En 1848, Alma Whittaker empezaba a trabajar en su nuevo libro, Todos los musgos de América del Norte. A lo largo de los últimos veintiséis años, Alma había publicado otros dos ensayos: Todos los musgos de Pensilvania y Todos los musgos del nordeste de Estados Unidos, tratados largos, exhaustivos y bellamente editados por su viejo amigo George Hawkes.
Los dos primeros libros de Alma fueron bien acogidos por la comunidad botánica. Había recibido críticas halagüeñas en algunas de las publicaciones más respetadas y era reconocida como un genio de la taxonomía briofítica. Había llegado a dominar el tema no solo estudiando los musgos de White Acre y alrededores, sino también mediante compras y canjes de muestras de otros coleccionistas botánicos del país y el extranjero. No supuso demasiadas dificultades. Alma ya sabía cómo importar productos botánicos y el musgo era fácil de transportar. Solo había que secarlo, empaquetarlo y cargarlo en un barco, y sobreviviría al viaje sin el menor menoscabo. Ocupaba muy poco espacio y no pesaba casi nada, de modo que a los capitanes no les molestaba llevarlo a bordo. Nunca se pudría. De hecho, el musgo seco contaba con un diseño tan perfecto para los viajes que la gente llevaba siglos usándolo como material para embalar. Al comienzo de sus exploraciones, Alma descubrió que los almacenes que poseía su padre en el puerto ya estaban llenos de cientos de variedades de musgos de todo el planeta, olvidados en los rincones y en los baúles vacíos, descuidados y abandonados… hasta que Alma los puso bajo el microscopio.
Gracias a estas exploraciones e importaciones, Alma logró, durante los últimos veintiséis años, coleccionar casi ocho mil especies de musgos, que preservaba en un herbario especial, en el pajar más seco de la cochera. Sus conocimientos en el ámbito de la briología global eran de una amplitud casi agobiante, a pesar de que no había salido nunca de Pensilvania. Mantenía correspondencia con botánicos desde la Tierra del Fuego hasta Suiza y seguía con esmero los complejos debates taxonómicos que se desataban en oscuras revistas científicas, respecto a si esta o aquella ramita de Neckera o Poponatum constituía una nueva especie o no era más que una variación modificada de una especie ya documentada. A veces intervenía con sus opiniones, expresadas en ensayos de meticulosa argumentación.
Además, ahora firmaba sus publicaciones con su nombre real. Su nombre completo. Ya no era A. Whittaker, sino Alma Whittaker. Ninguna inicial acompañaba el nombre: ni títulos de estudios, ni asociaciones a distinguidas y caballerosas organizaciones científicas. Ni siquiera era una «señora», con la dignidad que ese tratamiento otorga a una dama. A estas alturas, como era evidente, todo el mundo sabía que era mujer. Poco importaba. El musgo no era un ámbito que despertase pasiones, lo cual tal vez fuera la razón de que apenas encontrara resistencia. Por eso, y por su testaruda obstinación.
A medida que conocía mejor el mundo del musgo a lo largo de los años, Alma comprendió por qué nadie lo había estudiado de verdad antes: el observador inocente no veía casi nada que estudiar. Por lo general, eran sus carencias, y no sus características, lo que definía a los musgos, y es que, sin duda, carecían de muchas cosas. Los musgos no daban fruto. Los musgos no tenían raíces. Los musgos no crecían más que unos centímetros de alto, ya que no contenían un esqueleto interno que los sostuviese. Los musgos no transportaban agua dentro del cuerpo. Los musgos ni siquiera mantenían relaciones sexuales. (O, por lo menos, no mantenían relaciones sexuales de forma manifiesta, a diferencia de las lilas o las flores del manzano —y cualquier flor, en realidad—, con sus órganos a todas luces masculinos y femeninos). A simple vista, los musgos guardaban su propagación como un secreto. Por esta razón, a veces recibía un nombre evocador: criptogamia, matrimonio oculto.
En todos los sentidos, los musgos parecían sencillos, aburridos, modestos, incluso primitivos. En comparación, las malezas que crecían en las aceras de la ciudad parecían infinitamente más sofisticadas. Pero he aquí lo que muy pocas personas entienden, y que Alma llegó a aprender: el musgo es de una fortaleza inconcebible. El musgo come piedra y casi nada, en cambio, come musgo. El musgo devora rocas, lenta pero devastadoramente, en un festín que dura siglos. Con tiempo suficiente, una colonia de musgo puede reducir un acantilado a grava y esa grava a arena. Bajo los bancos de piedra caliza, las colonias de musgo crean esponjas vivas y goteantes que se agarran con firmeza y beben agua calcificada directamente de la piedra. Con el paso del tiempo, esta mezcla de musgo y minerales se convertirá en mármol travertino. Dentro de esa superficie dura de un blanco cremoso, siempre se ven venas azules, verdes y grises: los rastros de las colonias de musgo prehistóricas. La basílica de San Pedro se construyó con este material, creado y teñido por los cadáveres de estas antiguas colonias de musgo.
