¿Su pobre hermana?
Bueno, tal vez…, pero Alma no estaba segura.
Prudence Whittaker Dixon era una mujer difícil de compadecer y no había dejado de ser, a lo largo de los años, una mujer imposible de comprender. Alma ponderó estos hechos al día siguiente, mientras estudiaba sus colonias de musgo, de vuelta en White Acre.
¡Qué enigma era el hogar de los Dixon! He ahí otro matrimonio que no daba la impresión de ser feliz, en absoluto. Prudence y su antiguo tutor habían estado casados más de veinticinco años y habían engendrado seis niños, pero Alma nunca había presenciado ni un solo gesto de cariño, placer o comprensión entre ambos. Nunca los había oído reír. Apenas los había visto sonreír. Ni siquiera había visto un destello de ira entre ellos. De hecho, no había visto emoción de ningún tipo en esa pareja. ¿Qué clase de matrimonio era ese, en el que los esposos pasan los años en una concienzuda apatía?
Pero los interrogantes siempre habían rodeado la vida de casada de su hermana. Para empezar, ese misterio ardiente que había mantenido ocupados a todos los chismosos de Filadelfia durante tantos años, a saber, cuando Arthur y Prudence se casaron, ¿qué ocurrio con la dote? Henry Whittaker bendijo a su hija adoptada con una tremenda cantidad de dinero con ocasión del matrimonio, pero no había señal alguna de que hubiese gastado un solo centavo. Arthur y Prudence Dixon vivían como pobres con el modesto salario de él. Ni siquiera eran los dueños de su casa. Vaya, ¡casi ni siquiera usaban calefacción! Arthur no veía los lujos con buenos ojos, así que mantenía la casa tan fría y seca como el interior de sí mismo. Gobernaba su familia mediante un modelo de abstinencia, modestia, estudios y oración, que Prudence obedecía al pie de la letra. Desde el primer día de su carrera como esposa, Prudence renunció a toda gala y comenzó a vestirse casi como una cuáquera: franela, lana y colores oscuros, con los sombreros más desfavorecedores. No se embellecía ni con una baratija ni con un reloj de cadena, ni vestía tan siquiera un solo encaje.
Las restricciones de Prudence no se limitaban al guardarropa. Su dieta se volvió tan sencilla y restrictiva como su modo de vestir: todo pan de maíz y melaza, según las apariencias. Nunca se la vio tomando una copa de vino, ni siquiera té o limonada. A medida que nacieron sus hijos, Prudence los crio de esa manera mezquina. Una pera caída de un árbol cercano constituía un festín para sus hijos e hijas, a quienes enseñó a apartar la vista de manjares más tentadores. Prudence vestía a sus hijos de la misma manera en que se vestía ella: con ropa humilde, remendada con pulcritud. Era como si quisiera que sus hijos pareciesen pobres. O tal vez eran pobres de verdad, si bien no había motivo para ello.
—¿Qué diablos ha hecho con todos sus vestidos? —farfullaba Henry siempre que Prudence venía de visita a White Acre con sus harapos—. ¿Ha rellenado los colchones con ellos?
Pero Alma había visto los colchones de Prudence, y estaban rellenos de paja.
Los bromistas de Filadelfia se divirtieron mucho con las hipótesis sobre qué habrían hecho Prudence y su marido con la dote. ¿Era Arthur Dixon un jugador que había derrochado un dineral en carreras de caballos y peleas de perros? ¿Tenía otra familia en otra ciudad que nadaba en la abundancia? ¿O la pareja dormía sobre un tesoro enterrado de valor incalculable, que ocultaba tras esa fachada de pobreza?
Con el tiempo, la respuesta apareció: todo el dinero había ido a parar a causas abolicionistas. Con discreción, Prudence donó la mayor parte de su dote a la Sociedad Abolicionista de Filadelfia poco después de su matrimonio. Los Dixon también usaron el dinero para comprar la libertad de esclavos, lo que costaba más de mil trescientos dólares por cabeza. Pagaron el pasaje de varios esclavos fugitivos a la seguridad de Canadá. Pagaron la publicación de innumerables panfletos y tratados incendiarios. Incluso financiaron las Sociedades de Debate para negros, que ayudaban a formar a los negros para defender su causa.
