Alma Whittaker, a sus veinte años de edad, era ya la señora de White Acre.
Se deslizó en el viejo papel de su madre como si se hubiese formado para ello toda la vida, lo cual, en cierto sentido, era cierto.
El día siguiente al funeral de Beatrix, Alma entró en el despacho de su padre y comenzó a consultar las pilas de papeles y cartas acumulados, decidida a atender de inmediato todas las tareas que recaían en Beatrix. Con creciente malestar, Alma fue comprendiendo que en White Acre muchos trabajos importantes (contabilidad, facturación, correspondencia) habían quedado desatendidos en los últimos meses, desde que la salud de Beatrix empeorara. Alma se maldijo a sí misma por no haberlo notado antes. El escritorio de Henry siempre había sido un baturrillo de documentos cruciales en medio de un revoltijo de papeles inútiles, pero Alma no captó la gravedad del desorden hasta que escudriñó el despacho.
He aquí lo que encontró: durante los últimos meses, del escritorio de Henry se caían montones de documentos importantes que se acumulaban en el suelo como una especie de estrato geológico. Para su horror, había más cajas de documentos sin clasificar ocultas en los armarios del despacho. Durante las primeras excavaciones, Alma halló facturas impagadas desde mayo, nóminas no reconocidas y cartas (qué arenas movedizas de cartas) de constructores a la espera de órdenes, de socios con preguntas urgentes, de coleccionistas extranjeros, de abogados, de la oficina de patentes, de jardines botánicos de todo el mundo y de varios directores de museo. De haber sabido antes cuánta correspondencia aguardaba respuesta, Alma se habría encargado de ello meses atrás. Ahora casi había alcanzado el nivel de una crisis. En ese preciso instante, un barco cargado de especímenes botánicos de Whittaker se encontraba en el puerto de Filadelfia, donde debía pagar abultadas tasas; el capitán se había aferrado al cargamento porque no había recibido su pago.
Peor aún, en medio de todo ese trabajo urgente, había pequeños detalles absurdos, pérdidas de tiempo, solemnes disparates. Había una nota casi ilegible de una mujer del oeste de Filadelfia que decía que su bebé se acababa de tragar un alfiler y la madre temía que el niño muriese: ¿alguien en White Acre podría darle un consejo? La viuda de un naturalista que había trabajado para Henry hacía quince años en Antigua aseguraba estar en la miseria y solicitaba una pensión. Había una vieja nota del paisajista de White Acre acerca de un jardinero a quien debían despedir de inmediato por haber recibido a varias jóvenes en su habitación a altas horas de la noche en una fiesta de sandía y ron.
¿De este tipo de cosas se ocupaba su madre, aparte de todo lo demás? ¿Alfileres tragados? ¿Viudas desconsoladas? ¿Sandía y ron?
Alma no vio otra opción que limpiar esos establos de Augías, documento a documento. Engatusó a su padre para sentarse junto a ella y ayudarla a comprender el significado de varios puntos, o si debían tomar en serio este u otro pleito o por qué había subido tanto el precio de la zarzaparrilla el año pasado. Ninguno de los dos sabía traducir ese sistema de contabilidad triple, codificado y vagamente italiano, ideado por Beatrix, pero Alma era la mejor matemática, así que se ocupó de los libros lo mejor que pudo al mismo tiempo que creaba un método más sencillo para el futuro. Alma encargó a Prudence redactar una página tras otra de correspondencia cortés, mientras Henry, en medio de ruidosas quejas, dictaba la esencia de la información más vital.
¿Lloró Alma la muerte de su madre? Era difícil saberlo. No tenía exactamente tiempo para ello. Se encontraba sepultada en un pantano de trabajo y frustración y esa sensación no era del todo diferente a la tristeza. Estaba cansada y abrumada. En ocasiones levantaba la vista de sus tareas para hacer una pregunta a su madre, mirando a la silla donde Beatrix se sentaba siempre, y le sorprendía la nada que encontraba ahí. Era como mirar a un punto de la pared donde había estado colgado un reloj durante años y ver solo el espacio vacío. No lograba aprender que no debía mirar; el vacío la sorprendía cada vez.
Pero Alma también estaba enfadada con su madre. Al examinar esos confusos documentos que abarcaban varios meses, Alma se preguntó por qué Beatrix, al saberse tan enferma, no había solicitado la cooperación de alguien hacía un año. ¿Por qué había guardado los documentos en cajas y las cajas en armarios, en lugar de buscar ayuda? ¿Por qué Beatrix no había enseñado a nadie su complicado sistema de contabilidad o no había dicho, al menos, dónde encontrar la documentación de años anteriores?
Recordó que su madre le había advertido, años atrás: «No dejes de trabajar mientras brille el sol, Alma, con la esperanza de encontrar más horas de trabajo mañana…, pues nunca tendrás más tiempo mañana del que has tenido hoy y, una vez que te has retrasado en tus responsabilidades, no vas a ponerte al día».
Entonces, ¿por qué Beatrix había permitido que todo se retrasara tanto?
Tal vez no creyese que se estaba muriendo.
Tal vez el dolor confundiese su mente y hubiese perdido la noción del tiempo.
O tal vez (pensó Alma, lúgubre) Beatrix quiso castigar a los vivos con todo este trabajo después de su muerte.
En cuanto a Hanneke de Groot, Alma enseguida comprendió que esa mujer era una santa. Alma no se había percatado del mucho trabajo que Hanneke hacía en la finca. Hanneke reclutaba, formaba, mantenía y reprendía a docenas de sirvientes. Se encargaba de las bodegas y cosechaba las hortalizas de la finca como si comandara una carga de caballería a través de campos y huertas. Capitaneaba las tropas al pulir la plata, remover la salsa, sacudir las alfombras, encalar las paredes, sazonar el cerdo, cubrir de grava la calzada, derretir la manteca y cocinar el pudín. Con su temperamento ecuánime y su mano firme, Hanneke lidiaba con los celos, la pereza y la estupidez de muchísima gente, y ella era la única razón por la cual la finca no se había venido abajo tras la enfermedad de Beatrix.
Una mañana, poco después de la muerte de su madre, Alma sorprendió a Hanneke disciplinando a tres fregonas, a quienes tenía acorraladas contra la pared como si tuviese intención de ejecutarlas.
—Una buena trabajadora podría reemplazaros a las tres —bramó Hanneke—, y creedme: cuando encuentre una buena trabajadora, ¡os voy a echar a las tres! Mientras tanto, volved a vuestras tareas y dejad de manchar vuestro nombre con semejantes descuidos.
—No sé cómo agradecerte tus servicios —dijo Alma a Hanneke, una vez que las muchachas se hubieron ido—. Espero que algún día pueda ayudarte más con la gestión de la casa, pero por ahora necesito que te encargues de todo, mientras intento poner orden en los negocios de mi padre.
—Siempre lo he hecho todo —respondió Hanneke, sin lamentarse.
—Ciertamente, eso parece, Hanneke. Parece que haces el trabajo de diez hombres.
—Tu madre hacía el trabajo de veinte hombres, Alma…, y tenía que cuidar de tu padre, además.