El musgo crece donde nada más puede crecer. Crece en los ladrillos. Crece en la corteza de los árboles y en la pizarra de los tejados. Crece en el Círculo Polar Ártico y en los trópicos más calurosos, pero también crece en el pelaje de los osos perezosos, en las espaldas de los caracoles, en huesos humanos en descomposición. El musgo, como aprendió Alma, es el primer indicio de vida botánica que reaparece en las tierras quemadas o explotadas hasta la esterilidad. El musgo tiene el descaro de atraer al bosque de nuevo a la vida. Es una máquina de resurrección. Un simple grupito de musgo puede permanecer en estado latente y seco durante más de cuarenta años seguidos y volver a la vida con un poquito de agua.
Lo único que necesitan los musgos es tiempo y Alma comenzaba a sospechar que el mundo tenía mucho tiempo que ofrecer. Otros estudios, notó, comenzaban a sugerir la misma idea. En la década de 1830, Alma ya había leído los Principios de geología de Charles Lyell, en el que se proponía que la Tierra era mucho más vieja de lo que se pensaba, incluso millones de años más vieja. Admiraba la obra más reciente de John Phillips, quien en 1841 había presentado una cronología geológica que superaba incluso las estimaciones de Lyell. Phillips creía que la Tierra había atravesado ya tres épocas de historia natural (el Paleozoico, el Mesozoico y el Cenozoico), y había identificado restos fósiles de flora y fauna de cada periodo, incluyendo musgos fosilizados.
Este concepto de un planeta de una vejez impensable no sorpendió a Alma, si bien escandalizó a mucha gente, ya que contradecía las enseñanzas de la Biblia. Pero Alma tenía sus propias y peculiares teorías sobre el tiempo, que solo se vieron reforzadas por el registro fósil del esquisto oceánico primigenio al que Lyell y Phillips hacían referencia en sus estudios. Alma llegó a creer, de hecho, en la existencia de varios tipos de tiempo coexistiendo en el cosmos; taxónoma diligente, incluso les había puesto nombre. En primer lugar, pensó Alma, estaba el Tiempo Humano, una narrativa de memoria limitada, mortal, basada en los deficientes recuerdos de la historia conocida. El Tiempo Humano era un mecanismo breve y horizontal. Se extendía recto y estrecho, desde un pasado relativamente reciente a un futuro apenas imaginable. La característica más sorprendente del Tiempo Humano, sin embargo, era la increíble rapidez con que se movía. Era un mero chasquido de dedos en el universo. Para desgracia de Alma, sus días mortales (como los días mortales de todos nosotros) correspondían al ámbito del Tiempo Humano. Por lo tanto, no permanecería en este mundo mucho tiempo, de lo cual era dolorosamente consciente. Ella era un mero chasquido de dedos en el universo, al igual que todos nosotros.
Al otro extremo del espectro, conjeturaba Alma, existía lo que llamó Tiempo Divino: una eternidad incomprensible en la que crecen galaxias y habita Dios. No sabía nada acerca del Tiempo Divino. Nadie lo sabía. De hecho, Alma se enfadaba con facilidad con quienes aseguraban comprender algún aspecto del Tiempo Divino. No le interesaba estudiar el Tiempo Divino, ya que creía que era imposible para un simple mortal comprenderlo. Era un tiempo fuera del tiempo. Así pues, no le prestaba mayor atención. Aun así, percibía su existencia y sospechaba que se desarrollaba en una especie de inmovilidad sólida e infinita.
Más cerca de casa, de vuelta a la tierra, Alma también creía en lo que llamaba Tiempo Geológico, acerca del cual habían escrito Charles Lyell y John Phillips de modo tan convincente. La historia natural correspondía a esta categoría. El Tiempo Geológico se movía a un ritmo que parecía casi eterno, casi divino. Se movía al ritmo de las piedras y de las montañas. El Tiempo Geológico no tenía prisa y había arrancado, según indicaban algunos estudiosos, hacía mucho más de lo que nadie se imaginaba.
Pero entre el Tiempo Geológico y el Tiempo Humano, postuló Alma, existía algo más: algo que llamó el Tiempo Musgo. En comparación con el Tiempo Geológico, el Tiempo Musgo avanzaba a una velocidad vertiginosa, ya que los musgos lograban en mil años lo que las piedras no alcanzarían ni en sueños ni en un millón. Pero, en relación con el Tiempo Humano, el Tiempo Musgo era de una lentitud dolorosa. A simple vista el musgo ni siquiera daba la impresión de moverse. Pero el musgo se movía, y con resultados extraordinarios. Nada parecía ocurrir, pero, de repente, una década después, todo había cambiado. Sencillamente, el musgo se movía con tal lentitud que casi todos los humanos eran incapaces de notar las diferencias.