Todos estos detalles salieron a la luz en 1838, en un artículo de The Inquirer sobre los extravagantes hábitos de Prudence Whittaker Dixon. Instigado por el incendio de una sala de reuniones abolicionista que perpetró una muchedumbre, el periódico buscaba noticias interesantes, incluso amenas, acerca del movimiento antiesclavista. Cuando un prominente abolicionista mencionó la discreta generosidad de la heredera Whittaker, un reportero supo de Prudence Dixon. Le picó la curiosidad de inmediato; el apellido Whittaker, hasta entonces, no se había asociado en Filadelfia con actos altruistas. Además, por supuesto, Prudence era de una vívida belleza (lo cual siempre llama la atención) y el contraste entre ese rostro exquisito y esa vida tan sencilla la convertía en un tema aún más fascinante. Con sus elegantes muñecas blancas y un delicado cuello que se asomaba bajo una vestimenta lóbrega, Prudence tenía el aspecto de una reina en cautiverio: una Afrodita atrapada en un convento. El reportero cayó subyugado.
El artículo apareció en la portada del periódico, junto a un favorecedor grabado de la señora Dixon. La mayor parte del artículo consistía en material abolicionista familiar, pero lo que capturó la imaginación de los habitantes de Filadelfia fue que Prudence (criada en los vestíbulos palaciegos de White Acre) declaró que, desde hacía muchos años, rechazaba, para sí misma y para su familia, cualquier lujo hecho por las manos de un esclavo.
«Puede parecer inocente vestir algodón de Carolina del Sur —decía citando las palabras de Prudence—, pero no es inocente, ya que así es como el mal entra en nuestros hogares. Puede parecer un placer inocente mimar a nuestros hijos con una golosina de azúcar, pero ese placer es un pecado cuando el azúcar lo cultivan seres humanos sometidos a una miseria indescriptible. Por esa misma razón, en nuestra casa no tomamos café ni té. Insto a todos lo habitantes de Filadelfia de buena conciencia cristiana a que hagan lo mismo. Si alzamos la voz contra la esclavitud pero no dejamos de aprovecharnos de sus latrocinios, no somos más que hipócritas y ¿cómo podemos creer que el Señor sonríe ante nuestra hipocresía?».
Más adelante, Prudence iba más lejos:
«Mi marido y yo vivimos al lado de una familia de negros liberados, formada por un hombre bueno y decente llamado John Harrington, su esposa, Ruth, y sus tres hijos. Son pobres y, por lo tanto, tienen dificultades. Hemos decidido no vivir con más riquezas que ellos. Hemos decidido que nuestra casa no sea mejor que la suya. A menudo, los Harrington trabajan con nosotros en casa, y nosotros en la suya. Limpio la chimenea junto a Sadie Harrington. Mi marido corta madera junto a John Harrington. Mis hijos aprenden a leer y a sumar junto a los hijos de los Harrington. A menudo cenan con nosotros, en nuestra mesa. Comemos la misma comida que ellos y vestimos la misma ropa que ellos. En invierno, si los Harrington no tienen calefacción, nosotros no usamos la calefacción. Nuestra calefacción es no avergonzarnos y saber que Cristo habría hecho lo mismo. Los domingos asistimos a la misma misa que los Harrington, en su humilde iglesia negra metodista. Esa iglesia carece de comodidades, ¿por qué habría de tenerlas la nuestra? A veces sus hijos no tienen zapatos, ¿por qué habrían de tenerlos los nuestros?».
Aquí Prudence había ido demasiado lejos.
En los días siguientes los periódicos recibieron muchísimas respuestas airadas a las palabras de Prudence. Algunas de esas cartas procedían de madres horrorizadas («¡La hija de Henry Whittaker no compra zapatos a sus hijos!»), pero la mayor parte eran de hombres enfurecidos («Si la señora Dixon quiere tanto a los negros como dice, que case a sus preciosas hijitas blancas con los hijos más oscuros de sus vecinos… Espero impaciente a verlo»).
En cuanto a Alma, no pudo evitar que el artículo le resultase irritante. Había algo en la forma de vida de Prudence que a Alma le recordaba sospechosamente al orgullo o incluso la vanidad. No era que Prudence poseyese la vanidad de los simples mortales (Alma nunca la había sorprendido mirándose a un espejo), pero Alma pensaba que su hermana se mostraba vanidosa de otra manera, más sutil, mediante estas excesivas demostraciones de austeridad y sacrificio.
