Un día de otoño de 1819 Alma se encontraba sentada ante su escritorio en la cochera, enfrascada en la lectura del cuarto volumen de la historia natural de los invertebrados de Jean-Baptiste Lamarck, cuando vio una sombra que cruzaba el jardín griego de su madre.
Alma estaba acostumbrada a que los trabajadores de White Acre pasaran durante sus quehaceres y, por lo general, también había alguna perdiz o un pavo real picoteando el césped, pero esta criatura no era ni un trabajador ni un ave. Era una muchacha menuda, esbelta, morena, de unos dieciocho años, ataviada con un vestido rosa muy favorecedor. Mientras paseaba por el jardín, la joven giraba distraídamente una sombrilla con ribetes verdes y borlas. Era difícil tener la certeza, pero la muchacha parecía hablar consigo misma. Alma dejó al señor Lamarck y observó. La forastera no tenía ninguna prisa; de hecho, a la sazón encontró un banco donde sentarse y, a continuación, más sorprendentemente todavía, se recostó, cuan larga era, sobre la espalda. Alma miró, esperando que la joven se moviera, pero daba la impresión de que se había quedado dormida.
Todo esto era muy extraño. Había visitantes en White Acre esa semana (un experto en plantas carnívoras de la Universidad de Yale y un tedioso erudito que había escrito un importante tratado sobre la ventilación de los invernaderos), pero ninguno de ellos había traído a sus hijas. Claramente, esta chica tampoco era familiar de un trabajador de la finca. Ningún jardinero podría permitirse el lujo de comprar a su hija semejante sombrilla, y la hija de un trabajador jamás caminaría con tal familiaridad por el preciado jardín griego de Beatrix Whittaker.
Intrigada, Alma abandonó el trabajo y salió fuera. Se acercó a la muchacha sin hacer ruido, ya que no quería despertarla, pero al mirarla más de cerca vio que la joven no dormitaba en absoluto: se limitaba a mirar el cielo, con la cabeza apoyada en un montón de brillantes rizos negros.
—Hola —dijo Alma, mirando hacia abajo.
—¡Ah, hola! —respondió la muchacha, a quien no asustó en absoluto la aparición de Alma—. ¡Solo daba gracias al cielo por este banco!
La chica se incorporó, sonrió alegremente y dio unas palmaditas a su lado, invitando a Alma a sentarse junto a ella. Alma, obediente, se sentó, mientras estudiaba a su compañera de asiento. La muchacha, sin duda, tenía un aspecto extraño. De lejos parecía más guapa. Es cierto que tenía una preciosa silueta, un magnífico cabello y unos atractivos hoyuelos, pero de cerca se notaba que el rostro era un poco plano y redondo (como un plato), y sus ojos verdes eran demasiado grandes y efusivos. Parpadeaba sin cesar. Todo esto le hacía parecer demasiado joven, no demasiado inteligente y un poquito delirante.
La muchacha volvió su rostro alocado hacia Alma y preguntó:
—Dime, ¿oíste campanas anoche?
Alma sopesó la pregunta. De hecho, sí había oído campanas la noche anterior. Se había declarado un incendio en Fairmont Hill y las campanas repicaron en señal de alarma por toda la ciudad.
—Sí, las oí —dijo Alma.
La muchacha asintió con satisfacción, aplaudió y dijo:
—¡Lo sabía!
—¿Sabías que yo había oído campanas anoche?
—¡Sabía que las campanas eran reales!
—No estoy segura de que nos hayan presentado —dijo Alma con cautela.
—¡Oh, claro que no! Me llamo Retta Snow. ¡He venido caminando!
—¿De verdad? ¿Podría preguntar desde dónde?
Casi habríamos esperado que la muchacha dijese: «¡De las páginas de un cuento de hadas!», pero, en lugar de eso, respondió: «De por ahí», y señaló el sur. Alma, en un abrir y cerrar de ojos, lo comprendió todo. Había una nueva finca a tan solo tres kilómetros de White Acre, bajando el río. El propietario era un acaudalado comerciante textil de Maryland. Esta muchacha debía de ser la hija de ese comerciante.