Cuando Hanneke se dio la vuelta para irse, Alma la cogió del brazo.
—Hanneke —dijo, agotada, con el gesto torcido—, ¿qué hay que hacer cuando un bebé se traga un alfiler?
Sin dudarlo, y sin preguntar a qué se debía esa repentina cuestión, Hanneke respondió:
—Recetar clara cruda al niño y paciencia a la madre. Asegura a la madre que es probable que el alfiler salga por la cloaca del niño dentro de unos días, sin efectos nocivos. Si se trata de un niño mayor, que salte a la comba, para acelerar el proceso.
—¿Es posible que el bebé muera? —preguntó Alma.
Hanneke se encogió de hombros.
—A veces. Pero si prescribes estos pasos y hablas con tono seguro, la madre no se sentirá tan impotente.
—Gracias —dijo Alma.
***
En cuanto a Retta Snow, vino a White Acre varias veces durante las primeras semanas tras la muerte de Beatrix, pero Alma y Prudence, abrumadas por las tareas del negocio familiar, no tenían tiempo para ella.
—¡Puedo ayudar! —dijo Retta, pero todo el mundo sabía que no era cierto.
—Entonces, te voy a esperar todos los días en tu estudio de la cochera —prometió al fin Retta a Alma, tras ser rechazada demasiadas veces seguidas—. Cuando termines con tus trabajos, ven a verme. Voy a hablar contigo mientras estudias cosas imposibles. Te voy a contar relatos extraordinarios, y tú te vas a reír, asombrada. ¡Porque tengo las noticias más increíbles!
Alma ni se imaginaba cuándo llegaría la hora de reírse o asombrarse junto a Retta, menos aún la de continuar sus proyectos. Durante bastante tiempo después de la muerte de su madre, se olvidó de haber tenido su propio trabajo. No era más que una amanuense, una escribana, una esclava del escritorio de su padre y la administradora de un hogar de tamaño desalentador, que chapoteaba en una jungla de tareas abandonadas. Durante dos meses, apenas salió del despacho de su padre. En la medida de sus posibilidades, también se negó a que su padre saliese.
—Necesito tu ayuda con todos estos asuntos —alegaba Alma— o nunca nos vamos a poner al día.
Entonces, una tarde de octubre, en medio de ese ordenar, calcular y resolver, Henry simplemente se levantó y salió del despacho, dejando a Alma y a Prudence con las manos llenas de papelotes.
—¿Dónde vas? —preguntó Alma.
—A emborracharme —dijo Henry, en un tono feroz y lúgubre—. Y, por Dios, cómo me aterroriza.
—¡Padre! —se quejó Alma.
—Acaba tú misma —ordenó Henry.
Y así lo hizo.
Con la ayuda de Prudence, con la ayuda de Hanneke, pero sobre todo por sí misma, Alma dejó el despacho como una planta recién podada. Puso los asuntos de su padre en orden (resolviendo un oneroso problema tras otro) hasta atender todos los mandatos, disposiciones, ordenanzas y dictámenes, hasta responder la última carta, pagar el último recibo, tranquilizar al último inversor, engatusar al último vendedor y resolver la última vendetta.
No terminó hasta mediados de enero, pero entonces ya comprendía las labores de The Whittaker Company de arriba abajo. Había estado de luto durante cinco meses. Se había perdido el otoño por completo: ni lo vio venir ni lo vio marcharse. Se levantó del escritorio de su padre y se desató el brazalete negro. Lo dejó en el último cubo de basuras y desechos, para que lo quemasen junto al resto. Ya era suficiente.
Alma se dirigió al cuarto de encuadernar, al lado de la biblioteca, se encerró y se complació a sí misma con premura. No se había tocado la vulva durante meses y, al sentir la bienvenida liberación de esta vieja sacudida, le entraron ganas de llorar. No había llorado durante meses, tampoco. No, eso era incorrecto: no había llorado durante años. También se percató de que la semana anterior había cumplido veintiún años sin que nadie reparase en ello, ni siquiera Prudence, quien siempre, atenta, le hacía un regalito.
Bueno, ¿qué esperaba? Se había hecho mayor. Era la señora de la mayor finca de Filadelfia y la administradora en jefe, al parecer, de una de las mayores importadoras de productos botánicos del planeta. Ya no había tiempo para detalles infantiles.
Cuando salió del cuarto de encuadernar, Alma se desnudó y tomó un baño (aunque no era sábado) y se acostó a las cinco de la tarde. Durmió trece horas. Cuando despertó, la casa estaba en silencio. Por primera vez en varios meses, la casa no necesitaba nada de ella. El silencio sonaba a música. Se vistió despacio y disfrutó del té con tostadas. Luego caminó a través del viejo jardín griego de su madre, cubierto de escarcha por las heladas recientes, hasta llegar a la cochera. Ya era hora de regresar, aunque solo fuese por unas horas, a su trabajo, que había dejado a media frase el día en que su madre cayó por las escaleras.
Para su sorpresa, Alma vio al acercarse un fino hilillo de humo que salía por la chimenea de la cochera. Cuando llegó al estudio, ahí estaba (tal como había prometido) Retta Snow, acurrucada en el diván, bajo una gruesa manta de lana, durmiendo mientras la esperaba.
***
—Retta. —Alma tocó el brazo de su amiga—. ¿Qué diablos haces aquí?
Los enormes ojos de Retta se abrieron. Era evidente que la muchacha, nada más despertarse, no tenía ni idea de dónde estaba y no parecía reconocer a Alma. Algo horrible se extendió por la cara de Retta en ese instante. Pareció salvaje, incluso peligrosa, y Alma se retiró asustada, como si se apartase de un perro acorralado. Entonces Retta sonrió y el efecto se desvaneció. Una vez más era toda dulzura, y una vez más se pareció a sí misma.
—Mi fiel amiga —dijo Retta, con voz soñolienta, mientras tomaba la mano de Alma—. ¿Quién te quiere más? ¿Quién te quiere de verdad? ¿Quién piensa en ti cuando descansan los demás?
Alma echó un vistazo a su despacho y vio un pequeño bote de galletas y un montón de ropa apilada en el suelo de cualquier manera.
—¿Por qué duermes en mi oficina, Retta?
—Porque todo se ha vuelto increíblemente aburrido en mi casa. Todo es bastante aburrido aquí también, por supuesto, pero por lo menos a veces se ve una cara de buen humor, si una es paciente. ¿Sabes que hay ratones en el herbario? ¿Por qué no dejaste aquí una gatita, para que se encargase de ellos? ¿Has visto alguna vez una bruja? Lo confieso, creo que había una bruja en la cochera la semana pasada. La oí reírse. ¿Crees que se lo deberíamos decir a tu padre? No creo que sea muy seguro tener una bruja por aquí. O tal vez solo piense que estoy loca. Aunque parece que ya lo piensa, de todos modos. ¿Tienes un poco más de té? ¿No son insoportablemente crueles estas mañanas tan frías? ¿No echas muchísimo de menos el verano? ¿Qué ha pasado con tu brazalete negro?