«Mirad qué poco necesito —parecía decir Prudence—. Contemplad mi bondad».
A Alma le irritaba esa demostración tan manifiesta de pobreza de Prudence, al igual que a Platón le irritaba Diógenes. Además, no dejaba de preguntarse si tal vez los vecinos negros de Prudence, los Harrington, desearían comer algo más que pan de maíz y melaza por una noche… ¿Por qué los Dixon no les invitaban en vez de pasar hambre ellos mismos en un gesto de solidaridad tan vacuo?
La aparición en el periódico conllevó problemas. Filadelfia sería una ciudad libre, pero eso no quería decir que a sus habitantes les agradasen las relaciones entre negros pobres y damas blancas. Al principio, los Harrington sufrieron amenazas y agresiones, y fueron acosados de tal manera que se vieron obligados a mudarse. A continuación, Arthur recibió andanadas de estiércol de caballo de camino a la Universidad de Pensilvania, donde trabajaba. Las madres se negaron a que sus hijos jugaran con los Dixon. En la puerta de los Dixon aparecían una y otra vez tiras de algodón de Carolina del Sur y en el umbral pequeños montones de azúcar: extrañas y creativas advertencias, sin duda. Entonces, un día de mediados de 1838, Henry Whittaker recibió una carta anónima que decía: «O tapa la boca a su hija, señor Whittaker, o pronto verá sus almacenes ardiendo».
En fin, Henry no podía tolerar eso. Ya era muy ofensivo que su hija hubiese malgastado su generosa dote, pero ahora sus propiedades comerciales corrían peligro. Llamó a Prudence a White Acre, donde esperaba imponerle algo de sensatez.
—Sé amable con ella, padre —advirtió Alma antes del encuentro—. Es probable que Prudence esté nerviosa y preocupada. Le han afectado mucho los sucesos de las últimas semanas y estará más preocupada por la seguridad de sus hijos que tú por la seguridad de tus almacenes.
—Lo dudo —gruñó Henry.
Pero Prudence no parecía ni intimidada ni consternada. Más bien, entró en el despacho de Henry como Juana de Arco y se plantó ante él impertérrita. Alma intentó un saludo amable, pero Prudence no mostró interés por las cortesías de rigor. Tampoco Henry. Se lanzó a la conversación con las espadas en alto.
—¡Mira lo que has hecho! Has traído vergüenza a esta familia, ¿y ahora vas a traer una turba de linchadores a la puerta de tu padre? ¿Esa es la recompensa que me ofreces por todo lo que te he dado?
—Discúlpame, pero no veo ninguna turba —dijo Prudence, sin alterarse.
—Bueno, ¡puede que no tarde en venir! —Henry arrojó la carta amenazante a Prudence, quien la leyó sin cambiar de expresión—. Te digo, Prudence, que no seré muy feliz si he de dirigir mis negocios desde los escombros humeantes de un edificio destruido. ¿Qué crees que haces jugando estos juegos? ¿Por qué sales en los periódicos de esta manera? No hay dignidad alguna en ello. Beatrix lo habría censurado.
—Me siento orgullosa de que quede constancia de mis palabras —replicó Prudence—. Diría con orgullo esas mismas palabras de nuevo, frente a todos los reporteros de Filadelfia.
Prudence no ayudaba a mejorar la situación.
—Vienes aquí vestida con harapos —dijo Henry, con un tono cada vez más enfurecido—. Vienes sin un centavo, a pesar de mi generosidad. Vienes aquí desde los confines del infierno insolvente de tu marido con la intención de mostrarte desdichada en nuestra presencia y volvernos a todos desdichados a tu alrededor. Te metes donde no debes y llamas a una rebelión que va a echar abajo esta ciudad… ¡y de paso va a destruir mis negocios! ¡Y encima sin motivo alguno! ¡No hay esclavitud en la Commonwealth de Pensilvania, Prudence! ¿Por qué seguir discutiendo ese asunto? Deja que el sur resuelva sus propios pecados.
—Lamento que no compartas mis creencias, padre —dijo Prudence.