Sin embargo, Alma sí las notaba. Alma estudiaba esas diferencias. Mucho antes de 1848 Alma ya se había instruido a sí misma para observar su mundo, en la medida de lo posible, a través de la dilatada cronología del Tiempo Musgo. Alma perforó diminutas banderas pintadas en las rocas situadas en las márgenes del afloramiento de piedra caliza para marcar el progreso de cada colonia de musgo, y había estado observando este prolongado drama durante veintiséis años. ¿Qué variedad de musgos avanzaría por la roca y qué variedad se batiría en retirada? ¿Cuánto tiempo tardaría? Observaba estos dominios verdes, majestuosos, inaudibles y lentos mientras se expandían y contraían. Medía su progreso en milímetros y lustros.
Al estudiar el Tiempo Musgo, Alma intentaba no preocuparse sobre su vida mortal. Estaba atrapada en los confines del Tiempo Humano, pero era inevitable. Tendría que aprovechar lo mejor posible esa existencia breve y efímera. Ya tenía cuarenta y ocho años. Cuarenta y ocho años no era nada para una colonia de musgo, pero era una edad considerable para una mujer. Hacía poco que los ciclos de la menstruación habían terminado. El pelo comenzaba a volverse cano. Si era afortunada, pensaba, se le concederían otros veinte o treinta años de vida y estudio…, cuarenta años como mucho. Era lo mejor que podía esperar, y lo esperaba cada día. Tenía tanto que aprender y tan poco tiempo para aprenderlo…
Si los musgos supiesen qué pronto se iría Alma Whittaker, pensaba a menudo, tal vez se apiadarían de ella.
***
Mientras tanto, la vida en White Acre seguía como siempre. Los negocios botánicos de los Whittaker no habían crecido en años, pero tampoco habían mermado; más bien se habían consolidado, cabría decir, como una máquina de beneficios incesantes. Los invernaderos seguían siendo los mejores de Estados Unidos y había, en esos momentos, más de seis mil variedades de plantas en la finca. En Estados Unidos se habían puesto de moda los helechos y las palmeras («la fiebre del helecho», bromeaban los periodistas) y Henry amasaba los beneficios de ese capricho cultivando y vendiendo frondas exóticas. Había mucho dinero que ganar, además, en los molinos y granjas que Henry poseía y había vendido con cuantiosos beneficios buena parte de sus tierras a las empresas ferroviarias en los últimos veinte años. Le interesaba el floreciente comercio del caucho, y había acudido a sus contactos en Brasil y Bolivia para comenzar a invertir en ese nuevo e incierto negocio.
Así pues, Henry Whittaker todavía estaba vivo y coleando, quizás milagrosamente. Su salud, a los ochenta y ocho años, no había empeorado, lo cual era impresionante, teniendo en cuenta su agotadora forma de vida y lo mucho que se quejaba. Los ojos le molestaban, pero con una lupa y una buena lámpara se mantenía al tanto del papeleo. Con un robusto bastón y si la tarde era seca, aún podía pasear por su propiedad, vestido (como siempre) a la usanza de un aristócrata del siglo XVIII.
Dick Yancey (el cocodrilo amaestrado) continuaba gestionando los intereses internacionales de The Whittaker Company con pericia, importando plantas medicinales nuevas y lucrativas, como simarouba, chondrodendron y muchas otras. James Garrick, el antiguo socio cuáquero de Henry, había fallecido, pero su hijo, John, se hizo cargo de la farmacia, de modo que los medicamentos Garrick & Whittaker aún se vendían en Filadelfia y otros lugares. El dominio del comercio internacional de la quinina por parte de Henry se había visto mermado debido a la competencia francesa, pero le iba mejor cerca de casa. Hacía poco había lanzado un nuevo producto, las píldoras vigorosas Garrick & Whittaker: un brebaje de corteza de los jesuitas, resina de mirra, aceite de sasafrás y agua destilada que aseguraba curar todas las enfermedades humanas, desde las fiebres tercianas y los sarpullidos hasta el malestar femenino. El producto tuvo un éxito abrumador. Las píldoras eran de fabricación barata y originaron un beneficio constante, en especial durante el verano, cuando la enfermedad y la fiebre se extendían por toda la ciudad y todas las familias, ricas y pobres, vivían con miedo a la peste. Las madres acudían a las píldoras ante la menor dolencia de sus hijos.
La ciudad había crecido alrededor de White Acre. Barrios bulliciosos se alzaban donde antes solo había granjas tranquilas. Había ómnibus, canales, vías de ferrocarril, carreteras pavimentadas, barreras de peaje y paquebotes a vapor. La población del país se había duplicado desde la llegada de los Whittaker en 1792. Los trenes circulaban en todas direcciones escupiendo ceniza ardiente. Los pastores y los moralistas temían que las vibraciones y el traqueteo de esos viajes a semejante velocidad despertasen en las mujeres más débiles un frenesí sexual. Los poetas escribían odas a la naturaleza, al mismo tiempo que la naturaleza desaparecía ante sus ojos. Había una docena de millonarios en Filadelfia, donde antaño solo estaba Henry Whittaker. Todo esto era nuevo. Pero aún existían el cólera y la fiebre amarilla, la difteria, la neumonía y la muerte. Todo esto era viejo. Por lo tanto, el negocio farmacéutico se mantenía firme.