—Confiaba en que viviera por aquí una muchacha de mi edad —dijo Retta—. ¿Cuántos años tienes, si me permites la pregunta?
—Diecinueve —dijo Alma, aunque se sintió mucho más vieja, en especial cerca de aquella chiquilla.
—¡Excepcional! —Retta aplaudió otra vez—. Yo tengo dieciocho, lo cual no es una diferencia muy grande, ¿verdad? Ahora has de decirme algo, y te ruego que seas sincera. ¿Qué opinas de mi vestido?
—Bueno… —Alma no sabía nada de vestidos.
—¡Estoy de acuerdo! —dijo Retta—. No es mi mejor vestido, claro que no, ¿verdad? Si hubieses visto los otros, no podrías estar más de acuerdo, ya que tengo algunos vestidos colosales. Pero tampoco lo detestas, ¿a que no?
—Bueno… —Alma no atinó a encontrar una respuesta.
Retta no esperó a que se le ocurriera.
—¡Eres demasiado amable conmigo! ¡No quieres herir mis sentimientos! ¡Ya te considero mi amiga! Además, qué barbilla tan bonita y tranquilizadora tienes. Solo con verla dan ganas de confiar en ti.
Retta deslizó un brazo alrededor de la cintura de Alma e inclinó la cabeza contra su hombro, en un gesto de afecto. No había razón alguna para que Alma acogiese con gusto ese gesto. Quienquiera que fuese Retta Snow, era obvio que se trataba de una persona absurda, un recipiente perfecto de estupidez y distracción. Alma tenía trabajo que hacer, y la muchacha representaba una interrupción.
Pero nadie había llamado antes amiga a Alma.
Nadie le había preguntado qué pensaba de un vestido.
Nadie había admirado su barbilla.
Se quedaron sentadas en el banco un rato, en este cariñoso y sorprendente abrazo. A continuación, Retta se apartó, alzó la vista para mirar a Alma y sonrió, infantil, crédula, encantadora.
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó—. ¿Y cómo te llamas?
Alma se rio, se presentó y confesó que no sabía muy bien qué hacer.
—¿Hay otras chicas? —preguntó Retta.
—Está mi hermana.
—¡Tienes una hermana! ¡Qué afortunada! Vamos a buscarla.
Y así fueron, juntas, paseando por los jardines hasta encontrar a Prudence, que trabajaba ante un caballete en un rosal.
—¡Tú debes de ser la hermana! —exclamó Retta, que se acercó a Prudence a toda prisa, como si hubiese ganado un premio y ese premio fuese Prudence.
Prudence, con el aplomo y la corrección de siempre, dejó el caballete y tendió, educada, la mano a Retta. Tras sacudir el brazo de Prudence con un entusiasmo más bien excesivo, Retta la observó sin disimulo un momento, la cabeza inclinada a un lado. Alma se puso tensa, pues temía que Retta hiciera un comentario acerca de la belleza de Prudence o exigiera saber cómo era humanamente posible que Alma y Prudence fueran hermanas. Sin duda, era lo que todo el mundo preguntaba al ver a Alma y Prudence juntas por primera vez. ¿Cómo podía ser una hermana tan pálida y la otra tan rubicunda? ¿Cómo podía ser una hermana tan delicada y la otra tan robusta? Prudence se puso tensa también, pues temía esas mismas preguntas desagradables. Pero Retta no parecía cautivada ni intimidada por la belleza de Prudence, ni mostró extrañeza ante la información de que las hermanas eran, en realidad, hermanas. Simplemente, se tomó su tiempo para estudiar a Prudence, de los pies a la cabeza, tras lo cual aplaudió con regocijo.