—Me importan un rábano tus creencias. Pero te juro que si les pasa algo a mis almacenes…
—Eres un hombre influyente —interrumpió Prudence—. Tu voz beneficiaría esta causa y tu dinero serviría de mucha ayuda en este mundo pecaminoso. Apelo a esa señal en tu interior…
—¡Oh, a la mierda esa señal interior! Solo vas a empeorar las cosas para todos los comerciantes que tanto trabajan en esta ciudad.
—Entonces, ¿qué quieres que haga, padre?
—Quiero que cierres la boca, niña, y cuides de tu familia.
—Todos los que sufren son familiares míos.
—¡Oh, maldición, ahórrame tus sermones…! No, no lo son. Los que estamos aquí somos tu familia.
—No más que cualquier otro —dijo Prudence.
Esas palabras paralizaron a Henry. De hecho, le cortaron la respiración. Incluso Alma sintió el golpe. Ese comentario llevó un escozor inesperado a sus ojos, como si le hubieran golpeado con dureza en el puente de la nariz.
—¿No nos consideras tu familia? —preguntó Henry cuando recuperó la compostura—. Entonces, muy bien. Te expulso de esta familia.
—Oh, padre, no… —protestó Alma, horrorizada.
Pero Prudence interrumpió a su hermana con una respuesta tan lúcida y tranquila que parecía haberla ensayado durante años. Tal vez era así.
—Como desees —dijo Prudence—. Pero has de saber que expulsas de tu casa a una hija que siempre te ha sido fiel y que tiene derecho a esperar ternura y comprensión del único hombre a quien recuerda haber llamado padre. No solo es esto una crueldad, sino que creo que la angustia va a cercar tu conciencia. Voy a rezar por ti, Henry Whittaker. Y, cuando rece, le preguntaré al Señor qué pasó con la moral de mi padre…, si es que alguna vez la tuvo.
Henry se puso en pie y golpeó el escritorio con ambos puños en un gesto de rabia.
—¡Pedazo de idiota! —rugió—. ¡Nunca la tuve!
***
Eso ocurrió diez años antes y Henry no había visto a Prudence desde entonces, ni Prudence intentó ver a Henry ni una sola vez. Alma solo había visto a su hermana en contadas ocasiones, cuando pasaba por la casa de los Dixon en unas esporádicas demostraciones de afabilidad y buena voluntad artificiales. Fingía que pasaba por el barrio y hacía unos regalitos a sus sobrinos y sobrinas o dejaba una cesta de golosinas durante las fiestas de Navidad. Alma sabía que su hermana se limitaba a entregar esos regalos y golosinas a una familia más necesitada, pero Alma no dejó de prodigar esos gestos. Al comienzo de la disputa familiar, Alma incluso intentó ofrecer dinero a su hermana, pero Prudence, como era de prever, lo rechazó.
Estas visitas no eran ni afectuosas ni cómodas y Alma siempre se sentía aliviada cuando tocaban a su fin. Alma se avergonzaba cada vez que veía a Prudence. Por irritantes que le resultasen la rigidez y la moralidad de su hermana, Alma no dejó de pensar que su padre se había portado mal en el encuentro final con Prudence… o, más bien, que tanto Henry como ella misma se habían portado mal. El incidente no les hizo quedar bien: Prudence se mantuvo con firmeza al lado de los Buenos y los Justos, en tanto que Henry no hizo más que defender sus intereses comerciales y desheredar a su hija adoptiva. ¿Y Alma? Bueno, Alma se puso del lado de Henry Whittaker (o al menos, en apariencia) al no salir en defensa de su hermana y al quedarse en White Acre tras la marcha de Prudence.
Pero ¡su padre la necesitaba! Tal vez Henry no fuese un hombre generoso y tal vez no fuese un hombre amable, pero era un hombre importante para ella, y la necesitaba. No podía vivir sin ella. Nadie más podía gestionar sus asuntos, y sus asuntos eran amplios y esenciales.
