Capítulo diez

Ya era finales de julio de 1820.

Los Estados Unidos de América se encontraban en una recesión económica, el primer periodo de decadencia en su breve historia, y Henry Whittaker, por una vez, ese año no disfrutaba de un impresionante balance en sus negocios. No es que corriesen tiempos difíciles para él (no, de ningún modo), pero sentía una presión desacostumbrada. En Filadelfia el mercado de plantas tropicales exóticas estaba saturado, y los europeos se habían cansado de las exportaciones estadounidenses. Peor aún, parecía que todos los cuáqueros de la ciudad estaban dispuestos a abrir un dispensario y fabricar píldoras, pomadas y ungüentos. Ningún rival había superado la popularidad de los productos Garrick & Whittaker, pero quizás lo lograsen pronto.

Henry deseaba recibir el consejo de su esposa al respecto, pero Beatrix se había sentido mal todo el año. Sufría mareos y, en ese verano tan caluroso y molesto, su estado empeoró. Su capacidad para trabajar se había visto mermada y se quedaba sin aliento enseguida. Nunca se quejaba y trataba de mantenerse al día con el trabajo, pero la salud la traicionaba y Beatrix se negaba a acudir a un médico. No creía en médicos, ni en farmacéuticos, ni en medicinas; toda una ironía, dado el negocio familiar.

Tampoco la salud de Henry era de hierro. Tenía sesenta años. Los ataques de esa vieja dolencia tropical eran más duraderos últimamente. Las cenas eran ahora difíciles de planear, ya que era imposible saber si Henry y Beatrix estarían en condiciones de recibir invitados. Este hecho enojaba y cansaba a Henry, y cuando él se enfadaba todo se complicaba en White Acre. Sus temperamentales estallidos de furia eran cada vez más virulentos. «¡Alguien pagará por esto! ¡Ese bastardo está acabado! ¡Lo voy a destruir!». Las doncellas se escondían tras las esquinas cada vez que lo veían venir.

Las malas noticias también llegaban de Europa. El emisario y agente internacional de Henry, Dick Yancey (ese inglés alto de Yorkshire que tanto asustaba a Alma de niña), había llegado recientemente a White Acre con información inquietante: un par de químicos de París habían logrado aislar una sustancia llamada quinina, hallada en la corteza del quino. Aseguraban que este compuesto era el misterioso ingrediente de la corteza de los jesuitas tan eficaz en el tratamiento de la malaria. Gracias a ese conocimiento, los químicos franceses podrían fabricar un producto mejor con la corteza: un polvo más ligero, más potente, más eficaz. En ese caso, socavarían el dominio de Henry en el negocio de la fiebre.

Henry se flagelaba (y atacaba un poco a Dick Yancey también) por no haberlo visto venir.

—¡Tendríamos que haberlo descubierto nosotros! —dijo Henry. Pero la química no era su punto fuerte. Era un inigualable arboricultor, un despiadado comerciante y un brillante innovador, pero, por mucho que lo intentase, no podía estar al tanto de todos los avances científicos del mundo. El conocimiento progresaba demasiado rápido para él. Recientemente otro francés había patentado una máquina para efectuar cálculos matemáticos llamada aritmómetro, que realizaba extensas divisiones. Un físico danés acababa de anunciar que existía una relación entre la electricidad y el magnetismo, y Henry ni siquiera entendía a qué se refería.

En pocas palabras, había demasiadas invenciones últimamente, y demasiadas ideas nuevas, complejísimas y dispersas. Ya no se podía ser un experto en generalidades, amasando un hermoso pastel de beneficios en todo tipo de ámbitos. Eso bastaba para que Henry Whittaker se sintiese viejo.

Pero las cosas tampoco iban tan mal. Dick Yancey dio a Henry una magnífica noticia durante esta visita: sir Joseph Banks había muerto.

Ese personaje sobrecogedor, antaño el hombre más apuesto de Europa, favorito de reyes, viajero alrededor del mundo, amante de reinas paganas en playas a mar abierto, introductor de miles de especies botánicas en Inglaterra, quien había enviado al joven Henry al ancho mundo a convertirse en Henry Whittaker…, ese hombre estaba muerto.

Muerto y pudriéndose en una cripta en algún lugar de Heston.

Alma, sentada en el estudio de su padre, donde estaba copiando cartas cuando Dick Yancey llegó y dio la noticia, se quedó sin aliento y dijo:

—Que Dios se apiade de él.