—Entonces, ¡ya somos tres! —dijo—. ¡Qué suerte! Si fuésemos chicos, ¿sabéis qué tendríamos que hacer ahora? Tendríamos que enzarzarnos en una tremenda pelea, tirarnos al suelo y acabar con la nariz sangrando. Luego, al final de la batalla, tras sufrir heridas increíbles, nos haríamos amigos. ¡Es verdad! ¡Lo he visto! Por un lado, eso parece divertidísimo, pero me daría pena estropear mi vestido nuevo (aunque no sea mi mejor vestido, como ha señalado Alma), así que doy gracias al cielo por que no seamos chicos. Y como no somos chicos, eso significa que podemos ser amigas enseguida, sin más, sin pelear ni nada. ¿No os parece? —Nadie tuvo tiempo de mostrar su acuerdo, ya que Retta prosiguió—: Entonces, ¡está decidido! Somos las Tres Amigas Instantáneas. Alguien debería escribir una canción acerca de nosotras. ¿Sabéis escribir canciones?
Prudence y Alma se miraron, estupefactas.
—Entonces lo hago yo, si no queda más remedio. —Retta se lanzó a ello—. Dadme un momento.
Retta cerró los ojos, movió los labios y se dio golpecitos con los dedos en la cintura, como si contara sílabas.
Prudence lanzó a Alma una mirada inquisitiva y Alma se encogió de hombros.
Al cabo de un silencio tan largo que habría sido incómodo para cualquier persona del mundo excepto para Retta Snow, esta abrió los ojos.
—Creo que ya lo tengo —anunció—. Otra persona tendrá que poner la música, puesto que componer música se me da fatal, pero he escrito la primera estrofa. Creo que refleja a la perfección nuestra amistad. ¿Qué os parece?
Se aclaró la garganta y recitó:
Somos violín, tenedor y cuchara,
somos bailarinas bajo la luna.
Si quieres robarnos un beso,
¡mejor no esperes a ninguna!
Antes de que Alma tuviese ocasión de descifrar esa singular estrofilla (decidir quién era el violín, quién el tenedor y quién la cuchara), Prudence se echó a reír. Fue un hecho insólito, ya que Prudence nunca reía. Su risa era magnífica, descarada y fuerte, no lo que habríamos esperado de un ser tan similar a una muñeca.
—¿Quién eres? —preguntó Prudence cuando dejó de reír.
—Soy Retta Snow, señora, y soy tu nueva y más fiel amiga.
—Bueno, Retta Snow —dijo Prudence—, sospecho que estás verdaderamente loca.
—¡Eso dicen todos! —respondió Retta, e hizo una teatral reverencia—. De todos modos…, ¡aquí estoy!
***
Sin duda, ahí estaba.
Retta Snow pronto se convirtió en parte del paisaje de White Acre. De niña, Alma había tenido un gatito que se paseaba por la finca y conquistó el lugar de un modo muy similar. Un día soleado ese gato (una pequeña preciosidad, con sus rayas amarillas) se presentó sin previo aviso en la cocina de White Acre, se frotó contra las piernas de todo el mundo y se sentó junto al fuego, con el rabo enrollado alrededor del cuerpo, ronroneando, los ojos entrecerrados de felicidad. El gato estaba tan cómodo y parecía tan confiado que nadie osó decirle que esa no era su casa…, y así, muy pronto, lo fue.
La táctica de Retta fue similar. Apareció en White Acre ese día, se puso cómoda y, de repente, dio la impresión de que siempre había estado ahí. Nadie invitaba a Retta, no exactamente, pero ella no parecía el tipo de joven que necesita ser invitada. Llegaba cuando quería llegar, se quedaba tanto como le placía, se hacía con cualquier cosa que desease y se marchaba cuando estaba lista.
Retta Snow vivía la vida más asombrosa (incluso envidiable), sin regla alguna. Su madre era una asidua a la alta sociedad que por la mañana dedicaba largas horas al tocador, por la tarde visitaba a otras asiduas a la alta sociedad y por las noches estaba ocupadísima en diversas fiestas. Su padre, un hombre tan indulgente como ausente, a la sazón compró a su hija un caballo y un carruaje de dos ruedas, en el cual la chica iba dando tumbos por Filadelfia según los dictados de su capricho. Pasaba los días recorriendo el mundo a toda velocidad en su carruaje como una abeja feliz y jaranera. Si se le antojaba ir al teatro, iba al teatro. Si se le antojaba ver un desfile, encontraba un desfile. Y si se le antojaba pasar el día entero en White Acre, lo hacía a su ritmo.