Además, el abolicionismo no era una causa cercana al corazón de Alma. Para ella, la esclavitud era abominable, cómo no, pero estaba tan ocupada con otros temas que esa cuestión no consumía sus días. Al fin y al cabo, Alma vivía en el Tiempo Musgo, y simplemente no podía concentrarse en su trabajo (y cuidar a su padre) mientras se dejaba llevar por los caprichos cambiantes del drama político de cada día. La esclavitud era una injusticia grotesca, sí, y debía abolirse. Pero cuántas injusticias había: la pobreza era otra, y la tiranía, y los robos, y los asesinatos. No podía dedicarse a eliminar todas las injusticias conocidas al mismo tiempo que escribía obras definitivas sobre los musgos de Estados Unidos y gestionaba los complejos negocios de una empresa familiar planetaria.
¿Acaso no era cierto?
¿Y por qué Prudence debía esforzarse tanto en resaltar lo mezquinos y codiciosos que eran todos en comparación con sus enormes sacrificios?
—Gracias por tu amabilidad —decía Prudence siempre que Alma venía de visita con un regalo o una cesta, pero nunca llegaba a expresar cariño o gratitud sinceros. Prudence era incapaz de no ser cortés, pero no era afectuosa. Al volver a casa, a los lujos de White Acre, tras estas visitas a la pobre casa de Prudence, Alma se sentía deshecha y analizada en exceso, como si un estricto jurista la hubiera escudriñado y hubiera quedado insatisfecho con lo que veía. Así pues, tal vez no fuera sorprendente que a lo largo de los años Alma visitara a Prudence cada vez menos y que las dos hermanas se distanciaran más que nunca.
Sin embargo, en el carruaje que los llevaba a casa desde Trenton, George Hawkes acababa de ofrecer a Alma noticias acerca de los problemas de los Dixon, debido a ese panfleto incendiario de Arthur Dixon. Mientras se acercaba al campo de rocas esa primavera de 1848, donde tomaba notas sobre el avance de los musgos, Alma se preguntó si debería llamar a Prudence de nuevo. Si el trabajo de su cuñado en la universidad corría peligro, la situación era seria. Pero ¿qué podía decir Alma? ¿Qué podía hacer? ¿Qué podía ofrecer a Prudence que no fuese rechazado por orgullo y una obstinada demostración de humildad?
Por otra parte, ¿no se habían metido los Dixon en este lío ellos solos? ¿No era esto la consecuencia natural de vivir de un modo tan extremo y radical? ¿Qué clase de padres eran Arthur y Prudence, poniendo la vida de sus hijos en peligro? La suya era una causa arriesgada. A menudo los abolicionistas eran arrastrados por las calles y apaleados, ¡incluso en las ciudades libres del norte! El Norte no amaba la esclavitud, pero amaba la paz y la estabilidad, y los abolicionistas perturbaban esa paz. Había quienes, además, no veían con agrado que las mujeres blancas trabajasen junto a niños y hombres de color. El Asilo para Huérfanos de Color, donde Prudence trabajaba a menudo, había recibido varios ataques de la muchedumbre. ¿Y qué había del abolicionista Elijah Lovejoy, asesinado en Illinois, cuyas imprentas fueron destruidas y arrojadas al río? Fácilmente podría ocurrir aquí, en Filadelfia. Prudence y su marido deberían tener más cuidado.
Alma devolvió la atención a sus rocas musgosas. Tenía trabajo que hacer. Esta última semana se había rezagado, al ingresar a la pobre Retta en el asilo del doctor Griffon, y no tenía intención de retrasarse aún más debido a la temeridad de su hermana. Tenía medidas que anotar, y debía hacerlo con esmero.
Había tres colonias separadas de Dicranum que crecían en una de las rocas más grandes. Alma llevaba veintiséis años observando estas tres pequeñas colonias, y ya era indiscutible que una de las variedades de Dicranum avanzaba mientras que las otras dos retrocedían. Alma se sentó cerca de la roca, comparando más de dos décadas de notas y dibujos. No lograba comprenderlo.
Los Dicranum eran una obsesión en el interior de la obsesión de Alma: el centro más profundo de su fascinación por los musgos. El mundo estaba cubierto de cientos y cientos de especies de Dicranum, y cada variedad era diferente. Alma sabía más acerca de los Dicranum que nadie en el mundo, y aun así este género la inquietaba y le impedía dormir. A Alma (quien se había devanado los sesos pensando en mecanismos y orígenes toda la vida) le consumieron durante años preguntas ardientes acerca de este complicado género. ¿Cómo había llegado a existir el Dicranum? ¿Por qué era tan diverso? ¿Por qué la Naturaleza se había esforzado tanto en dotar a cada variedad de minúsculas diferencias? ¿Por qué algunas variedades eran mucho más robustas que sus familiares cercanos? ¿Había habido siempre semejante diversidad de Dicranum o se habían transmutado de algún modo (mediante metamorfosis) sin dejar de compartir un ancestro común?