Alma se sentó y se llevó la mano de su amiga a los labios. Qué placer era escuchar de nuevo sus disparates, después de la seriedad de los últimos meses.
—Nunca sé qué pregunta responder primero, Retta.
—Empieza por la mitad —sugirió Retta— y luego sigue en ambas direcciones.
—¿Cómo era la bruja? —preguntó Alma.
—¡Ja! Ahora eres tú la que haces demasiadas preguntas. —Retta se levantó de un salto del diván y se sacudió para despertarse—. ¿Vamos a trabajar hoy?
Alma sonrió.
—Sí, creo que vamos a trabajar hoy… por fin.
—¿Y qué estamos estudiando, mi queridísima Alma?
—Estudiamos la Utricularia clandestina, mi queridísima Retta.
—¿Una planta?
—Sin duda.
—Oh, suena maravillosa.
—Te aseguro que no lo es —dijo Alma—. Pero es interesante. ¿Y qué estudia Retta hoy? —Alma cogió la revista para señoritas caída en el suelo, junto al diván, y hojeó esas páginas incomprensibles.
—Estudio el tipo de vestido que debería llevar una joven a la moda el día de su boda —dijo Retta a la ligera.
—¿Y estás escogiendo uno de esos vestidos? —respondió Alma, con la misma ligereza.
—¡Claro que sí!
—¿Y qué vas a hacer con uno de esos vestidos, pajarillo mío?
—Oh, tengo el plan de llevarlo el día de mi boda.
—¡Un plan muy ingenioso! —dijo Alma, que se volvió hacia la mesa del laboratorio para ver si podía organizar las notas de hacía seis meses.
—Pero las mangas son demasiado cortas en todos estos dibujos, mira —continuó Retta—, y temo pasar frío. Podría ponerme un chal, como sugiere mi doncella, pero entonces nadie vería ese collar que mi madre me ha prestado. Además, deseo un ramo de flores, aunque no sea la temporada y hay quien dice que es poco elegante llevar ramos de flores.
Alma se dio la vuelta para mirar a su amiga una vez más.
—Retta —dijo Alma, esta vez en un tono más serio—, ¡no pensarás casarte de verdad!
—¡Eso espero! —se rio Retta—. Me han dicho que una solo debe casarse si se casa de verdad.
—¿Y con quién piensas casarte?
—Con el señor George Hawkes —dijo Retta—. Ese hombre tan raro y tan serio. Cómo me alegra, Alma, que mi marido sea alguien a quien adoras, lo cual quiere decir que todos vamos a ser amigos. Él te admira muchísimo y tú lo admiras a él, así que debe de ser un buen hombre. Es tu afecto por George, de verdad, lo que me lleva a confiar en él. Me pidió la mano poco después de la muerte de tu madre, pero no quise mencionarlo antes, ya que tú estabas sufriendo mucho, pobrecita. No tenía ni idea de que yo le gustase, pero mi madre dice que gusto a todo el mundo, gracias a Dios, porque no pueden evitarlo.
Alma se sentó en el suelo. No le quedaba más remedio que sentarse.
Retta se acercó a su amiga y se sentó junto a ella.
—¡Mírate! ¡Te embarga la felicidad por mí! ¡Cuánto me quieres! —Retta pasó el brazo alrededor de la cintura de Alma, tal y como hizo el día en que se conocieron, y la abrazó con fuerza—. Debo confesar que yo aún estoy un poco abrumada. ¿Qué vería un hombre tan inteligente en una cabeza hueca como la mía? ¡Mi padre no podía creérselo! Dijo: «Loretta Marie Snow, siempre pensé que serías de esas chicas que se casan con un tipo guapo y tonto que viste botas altas y caza zorros por diversión». Pero mírame: me voy a casar con un erudito. Imagina si al final me vuelvo inteligente, Alma, por casarme con un hombre de mente privilegiada. Aunque he de decir que George no es ni mucho menos tan paciente como tú al responder mis preguntas. Dice que la edición botánica es demasiado compleja para explicarla, y es cierto que no sé diferenciar entre una litografía y un grabado. ¿Se dice así, litografía? ¡Tal vez acabe siendo tan estúpida como siempre! Aun así, vamos a vivir al otro lado del río, en Filadelfia, ¡y será muy divertido! Mi padre ha prometido construirnos una casa encantadora, justo al lado del taller de impresión de George. ¡Tienes que venir a verme todos los días! ¡Y los tres juntos iremos a ver obras de teatro a Old Drury!
Alma, aún sentada en el suelo, había perdido la capacidad de hablar. Agradecía que Retta tuviera la cabeza apoyada en su pecho mientras parloteaba, de modo que no podía verle la cara.
¿George Hawkes se iba a casar con Retta Snow?
Pero George debía ser el esposo de Alma. Lo había visto, vívidamente, en su mente, durante casi cinco años. Lo acababa de imaginar (¡su cuerpo!) en el cuarto de encuadernar. Pero también atesoraba recuerdos de él más castos. Se había imaginado trabajando junto a él, en un estudio estrecho. Siempre se imaginaba que dejaría White Acre al casarse con George. Juntos, vivirían en una pequeña habitación sobre su taller de impresión, con sus cálidos olores a tinta y papel. Se vio junto a él viajando a Boston o quizás incluso más lejos…, tan lejos como los Alpes, donde escalarían rocas en busca de flores del viento y jazmines alpinos. Él diría: «¿Qué piensas de este espécimen?», y ella respondería: «Es interesante y poco común».
George siempre había sido muy amable con ella. Una vez tomó su mano entre las de él. Cuántas veces habían mirado por el mismo ocular del microscopio (uno tras otro, y vuelta a comenzar), compartiendo esas maravillas.
¿Qué vería George Hawkes en Retta Snow? Según recordaba Alma, George apenas era capaz de mirar a Retta Snow sin sentir vergüenza ajena. Alma rememoró cómo George la miraba confundido cada vez que Retta hablaba, como si buscase ayuda, consuelo o una interpretación. En cualquier caso, estas breves miradas entre George y Alma acerca de Retta fueron unas de sus más dulces intimidades…, o al menos eso había soñado Alma.
Pero, al parecer, Alma había soñado demasiadas cosas.
Una parte de ella aún albergaba la esperanza de que todo esto no fuese más que uno de esos extraños juegos de Retta o quizás una fantasiosa visión de las suyas. Solo un poco antes, al fin y al cabo, Retta había asegurado que había brujas en la cochera, así que todo era posible. Pero no. Alma conocía a Retta demasiado bien. Retta no estaba jugando. Retta hablaba en serio. Retta parloteaba sobre el problema de las mangas y los chales de una boda en febrero. Retta se preocupaba muy en serio acerca del collar que su madre planeaba prestarle, el cual era muy caro pero no del todo del gusto de Retta: ¿y si la cadena es demasiado larga? ¿Y si se enreda en el corpiño?
Alma se levantó de repente y alzó a Retta del suelo. No lo soportaba más. No podía seguir sentada ni escuchar otra palabra. Sin un plan de acción, abrazó a Retta. Era mucho más sencillo abrazarla que mirarla. Así, además, Retta dejó de hablar. Agarró a Retta con tal fuerza que oyó cómo se le cortaba la respiración, con un gritito de sorpresa. Cuando pensó que Retta iba a hablar de nuevo, Alma ordenó: «Calla», y apretó aún más.
