciente sordera de su padre. Henry ya había centrado su atención en el mayordomo.

—Becker —dijo Henry—, si me haces cenar cordero una vez más esta semana, voy a mandar a alguien al paredón.

—No manda a nadie al paredón, en realidad —tranquilizó Alma a Ambrose, con un susurro.

—Ya me lo imaginaba —respondió Ambrose con otro susurro— o yo ya estaría fusilado.

Durante el resto de la cena, George, Alma y Ambrose conversaron plácidamente (más o menos entre ellos) mientras Henry resoplaba, tosía, se quejaba de la cena, e incluso dormitaba a veces, con la barbilla hundida en el pecho. Al fin y al cabo, ya tenía ochenta y ocho años. Nada de esto, afortunadamente, parecía inquietar a Ambrose y, como George Hawkes ya estaba acostumbrado a este tipo de conducta, Alma al fin se relajó un poco.

—Por favor, disculpe a mi padre —dijo Alma al señor Pike en voz baja, durante una cabezada de Henry—. George lo conoce bien, pero estos arrebatos pueden ser inquietantes para quienes no tienen experiencia con nuestro Henry Whittaker.

—Es como un oso enfurecido —respondió, más admirado que consternado.

—Sí, sin duda —dijo Alma—. Por fortuna, como los osos, a veces nos concede un descanso y se va a hibernar.

Este comentario dibujó una sonrisa en los labios de George Hawkes, pero Ambrose, pensativo, seguía observando cómo dormía Henry.

—Mi padre era muy serio, ¿sabe? —dijo—. Sus silencios siempre me asustaban. Creo que es maravilloso tener un padre que habla y actúa con tal libertad. Así se le ve siempre por dónde viene.

—Eso es cierto, sí —concedió Alma.

—Señor Pike —dijo George, cambiando de tema—, ¿le podría preguntar dónde vive en estos momentos? La dirección a la que envié mi carta era de Boston, pero acaba de mencionar que su familia vive en Framingham, así que me ha entrado la duda.

—En estos momentos, señor, no tengo casa —dijo el señor Pike—. La dirección de Boston a la que se refiere es la casa de un viejo amigo, Daniel Tupper, quien ha sido muy amable conmigo desde los días de mi corta carrera en Harvard. Su familia posee un pequeño taller de impresión en Boston… Poca cosa en comparación con el de usted, pero bien dirigido y decente. Se les conoce sobre todo porque hacen los panfletos y los carteles del barrio, ese tipo de trabajos. Cuando me fui de Harvard, trabajé para la familia Tupper durante varios años, como tipógrafo, y descubrí que se me daba bien. Ahí fue donde aprendí el arte de la litografía. Me dijeron que era difícil, pero a mí no me lo pareció nunca. Es muy semejante a dibujar, en realidad…, salvo que se dibuja sobre piedra. Aunque, por supuesto, eso ya lo saben… Discúlpenme. No estoy acostumbrado a hablar de mi obra.

—¿Y qué le llevó a México y Guatemala, señor Pike? —preguntó George con amabilidad.

—Una vez más, a mi amigo Tupper le corresponde el mérito. Siempre me han fascinado las orquídeas, así que Tupper ideó un plan para que fuese a los trópicos unos pocos años a dibujar. A mi vuelta, publicaríamos juntos un precioso libro sobre las orquídeas tropicales. Me temo que pensó que así acabaríamos ricos los dos. Éramos jóvenes, ya saben, y él tenía demasiada confianza en mí.

»Juntamos nuestros ahorros, que no eran abundantes, y Tupper me metió en un barco. Me encargó que fuese y dejase huella en el mundo. Por desgracia para él, no piso demasiado fuerte. Y, para mayor desgracia, esos pocos años en la jungla se convirtieron en dieciocho, como ya le he explicado a la señorita Whittaker. Mediante la austeridad y la perseverancia, fui capaz de resistir allí casi dos décadas y me enorgullece decir que no acepté dinero ni de Tupper ni de nadie, aparte de su inversión inicial. Aun así, creo que el pobre Tupper piensa que su fe en mí no fue recompensada. Cuando por fin volví el año pasado, fue tan amable que me dejó usar el taller de impresión de su familia para hacer algunas de las litografías que han visto, pero (y es fácil de comprender) hacía mucho tiempo que había perdido el deseo de publicar un libro conmigo. Me muevo demasiado despacio para él. Ha formado una familia y no puede entretenerse con proyectos tan costosos. Ha sido un amigo magnífico para mí, a pesar de todo. Me deja dormir en el sofá de su casa y, desde mi regreso, he vuelto a ayudar en el taller de impresión.