Por aquellos días, en la comunidad científica se hablaba mucho de la transmutación de las especies. Alma había seguido el debate con suma atención. No era del todo un debate nuevo. Hacía cuarenta años, en Francia, Jean-Baptiste Lamarck defendió que todas las especies del planeta se habían transformado desde la creación original debido a un «sentimiento interior» del mismo organismo, que deseaba perfeccionarse. Más recientemente, Alma leyó Vestigios de la historia natural de la Creación, de un autor británico anónimo, que también defendía que las especies eran capaces de progresar, de cambiar. El autor no presentaba un mecanismo convincente del posible cambio de las especies, pero defendía la existencia de la transmutación.
Semejantes opiniones eran muy controvertidas. Exponer la idea de que las criaturas terrestres pueden mudarse a sí mismas equivalía a cuestionar el mismísimo dominio de Dios. La postura cristiana era que el Señor había creado todas las especies de la Tierra en un día, y que ninguna de sus creaciones había cambiado desde los albores del tiempo. Pero cada vez resultaba más claro para Alma que las cosas habían cambiado. Alma había estudiado muestras de musgos fosilizados que no coincidían con los musgos actuales. ¡Y esto solo era la naturaleza de la más ínfima escala! ¿Qué habría que pensar de esos enormes huesos de esas criaturas reptilianas que Richard Owen acababa de bautizar «dinosaurios»? Era indiscutible que estos descomunales animales antaño recorrieron la tierra y ahora (obviamente) no lo hacían. Los dinosaurios fueron reemplazados por otra cosa, o se convirtieron en otra cosa, o simplemente fueron eliminados. ¿Cómo explicar tales extinciones y transformaciones?
Como escribió el gran Linneo, Natura non facit saltum.
«La naturaleza no procede por saltos».
Pero Alma pensaba que la naturaleza quizás sí diese saltos. Tal vez solo saltos diminutos (brincos, botes, bandazos), pero saltos sin duda. La naturaleza con certeza experimentaba cambios y alteraciones. Se veía en los cruces de perros y ovejas y se veía en el equilibrio cambiante del poder y los dominios entre varias colonias de musgos en estas rocas comunes en las lindes de White Acre. Alma tenía sus ideas, pero no lograba hilvanarlas. No dudaba que algunas variedades de Dicranum habrían surgido de otras variedades más viejas de Dicranum. No dudaba que una comunidad podría haber surgido de otra entidad o haber exterminado a otra colonia. No lograba entender cómo ocurría, pero creía que ocurría.
Sintió esa vieja opresión en el pecho, de deseo y ansiedad. Ya solo le quedaban dos horas ese día para poder trabajar en el campo de rocas antes de tener que regresar para satisfacer las exigencias de su padre. Necesitaba más horas (muchas más horas) si quería estudiar estas cuestiones, y merecían ser estudiadas. Nunca dispondría de suficientes horas. Ya había perdido mucho tiempo esta semana. Todos los habitantes del planeta parecían creer que las horas de Alma les pertenecían. ¿Cómo iba a dedicarse a la exploración científica de verdad?
Mientras observaba el descenso del sol, Alma decidió que no visitaría a Prudence. No tenía tiempo para ello. Tampoco quería leer el más reciente panfleto incendiario de Arthur sobre la abolición. ¿Qué podía hacer Alma para ayudar a los Dixon? Su hermana no quería oír las opiniones de Alma, ni deseaba recibir su ayuda. Alma sentía lástima por Prudence, pero una visita solo sería incómoda para ambas, como siempre sucedía.
Alma se volvió hacia las rocas. Sacó la cinta y midió de nuevo las colonias. Con prisas, anotó los datos.
Solo dos horas más.
Cuánto trabajo tenía por delante.
Arthur y Prudence Dixon tendrían que aprender a cuidarse mejor.