A lo largo del año siguiente, Alma encontraría a Retta en los lugares más sorprendentes de White Acre: de pie junto a una cuba de la quesería, donde hacía reír a las criadas interpretando una escena de La escuela del escándalo; o en el embarcadero, con los pies colgando en las aguas aceitosas del río Schuylkill, donde fingía que pescaba con los dedos del pie; o mientras cortaba uno de sus preciosos chales por la mitad para compartirlo con una criada que acababa de decir que era muy bonito. («¡Mira, ahora las dos tenemos un trozo del chal, así que ya somos gemelas!»). Nadie sabía qué hacer con ella, pero nadie la echó nunca. No porque Retta encantase a la gente; era más bien porque librarse de ella era simplemente imposible. No quedaba más remedio que darse por vencido.
Retta incluso logró ganarse a Beatrix Whittaker, todo un logro. Según todas las previsiones razonables, Beatrix debería haber detestado a Retta, pues encarnaba sus más profundos temores acerca de las jóvenes. Retta era todo lo que Beatrix intentaba que Alma y Prudence no fuesen: una cabeza hueca y acicalada, una exquisitez vana, que echaba a perder zapatillas caras de ballet en el barro, que tan pronto lloraba como reía, que señalaba cosas en público con grosería, que jamás se acercaba a un libro y que ni siquiera tenía la sensatez de cubrirse la cabeza bajo la lluvia. ¿Cómo podía Beatrix acoger a semejante criatura?
Como preveía ese problema, Alma incluso había tratado de ocultar a Retta Snow al comienzo de su amistad, por temor a que ocurriese lo peor si las dos mujeres se conocían. Pero Retta no era fácil de ocultar y Beatrix no era fácil de engañar. De hecho, en menos de una semana Beatrix preguntó una mañana en el desayuno:
—¿Quién es esa joven, la de la sombrilla, que siempre está correteando por mis tierras últimamente? ¿Y por qué siempre la veo contigo?
A regañadientes, Alma se vio obligada a presentar a Retta a su madre.
—Encantada, señora Whittaker —comenzó Retta, con modales nada desdeñables, e incluso recordó hacer una reverencia, si bien tal vez teatral en exceso.
—¿Como se encuentra, joven? —dijo Beatrix.
Beatrix no esperaba una respuesta sincera a esta pregunta, pero Retta se tomó la cuestión en serio y meditó un poco antes de responder.
—Bueno, se lo diré, señora Whittaker. No me siento nada bien. Ha ocurrido una terrible tragedia en mi hogar esta mañana.
Alma la miró alarmada, incapaz de intervenir. No podía imaginarse adónde se dirigía Retta con esta conversación. Retta llevaba todo el día en White Acre tan alegre como siempre, y esta era la primera vez que Alma oía mencionar esa terrible tragedia en el hogar de los Snow. Rezó para que Retta dejara de hablar, pero la muchacha prosiguió, como si Beatrix le hubiera pedido explicaciones.
—Esta misma mañana, señora Whittaker, he sufrido el más aturullado ataque de nervios. Una de nuestras criadas (mi doncellita inglesa, para ser precisos) se ha deshecho en lágrimas durante el desayuno, así que la he seguido a sus aposentos para investigar los orígenes de su pesar. ¡Jamás adivinaría qué descubrí! Al parecer su abuela murió, exactamente hace tres años, ¡el mismo día! Al tener conocimiento de esta tragedia, yo misma me descompuse en un ataque de llanto, como sin duda puede imaginar muy bien. Debí llorar durante una hora en la cama de esa pobre muchacha. Gracias a los cielos que estaba ella ahí para consolarme. ¿No le entran ganas de llorar también al oírlo, señora Whittaker? ¿Al pensar en perder una abuela hace tan solo tres años?
Con el mero recuerdo de este incidente, los enormes ojos verdes de Retta se llenaron de lágrimas, que no tardaron en derramarse.