—¿Y qué planes tiene? —dijo Alma.

Ambrose alzó ambas manos, como si suplicase ante los cielos.

—Ha pasado muchísimo tiempo desde la última vez que hice planes.

—Pero ¿qué le gustaría hacer? —preguntó Alma.

—Nadie me ha hecho esa pregunta antes.

—Pues yo se lo pregunto, señor Pike. Y le ruego una respuesta sincera.

Ambrose miró a Alma con esos ojos castaños claros. Tenía aspecto de estar cansadísimo.

—En ese caso, se lo voy a decir, señorita Whittaker —dijo—. Me gustaría no volver a viajar jamás. Me gustaría pasar el resto de mis días en un lugar silencioso, donde trabajaría con tal lentitud que sería capaz de oírme a mí mismo vivir.

George y Alma intercambiaron una mirada. Como si presintiese que lo estuvieran dejando al margen, Henry se despertó con un sobresalto y volvió a reclamar la atención de todos.

—¡Alma! —dijo—. Esa carta de Dick Yancey de la semana pasada, ¿la has leído?

—La he leído, padre —respondió Alma, que cambió de tono en el acto.

—¿Qué piensas de ella?

—Creo que es una noticia lamentable.

—Por supuesto que lo es. Me ha puesto de un humor de perros. Pero ¿qué piensan tus amigos? —preguntó Henry, y señaló a sus invitados con la copa de vino.

—No creo que conozcan la situación —dijo Alma.

—Entonces, explícales la situación, hija. Necesito opiniones.

Era un hecho extraño. Por lo general, Henry no buscaba opiniones ajenas. Pero la animó de nuevo con un movimiento de la copa, así que Alma comenzó a hablar, dirigiéndose a George y al señor Pike al mismo tiempo.

—Bueno, es acerca de la vainilla —dijo—. Hace unos quince años, un francés convenció a mi padre de invertir en una plantación de vainilla en Tahití. Ahora hemos sabido que esa plantación ha sido un fracaso. Y el francés ha desaparecido.

—Junto a mi inversión —añadió Henry.

—Junto a la inversión de mi padre —confirmó Alma.

—Una inversión considerable —aclaró Henry.

—Una inversión muy considerable —convino Alma. Lo sabía bien, pues fue ella quien realizó la transferencia del pago.

—Debería haber funcionado —dijo Henry—. El clima es perfecto. ¡Y las lianas de vainilla crecieron! Dick Yancey las vio. Crecieron hasta veinte metros de altura. Ese maldito francés dijo que la vainilla crecería allí fácilmente, y en eso tuvo razón. Las plantas produjeron flores grandes como puños. Exactamente como prometió el francés. ¿Qué me dijo ese pequeñajo francés, Alma? «Cultivar vainilla en Tahití es más fácil que tirarse un pedo dormido».

Alma palideció, mirando a los invitados. George doblaba, educadamente, la servilleta sobre el regazo, pero el señor Pike sonrió sin disimular su regocijo.

—Entonces, ¿qué salió mal, señor? —inquirió—. Si me permite la pregunta.

Henry lo fulminó con la mirada.

—No dieron fruto. Las flores florecieron y murieron sin dar ni una puñetera vaina.

—¿Puedo preguntar de dónde procedían las plantas? —preguntó Ambrose.

—De México —gruñó Henry, clavando los ojos en Ambrose como si lo desafiara—. Así que dígamelo usted: ¿qué salió mal?