Tras la muerte de Beatrix, Henry no se casó de nuevo ni mostró interés alguno al respecto. No necesitaba una esposa; tenía a Alma. Esta era buena con Henry y a veces, una vez al año o así, Henry incluso la elogiaba. A estas alturas Alma ya había aprendido cómo organizar su existencia en torno a los caprichos y exigencias de su padre. En general, Alma disfrutaba de su compañía (nunca pudo evitar quererlo), si bien era muy consciente de que cada hora que pasaba junto a su padre era una hora que perdía en el estudio de los musgos. Concedía a Henry sus tardes y noches, pero reservó las mañanas para su propio trabajo. Henry se levantaba cada vez más tarde a medida que se hacía viejo, así que este horario funcionaba bien. En ocasiones, Henry deseaba tener invitados durante la cena, pero mucho menos a menudo. Tal vez tenían compañía cuatro veces al año, en vez de cuatro veces a la semana.
Henry seguía siendo caprichoso y difícil. A veces, por la noche, la aparentemente eterna Hanneke de Groot despertaba a Alma con estas palabras: «Tu padre te llama, niña». Alma se levantaba, se envolvía en una bata que abrigaba y se dirigía al despacho de su padre, donde encontraba a un insomne e irritado Henry, que removía una montaña de papelotes y exigía una copita de ginebra y una partida de backgammon a las tres de la mañana. Alma le daba ese gusto sin queja alguna, a sabiendas de que Henry estaría más cansado al día siguiente, con lo cual tendría más horas para sus investigaciones.
«¿Te he hablado alguna vez de Ceilán?», preguntaba Henry, y Alma le dejaba hablar hasta que se durmiese. A veces ella se quedaba dormida, también, al arrullo de esas viejas historias. Despuntaba el amanecer sobre el anciano y su hija de pelo cano, ambos desplomados en sus sillones, con una partida inacabada de backgammon entre ellos. Alma se levantaba y ordenaba la habitación. Llamaba a Hanneke y al mayordomo para llevar a su padre a la cama. A continuación desayunaba a toda prisa y se dirigía o a la oficina de la cochera o a las colonias de musgo, donde centraba su atención una vez más en sus labores.
Así habían vivido durante más de dos décadas y media. Así es como iban a ser siempre las cosas, pensaba Alma. Era una vida tranquila, pero no desdichada para Alma Whittaker.
No desdichada en absoluto.
***
Otros, sin embargo, no habían tenido la misma suerte.
El viejo amigo de Alma, George Hawkes, por ejemplo, no había encontrado la felicidad en su matrimonio con Retta Snow. Tampoco Retta era feliz. Alma no encontraba consuelo ni alegría en este hecho. Otra mujer tal vez se habría regocijado al hallar esa especie de oscura venganza de su corazón roto, pero el sufrimiento de los demás no proporcionaba satisfacción alguna a Alma. Es más: a pesar de lo que había sufrido por ese matrimonio, Alma ya no amaba a George Hawkes. Ese fuego se había extinguido hacía años. Persistir en ese amor en tales circunstancias habría sido de una insensatez inconmensurable, y Alma ya se había cansado de ser insensata. Sin embargo, Alma se compadecía de George. Tenía un buen corazón, y siempre se había portado como un buen amigo, aunque jamás un hombre escogió esposa tan mal.
Al principio, al editor botánico, tan formal, le desconcertaba su novia, tan frívola y voluble, pero con el paso del tiempo su irritación fue en aumento. A veces George y Retta cenaban en White Acre durante los primeros años de su matrimonio, pero Alma no tardó en percibir que George se ponía tenso y sombrío cada vez que Retta hablaba, como si temiese sus palabras. A la postre dejó de hablar por completo durante las cenas, casi, diríase, con la esperanza de que así su esposa también se callase. Si tal fue su deseo, no surtió efecto. Retta, por su parte, cada vez se alteraba más en presencia de su silencioso marido, lo que la llevaba a hablar de un modo más frenético, lo cual, a su vez, encerraba más a su marido en un obstinado silencio.
Al cabo de algunos años así, Retta adquirió un hábito de lo más peculiar, doloroso de ver para Alma. Retta, impotente, ondeaba los dedos frente a la boca al hablar, como si tratase de atrapar las palabras que salían de sus labios…, como si tratase de impedirles salir o incluso devolverlas a su lugar de origen. A veces Retta era capaz de abortar una frase en medio de una idea alocada y entonces se llevaba los dedos a los labios para impedir que surgiesen nuevas palabras. Pero era incluso más doloroso ser testigo de este triunfo, pues esa última frase, extraña, inacabada, quedaba colgando en el aire, mientras Retta miraba afligida a su marido, con los ojos desquiciados por el remordimiento.
Tras un número más que suficiente de estas inquietantes actuaciones, el señor y la señora Hawkes dejaron de acudir a las cenas. Alma los veía solo en casa de la pareja, cuando iba a Arch Street a tratar detalles de alguna publicación con George.