—Qué cúmulo de sinsentidos —censuró Beatrix, que hizo hincapié en cada palabra, mientras Alma se estremecía a cada sílaba—. A mi edad, ¿puede acaso comenzar a imaginar cuántas abuelas he visto morir? ¿Y si llorase por cada una de ellas? La muerte de una abuela no constituye una tragedia, joven, y la muerte de la abuela de otra persona hace tres años en ningún caso debería causar un ataque de llanto. Las abuelas se mueren, joven. Así tienen que ser las cosas. Casi se podría afirmar que el papel de la abuela es morir, después de haber impartido, es de esperar, algunas lecciones sobre la decencia y el sentido común a una generación más joven. Por otra parte, sospecho que fue de poco consuelo para su doncella, para quien habría sido mejor que le hubiera ofrecido un ejemplo de estoicismo y discreción, en lugar de echarse a lloriquear en su cama.
Retta absorbió esta reprimenda con los ojos abiertos, mientras Alma se encogía angustiada. «Bueno, he aquí el fin de Retta Snow», pensó Alma. Pero entonces, inesperadamente, Retta se rio.
—¡Qué admirable corrección, señora Whittaker! Qué forma tan sana de ver las cosas. ¡Está completamente en lo cierto! ¡Nunca más voy a volver a pensar que la muerte de una abuela es una tragedia!
Casi se vieron las lágrimas de Retta arrastrarse por las mejillas, de vuelta a su origen, y desaparecer por completo.
—Y ahora tengo que despedirme —dijo Retta, lozana como el amanecer—. Tengo intención de ir a dar un paseo esta tarde, así que debo ir a casa y escoger el mejor de mis gorritos de paseo. Me encanta caminar, señora Whittaker, pero no con un gorrito inapropiado, como seguramente comprenderá. —Retta tendió la mano a Beatrix, que fue incapaz de negarse a estrecharla—. Señora Whittaker, ¡qué encuentro tan edificante! No sé cómo agradecerle su sabiduría. Es usted un Salomón entre las mujeres, y no es de extrañar que sus hijas la admiren tanto. Imagine si usted fuera mi madre, señora Whittaker… ¡Sin duda yo no sería estúpida! Mi madre, seguro que lamenta oírlo, no ha tenido un pensamiento razonable en toda su vida. Peor aún, se embadurna el rostro con tanta cera, cremas y polvos que parece el maniquí de una modista. Imagine mi desgracia: ser criada por el maniquí sin estudios de una modista y no por alguien como usted. Bueno, ¡ya me voy!
Y se fue, dejando a Beatrix boquiabierta.
—Qué persona más ridícula —murmuró Beatrix una vez que Retta se hubo ido y la casa volvió al silencio.
En una osada defensa de su única amiga, Alma respondió:
—Sin duda es ridícula, madre. Pero creo que tiene un corazón bondadoso.
—Su corazón será o no bondadoso, Alma. Nadie salvo Dios puede juzgarlo. Pero su cara, sin duda, es absurda. Parece que puede expresar cualquier cosa, excepto algo inteligente.
Retta volvió a White Acre al día siguiente, saludó a Beatrix Whittaker con buena voluntad, risueña, como si la reprimenda no hubiera tenido lugar. Incluso trajo a Beatrix un pequeño ramillete de flores arrancadas de un jardín de White Acre, lo cual era toda una osadía. Milagrosamente, Beatrix aceptó el ramillete sin rechistar. A partir de ese día, Retta Snow tuvo permiso para ser una presencia constante en la finca.
Desde el punto de vista de Alma, aplacar a Beatrix Whittaker fue el logro más asombroso de Retta. Casi daba la impresión de ser hechicería. Y que ocurriese tan rápido era aún más notable. Inexplicablemente, en un único y breve encuentro, Retta había logrado engatusar a la matriarca (al menos un poco) de tal manera que ahora tenía el beneplácito para venir cuando quisiera. ¿Cómo lo había hecho? Alma no estaba segura, pero tenía sus teorías. Para empezar, Retta era difícil de apaciguar. Además, Beatrix era cada vez más vieja y frágil, y estos días se sentía menos inclinada a defender a muerte sus objeciones. Tal vez la madre de Alma ya no era rival para las jóvenes como Retta Snow. Pero, sobre todo, lo siguiente: a la madre de Alma le disgustaba la estupidez y era sin duda difícil de halagar, pero Retta Snow acertó de pleno cuando llamó a Beatrix Whittaker «un Salomón entre las mujeres».