Poco a poco, Alma comenzó a darse cuenta. ¿Por qué subestimaba siempre a su padre? ¿Es que ese anciano alguna vez había dejado pasar algo por alto? A pesar del mal humor, a pesar de estar medio sordo, a pesar de las cabezadas, de algún modo había comprendido con exactitud quién se sentaba a la mesa: un experto en orquídeas que acababa de pasar casi dos décadas en México y sus alrededores. Y la vainilla, recordó Alma, era un miembro de la familia de las orquídeas. Ambrose estaba siendo puesto a prueba.

Vanilla planifolia —dijo Ambrose.

—Exactamente —confirmó Henry, que dejó la copa en la mesa—. Eso es lo que plantamos en Tahití. Continúe.

—La vi en México por todas partes, señor. Sobre todo por Oaxaca. Su hombre en Polinesia, su francés, tenía razón: es una trepadora excelente y sería feliz con el clima del Pacífico Sur.

—Entonces, ¿por qué no dan fruto estas malditas plantas? —preguntó Henry.

—No lo sabría decir con certeza —dijo Ambrose—, ya que nunca las he visto con mis propios ojos.

—Entonces, usted no es más que un dibujante de orquídeas de tres al cuarto, ¿verdad? —replicó Henry.

—Padre…

—Sin embargo, señor —continuó Ambrose, indiferente al insulto—, podría formular una hipótesis. Cuando su francés buscaba las plantas de vainilla en México, tal vez compró accidentalmente una variedad de Vanilla planifolia que los nativos llaman oreja de burro, la cual nunca da fruto.

—Entonces, era un idiota —dijo Henry.

—No necesariamente, señor Whittaker. Hay que tener ojos de cirujano para diferenciar entre la variedad de planifolia que da fruto y la que no. Es un error común. Los nativos a menudo las confunden. Pocos botánicos notan la diferencia.

—¿La nota usted? —preguntó Henry.

Ambrose dudó. Era evidente que no quería perjudicar a un hombre a quien ni tan siquiera conocía.

—Le he hecho una pregunta, muchacho. ¿Nota la diferencia entre las dos variedades de planifolia? ¿O no?

—¿En general, señor? Sí. Noto la diferencia.

—Entonces, el francés era un idiota —concluyó Henry—. Y yo fui aún más idiota por invertir en él, ya que ahora he malgastado catorce hectáreas de buena tierra en Tahití cultivando una variedad estéril de vainilla durante quince años. Alma, escribe una carta a Dick Yancey esta noche y dile que arranque todas las lianas y se las eche a los cerdos. Dile que las reemplace con ñame. Dile a Yancey que, si alguna vez encuentra a ese energúmeno francés, lo eche también a los cerdos.

Henry se puso en pie y salió renqueando del comedor, demasiado enfadado para terminar la comida. George y el señor Pike miraron en silencio, asombrados, al personaje que se retiraba: tan pintoresco, con esa peluca y esos viejos pantalones de terciopelo, y tan feroz.

En cuanto a Alma, la embargó un sentimiento de victoria. El francés había perdido, Henry Whittaker había perdido y la plantación de vainilla en Tahití estaba, con toda seguridad, perdida. Pero Ambrose, creía Alma, había ganado algo esa noche, durante su primera aparición como invitado a la mesa de White Acre.

Tal vez era una pequeña victoria, pero quién sabe si tendría su importancia al final.

***

Esa noche, un ruido extraño despertó a Alma.

Perdida en un sueño sin imágenes, de repente, como si la hubieran abofeteado, se despertó. Escudriñó la oscuridad. ¿Había alguien en su habitación? ¿Era Hanneke? No. No había nadie. Volvió a apoyarse en la almohada. Era una noche fresca y serena. ¿Qué había interrumpido su descanso? Voces. Por primera vez en años, se acordó de la noche en que trajeron a Prudence a White Acre, cuando era niña, rodeada de hombres y cubierta de sangre. Pobre Prudence. Alma debía ir a visitarla. Debía esforzarse más por su hermana. Pero no tenía tiempo. El silencio la rodeaba. Alma comenzó a adentrarse de nuevo en el sueño.

Oyó el sonido de nuevo. Una vez más, los ojos de Alma se abrieron de par en par. Sin duda, eran voces. Pero ¿quién estaría despierto a esas horas?