—Que Dios lo maldiga —corrigió Henry—. Trató de arruinarme, pero lo vencí.

Sin lugar a dudas, Henry parecía haber vencido a sir Joseph Banks. Cuando menos, había llegado a su altura. A pesar de las hirientes humillaciones de Banks de hacía tantos años, Henry había prosperado más de lo que cabía imaginar. No solo resultó victorioso en el comercio de la quina, sino que tenía intereses comerciales por todos los rincones del mundo. Se había convertido en un nombre importante. Casi todos sus vecinos le debían dinero. Los senadores, los propietarios de buques y los comerciantes solicitaban su bendición y anhelaban su mecenazgo.

Durante las últimas tres décadas, Henry había construido invernaderos en el oeste de Filadelfia que rivalizaban con los de Kew. Había logrado que florecieran en White Acre variedades de orquídeas que siempre se le resistieron a Banks junto al Támesis. En cuanto supo que Banks había adquirido una tortuga de ciento ochenta kilos para la colección de Kew, Henry compró dos para White Acre, obtenidas en las Galápagos y entregadas en persona por el incansable Dick Yancey. Henry había logrado incluso llevar los majestuosos nenúfares del Amazonas a White Acre (tan grandes y resistentes que podían soportar el peso de un niño), en tanto que Banks, cuando le llegó la hora de morir, ni siquiera había visto esos nenúfares.

Es más, Henry vivía la vida con la misma opulencia que Banks. Se había hecho una finca más grande e imponente en Estados Unidos que las de Banks en Inglaterra. Su mansión resplandecía en lo alto de la colina como si fuera una colosal hoguera, que arrojaba una luz impresionante por toda la ciudad de Filadelfia.

Henry incluso llevaba muchos años vistiéndose como sir Joseph Banks. Jamás olvidó cómo lo deslumbraron esos atuendos de niño, y se propuso, durante toda su existencia como hombre rico, imitar y superar el vestuario de Banks. Como resultado, en 1820 Henry aún lucía un estilo de ropa impropio para la época. Cuando en los Estados Unidos hacía ya mucho tiempo que los hombres preferían pantalones sencillos, Henry aún llevaba medias y calzones de seda, complejas pelucas blancas de imponente melena, relucientes hebillas de plata, chaquetas de puños enormes, blusas de amplios volantes y chalecos con brocados de intenso color lavanda o esmeralda.

Vestido de esa manera señorial y anticuada, Henry era un pintoresco personaje cuando paseaba por Filadelfia con sus coloridas galas georgianas. Lo acusaron de parecer una figura de cera de Peale’s Arcade, pero no le molestó. Ese era el aspecto que quería tener: el de sir Joseph Banks cuando lo vio por primera vez en su despacho de Kew, en 1776, cuando Henry el ladronzuelo (flaco, hambriento y ambicioso) fue llamado ante Banks el explorador (apuesto, elegante y distinguido).

Pero ahora sir Joseph Banks estaba muerto. Era un barón muerto, sin duda, pero estaba muerto. Mientras que Henry Whittaker (ese emperador de baja cuna y atuendo opulento de la botánica estadounidense) estaba vivo y prosperaba. Sí, le dolía la pierna, y su esposa estaba enferma, y los franceses acechaban el negocio de la malaria, y los bancos estadounidenses quebraban todos a su alrededor, y tenía un armario lleno de pelucas avejentadas, y no había tenido un hijo…, pero, por Dios, Henry Whittaker había derrotado a sir Joseph Banks.

Dio instrucciones a Alma para que fuese a la bodega en busca de la mejor botella de ron, para celebrarlo.

—Que sean dos botellas —dijo, pensándolo mejor.

—Tal vez no deberías beber demasiado esta noche —advirtió Alma, con cautela. Hacía poco que Henry se había recuperado de una fiebre y a Alma no le gustaba el aspecto de su rostro. Tenía una mirada que reflejaba una espantosa alteración emocional.

—Esta noche vamos a beber todo lo que queramos, viejo amigo —dijo Henry a Dick Yancey, como si Alma no hubiera hablado.