Los brazos de Alma eran muy fuertes (tenía los brazos de un herrero, al igual que su padre) y Retta era menuda, con la caja torácica de un conejito. Algunas serpientes mataban así, con un abrazo que se vuelve más y más fuerte hasta detener por completo la respiración. Alma estrujó con mayor ahínco. Retta hizo otro ruidito destemplado. Alma apretó con más fuerza, tanta que levantó a Retta del suelo.
Recordó el día en que las tres se conocieron: Alma, Prudence y Retta. Violín, tenedor y cuchara. Retta había dicho: «Si fuésemos chicos, tendríamos que enzarzarnos en una tremenda pelea». Bueno, Retta no era una luchadora. Habría perdido esa pelea. La habría perdido de mala manera. Alma comprimió los brazos aún más alrededor de esta persona menuda, inútil, preciosa. Cerró los ojos con todas sus fuerzas, pero las lágrimas se escaparon por la comisura de los párpados, de todos modos. Notó que Retta se quedaba inmóvil entre sus brazos. Qué fácil sería impedirle respirar. Estúpida Retta. Querida Retta, quien (¡incluso ahora!) resistía con éxito todos los intentos para no quererla.
Alma dejó a su amiga en el suelo.
Retta aterrizó con un grito ahogado y se tambaleó.
Alma se obligó a hablar.
—Te felicito por la dichosa noticia —dijo.
Retta gimió una vez y se aferró a su corpiño con manos temblorosas. Sonrió, tan insensata y confiada como siempre.
—¡Qué buena eres, Alma! —dijo Retta—. ¡Y cuánto me quieres!
En un extraño detalle de formalidad casi masculina, Alma tendió la mano a Retta y atinó a completar una frase más:
—Es lo que mereces.
***
—¿Lo sabías? —interrogó Alma a Prudence una hora más tarde, cuando la encontró tejiendo en el recibidor.
Prudence dejó las agujas en el regazo, cruzó las manos y no dijo nada. Prudence tenía la costumbre de no enzarzarse en una conversación antes de conocer bien las circunstancias. De todos modos, Alma esperó, pues deseaba obligarla a hablar, deseaba desenmascararla por algo. Pero ¿por qué? La cara de Prudence no reveló nada y, si Alma creía que Prudence era tan tonta como para hablar primero en esas circunstancias, es que no conocía a Prudence Whittaker.
En el silencio que siguió, Alma sintió que su ira ya no era una furia ardiente, sino algo más trágico e incontrolable, algo podrido y triste.
—¿Sabías —al fin Alma se vio obligada a preguntar— que Retta Snow se va a casar con George Hawkes?
La expresión de Prudence no cambió, pero Alma vio una fina línea blanca aparecer por un momento alrededor de los labios de su hermana, como si la boca se hubiera fruncido de la forma más sutil. La línea desapareció con la misma rapidez con que había surgido. Quizás fueran solo imaginaciones de Alma.
—No —respondió Prudence.
—¿Cómo ha podido ocurrir algo así? —preguntó Alma. Prudence no dijo nada, así que Alma siguió hablando—. Retta me ha dicho que están comprometidos desde la semana de la muerte de nuestra madre.
—Ya veo —dijo Prudence, tras una larga pausa.
—¿Sabía Retta que yo…? —Alma dudó y casi se echó a llorar—. ¿Sabía Retta que yo albergaba sentimientos por él?
—¿Cómo voy a saberlo yo? —respondió Prudence.
—¿Lo supo de tus labios? —La voz de Alma era insistente y entrecortada—. ¿Se lo dijiste? Eres la única persona que pudo decirle que yo estaba enamorada de George.
Volvió a aparecer la línea blanca alrededor de los labios de su hermana, durante un instante no tan breve. No había lugar a dudas. Era cólera.
—Esperaba, Alma —dijo Prudence—, que me conocieras mejor después de tantos años. Si alguien acudiese a mí en busca de chismorreos, ¿volvería a casa satisfecho?
—¿Alguna vez Retta acudió a ti en busca de chismorreos?
—Poco importa si lo hizo o no, Alma. ¿Alguna vez me has visto desvelar un secreto?
—¡Deja de contestarme con acertijos! —gritó Alma. Bajó la voz—: ¿Dijiste o no dijiste a Retta Snow que estoy enamorada de George Hawkes?
Alma vio una sombra cruzar la puerta, vacilar y desaparecer. No vio sino el atisbo de un delantal. Alguien (una doncella) iba a entrar en el recibidor, pero cambió de opinión y se escabulló. ¿Por qué no había nunca intimidad en esta casa? Prudence vio la sombra también, y no le gustó. Se levantó y se situó frente a Alma, cara a cara, con un aire casi amenazador. Debido a la diferencia de altura, las hermanas no podían mirarse frente a frente, pero Prudence logró mirar a Alma desde lo alto, a pesar de ser treinta centímetros más baja.
—No —dijo Prudence—. No le he dicho nada a nadie, y no lo haré nunca. Es más: tus insinuaciones me ofenden y son injustas tanto para Retta Snow como para el señor Hawkes, cuyos asuntos (eso espero) solo les atañe a ellos. Lo peor de todo es que tus indagaciones te degradan. Lamento tu decepción, pero debemos nuestros mejores deseos por su buena fortuna a nuestros amigos.
Alma comenzó a hablar de nuevo, pero Prudence la interrumpió.
—Recupera la compostura antes de hablar de nuevo, Alma —advirtió—, o te vas a arrepentir de lo que digas.
Bueno, eso era indiscutible. Alma ya se arrepentía de lo que había dicho. Deseó no haber comenzado esta conversación. Pero ya era demasiado tarde. Lo mejor habría sido ponerle fin en ese momento. Era una oportunidad estupenda para que Alma cerrase la boca. Por desgracia, sin embargo, era incapaz de controlarse a sí misma.
—Solo quería saber si Retta me había traicionado —espetó Alma.
—¿De verdad? —dijo Prudence, sin alterarse—. Por lo tanto, ¿es tu teoría que nuestra amiga, la señorita Retta Snow, la criatura más cándida que he conocido en mi vida, te robó a George Hawkes a sabiendas? ¿Con qué propósito, Alma? ¿Por el mero placer de ganar? Y, ya que hablamos de ello, ¿también crees que yo te traicioné? ¿Crees que le conté tu secreto a Retta para burlarme de ti? ¿Crees que animé a Retta a perseguir al señor Hawkes, como en un juego perverso? ¿Crees que deseo verte sufrir?
Santo cielo, Prudence podía ser implacable. Hablaba casi como una abogada. Alma no se había sentido tan mal ni tan mezquina antes. Se sentó en la silla más cercana y se quedó mirando el suelo. Pero Prudence siguió a Alma a la silla, se paró junto a ella y continuó hablando.