Se levantó, se envolvió en el chal y encendió la lámpara con destreza. Caminó hasta las escaleras y miró por encima de la barandilla. Había una luz en el recibidor; veía el resplandor bajo la puerta. Oyó una risotada de su padre. ¿Con quién estaba? ¿Hablaba consigo mismo? ¿Por qué nadie la había despertado si Henry necesitaba algo?

Bajó las escaleras y encontró a su padre sentado junto a Ambrose Pike en el diván. Miraban unos dibujos. Su padre llevaba un largo camisón blanco y un anticuado gorro de dormir, y estaba colorado de tanto beber. Ambrose, aún con el traje marrón de pana, estaba incluso más despeinado que antes.

—La hemos despertado —dijo Ambrose, que alzó la vista—. Mis disculpas.

—¿Puedo ayudar en algo? —preguntó Alma.

—¡Alma! —gritó Henry—. ¡Tu muchacho ha tenido una idea brillante! ¡Muéstresela, hijo!

Henry no estaba borracho, notó Alma; solo estaba exaltado.

—Me costaba dormir, señorita Whittaker —dijo Ambrose—, porque no dejaba de pensar en esa plantación de vainilla de Tahití. Se me ha ocurrido que hay otra posibilidad que explica por qué no dan frutos las lianas. Debería haber esperado hasta mañana para no molestar a nadie, pero no quería que se me olvidara la idea. Así que me levanté y bajé, en busca de papel. Me temo que así desperté a su padre.

—¡Mira lo que ha hecho! —dijo Henry, que lanzó un papel a Alma. Era un boceto precioso, rico en detalles, de una flor de vainilla, con flechas que señalaban partes diminutas de la anatomía de la planta. Henry miró a Alma, expectante, mientras ella estudiaba el papel, que no le dijo nada.

—Lo siento —dijo Alma—. Estaba dormida hace un momento, así que quizás no esté del todo lúcida…

—¡Polinización, Alma! —gritó Henry, que aplaudió una vez y luego señaló al señor Pike, a quien hizo una señal para que se explicase.

—Lo que creo que puede haber ocurrido, señorita Whittaker, como decía a su padre, es que ese francés tal vez recolectara la variedad correcta de vainilla en México. Pero quizá las lianas no han dado fruto porque no las han polinizado bien.

Sería la mitad de la noche y Alma acababa de despertarse, pero su mente aún era una máquina bien engrasada de cálculos botánicos, por lo que al instante oyó las cuentas del ábaco, dentro de su cerebro, que se movían hacia la comprensión.

—¿Cómo es el proceso de la polinización de la vainilla? —preguntó.

—No lo sabría decir con certeza —dijo Ambrose—. Nadie lo sabe seguro. Tal vez sea una hormiga, tal vez sea una abeja, tal vez sea algún tipo de polilla. Podría ser incluso un colibrí. Pero, sea lo que sea, el francés no lo llevó a Tahití junto a las plantas, y los insectos nativos y los pájaros de la Polinesia francesa no parecen capaces de polinizar sus flores de vainilla, que tienen una forma compleja. Y así… no hay fruto. No hay vainas.

Henry aplaudió una vez más.

—¡No hay beneficios! —añadió.

—Entonces, ¿qué hacemos? —preguntó Alma—. ¿Recoger todos los insectos y pájaros de las junglas mexicanas y llevarlos en barco, vivos, al sur del Pacífico, con la esperanza de hallar al polinizador?

—No creo que sea necesario —dijo Ambrose—. Por eso no podía dormir, porque me hacía la misma pregunta, y creo que he encontrado una respuesta. Creo que se podría polinizar a mano. Miren, he hecho algunos dibujos. Lo que hace que la orquídea de la vainilla sea tan difícil de polinizar es esta columna excepcionalmente larga, ¿ven?, que contiene tanto los órganos masculinos como los femeninos. El rostelo (justo aquí) los separa, para evitar que la planta se polinice a sí misma. Basta con levantar el rostelo e insertar una ramita en el saco polínico, sacar el polen con la punta de la rama y meter la rama en el estambre de otra flor. Así cumplimos la función de la abeja o la hormiga o lo que sea. Pero podríamos ser mucho más eficaces que cualquier animal, porque podríamos polinizar a mano todas y cada una de las flores de la liana.