—Más de lo que queramos —dijo Yancey, que lanzó una mirada de advertencia a Alma que le heló los huesos. Dios, ese hombre no era de su agrado, por mucho que lo admirase su padre. Dick Yancey, según le dijo una vez su padre con tono orgulloso, era un tipo que venía bien tener a mano para zanjar una disputa, pues no las zanjaba con palabras, sino con navajas. Los dos hombres se conocieron en los muelles de Sulawesi en 1788, cuando Henry vio a Yancey subyugar a un par de oficiales de la marina británica sin decir una sola palabra. Henry lo contrató de inmediato como agente y guardián, y ambos habían saqueado el mundo juntos desde entonces.

Alma siempre se había sentido aterrorizada por Dick Yancey. Todo el mundo lo estaba. Incluso Henry llamaba a Dick «cocodrilo amaestrado» y una vez dijo: «Es difícil saber qué es más peligroso: un cocodrilo amaestrado o uno salvaje. En cualquier caso, no dejaría mucho tiempo la mano apoyada en su boca, que Dios lo bendiga».

Incluso de niña, Alma comprendía de modo innato que hay dos tipos de hombres silenciosos: un tipo era manso y deferente; el otro tipo era Dick Yancey. Sus ojos eran un par de tiburones que trazaban círculos lentamente y, al mirar a Alma, esos ojos dijeron con claridad meridiana: «Trae el ron».

Así que Alma bajó a la bodega y trajo, obediente, el ron: dos botellas bien llenas, una para cada hombre. A continuación, salió a la cochera, para desaparecer en el trabajo y huir de la embriaguez que se avecinaba. Mucho después de la medianoche, se quedó dormida en el diván, a pesar de lo incómodo que era, en lugar de regresar a casa. Se despertó al amanecer y cruzó el jardín griego para desayunar en la gran casa. Al acercarse, sin embargo, oyó que su padre y Dick Yancey aún estaban despiertos. Cantaban canciones de marinos a voz en grito. Henry no había estado en el mar desde hacía tres décadas, pero aún recordaba todas las canciones.

Alma se detuvo en la entrada, se apoyó en la puerta y escuchó. La voz de su padre, que retumbaba a través de la mansión en la luz grisácea de la mañana, sonaba triste, espeluznante y agotada. Sonaba como el eco inquietante de un océano lejano.

***

Antes de que pasaran dos semanas, en la mañana del 10 de agosto de 1820, Beatrix Whittaker se cayó por la escalera principal de White Acre.

Se despertó temprano esa mañana, y debía de sentirse bastante bien, ya que pensó que podría trabajar un poco en los jardines. Se puso las viejas zapatillas de cuero, se recogió el pelo tras un rígido gorro holandés y bajó las escaleras para ir a trabajar. Pero habían encerado los escalones el día anterior y las suelas de las zapatillas de cuero de Beatrix eran demasiado lisas. Perdió el equilibrio.

Alma ya estaba en el estudio de la cochera, concentrada en un artículo para Botánica Americana acerca de las fosas carnívoras de la utricularia, cuando vio a Hanneke de Groot, que atravesaba a todo correr el jardín griego. La primera reacción de Alma fue pensar lo cómico que era ver a la anciana ama de llaves corriendo: las faldas ondeaban y los brazos se sacudían, mientras la cara, roja, se retorcía por el esfuerzo. Era como ver un barril gigante de cerveza, ataviado con un vestido, dar saltos y vueltas por el patio. Casi estalló en una carcajada. Bastó un momento, sin embargo, para que Alma se intranquilizase. Era evidente que Hanneke se sentía angustiada, y no era una mujer dada a dejarse llevar por la angustia. Algo espantoso tenía que haber ocurrido.

Alma pensó: «Mi padre ha muerto».

Se llevó una mano al corazón. «Por favor, no. Por favor, mi padre no».

Hanneke estaba ante la puerta, los ojos abiertos de par en par mientras trataba de recuperar el aliento. El ama de llaves, que se ahogaba, tragó saliva y espetó: Je moeder is dood.

«Tu madre ha muerto».

***

Los criados llevaron a Beatrix de vuelta a su habitación y la tendieron en la cama. Alma casi temía entrar; solo en raras ocasiones había recibido permiso para acceder a la habitación de su madre. Vio que el rostro de su madre se había tornado grisáceo. Una contusión se elevaba en la frente y los labios estaban entreabiertos y ensangrentados. Tenía la piel fría. Los criados rodeaban el lecho. Una de las doncellas sostenía un espejo bajo la nariz de Beatrix, en busca de alguna señal de vida.

—¿Dónde está mi padre? —preguntó Alma.

—Aún duerme —respondió una doncella.