—Mientras tanto, Alma, yo también tengo noticias que compartir, y lo voy a hacer ahora, dado que se trata de un tema similar. Tenía intención de esperar hasta que nuestra familia dejara el luto, pero veo que tú ya has decidido que se ha acabado el luto familiar. —Prudence tocó el brazo de Alma, donde no estaba el brazalete negro, y Alma se estremeció—. Yo también voy a casarme —anunció Prudence, sin rastro de dicha ni satisfacción—. El señor Arthur Dixon ha pedido mi mano, y he aceptado.
La cabeza de Alma, por un momento, se vació. En el nombre de Dios, ¿quién era Arthur Dixon? Por fortuna, no formuló la pregunta en voz alta, ya que enseguida, por supuesto, recordó quién era, y se sintió absurda ante su olvido. Arthur Dixon: su tutor. Ese hombre encorvado e infeliz, quien logró meter el francés en la cabeza de Prudence y quien ayudó a Alma sin placer alguno a perfeccionar su griego. Esa triste criatura de suspiros húmedos y toses pesarosas. Esa figurilla tediosa, cuya cara Alma no había recordado desde la última vez que la vio, que fue… ¿cuándo? ¿Hacía cuatro años? ¿Cuando al fin se fue de White Acre para convertirse en profesor de idiomas clásicos en la Universidad de Pensilvania? No, comprendió Alma con un respingo, no era así. Había visto a Arthur Dixon hacía poco, en el funeral de su madre. Incluso habló con él. Arthur Dixon le ofreció el pésame, amable, y Alma se preguntó qué hacía allí ese hombre.
Bueno, ya lo sabía. Estaba ahí para cortejar a su antigua alumna, al parecer, quien daba la casualidad de que era la joven más hermosa de Filadelfia y, era digno de mención, una de las más ricas, al menos en potencia.
—¿Cuándo tuvo lugar el compromiso? —preguntó Alma.
—Justo antes de la muerte de nuestra madre.
—¿Cómo?
—De la forma habitual —respondió Prudence con frialdad.
—¿Y todo esto ocurrió a la vez? —preguntó Alma. La idea le provocaba náuseas—. ¿Te prometiste al señor Dixon al mismo tiempo que Retta Snow se prometía a George Hawkes?
—No estoy al tanto de los asuntos de otras personas —dijo Prudence. Pero suavizó el tono, solo un poco, y concedió—: Pero eso parece… o casi. Mi petición de mano parece haber ocurrido unos días antes. Aunque no tiene ninguna importancia.
—¿Lo sabe padre?
—Lo va a saber pronto. Arthur esperaba al fin de nuestro luto para pedir mi mano.
—Pero ¿qué diablos va a decir Arthur Dixon a padre, Prudence? A ese hombre lo aterroriza padre. No puedo ni imaginarlo. ¿Cómo va a salir Arthur de esa conversación sin desmayarse? ¿Y qué vas a hacer durante el resto de tu vida… casada con un académico?
Prudence se irguió cuan alta era y se alisó las faldas.
—Me pregunto si sabes, Alma, que la respuesta más tradicional al anuncio de un compromiso es desear a la novia muchos años de salud y felicidad…, en especial si la novia es tu hermana.
—Oh, Prudence, lo siento —comenzó Alma, avergonzada de sí misma una vez más ese día.
—No pasa nada —dijo Prudence y se volvió hacia la puerta—. No esperaba otra cosa.
***
En las vidas de todos nosotros hay días que desearíamos borrar del libro de nuestra existencia. Tal vez deseamos borrar un día en concreto porque nos trajo un dolor tan lacerante que a duras penas somos capaces de pensar en ello. O tal vez deseemos tachar un episodio para siempre por lo mal que nos portamos ese día: fuimos despreciablemente egoístas o insensatos en grado sumo. O tal vez hicimos daño a otra persona y deseemos desmemoriar la culpa. Por desgracia, algunos días reúnen esas tres cosas a la vez: cuando, tristísimos e insensatos, hacemos un daño imperdonable a alguien, todo al mismo tiempo. Para Alma, ese día fue el 10 de enero de 1821. Habría hecho cualquier cosa para arrancar todo ese día de la historia de su vida.
No se perdonaría jamás que su respuesta inicial a las dichosas nuevas de su querida amiga y su pobre hermana hubiese sido una triste demostración de celos, insensibilidad y (en el caso de Retta, al menos) violencia física. ¿Qué les había enseñado Beatrix? «Nada es tan fundamental como la dignidad, niñas, y el tiempo acabará demostrando quién la tiene». En lo que a Alma atañe, ese 10 de enero de 1821 había demostrado ser una joven sin dignidad.
Esto la mortificaría durante muchos años. Alma se torturaba imaginando (una y otra vez) las diferentes maneras en que podría haberse comportado ese día, de haber controlado sus bajas pasiones. En sus revisadas conversaciones con Retta, Alma abrazaba a su amiga con una ternura ejemplar ante la mera mención del nombre de George Hawkes y decía con tono firme: «Qué afortunado es de tenerte». En sus revisadas conversaciones con Prudence, Alma no acusaba a su hermana de haberla traicionado, y menos aún acusaba a Retta de haberle robado a George Hawkes, y, cuando Prudence anunciaba su compromiso con Arthur Dixon, Alma sonreía con cariño, la tomaba de las manos y decía: «¡No puedo imaginar un caballero más apropiado para ti!».
Sin embargo, por desgracia no recibimos segundas oportunidades tras un episodio fallido.
Para ser justos, el 11 de enero de 1821 (¡tan solo un día más tarde!) Alma ya era mucho mejor persona. Recuperó la compostura tan pronto como pudo. Se comprometió con firmeza a contemplar ambos compromisos con gentileza. Se obligó a interpretar el papel de joven serena, encantada de ver felices a los demás. Y, cuando llegaron las bodas al mes siguiente, apenas separadas por una semana, Alma logró ser una invitada agradable y alegre en ambos eventos. Fue servicial con las novias y educada con los novios. Nadie vio una fisura en ella.
Dicho todo esto, Alma sufría.
Había perdido a George Hawkes. La habían abandonado su hermana y su única amiga. Tanto Prudence como Retta, justo después de las bodas, se mudaron al otro lado del río, al centro de Filadelfia. Violín, tenedor y cuchara habían llegado al fin de su historia. En White Acre solo permanecería Alma (quien había decidido hacía mucho tiempo que ella era el tenedor).
Alma halló cierto consuelo en el hecho de que nadie, salvo Prudence, sabía de su antiguo amor por George Hawkes. Nada podía hacer para anular las apasionadas confesiones que tan imprudentemente había compartido con Prudence a lo largo de los años (y, cielos santos, cómo lo lamentaba), pero al menos Prudence era una tumba de la que nunca saldría un secreto. El mismo George no parecía sospechar lo que Alma había sentido por él, ni ella tenía razones para sospechar que esos sentimientos hubieran sido compartidos. Tras su matrimonio, George trataba a Alma exactamente igual que antes. Había sido amable y profesional en el pasado, y seguía siendo amable y profesional ahora. Para Alma, esto era consolador y desolador al mismo tiempo. Era consolador porque nada turbaría su relación, nada suscitaría una humillación pública. Era desolador porque al parecer nunca hubo nada entre ellos…, salvo lo que Alma se permitió soñar.