—¿Quién haría eso? —preguntó Alma.

—Sus trabajadores podrían hacerlo —dijo Ambrose—. La planta únicamente florece una vez al año y solo se tardaría una semana en completar la tarea.

—¿No aplastarían las flores?

—No si se les enseña con cuidado.

—Pero ¿quién tendría la delicadeza necesaria para realizar semejante operación?

Ambrose sonrió.

—No necesitan más que niños pequeños con dedos pequeños y palitos pequeños. En todo caso, les va a gustar el trabajo. A mí mismo me habría gustado de niño. Y sin duda habrá muchos niños pequeños y palos pequeños en Tahití, ¿no?

—¡Ajá! —dijo Henry—. ¿Qué piensas, Alma?

—Creo que es brillante, señor Pike. —También pensaba que, a primera hora de la mañana, debía enseñar a Ambrose la copia que se hallaba en la biblioteca de White Acre de un códice florentino del siglo XVI con las primeras ilustraciones de las lianas de la vainilla, hechas por un franciscano español. Él sabría apreciarlas. No podía esperar a mostrárselas. Ni siquiera le había enseñado la biblioteca. Apenas le había enseñado nada en White Acre. ¡Cuánto les quedaba por explorar juntos!

—Es solo una idea —dijo Ambrose—. Probablemente, podría haber esperado hasta mañana.

Alma oyó un ruido y se giró. Ahí estaba Hanneke de Groot, de pie ante la puerta, en camisón, regordeta, hinchada e irritable.

—Ahora ya he despertado a toda la casa —dijo Ambrose—. Mis más sinceras disculpas.

Es er een probleem? —preguntó Hanneke a Alma.

—Ningún problema, Hanneke —dijo Alma—. Los señores y yo simplemente charlábamos.

—¿A las dos de la mañana? —preguntó Hanneke—. Is dit een bordeel?

«¿Es esto un burdel?».

—¿Qué ha dicho? —preguntó Henry. El oído comenzaba a traicionarle y nunca llegó a dominar el neerlandés, a pesar de haber estado casado con una holandesa durante décadas y haber trabajado junto a holandeses buena parte de su vida.

—Quiere saber si alguien querría café o té —dijo Alma—. ¿Señor Pike? ¿Padre?

—Té para mí —dijo Henry.

—Son muy amables, pero yo me retiro —dijo Ambrose—. Voy a regresar a mis aposentos y prometo no volver a molestar a nadie. Por otra parte, acabo de darme cuenta de que mañana es sabbath. Tal vez vayan a madrugar, para ir a la iglesia.

—¡Yo no! —dijo Henry.

—Ya verá que en esta casa, señor Pike —dijo Alma—, algunos observamos el sabbath, otros no lo observamos y otros solo lo observamos a medias.

—Comprendo —dijo Ambrose—. En Guatemala a menudo perdía la noción del tiempo y me temo que me perdí el sabbath muchas veces.

—¿Honran el sabbath en Guatemala, señor Pike?

—Solo mediante el consumo de alcohol, reyertas y peleas de gallos, me temo.

—Entonces, ¡vamos a Guatemala! —gritó Henry.

Alma no había visto tan animado a su padre desde hacía años.

Ambrose se rio.

—Usted puede ir a Guatemala, señor Whittaker. Me atrevo a asegurar que caería bien allí. Pero yo ya estoy harto de junglas. Por esta noche, voy a volver a mi habitación. Ahora que tengo la oportunidad de dormir en una cama de verdad, sería un insensato si no la aprovecho. Les deseo buenas noches a ambos, les agradezco de nuevo su hospitalidad y pido sinceras disculpas a su ama de llaves.

Una vez que Ambrose se marchó, Alma y su padre se sentaron en silencio durante un rato. Henry hojeó los bocetos de las orquídeas dibujadas por Ambrose. Alma casi oía los pensamientos de su padre. Lo conocía demasiado bien. Aguardó sus palabras, a que dijera lo que sabía que iba a decir, al mismo tiempo que intentaba planear cómo evitarlo.