—No lo despertéis —ordenó Alma—. Hanneke, afloja el corsé.

Beatrix siempre había llevado la ropa muy ajustada sobre el corpiño: respetable, firme y sofocantemente ajustada. Ladearon el cuerpo sobre un costado y Hanneke deshizo los lazos. Aun así, Beatrix no respiró.

Alma se volvió hacia uno de los criados más jóvenes, un muchacho que daba la impresión de ser un corredor veloz.

—Tráeme sal volatile —dijo Alma.

El muchacho la miró, perplejo.

Alma reparó en que, con las prisas y los nervios, acababa de dirigirse a él en latín. Se corrigió a sí misma:

—Tráeme carbonato de amonio —dijo.

Una vez más, esa mirada perpleja. Alma se dio la vuelta y observó a todos los presentes. No vio más que rostros confusos. Nadie sabía de qué hablaba. No estaba usando las palabras adecuadas. Rastreó entre sus recuerdos. Lo intentó de nuevo:

—Tráeme virutas de cuerno de venado.

Pero no, tampoco ese era el término familiar… o al menos no para ellos. Era un nombre arcaico que solo un erudito conocería. Cerró los ojos con todas sus fuerzas y trató de evocar el nombre más reconocible de lo que deseaba. ¿Cómo lo llamaba la gente común? Plinio el Viejo lo llamó hammoniacus sal. Los alquimistas del siglo XIII lo usaban todo el tiempo. Pero de poco servirían las referencias a Plinio en estos momentos, ni la alquimia del siglo XIII iba a ayudar a nadie en esta habitación. Alma maldijo su mente, un cubo de basura lleno de idiomas muertos y saberes inútiles. Estaba perdiendo un tiempo precioso.

Al fin, lo recordó. Abrió los ojos y bramó una orden cuyo efecto no se hizo esperar.

—¡Sales aromáticas! —gritó—. ¡Venga! ¡Ve a buscarlas! ¡Tráemelas!

Enseguida, las sales aparecieron. Casi se perdió menos tiempo en encontrarlas que Alma en nombrarlas.

Alma frotó las sales bajo la nariz de su madre. Con un jadeo húmedo y roto, Beatrix inspiró. El círculo de doncellas y criados emitió varios gemidos y gritos ahogados y una mujer exclamó: «¡Loado sea el Señor!».

Por tanto, Beatrix no estaba muerta, pero permaneció inconsciente toda la semana. Alma y Prudence se turnaron para velar junto a su madre, durante el día y durante esas noches larguísimas. La primera noche, Beatrix vomitó dormida y Alma la limpió. También limpió la orina y los desechos.

Alma no había visto antes el cuerpo de su madre (salvo la cara, el cuello, las manos), pero cuando bañó la figura exánime sobre la cama vio que unos bultos duros deformaban los senos. Tumores. Tumores grandes. Uno supuraba a través de la piel un líquido oscuro. Al verlo Alma temió perder el equilibrio. La palabra que se le ocurrió venía del griego: karkinos. El cangrejo. Cáncer. Beatrix debía de estar padeciendo la enfermedad desde hacía mucho tiempo. Debía de haber vivido un tormento los últimos meses, si no años. No se había quejado una sola vez. Se limitaba a excusarse de la mesa en esos días en que el sufrimiento se volvía insoportable, y le quitaba importancia, como si fuera un simple vértigo.

Hanneke de Groot apenas durmió esa semana; traía compresas y caldos a todas horas. Hanneke envolvía la cabeza de Beatrix con sábanas limpias y húmedas, curaba el seno ulcerado, traía pan con mantequilla para las muchachas, intentaba pasar líquido por los labios de Beatrix. Para vergüenza suya, Alma a veces se sentía inquieta al lado de su madre, pero Hanneke se encargaba pacientemente de todos los deberes de una cuidadora. Beatrix y Hanneke habían pasado juntas toda la vida. Habían crecido en los jardines botánicos de Ámsterdam. Habían venido en el mismo barco desde Holanda. Ambas dejaron a sus familias al embarcarse hacia Filadelfia, para no volver a ver a sus padres ni hermanos. A veces, Hanneke lloraba sobre su señora y rezaba en neerlandés. Alma no lloró ni rezó. Tampoco Prudence… o, al menos, nadie la vio.