Estar casada, al final, no le sentó bien a la señora Retta Snow Hawkes. Simplemente, no estaba hecha para ello. De hecho, ser adulta no le sentaba bien. Había demasiadas restricciones y se esperaba demasiada seriedad de ella. Retta ya no era una niña tonta que recorría la ciudad según los dictados de su capricho en un pequeño carruaje a dos ruedas. Ahora era la abnegada esposa de uno de los más respetados editores de Filadelfia, y como tal debía comportarse. Ya no resultaba decoroso que Retta fuese sola al teatro. Bueno, nunca había sido decoroso, pero en el pasado nadie se lo había prohibido. George se lo prohibió. A él no le gustaba el teatro. George también exigía a su esposa asistir a misa (y varias veces a la semana), donde Retta, como una niña, refunfuñaba aburrida. Tampoco podía vestir con la alegría de antes después de su matrimonio, ni ponerse a cantar cuando se le antojase. O, más bien, podía ponerse a cantar, y a veces lo hacía, pero no era decoroso y solo servía para enfurecer a su marido.
En cuanto a la maternidad, Retta no supo hacer frente a esa responsabilidad tampoco. En el primer año del matrimonio hubo un embarazo en el hogar de los Hawkes, pero perdió el niño. Al año siguiente, hubo otro embarazo frustrado, y al año siguiente otro. Tras perder al quinto niño, Retta se encerró en su habitación en un arrebato de desesperación. Los vecinos oían sus gemidos, según se decía, a varias casas de distancia. El pobre George Hawkes no sabía qué hacer con esta mujer desesperada y fue incapaz de trabajar durante varios días debido a la enajenación de su esposa. A la sazón envió un mensaje a White Acre en el cual rogaba a Alma que se acercase a Arch Street y se sentase con su vieja amiga, que permanecía inconsolable.
Pero, cuando Alma llegó, Retta ya estaba dormida, con el pulgar en la boca y esa hermosa melena derramada por la almohada como si fuese ramas negras sin hojas contra el cielo pálido de invierno. George explicó que la farmacia había enviado un poco de láudano, que pareció obrar efecto.
—Te ruego, George, que no lo conviertas en un hábito —advirtió Alma—. Retta tiene una constitución de una sensibilidad inusual y mucho láudano puede ser dañino para ella. Sé que es un poco absurda a veces, e incluso trágica. Pero, a mi entender, Retta solo necesita paciencia y amor para recuperar el camino de vuelta a la felicidad. Quizás, si le das más tiempo…
—Lamento haberte molestado —dijo George.
—No es nada —dijo Alma—. Estoy siempre a tu disposición, y a la de Retta.
Alma quería decir más, pero… ¿qué? Sospechaba que ya había hablado con demasiada confianza, o tal vez incluso lo había criticado como marido. Pobre hombre. Estaba agotado.
—Aquí tienes una amiga, George —dijo Alma, posando la mano en su brazo—. Aprovéchala. Llámame cuando quieras.
Bueno, eso es lo que hizo. George llamó a Alma cuando Retta se rapó el pelo en 1826. Llamó a Alma en 1835, cuando Retta desapareció tres días, y la hallaron en Fish Town, dormida en medio de una pandilla de niños callejeros. La llamó en 1842, cuando Retta atacó a una criada con unas tijeras de costura, acusándola a gritos de que era un fantasma. La criada no sufrió heridas graves, pero ya nadie estaba dispuesto a servirle el desayuno a Retta. La llamó en 1846, cuando Retta comenzó a escribir cartas largas e incomprensibles, más con lágrimas que con tinta.
George no sabía qué hacer frente a estas escenas y follones. Todo ello le impedía concentrarse en sus negocios y en sí mismo. Publicaba más de cincuenta libros al año, junto a una amplia gama de revistas científicas, así como Octavos de flora exótica, una publicación nueva, cara y solo para suscriptores, de aparición trimestral, ilustrada con enormes litografías a mano de la mejor calidad. Estos empeños le exigían toda su atención. No tenía tiempo para una esposa que se derrumbaba.
Tampoco Alma tenía tiempo, pero aun así acudía. A veces, en especial durante los malos momentos, incluso pasaba la noche con Retta, en el lecho conyugal de los Hawkes, con los brazos alrededor de su temblorosa amiga, mientras George dormía en un camastro en el taller de impresión. De todos modos, Alma tenía la sensación de que solía dormir ahí.
—¿Vas a quererme y ser buena conmigo —preguntaba Retta a Alma en mitad de la noche— si me convierto en el mismo diablo?
—Voy a quererte siempre —tranquilizaba Alma a la única amiga que había tenido—. Y nunca podrías convertirte en el diablo, Retta. Solo necesitas descansar y no angustiarte, ni a ti ni a los demás…
La mañana siguiente a uno de esos incidentes, los tres desayunaban juntos en el comedor de los Hawkes. No era una escena relajante. En las mejores circunstancias, George no era un conversador distendido y Retta (según cuánto láudano se le hubiese administrado la noche anterior) podía estar o alterada o aturdida. Los intervalos de lucidez eran cada vez más escasos. A veces Retta mordisqueaba un trapo y no consentía que se lo quitaran. Alma buscaba un tema de conversación apropiado para los tres, pero tal tema no existía. Tal tema nunca había existido. Alma hablaba con Retta acerca de tonterías o hablaba con George acerca de botánica, pero fue incapaz de encontrar la manera de hablar con ambos.