Mientras tanto, Hanneke volvió con una bandeja, con té para Alma y Henry y café para ella misma. Dejó la bandeja con un suspiro arisco, tras lo cual se apoltronó en un sillón enfrente de Henry. El ama de llaves se sirvió ella y apoyó el tobillo, afectado por la gota, en un escabel de elegante bordado francés. Dejó que Henry y Alma se sirvieran ellos mismos. En White Acre el protocolo se había relajado a lo largo de los años. Quizás demasiado.

—Deberíamos enviarlo a Tahití —dijo al fin Henry, tras unos cinco minutos de silencio—. Para ponerlo al frente de la plantación de vainilla.

Ahí estaba. Exactamente lo que Alma veía venir.

—Una idea interesante —dijo.

Pero no podía permitir que su padre enviase al señor Pike a los Mares del Sur. Sabía esto con una certeza con la que nunca antes había sabido nada en la vida. Para empezar, Ambrose no agradecería el encargo. Él mismo lo había dicho. Estaba harto de junglas. No quería volver a viajar. Estaba cansado y echaba de menos su hogar. Y, sin embargo, no tenía hogar. Ese hombre necesitaba un hogar. Necesitaba descansar. Necesitaba un lugar donde trabajar, donde pintar lo que había nacido para pintar, y donde se oyese a sí mismo vivir.

Es más, Alma necesitaba al señor Pike. Se sentía dominada por una salvaje necesidad de retenerlo en White Acre para siempre. ¡Qué decisión, cuando lo conocía desde hacía menos de un día! Pero se sentía diez años más joven que el día anterior. Era el sábado más esclarecedor que Alma había vivido en décadas (o tal vez desde la infancia) y Ambrose Pike era la fuente de ese esclarecimiento.

Esta situación le recordó su niñez, cuando encontró un cachorro de zorro en los bosques, huérfano y escuálido. Lo llevó a casa y rogó a sus padres que le permitieran quedárselo. Corrían tiempos felices, antes de la llegada de Prudence, cuando Alma recorría el universo entero con una antorcha en la mano. Henry tuvo la tentación de aceptar, pero Beatrix puso fin al plan. «Las criaturas salvajes han de vivir en lugares salvajes». Arrebataron al zorro de las manos de Alma, y no lo volvió a ver.

Bueno, a este zorro no lo perdería. Y Beatrix ya no estaba presente para oponerse.

—Creo que sería un error, padre —dijo Alma—. Enviar a Ambrose Pike a Polinesia sería malgastar su talento. Cualquiera puede dirigir una plantación de vainilla. Ya le has oído cómo se hace. Es sencillo. Incluso ha dibujado las instrucciones. Envía los bocetos a Dick Yancey y que contrate a alguien para llevar a cabo la polinización. Creo que aquí, en White Acre, el señor Pike te será más útil.

—¿Haciendo qué, exactamente? —preguntó Henry.

—No has visto su obra, padre. George Hawkes piensa que el señor Pike es el mejor litógrafo de nuestra era.

—¿Y para qué quiero yo un litógrafo?

—Tal vez haya llegado el momento de publicar un libro sobre los tesoros botánicos de White Acre. En los invernaderos tienes ejemplares que el mundo civilizado no ha visto jamás. Deberían ser documentados.

—¿Por qué iba a hacer algo tan caro, Alma?

—Déjame que te cuente algo que he oído hace poco —dijo Alma, a modo de respuesta—. Kew planea publicar un catálogo con bellas impresiones e ilustraciones de sus plantas más raras. ¿Lo sabías?

—¿Con qué fin? —preguntó Henry.

—Con el fin de alardear, padre —contestó Alma—. Me lo dijo uno de los jóvenes litógrafos que trabajan para George Hawkes en Arch Street. Los británicos han ofrecido a este muchacho una pequeña fortuna para atraerle a Kew. Tiene bastante talento, aunque no es Ambrose Pike. Está pensando en aceptar la invitación. Dice que el libro va a ser la colección botánica más bella jamás impresa. La mismísima reina Victoria va a invertir en el proyecto. Litografías a cinco colores y los mejores acuarelistas de Europa para los acabados. Además, será un libro voluminoso. Más de medio metro de alto, dice el muchacho, y grueso como una Biblia. Todos los coleccionistas botánicos van a querer una copia. Su objetivo es anunciar el renacimiento de Kew.