Henry irrumpía en la habitación a todas horas, abatido e inquieto. No era de ninguna ayuda. Todo era más fácil cuando se iba. Se sentaba junto a su esposa durante unos breves momentos solo para gritar: «¡Oh, no lo soporto más!», y salir en medio de una ristra de maldiciones. Se volvió desaliñado, pero Alma apenas tenía tiempo para él. Observaba cómo su madre se marchitaba bajo la elegante ropa de cama flamenca. Ya no era la formidable Beatrix van Devender Whittaker; era un cuerpo tristísimo e inerte, de un hedor penetrante y un declive desolado. Al cabo de cinco días, Beatrix sufrió una retención completa de la orina. Su abdomen se hinchó, duro y caliente. Ya no podía vivir mucho tiempo.

Llegó un médico, enviado por el farmacéutico James Garrick, pero Alma le dijo que se fuera. A su madre no le haría ningún bien que la sangraran ahora. En su lugar, Alma envió un mensaje al señor Garrick en el cual pedía que le preparara una tintura de opio líquido para echar gotas en la boca de su madre cada hora.

En la séptima noche, Alma dormía en su cama cuando Prudence (que estaba sentada junta a Beatrix) vino a despertarla con un toque en el hombro.

—Está hablando —dijo Prudence.

Alma sacudió la cabeza, tratando de recordar dónde estaba. Pestañeó ante la vela de Prudence. ¿Quién estaba hablando? Había soñado con cascos de caballos y animales alados. Sacudió la cabeza de nuevo, se ubicó, recordó.

—¿Qué dice? —preguntó Alma.

—Me ha pedido que saliera de la habitación —dijo Prudence sin mostrar ninguna emoción—. Te llamaba a ti.

Alma se echó un chal por los hombros.

—Ve a dormir —dijo a Prudence y llevó la vela a la habitación de su madre.

Los ojos de Beatrix estaban abiertos. Uno estaba inyectado en sangre. Ese ojo no se movía. El otro recorrió la cara de Alma, inquisitivo, sin perder detalle.

—Madre —dijo Alma, y miró a su alrededor en busca de una bebida para Beatrix. Había una taza de té frío en la mesilla, un resto de la reciente vigilia de Prudence. Beatrix no querría ese maldito té inglés, ni siquiera en su lecho de muerte. Aun así, no había nada más que beber. Alma llevó la taza a los labios resecos de su madre. Beatrix dio un sorbo y, a continuación, cómo no, frunció el ceño.

—Ahora te traigo café —se disculpó Alma.

Beatrix negó con la cabeza, muy levemente.

—¿Qué quieres que te traiga? —preguntó Alma.

No hubo respuesta.

—¿Quieres que venga Hanneke?

Beatrix pareció no escuchar, así que Alma repitió la pregunta, esta vez en neerlandés.

Zal ik Hanneke roepen?

Beatrix cerró los ojos.

Zal ik Henry roepen?

No hubo respuesta.

Alma tomó la mano de su madre, fría y pequeña. Nunca antes se habían dado la mano. Esperó. Beatrix no abrió los ojos. Alma estaba casi dormida cuando su madre habló, en inglés:

—Alma.

—Sí, madre.

—No te vayas.

—No te voy a dejar sola.

Pero Beatrix negó con la cabeza. Eso no era lo que quería decir. Una vez más, cerró los ojos. De nuevo Alma esperó, abrumada por el cansancio en aquella estancia lúgubre y llena de muerte. Pasó mucho tiempo hasta que Beatrix encontró la fuerza para completar su frase.

—No te vayas nunca de al lado de tu padre.

¿Qué podía decir Alma? ¿Qué prometemos a una mujer en su lecho de muerte? Sobre todo si esa mujer es nuestra madre. Prometemos lo que sea.

—Nunca me iré de su lado —dijo Alma.

De nuevo Beatrix rastreó la cara de Alma con su ojo bueno, como si sopesase la sinceridad de esa promesa. A todas luces satisfecha, cerró los ojos una vez más.

Alma dio a su madre otra gota de opio. La respiración de Beatrix era poco profunda y su piel estaba fría. Alma tenía la certeza de que su madre había dicho ya sus últimas palabras, pero casi dos horas más tarde, cuando Alma ya se había quedado dormida en la silla, oyó una tos cavernosa y se despertó sobresaltada. Pensó que Beatrix se ahogaba, pero solo intentaba hablar de nuevo. Una vez más, Alma mojó los labios de Beatrix con el odiado té.

—Me da vueltas la cabeza —dijo Beatrix.