***
Entonces, en abril de 1848, George Hawkes volvió a llamar a Alma. Esta se encontraba trabajando en su despacho (donde atacaba con afán el enigma de un mal conservado Dicranum consorbrinum que había recibido hacía poco, enviada por un coleccionista aficionado de Minnesota) cuando llegó a caballo un muchacho delgado con un mensaje urgente: se rogaba la inmediata presencia de la señorita Whittaker en el hogar de los Hawkes, en Arch Street. Había ocurrido un accidente.
—¿Qué clase de accidente? —preguntó Alma, que se levantó preocupada.
—¡Un incendio! —dijo el muchacho, a quien le costaba contener su euforia. Como a todos los muchachos, le encantaba el fuego.
—¡Cielos santos! ¿Ha habido algún herido?
—No, señora —dijo el muchacho, visiblemente decepcionado.
Alma no tardó en descubrir que Retta había prendido fuego a su habitación. Por alguna razón, había decidido que debía quemar la ropa de cama y las cortinas. Por fortuna, era un día húmedo, así que las telas solo se chamuscaron y no llegaron a arder. Hubo mucho más humo que fuego, pero, aun así, en la habitación los daños fueron considerables. Los daños a la moral de la casa fueron aún más graves. Dos doncellas presentaron la renuncia. Nadie quería vivir en esa casa. Nadie quería soportar a esa señora trastornada.
Cuando llegó Alma, George estaba pálido y abrumado. Retta había sido sedada y dormía profundamente en un sofá. La casa olía a un incendio después de la lluvia.
—¡Alma! —dijo George, que se apresuró hacia ella. La tomó de las manos. Lo había hecho solo una vez antes, hacía más de tres décadas. Esta vez fue diferente. Alma se avergonzó de recordar la ocasión anterior. Los ojos de George estaban llenos de pánico—. No puede seguir aquí.
—Es tu esposa, George.
—¡Ya sé que es mi esposa! Ya sé que es mi esposa. Pero no puede seguir aquí, Alma. No es seguro para ella y no es seguro para quienes la rodean. Podría habernos matado a todos y podría haber incendiado el taller de impresión. Debes encontrarle un lugar donde quedarse.
—¿Un hospital? —preguntó Alma. Pero Retta había ido al hospital muchísimas veces y ahí, al parecer, nadie podía hacer nada por ella. Del hospital siempre volvía incluso más alterada que antes.
—No, Alma. Necesita un lugar permanente. Un tipo diferente de casa. ¡Ya sabes de qué hablo! No puedo tenerla aquí ni una noche más. Tiene que vivir en otra parte. Perdóname. Sabes más que nadie, pero ni siquiera tú conoces bien en qué se ha convertido. No he dormido una sola noche la semana pasada. Nadie duerme en esta casa, por miedo a lo que vaya a hacer. Necesita dos personas con ella en todo momento, para que no se haga daño a sí misma ni a los demás. ¡No me obligues a decir más! Sé que comprendes lo que te estoy pidiendo. Hazlo por mí.
Sin cuestionar ni por un instante por qué debía encargarse ella, Alma lo hizo. Con unas cuantas cartas bien dirigidas, enseguida logró una plaza para su amiga en el asilo Griffon, en Trenton, Nueva Jersey. El edificio acababa de erigirse el año anterior y el doctor Victor Griffon (un personaje respetado de Filadelfia que una vez fue invitado a White Acre) había diseñado el espacio para otorgar la serenidad óptima a las mentes perturbadas. Era el principal defensor en Estados Unidos del cuidado moral de los trastornos mentales, y sus métodos, según se decía, eran muy humanos. Nunca encadenaba a sus pacientes a las paredes, por ejemplo, como le ocurrió a Retta una vez en el hospital de Filadelfia. Se decía que el asilo era un lugar bello y sereno, de elegantes jardines y, por supuesto, muros altos. No era desagradable, decía la gente. Tampoco era barato, como descubrió al pagar, por adelantado, el primer año de la estancia de Retta. No deseaba incomodar a George con la factura y los padres de Retta habían fallecido mucho tiempo atrás, dejando solo deudas tras ellos.
Fue un asunto triste para Alma tomar estas medidas, pero todo el mundo estuvo de acuerdo en que era lo mejor. Retta tendría una habitación para ella sola en Griffon, donde no haría daño a otros pacientes, y una enfermera la acompañaría a todas horas. Saber esto consoló a Alma. Por otra parte, las terapias del asilo eran modernas y científicas. La locura de Retta sería tratada con hidroterapia, con una placa giratoria centrífuga y con una amable orientación moral. No tendría acceso ni al fuego ni a tijeras. El doctor Griffon en persona, quien ya había diagnosticado a Retta con algo que llamó «agotamiento de la fuente nerviosa», confirmó este hecho a Alma.