—¡El renacimiento de Kew! —se burló Henry—. Kew no volverá a ser lo mismo, ahora que Banks está muerto.

—No es lo que yo he oído, padre. Desde que construyeron la Casa de la Palmera, todo el mundo dice que ha vuelto a ser un lugar magnífico.

¿Era cínico hablar así? ¿Pecaminoso, incluso? ¿Revivir la vieja rivalidad de Henry con los jardines Kew? Pero era cierto lo que decía. Todo era cierto. «Dejemos que Henry se escalde en un viejo antagonismo», pensó Alma. No veía mal alguno en evocar esa fuerza. Las cosas se habían vuelto demasiado aletargadas y lentas en White Acre estos últimos años. Un poco de competencia no le haría daño a nadie. Solo quería que hirviese una vez más la sangre de Henry Whittaker en ese viejo cuerpo… y en el de ella también. ¡Que esta familia tuviese impulso de nuevo!

—Nadie ha oído hablar de Ambrose Pike todavía, padre —insistió—. Pero, en cuanto George Hawkes publique su colección de orquídeas, todo el mundo conocerá ese nombre. Una vez que Kew publique su libro, todos los jardines botánicos e invernaderos van a encargar un florilegium… y se lo van a encargar a Ambrose Pike. No esperemos a que se vaya a un jardín rival. Hagamos que se quede aquí, ofrezcámosle nuestro mecenazgo y un techo. Invierte en él, padre. Ya has visto qué inteligente es, qué dotado. Dale una oportunidad. Publiquemos un catálogo de gran formato de la colección de White Acre que supere todo lo visto en el mundo editorial botánico.

Henry no dijo nada. Ahora era el ábaco cerebral de Henry el que sonaba. Alma esperó. Estaba tardando mucho. Demasiado. Mientras tanto, Hanneke sorbía el café con lo que parecía una despreocupación deliberada. El ruido pareció distraer a Henry. Alma tuvo ganas de arrebatar la taza de entre las manos a la anciana.

Alzando la voz, Alma hizo un último esfuerzo:

—No debería ser difícil, padre, convencer al señor Pike de que se quede. Sin duda, necesita una casa, pero subsiste con muy poco y mantenerlo supondría un gasto ínfimo. Sus posesiones entran en una maleta que cabe en tu regazo. Como has comprobado esta noche, es una agradable compañía. Creo que te gustaría tenerlo por aquí. Pero, hagas lo que hagas, padre, he de insistir en que no lo envíes a Tahití. Cualquier idiota puede cultivar vainilla. Contrata a otro francés o a un misionero que esté aburrido. Cualquier burro puede llevar una plantación, pero nadie puede hacer ilustraciones botánicas como Ambrose Pike. No dejes pasar la oportunidad de retenerlo aquí, junto a nosotros. Rara vez te ofrezco consejos de tal contundencia, padre, pero esta noche he de hablar con toda claridad: no pierdas a este hombre. O te vas a arrepentir.

Hubo otro largo silencio. Otro sorbido ruidoso de Hanneke.

—Va a necesitar un estudio —dijo Henry al fin—. Un taller de impresión y todo eso.

—Puede compartir la cochera conmigo —adujo Alma—. Me sobra espacio para él.

Así quedó decidido.

Henry fue renqueando a la cama. Alma y Hanneke se miraron la una a la otra. Hanneke no dijo nada, pero a Alma no le gustó su expresión.

Wat? —preguntó al fin Alma.

Wat voor spelltje spell je? —preguntó Hanneke.

—No sé de qué hablas —dijo Alma—. No estoy jugando a nada.

La vieja ama de llaves se encogió de hombros.

—Como tú quieras —dijo, en un inglés con un acento deliberadamente excesivo—. Eres la señora de la casa.

Entonces, Hanneke se levantó, se sirvió las últimas gotas de café y volvió a sus aposentos en el sótano…, dejando el desorden del recibidor para que lo limpiase otra persona.