Tal vez la muchacha no era tan tonta como parecía.
Por lo tanto, Retta se quedó. De hecho, a medida que el otoño de 1819 avanzaba, con frecuencia Alma llegaba al estudio por las mañanas, dispuesta a trabajar en un proyecto botánico, y se encontraba con que Retta ya estaba ahí, acurrucada en el viejo diván de la esquina, mirando las ilustraciones de moda del más reciente Joy’s Lady’s Book.
—¡Ah, hola, querida! —decía Retta de buen humor, alzando la vista, como si tuvieran una cita.
Con el paso del tiempo, a Alma ya no le sobresaltaban estos encuentros. Retta no se convertía en una molestia. No tocaba los instrumentos científicos (salvo los prismas, a los que era incapaz de resistirse) y, cuando Alma le decía: «Por todos los santos, cariño, cállate un rato y déjame calcular», Retta se callaba y dejaba a Alma calcular. En todo caso, llegó a ser muy agradable para Alma esta compañía amable y tonta. Era como tener un bonito pájaro en una jaula en un rincón que de vez en cuando arrullaba mientras Alma trabajaba.
Había ocasiones en que George Hawkes se pasaba por el estudio de Alma para hablar de las correcciones finales de algún ensayo científico, y siempre parecía desconcertado al ver a Retta. George no sabía muy bien cómo comportarse con Retta Snow. George era un hombre inteligente y serio y la frivolidad de Retta lo enervaba.
—¿Y de qué hablan hoy Alma y el señor George Hawkes? —preguntó Retta un día de noviembre, aburrida de sus revistas de fotografías.
—Antoceros —respondió Alma.
—Oh, suena horrible. ¿Son animales, Alma?
—No, no son animales, cariño —respondió Alma—. Son plantas.
—¿Se pueden comer?
—No, a menos que seas un ciervo —dijo Alma, riendo—. Y un ciervo con mucha hambre.
—Qué bonito ser un ciervo —caviló Retta—. A menos que fuese un ciervo bajo la lluvia, lo que sería una desgracia y una incomodidad. Hábleme de esos antoceros, señor George Hawkes. Pero hábleme de tal manera que incluso una persona con la cabeza hueca como yo pueda comprenderlo.
Esto era injusto, ya que George Hawkes solo tenía una manera de hablar, académica y erudita, no muy indicada para personas con la cabeza hueca.
—Bueno, señorita Snow —comenzó, titubeante—. Se encuentran entre las plantas menos sofisticadas…
—Pero ¡no es muy amable decir algo así, señor!
—… Y son autótrofas.
—¡Qué orgullosos estarán sus padres de ellas!
—Bueno…, eh… —balbuceó George. Ya se había quedado sin palabras.
Alma se apiadó de George e intervino:
—Autótrofas, Retta, significa que pueden crearse su propia comida.
—Entonces, yo no podría ser un antocero —dijo Retta, con un triste suspiro.
—Probablemente, no —dijo Alma—. Pero quizás te gustaran los antoceros, si los conocieses mejor. Son muy bonitos al microscopio.
Retta hizo un gesto desdeñoso con la mano.
—Oh, nunca sé dónde mirar en el microscopio.
—¿Dónde mirar? —Alma se rio, incrédula—. Retta…, ¡mira por el ocular!
—Pero el ocular restringe demasiado y ver cosas tan pequeñas es pavoroso. Una se marea. ¿Alguna vez se marea, señor George Hawkes, al mirar por el microscopio?
Abrumado por la pregunta, George miró al suelo.
—Calla, Retta —dijo Alma—. El señor Hawkes y yo necesitamos concentrarnos.