Todo la avergonzaba terriblemente, cuando pensaba en ello. Por desgracia, a veces es imposible no mirar atrás.
Por otra parte, ahora daba la impresión de que Alma iba a quedarse en White Acre para siempre. Su padre la necesitaba. Era más evidente cada día. Henry había dejado marchar a Prudence sin rechistar (de hecho, bendijo a su hija adoptada con una generosa dote y no fue rudo con Arthur Dixon, a pesar de que era aburridísimo y presbiteriano), pero Henry no permitiría marcharse a Alma. Prudence no tenía valor para Henry, pero Alma era esencial, sobre todo ahora que Beatrix no estaba.
Así que Alma reemplazó a su madre. Se vio obligada a asumir ese papel, ya que nadie más podía controlar a Henry. Alma escribía las cartas de su padre, saldaba sus cuentas, escuchaba sus quejas, limitaba su consumo de ron, comentaba sus planes y aliviaba sus indignaciones. Convocada a su despacho a cualquier hora del día o de la noche, Alma nunca sabía qué podría necesitar su padre ni cuánto tiempo requeriría el encargo. A veces lo encontraba sentado al escritorio, rayando un montón de monedas de oro con una aguja de coser para tratar de averiguar si el oro era falso, y deseaba la opinión de Alma. O a veces se aburría y deseaba que Alma le trajese una taza de té o jugase a los naipes con él, o le recordase la letra de una vieja canción. Cuando le dolía el cuerpo, o si le acababan de sacar una muela o si le habían aplicado un apósito en el pecho, Henry convocaba a Alma al despacho solo para contarle cuánto sufría. O, sin razón aparente, deseaba simplemente hacer inventario de sus quejas. («¿Por qué el cordero ha de saber a carnero en esta casa?», exigía saber. «¿Por qué las doncellas están siempre moviendo las alfombras? Uno ya no sabe ni dónde poner el pie. ¿Cuántas veces quieren que me tropiece?»).
En sus días más ajetreados, más sanos, Henry encargaba a Alma trabajos de verdad. A veces necesitaba que Alma escribiese una carta amenazante a un prestatario que se atrasaba en los pagos. («Dile que comience a pagarme en una quincena o me encargaré de que sus hijos pasen el resto de sus vidas en un asilo de pobres», dictaba Henry, mientras Alma escribía: «Estimado señor: Con el mayor de los respetos, le ruego que se digne a honrar esta deuda que…»). O Henry recibía una colección de especímenes botánicos secos del extranjero, que Alma debía reconstituir en agua y clasificar antes de que se pudriesen. O necesitaba que escribiese una carta a un subordinado que se mataba a trabajar en Tasmania, en los rincones más remotos del planeta, en busca de plantas exóticas para The Whittaker Company.
—Dile a ese flacucho holgazán —decía Henry, lanzando una tablilla a su hija, al otro lado del escritorio— que no me sirve de nada que me informe de haber encontrado tal y cual ejemplar en las riberas de un arroyo cuyo nombre probablemente se ha inventado, o eso parece, porque no sale en ningún mapa. Dile que necesito detalles útiles. Dile que me importan un rábano las noticias acerca de sus problemas de salud. Yo también tengo problemas de salud, pero ¿acaso le cuento mis penas? Dile que le concedo diez dólares de cada cien por todos los especímenes, pero que necesito que sea preciso y que los especímenes sean identificables. Dile que deje de pegar muestras secas en el papel, porque así las destruye, lo que ya debería saber a estas alturas, maldita sea. Dile que use dos termómetros en las cajas de Ward, uno pegado al cristal y otro metido en la tierra. Dile que, antes de enviar más especímenes, convenza a los marinos de que saquen las cajas de las cubiertas si se esperan heladas, porque no pienso pagar ni un centavo por otro envío de moho ennegrecido que se hace pasar por una planta. Y dile que no, que no pienso enviarle otro adelanto. Dile que tiene suerte de seguir empleado, teniendo en cuenta que está haciendo lo posible para dejarme en la ruina. Dile que le pagaré de nuevo cuando se lo merezca.
«Estimado señor —comenzaba a escribir Alma—: Desde The Whittaker Company le ofrecemos nuestra más sincera gratitud por sus recientes esfuerzos y le rogamos que nos disculpe por cualquier inconveniente que haya sufrido…».
Nadie más podía hacer este trabajo. Tenía que ser Alma. Era lo que Beatrix había dicho en su lecho de muerte: Alma no podía dejar a su padre.
¿Sospechaba Beatrix que Alma nunca se casaría? Probablemente, pensó Alma. ¿Quién la querría como esposa? ¿Quién querría a esta gigantesca criatura que superaba el metro ochenta, que almacenaba un exceso de saberes y cuyo pelo tenía la forma de una cresta de gallo? George Hawkes había sido el mejor candidato (el único, en realidad), y se había ido. Alma sabía que sería imposible encontrar un buen marido y así se lo dijo un día a Hanneke de Groot, mientras ambas mujeres cortaban madera en el viejo jardín griego de su madre.
—Mi turno no va a llegar nunca, Hanneke —dijo Alma, sin venir a cuento. No lo dijo con lástima, sino con absoluta franqueza. Cuando hablaba en neerlandés (y solo hablaba en neerlandés con Hanneke), Alma siempre sentía el impulso de ser franca.
—Dale tiempo al tiempo —dijo Hanneke, que sabía muy bien de qué hablaba Alma—. Tal vez aún aparezca un marido para ti.
—Mi fiel Hanneke —dijo Alma con cariño—, seamos sinceras con nosotras mismas. ¿Quién iba a poner una alianza en estas manos de pescadora que tengo? ¿Quién besaría esta enciclopedia que llevo por cabeza?
—Yo la beso —dijo Hanneke, que se acercó a Alma para besarla en la frente—. Así, ya está. Deja de quejarte. Siempre te comportas como si lo supieras todo, pero no lo sabes todo. Tu madre tenía ese mismo defecto. He visto más de la vida que tú, con diferencia, y te digo que no eres demasiado vieja para casarte… y quizás críes una familia algún día. No hay prisa. Mira a la señora Kingston, en Locust Street. Cincuenta años tendrá, ¡y acaba de regalarle unos mellizos a su marido! Toda una mujer de Abraham, eso es lo que es. Alguien debería estudiar su vientre.
—Confieso, Hanneke, que no creo que la señora Kingston tenga cincuenta años. Tampoco creo que desee que estudiemos su vientre.
—Solo digo que no conoces el futuro, niña, tan bien como crees. Y hay algo más que debo decirte. —Hanneke dejó de trabajar y su voz se volvió muy seria—: Todo el mundo sufre decepciones, niña.
A Alma le encantaba el sonido de la palabra «niña» en neerlandés. Kindje. Era el apodo que Hanneke le había dado desde que era joven y temerosa y se subía a la cama del ama de llaves en mitad de la noche. Kindje. Ese sonido era una forma de calidez.