Así pues, Alma se encargó de todo. George solo tuvo que firmar el certificado de enajenación y acompañar a su esposa, junto a Alma, a Trenton. Los tres llegaron en un carruaje privado, pues no era sensato llevar a Retta en tren. Habían traído una correa consigo, por si fuera necesario inmovilizarla, pero Retta, de buen humor, se dedicó a canturrear cancioncillas.
Cuando llegaron al asilo, George caminó con brío por el gran patio hacia la entrada, con Alma y Retta detrás de él, cogidas del brazo, como si se tratara de un paseo.
—¡Qué casa tan bonita! —exclamó Retta mientras admiraba el elegante edificio de ladrillo.
—Es cierto —dijo Alma, aliviada—. Me alegra que te guste, Retta, porque aquí es donde vas a vivir. —No estaba claro si Retta comprendía lo que estaba ocurriendo, pero no parecía nerviosa.
—Qué encantadores jardines —añadió Retta.
—Es cierto —dijo Alma.
—Aunque no soporto ver flores cortadas.
—Pero, Retta, ¡qué tonta eres!, ¡mira que decir eso! A nadie le gusta más un ramo de flores frescas que a ti.
—Estoy siendo castigada por los más atroces delitos —respondió Retta con serenidad.
—No estás siendo castigada, cielo.
—Me aterra Dios, más que nada.
—Dios no tiene motivos de queja contigo, Retta.
—Me acosan los dolores más misteriosos en el pecho. A veces parece que mi corazón vaya a ser aplastado. No ahora, ¿sabes?, pero viene tan de repente…
—Vas a hacer amigos aquí que pueden ayudarte.
—Cuando era joven —dijo Retta en ese mismo tono relajado—, solía dar paseos comprometedores con hombres. ¿Sabías eso de mí, Alma?
—Calla, Retta.
—No hace falta. George lo sabe. Se lo he dicho muchas veces. He permitido a los hombres hacer conmigo lo que les viniese en gana, e incluso me he permitido aceptar su dinero…, aunque ya sabes que nunca he necesitado dinero.
—Calla, Retta. No sabes lo que dices.
—¿Has deseado alguna vez dar paseos comprometedores con hombres? Cuando eras joven, quiero decir.
—Retta, por favor…
—Las señoras de la quesería de White Acre solían hacerlo también. Me enseñaron cómo hacer cosas a los hombres y me dijeron cuánto dinero tenía que cobrar por mis servicios. Me compré guantes y cintas con ese dinero. ¡Incluso compré una cinta para ti!
Alma aminoró el paso, con la esperanza de que George no las oyese. Pero sabía que lo había oído todo.
—Retta, qué cansada estás, no malgastes la voz…
—Pero ¿lo deseabas, Alma? ¿No deseabas cometer actos comprometedores? ¿Nunca sentiste que te corroía un hambre insaciable? —Retta se aferró al brazo de Alma y contempló a su amiga casi con pena, con una mirada escrutadora. Al cabo de un momento volvió a encogerse, resignada—. No, por supuesto que no. Porque tú eres buena. Tú y Prudence, las dos sois buenas. Mientras que yo soy el mismo diablo.
Alma sentía que se le iba a romper el corazón. Observó la espalda amplia y encorvada de George Hawkes, que caminaba por delante de ellas. Se sentía abrumada por la vergüenza. ¿Que si había deseado cometer actos comprometedores con hombres? ¡Oh, si Retta lo supiese! ¡Si alguien lo supiese! Alma era una vieja solterona de cuarenta y ocho años, seca de vientre, y aun así todavía iba al cuarto de encuadernar varias veces al mes. ¡Muchas veces al mes, incluso! Es más, todos esos textos ilícitos de su juventud (Cum grano salis y los otros) aún latían en sus recuerdos. A veces, sacaba esos libros del baúl oculto en el heno de la cochera y los leía de nuevo. ¿Qué no sabía Alma de hambres insaciables?
Pensó que era inmoral no decir nada para consolar o mostrar su lealtad a aquella pequeña criatura rota. ¿Cómo iba a consentir que Retta creyese que era la única perversa del mundo? Sin embargo, George Hawkes estaba ahí mismo, a unos pasos, y sin duda lo oiría todo. Así pues, Alma no le ofreció consuelo ni comprensión. Solo dijo:
—Una vez que te acostumbres a tu nueva casa, mi querida Retta, vas a poder pasear por estos jardines todos los días. Entonces, estarás en paz.
***
En el viaje de vuelta a casa, Alma y George guardaron silencio la mayor parte del tiempo.
—La van a cuidar bien —dijo Alma al fin—. El doctor Griffon en persona me lo ha asegurado.
—Todos nacemos para sufrir —dijo George, a modo de respuesta—. Qué triste destino venir a este mundo.
—Tal vez sea así —respondió Alma, cautelosa y sorprendida ante la vehemencia de sus palabras—. Aun así, hemos de armarnos de paciencia para soportar las dificultades que nos encontremos.