—Si continúas mandándome callar, Alma, voy a tener que ir a molestar a Prudence mientras pinta flores en las tazas e intenta convencerme de ser una persona más noble.
—Entonces, ¡vete! —dijo Alma de buen humor.
—De verdad, vaya par… —dijo Retta—. No entiendo por qué trabajáis tanto. Pero, si así no os dais al juego ni a la bebida, supongo que no es tan malo…
—¡Vete! —dijo Alma, que dio a Retta un empujoncito cariñoso. Retta se fue, con ese atolondrado trotar tan suyo, y dejó a Alma sonriendo y a George Hawkes estupefacto.
—He de confesar que no entiendo una sola palabra de lo que dice —reconoció George, una vez que Retta hubo desaparecido.
—Consuélese, señor Hawkes: ella tampoco le entiende a usted.
—Pero ¿por qué siempre merodea alrededor de usted? —caviló George—. ¿Trata de mejorar gracias a su compañía?
La cara de Alma se animó por el cumplido, feliz de que George creyese que su compañía pudiese ayudar a mejorar a alguien, pero se limitó a decir:
—Nunca podemos estar seguros del todo de los motivos de la señorita Snow, señor Hawkes. ¿Quién sabe? Tal vez está intentando mejorarme a mí.
***
Antes de Navidad, Retta Snow había logrado ser tan buena amiga de Alma y Prudence que invitaba a las jóvenes Whittaker a comer en la finca familiar…, es decir, alejaba a Alma de sus investigaciones botánicas y a Prudence de lo que quiera que esta hiciese con su tiempo libre.
Los almuerzos en casa de Retta eran eventos ridículos, como correspondía a la naturaleza ridícula de Retta. Había un baturrillo de helados y golosinas y tostadas, supervisado (si es que se podía llamar «supervisar») por la adorable pero incompetente doncella inglesa de Retta. Ni una sola vez se había oído en esa casa una conversación de provecho o sustancia, pero Retta siempre estaba dispuesta a cualquier cosa que fuese tonta, divertida o juguetona. Incluso se las arregló para que Alma y Prudence jugaran a esos disparatados juegos de salón, juegos diseñados para niños pequeños, como oficina de correos, mira por la cerradura o, el mejor de todos, el orador mudo. Era todo muy tonto, pero también muy divertido. El hecho es que Alma y Prudence nunca habían jugado antes: ni entre sí, ni solas, ni con otros niños. Hasta entonces, Alma ni siquiera había entendido de verdad qué era jugar.
Pero jugar era lo único que hacía Retta Snow. Su pasatiempo favorito era leer en voz alta las noticias de accidentes de los periódicos locales para entretener a Alma y a Prudence. Era indefendible, pero gracioso. Retta se ponía bufandas, sombreros, imitaba acentos extranjeros y representaba las escenas más espantosas de esos accidentes: bebés que caían a la chimenea, trabajadores decapitados por la rama de un árbol, madres de cinco niños arrojadas del carruaje en acequias llenas de agua (ahogándose bocabajo, con las botas al aire, mientras los niños miraban impotentes y gritaban horrorizados).
—¡Esto no debería ser divertido! —protestaba Prudence, pero Retta no paraba hasta que se les cortaba el aliento de tanto reír. En ocasiones Retta estallaba en unas risas tan irreprimibles que era incapaz de parar. Perdía por completo el control de su estado de ánimo, poseída por un estridente jolgorio desenfrenado. A veces, de manera inquietante, incluso se ponía a dar vueltas por el suelo. En esos momentos Retta parecía controlada, o poseída, por algún ser demoníaco. Reía hasta respirar con jadeos entrecortados y ruidosos y se le oscurecía la cara con algo muy similar al miedo. Justo cuando Alma y Prudence empezaban a preocuparse por ella, Retta recuperaba el control de sus sentidos. Se levantaba de un salto, se limpiaba la frente húmeda y exclamaba: «¡Gracias a los cielos que existe la tierra! Si no, ¿dónde nos sentaríamos?».