—Sé que todo el mundo sufre decepciones, Hanneke.
—No estoy tan segura. Aún eres joven, así que solo piensas en ti misma. No percibes las tribulaciones que acechan a tu alrededor a los demás. No protestes; es la verdad. No te critico. Yo era igual de egoísta cuando tenía tu edad. Es costumbre de los jóvenes ser egoístas. Ahora soy más sabia. Es una pena que no podamos poner una cabeza vieja sobre unos hombros jóvenes, para que así fueses sabia también. Pero algún día comprenderás que nadie pasa por este mundo sin sufrir, no importa lo que pienses de ellos o de su supuesta buena suerte.
—¿Qué hacemos, entonces, con nuestros sufrimientos? —preguntó Alma.
No habría formulado esa pregunta a un pastor, a un filósofo o a un poeta, pero le acuciaba la curiosidad (la desesperación, incluso) por oír la respuesta de Hanneke de Groot.
—Bueno, niña, puedes hacer lo que quieras con tu sufrimiento —dijo Hanneke con suavidad—. Te pertenece. Pero te voy a decir lo que hago yo con el mío. Lo agarro del pelo, lo tiro al suelo y lo aplasto con las suelas de mis botas. Te sugiero que aprendas a hacer lo mismo.
***
Y Alma lo hizo. Aprendió a aplastar sus decepciones bajo las suelas de las botas. Además, poseía unas botas muy robustas, así que estaba bien equipada para la tarea. Se esforzó en reducir sus sinsabores a un polvo arenoso que pudiese arrojar a una zanja. Lo hizo todos los días, a veces incluso varias veces al día, y así siguió adelante.
Pasaron los meses. Alma ayudaba a su padre, ayudaba a Hanneke, trabajaba en los invernaderos y a veces organizaba cenas formales en White Acre para diversión de Henry. Muy pocas veces veía a su vieja amiga Retta. Menos aún a Prudence, pero la veía en ocasiones. Solo por la fuerza de la costumbre, Alma acudía a misa los domingos, si bien a menudo, qué vergüenza, a esas visitas a la iglesia seguían visitas al cuarto de encuadernar, con el fin de vaciar la mente tocando el cuerpo. Ya no era alegre ese hábito en el cuarto de encuadernar, pero de algún modo la liberaba.
Se mantenía ocupada, pero no tenía ocupaciones suficientes. Al cabo de un año, sintió un letargo invasor que la asustó mucho. Anhelaba un empleo o una iniciativa que despertase sus considerables energías intelectuales. En un principio, los asuntos comerciales de su padre sirvieron de ayuda en ese sentido, pues el trabajo colmaba sus días con preocupaciones acuciantes, pero pronto la eficacia de Alma se convirtió en su enemiga. Llevaba a cabo las tareas de The Whittaker Company demasiado bien y demasiado rápido. Pronto, una vez que hubo aprendido todo lo que necesitaba saber acerca de las importaciones y exportaciones botánicas, Alma era capaz de completar el trabajo de Henry en cuatro o cinco horas al día. Sencillamente, no eran suficientes horas. Así quedaban demasiadas horas libres, y las horas libres eran peligrosas. Las horas libres le ofrecían demasiadas oportunidades para analizar esas decepciones que debería estar aplastando bajo la suela de la bota.
Asimismo, por esta época (el año que siguió a las bodas) Alma hizo un descubrimiento significativo e incluso sobrecogedor: en contra de lo que creía en su infancia, Alma comprendió que White Acre no era, en realidad, un lugar muy grande. Por el contrario, era un lugar diminuto. Sí, la finca se extendía más de quinientas hectáreas, con casi dos kilómetros de río, con un bosque virgen de considerable tamaño, con una casa inmensa, con una biblioteca espectacular, con una vasta red de establos, invernaderos, estanques y arroyos…, pero, si estos eran los límites del mundo, como le ocurría a Alma, entonces era un mundo muy pequeño. Cualquier lugar del que no se puede salir es pequeño…, ¡más aún para una naturalista!
El problema es que Alma se había pasado la vida estudiando la naturaleza de White Acre, y conocía el lugar demasiado bien. Conocía todos los árboles, rocas, pájaros y florecillas. Conocía todas las arañas, todos los escarabajos, todas las hormigas. No había nada nuevo que explorar. Sí, podría estudiar las nuevas plantas tropicales que llegaban a los impresionantes invernaderos de su padre cada semana, pero ¡eso no era descubrir! ¡Alguien ya había descubierto esas plantas! Y la tarea de un naturalista, o así lo creía Alma, era descubrir. Pero no existía tal posibilidad para ella, dado que ya se había topado con los límites de su mundo. Al comprenderlo, se asustó y fue incapaz de dormir por la noche, lo cual, a su vez, la asustó aún más. Temía la inquietud que comenzaba a apoderarse de ella. Casi oía a su mente dando vueltas dentro del cráneo, enjaulada y molesta, y sintió el peso de los años que le quedaban por vivir, que se extendían ante ella como una amenaza intimidante.
Taxonomista nata con nada nuevo que clasificar, Alma apaciguó su desasosiego poniendo otras cosas en orden. Ordenó y alfabetizó el despacho de su padre. Arregló la biblioteca y se deshizo de los libros que no tenían valor. Organizó la colección de jarras de sus estantes según la altura y creó sistemas cada vez más perfeccionados de ordenación, lo cual explica que, a primeras horas de una mañana de junio de 1822, Alma Whittaker, a solas en la cochera, revisase todos los artículos que había escrito para George Hawkes. Trataba de decidir si organizar estos viejos números de Botánica Americana por tema o por cronología. Era una tarea innecesaria, pero le llevaría una hora.
En la parte inferior del montón, sin embargo, Alma encontró su primer ensayo: el que había escrito cuando tenía solo dieciséis años, acerca de la Monotropa hypopitys. Lo leyó de nuevo. Si bien el estilo era un tanto infantil, la ciencia era sólida y su teoría, según la cual esta planta que vivía en las sombras era un parásito despiadado y astuto, aún parecía válida. Cuando miró de cerca sus viejas ilustraciones de la Monotropa, casi se rio de su rudimentaria torpeza. Sus diagramas parecían esbozados por una niña, lo cual, en el fondo, era cierto. No es que se hubiera convertido en una brillante artista en los últimos años, pero estas ilustraciones eran muy pobres. George fue muy amable al publicarlas. Su Monotropa crecía en un lecho de musgo, pero, en la representación de Alma, la planta parecía crecer en un viejo colchón destartalado. Nadie habría podido identificar esos tristes bultos que se extendían al fondo del dibujo como musgo. Debería haber mostrado muchos más detalles. Como buena naturalista, debería haber hecho una ilustración que mostrase en qué variedad de musgo crecía la Monotropa.
Al pensarlo más detenidamente, Alma cayó en la cuenta de que no sabía en qué variedad de musgo crecía la Monotropa hypopitys. Al pensarlo aún más detenidamente, comprendió que no sabía con certeza si ni siquiera sería capaz de distinguir diferentes variedades de musgo. ¿Cuántas había, en cualquier caso? ¿Unas pocas? ¿Una docena? ¿Varios cientos? Sorprendentemente, no lo sabía.