—Sí. Eso nos enseñan —dijo George—. ¿Sabes, Alma, que hay veces en que deseo que Retta encuentre alivio en la muerte en lugar de padecer este continuado tormento o causarnos este sufrimiento a mí y a los demás?
Alma no atinó a encontrar una respuesta. George se quedó mirándola, la cara desencajada por las tinieblas y la agonía. Al cabo de unos momentos, Alma balbució estas palabras:
—Donde hay vida, George, hay esperanza. La muerte es espantosamente inalterable. A todos nos llega, tarde o temprano. No desearía que le llegase a nadie antes de tiempo.
George cerró los ojos y no respondió. Esta respuesta no pareció tranquilizarlo.
—Voy a venir a Trenton a visitar a Retta una vez al mes —dijo Alma, en un tono más despreocupado—. Si quieres, acompáñame. Voy a traerle copias de Joy’s Lady’s Book. Seguro que le gusta.
Durante las dos horas siguientes, George no habló. Por unos momentos, pareció dormitar. Al acercarse a Filadelfia, sin embargo, abrió los ojos y se quedó mirando al vacío, en silencio. Alma nunca había visto a nadie de aspecto tan infeliz. Alma, a quien se le rompía el corazón por él, eligió cambiar de tema. Hacía unas semanas, George había prestado a Alma un nuevo libro, recién publicado en Londres, acerca de las salamandras. Tal vez mencionarlo le levantaría el ánimo. Por lo tanto, le agradeció que se lo hubiera prestado y habló del libro con cierto detalle, mientras el carruaje se acercaba lentamente a la ciudad, y al fin concluyó:
—En general, me ha parecido un tomo de conocimientos considerables y análisis precisos, si bien está muy mal escrito y la organización es espantosa… Por eso te lo pregunto, George: ¿es que en Inglaterra no hay editores?
George apartó la mirada de los zapatos y dijo, en un tono brusco:
—El marido de tu hermana se ha metido en muchos problemas últimamente.
Era evidente que no había escuchado ni una palabra de lo que había dicho. El cambio de tema sorprendió a Alma. George no era un chismoso y le resultó raro incluso que mencionase al marido de Prudence. Tal vez, reflexionó, estaba tan alterado por los acontecimientos del día que estaba fuera de sí. Como no deseaba que se sintiese incómodo, aceptó el nuevo rumbo de la conversación, como si fuese habitual que George y ella hablaran de semejantes asuntos.
—¿Qué ha hecho? —preguntó.
—Arthur Dixon ha publicado un panfleto incendiario —explicó George, con un tono de voz cansado— y el muy insensato lo ha firmado con su nombre; en él expresa su opinión de que el gobierno de los Estados Unidos de América es una bestia de moral repugnante debido a su constante adhesión a la esclavitud humana.
No había nada sorprendente en esta noticia. Prudence y Arthur Dixon habían sido abolicionistas comprometidos durante muchos años. En toda Filadelfia eran bien conocidas sus posturas antiesclavistas, casi radicales. Prudence, en sus horas libres, enseñaba a leer a negros libres en una escuela cuáquera del barrio. También cuidaba a niños en el Asilo para Huérfanos de Color, y a menudo hablaba en las reuniones de las sociedades abolicionistas femeninas. Arthur Dixon publicaba panfletos con frecuencia (incluso incesante) y había formado parte de la junta editorial de The Liberator. Para ser sinceros, mucha gente estaba cansada de los Dixon, con sus panfletos, artículos y discursos. («Para alguien que pretende ser un agitador de masas —decía siempre Henry de su yerno—, Arthur Dixon es un pelmazo»).
—¿Y? —preguntó Alma a George Hawkes—. Todos sabemos que mi hermana y su marido participan activamente en esas causas.
—El profesor Dixon ha ido más lejos esta vez, Alma. No solo desea la abolición de la esclavitud de inmediato, sino que opina que no deberíamos pagar impuestos ni respetar las leyes del país hasta que ese improbable evento tenga lugar. Anima a todo el mundo a tomar las calles con antorchas llameantes para exigir la liberación inmediata de todos los hombres negros.
—¿Arthur Dixon? —Alma no pudo evitar decir el nombre completo de su aburrido tutor de antaño—. ¿Antorchas llameantes? No parece propio de él.
—Léelo por ti misma y verás. Todo el mundo habla de eso. Dicen que tiene suerte de que no lo hayan despedido de la universidad. Tu hermana, al parecer, ha mostrado su acuerdo con él.
Alma sopesó la noticia.
—Es un poco alarmante —concedió al fin.
—Todos nacemos para sufrir —repitió George, que se frotó la cara con una mano, exhausto.
—Aun así, hemos de armarnos de paciencia… —comenzó de nuevo Alma, sin convicción, pero George la interrumpió.
—Tu pobre hermana —dijo—. Y con niños pequeños en la casa, además. Por favor, Alma, dime si hay algo que pueda hacer para ayudar a tu familia. Siempre habéis sido muy amables con nosotros.