Retta Snow era la señorita más estrafalaria de Filadelfia, pero desempeñaba un papel especial en la vida de Alma y, al parecer, también en la de Prudence. Cuando las tres estaban juntas, Alma casi se sentía como una muchacha normal, algo que nunca le había ocurrido. Riendo junto a su amiga y su hermana, Alma podía fingir que era una chica común de Filadelfia, en vez de Alma Whittaker de la finca White Acre; no una joven acaudalada, preocupada, alta y fea, rebosante de idiomas y erudición, con varias docenas de publicaciones académicas a su nombre y una orgía romana de escandalosas imágenes eróticas pululando por su mente. Todo ello se desvanecía en presencia de Retta y Alma era una muchacha más, una muchacha convencional que comía tarta helada y se reía con una canción burlesca.
Por otra parte, Retta era la única persona en el mundo capaz de hacer reír a Prudence, y eso era una maravilla sobrenatural, sin duda. La transformación que esta risa desencadenaba en Prudence era extraordinaria: pasaba de ser una joya helada a una dulce colegiala. En esos momentos, Alma casi pensaba que Prudence podía ser una chica normal, y abrazaba a su hermana, en un gesto espontáneo, deleitada por su compañía.
Por desgracia, sin embargo, esa intimidad entre Alma y Prudence solo existía cuando Retta estaba presente. En cuanto salían de la finca de los Snow y caminaban hacia White Acre, Alma y Prudence regresaban al silencio de siempre. Alma siempre deseó que las dos aprendiesen a mantener esa afectuosa relación cuando Retta no estaba, pero fue inútil. Cualquier referencia, en el largo camino de regreso a casa, a uno de los chistes o procacidades de la tarde solo causaba inexpresividad, incomodidad, vergüenza.
En febrero de 1820, durante uno de esos paseos de vuelta a casa, Alma, alentada por las bromas del día, corrió un riesgo. Osó mencionar su afecto por George Hawkes una vez más. En concreto, Alma reveló a Prudence que George había dicho que era una brillante microscopista, lo cual le había complacido muchísimo. Alma confesó:
—Algún día me gustaría tener un marido como George Hawkes: un hombre bueno que alienta mis esfuerzos y al que admiro.
Prudence no dijo nada. Al cabo de un largo silencio, Alma insistió:
—Pienso en él todo el tiempo, Prudence. A veces incluso imagino… que lo abrazo.
Era una afirmación audaz, pero ¿no hablaban así las hermanas normales? Por toda Filadelfia, ¿no hablaban las muchachas normales con sus hermanas acerca de los pretendientes que deseaban? ¿No revelaban sus esperanzas más íntimas? ¿No dibujaban sueños con su futuro esposo?
Pero el intento de intimidad de Alma no dio frutos.
Prudence se limitó a responder: «Ya veo», y no agregó nada más. Continuaron el resto del camino a White Acre en el silencio de costumbre. Alma volvió a su estudio para terminar el trabajo que Retta había interrumpido por la mañana, y Prudence simplemente desapareció, como solía, para hacer tareas desconocidas.
Alma nunca volvió a intentar hacer una confesión semejante a su hermana. Esa misteriosa apertura entre Alma y Prudence que Retta dejaba al descubierto se cerraba herméticamente (como siempre) tan pronto como las hermanas se quedaban solas una vez más. Era inútil tratar de remediarlo. A veces, sin embargo, Alma no podía evitar imaginar cómo sería la vida si Retta fuese su hermana: la más pequeña, la tercera, mimada y alocada, capaz de cautivar a quien fuese y de enajenar a todos en un estado de calidez y afecto. ¡Ay, si Retta fuese una Whittaker, pensaba Alma, en lugar de una Snow! Tal vez todo habría sido diferente. Tal vez Alma y Prudence, en ese caso, habrían aprendido a escucharse, a ser confidentes, amigas íntimas…, ¡hermanas!
Era un pensamiento que colmaba a Alma de una tristeza cruel, pero no había nada que pudiera hacer al respecto. Las cosas solo podían ser lo que eran, como su madre le había explicado muchas veces.
En cuanto a las cosas que no podían cambiarse, había que soportarlas estoicamente.