Sin embargo, ¿dónde lo podría haber aprendido? ¿Quién había escrito sobre el musgo? ¿O incluso sobre los Bryophyta en general? Por lo que sabía, no había ni un solo libro bien documentado sobre el tema. Nadie había cimentado su carrera en este tema. ¿Quién lo habría deseado? Los musgos no eran orquídeas, al fin y al cabo. No eran cedros del Líbano. No eran grandes ni hermosos ni vistosos. Ni poseían cualidades medicinales ni lucrativas, con las cuales un hombre como Henry Whittaker pudiese amasar una fortuna. (Aunque Alma recordó que su padre le había contado que había envuelto sus preciosas semillas de quino en musgo seco, para conservarlas en el viaje desde Java). ¿Quizás Gronovius escribió algo acerca de los musgos? Tal vez. Pero la obra de ese viejo holandés ya tenía setenta años: era anticuada e incompleta. Era evidente que nadie prestaba demasiada atención al musgo. Incluso Alma había cubierto las grietas de las viejas paredes de su cochera con pedazos de musgo, como si fuera algodón común.
Lo había pasado por alto.
Alma se levantó enseguida, se envolvió en un chal y salió corriendo con una lupa en el bolsillo. Era una mañana fresca y un poco nublada. La luz era perfecta. No tenía que ir lejos. En una elevación junto a la orilla del río, Alma sabía que se encontraba un cúmulo de rocas calizas, a la sombra de unos árboles cercanos. Ahí, recordó, encontraría musgo, ya que ahí fue donde recolectó el aislante para el despacho.
Lo recordaba bien. Justo en esa frontera entre la piedra y la madera, Alma llegó a la primera roca. Era más grande que un buey dormido. Tal como sospechaba y deseaba, estaba cubierta de musgo. Alma se arrodilló en la hierba alta y acercó el rostro a la piedra tanto como pudo. Y ahí, sin elevarse ni dos centímetros de la superficie de la roca, vio un bosque magnífico y diminuto. Nada se movía en ese mundo musgoso. Lo miró tan de cerca que lo olía: húmedo, rico y antiguo. Delicadamente, Alma pasó la mano por esa arboleda tupida y menuda. Se encogía bajo la palma de su mano y, a continuación, se alzaba de nuevo, sin queja alguna. Había algo conmovedor en la forma en que reaccionaba ante ella. El musgo era cálido y esponjoso, más cálido que el aire que lo rodeaba, y más húmedo de lo que esperaba. Parecía disponer de su propio clima.
Alma se llevó la lupa al ojo y miró de nuevo. Ahora ese bosque en miniatura se reveló en majestuoso detalle. Sintió que se le cortaba la respiración. Era un reino asombroso. Era la jungla del Amazonas vista desde el lomo de un águila harpía. Recorrió con la mirada ese paisaje sorprendente, siguiendo sus caminos en todas direcciones. Había ahí ricos y abundantes valles llenos de árboles pequeñísimos de cabello trenzado de sirena y viñas minúsculas y enredadas. Había ahí afluentes apenas visibles que recorrían esa jungla, y había un océano en miniatura en una depresión en el centro de la roca, donde caía toda el agua.
Al otro lado del océano (la mitad de grande que el chal de Alma) encontró un continente de un musgo diferente por completo. En este nuevo continente, todo era distinto. Este rincón de la roca debía de recibir más luz solar que el resto, pensó. ¿O un poco menos de lluvia? En cualquier caso, era un clima nuevo. Aquí, el musgo crecía en formaciones montañosas del tamaño de los brazos de Alma, en forma de pinos de un verde más oscuro y sombrío. Aún, en otro cuadrante de la misma roca, encontró extensiones de desierto infinitesimales, habitadas por una especie de musgo robusto, seco, exfoliado, que tenía el aspecto del cactus. En otros lugares, encontró profundos y diminutos fiordos de musgos con trazas del hielo invernal, pero también cálidos estuarios, catedrales en miniatura y cuevas de piedra caliza del tamaño de su pulgar.
Entonces Alma alzó la cara y vio lo que había ante ella: docenas de rocas semejantes, más de las que podía contar, todas ellas así enmoquetadas, todas ellas diferentes de un modo sutil. Cada vez le costaba más respirar. Aquí estaba el mundo entero. Esto era más grande que el mundo. Esto era el firmamento del universo, visto por uno de los poderosos telescopios de William Herschel. Esto era planetario y vasto. Ahí había galaxias antiguas y vírgenes, que se extendían frente a ella… ¡y todo estaba justo aquí! Aún veía la casa. Aún veía las viejas y familiares barcas del río Schuylkill. Oía las voces distantes de los paisajistas de su padre, que trabajaban en el huerto de melocotoneros. Si Hanneke hubiese tocado la campana del almuerzo en ese instante, la habría oído.
El mundo de Alma y el mundo del musgo habían estado entrelazados todo este tiempo, tumbados uno encima del otro, trepando uno sobre el otro. Pero uno de estos mundos era ruidoso, grande y veloz, mientras que el otro era silencioso, diminuto y lento… y solo uno de estos dos mundos parecía inconmensurable.
Alma hundió los dedos en esa piel verde y sintió una oleada de alegría. ¡Todo esto podía ser suyo! Ningún botánico se había dedicado solo al estudio de este campo infravalorado, pero Alma podía hacerlo. Disponía del tiempo para ello, así como de la paciencia. Disponía de las facultades para ello. Sin duda, disponía de los microscopios para ello. Incluso tenía un editor…, pues, a pesar de lo que hubiese ocurrido entre ambos (o no hubiese ocurrido), George Hawkes siempre estaría encantado de publicar los hallazgos de A. Whittaker, cualesquiera que fueren.
Al darse cuenta de todo ello, la existencia de Alma pareció más grande y mucho más pequeña al mismo tiempo…, pero era una pequeñez agradable. El mundo se había reducido a innumerables milímetros de posibilidades. Podía vivir su vida en una generosa miniatura. Alma supo que lo mejor de todo era que nunca lo aprendería todo acerca de los musgos, pues ya percibía que existían demasiados por todo el mundo; los había por todas partes y de todas las variedades. Es probable que muriera de vieja antes de comprender ni la mitad de lo que ocurría en los campos de esta sola roca. «Bueno, pues ¡hurra!». Eso quería decir que Alma tendría algo que hacer durante el resto de su vida. No habría motivos para reposar. No habría motivos para ser infeliz. Quizás tampoco habría motivos para estar sola.
Tenía una labor.
Estudiaría los musgos.
Si Alma hubiese sido católica romana, tal vez se habría santiguado para dar las gracias a Dios por este descubrimiento; este encuentro tenía la cualidad ingrávida y maravillosa de una conversión religiosa. Pero Alma no era una mujer de excesiva pasión religiosa. Aun así, su corazón se elevó, esperanzado. Aun así, las palabras que pronunció en voz alta sonaron como una oración.
—Alabadas sean las labores que se alzan frente a mí —dijo—. Comencemos.