—Voy a buscar a Hanneke —dijo Alma.

Sorprendentemente, Beatrix sonrió.

—No —dijo—. Is het prettig.

«Es agradable».

En ese momento Beatrix Whittaker cerró los ojos y (como si lo hubiese decidido ella misma) murió.

***

A la mañana siguiente, Alma, Prudence y Hanneke trabajaron juntas para limpiar y vestir el cadáver, envolverlo en la mortaja y prepararlo para el entierro. Fue un trabajo silencioso y triste.

No tendieron el cuerpo en el salón para el velatorio, pese a las costumbres del lugar. Beatrix no hubiera querido que la viesen y Henry no quería ver el cadáver de su esposa. No lo soportaría, dijo. Por otra parte, dado el calor que hacía, un entierro rápido era la opción más sensata e higiénica. El cuerpo de Beatrix había comenzado a descomponerse incluso antes de morir y todos temían una putrefacción insufrible. Hanneke ordenó a uno de los carpinteros de White Acre construir un ataúd rápido y simple. Las tres mujeres metieron bolsitas de lavanda por toda la mortaja a fin de retrasar el olor y, en cuanto el ataúd estuvo listo, un vagón llevó el cadáver de Beatrix a la iglesia, donde permaneció en un sótano frío hasta el entierro. Alma, Prudence y Hanneke se ataron crespones de luto en los brazos. Los llevarían durante los próximos seis meses. Con esa tela tan rígida alrededor del brazo, Alma se sentía como un árbol anillado.

En la tarde del funeral, caminaron detrás del carro, siguiendo al ataúd hasta el cementerio luterano sueco. El entierro fue breve, sencillo, eficiente y respetable. Acudieron menos de una docena de personas. James Garrick, el farmacéutico, estaba ahí. Tosió muchísimo durante toda la ceremonia. Alma sabía que tenía los pulmones destrozados, tras años de trabajar con la jalapa en polvo que le hizo rico. Dick Yancey estaba ahí, la coronilla reluciente resplandeciendo bajo el sol como un arma. George Hawkes estaba ahí, y Alma deseó dejarse rodear por esos brazos. Para sorpresa de Alma, su antiguo tutor, Arthur Dixon, también estaba ahí. No podía imaginar cómo se habría enterado el señor Dixon de la muerte de Beatrix, ni sabía si se había encariñado con su antigua patrona, pero le conmovió su presencia, y se lo dijo. Retta Snow también acudió. Retta se situó entre Alma y Prudence, sosteniendo una mano a cada una, y guardó un sorprendente silencio. De hecho, ese día Retta fue casi tan estoica como una Whittaker, lo que tenía su mérito.

No hubo lágrimas, ni Beatrix las hubiera querido. Desde el nacimiento hasta la muerte, Beatrix siempre enseñó que se debe emanar credibilidad, paciencia y moderación. Habría sido una pena, tras una vida de respetabilidad, haberse puesto sentimentales en el último momento. Después del funeral, tampoco habría una reunión en White Acre para beber limonada y compartir recuerdos y consuelos. Beatrix no habría aprobado nada de eso. Alma sabía que su madre siempre había admirado las instrucciones que Linneo, el padre de la taxonomía botánica, dejó a su familia acerca de su funeral: «No recibáis a nadie y no aceptéis condolencias».

Bajaron el ataúd a la tumba de arcilla fresca. El pastor luterano habló. La liturgia, la letanía, el credo de los apóstoles; todo acabó enseguida. No hubo panegírico, a la usanza luterana, pero hubo sermón, familiar y lúgubre. Alma trató de escuchar, pero el tono monótono del pastor le causó estupor y a sus oídos no llegaron más que fragmentos sueltos. El pecado es innato, escuchó. La gracia es un misterio concedido por Dios. La gracia ni se gana ni se pierde, ni aumenta ni disminuye. La gracia es poco común. No hemos de saber quién la tiene. Somos bautizados hasta la muerte. Te alabamos.

El cálido sol de verano ardía cruelmente en la cara de Alma. Todos los presentes entrecerraron los ojos, incómodos. Henry Whittaker estaba entumecido y desconcertado. Su única petición fue esta: una vez que el ataúd estuviese en el agujero, pidió que cubrieran la tapa con paja. Quería tener la certeza de que, cuando las primeras paladas de tierra golpearan el ataúd de su esposa, ese horrible sonido quedaría amortiguado.