Capítulo ocho

Entre el invierno de 1816 y el otoño de 1820, Alma Whittaker escribió más de tres docenas de ensayos para George Hawkes, quien los publicó todos en la revista mensual Botánica Americana. No eran ensayos pioneros, pero contenían ideas brillantes, ilustraciones sin errores y una erudición rigurosa y sensata. Si la obra de Alma no despertó precisamente pasiones en el mundo, sin duda apasionó a Alma, y sus tentativas eran de calidad suficiente para las páginas de Botánica Americana.

Alma escribió con detalle sobre laureles, mimosas y verbenas. Escribió sobre uvas y camelias, sobre el mirto naranja, sobre el mimo de los higos. Publicaba bajo el nombre «A. Whittaker». Ni Alma ni George Hawkes creían que le conviniera revelarse como mujer. En el mundo científico de aquel entonces, aún existía una división estricta entre la «botánica» (el estudio de las plantas por hombres) y la «botánica cortés» (el estudio de las plantas por mujeres). Lo cierto es que a menudo era imposible distinguir la botánica cortés de la botánica (salvo que una disciplina era respetada y la otra no), pero, aun así, Alma no deseaba verse infravalorada como una mera botánica cortés.

Por supuesto, el apellido Whittaker ya era famoso en el mundo de las plantas y de la ciencia, así que un buen número de botánicos sabían muy bien quién era A. Whittaker. No todos, sin embargo. En respuesta a sus artículos, Alma a veces recibía cartas de botánicos de todo el mundo, enviadas al taller de impresión de George Hawkes. Algunas de esas cartas comenzaban: «Mi estimado señor». Otras cartas se dirigían al «señor A. Whittaker». Una memorable misiva incluso la llamó «Dr. A. Whittaker». (Alma guardó esa carta mucho tiempo, halagada por el inesperado título).

A medida que George y Alma compartían los resultados de las investigaciones y publicaban juntos, George se convirtió en un visitante asiduo de White Acre. Afortunadamente, su timidez disminuyó con el tiempo. Hablaba con frecuencia durante las cenas, y a veces incluso intentaba ser ingenioso.

En cuanto a Prudence, no habló de nuevo durante una cena. Su arrebato sobre los negros durante la visita del profesor Peck debió de ser una fiebre pasajera, pues nunca repitió esa actuación, ni volvió a desafiar a un invitado. Henry había bromeado sobre las opiniones de Prudence sin descanso desde esa noche, llamándola «nuestra guerrera amante de lo oscuro», pero ella se negó a hablar del tema. En su lugar, se retiró a esa actitud misteriosa tan suya, fría y distante, que trataba a todo el mundo con la misma cortesía indiferente y siempre indescifrable.

Las niñas crecieron. Cuando cumplieron dieciocho años, Beatrix suspendió la tutoría al fin, y anunció que ya habían completado su educación, tras lo cual despidió al pobre y aburrido Arthur Dixon, quien ocupó un puesto de tutor de lenguas clásicas en la Universidad de Pensilvania. Así pues, parecía que las hermanas ya no eran consideradas niñas. Cualquier madre que no fuese Beatrix Whittaker habría considerado este periodo el adecuado para buscar marido. Cualquier otra madre habría presentado a Alma y Prudence en sociedad con grandes ambiciones, y las habría animado a coquetear, a bailar y a cortejar. Tal vez habría sido un buen momento para solicitar nuevos vestidos, adoptar nuevos peinados, encargar nuevos retratos. Estas actividades, sin embargo, ni siquiera se le pasaron por la cabeza a Beatrix.

En verdad, Beatrix no había hecho favor alguno a Prudence o Alma para convertirlas en un buen partido. En Filadelfia había quienes murmuraban que los Whittaker habían logrado que las muchachas fuesen del todo incasables, con toda esa educación y ese aislamiento de las mejores familias. Ni Alma ni Prudence tenían amigos. Tan solo cenaban con hombres de ciencia y de comercio, así que sus mentes no estaban formadas. No tenían ni la más mínima formación sobre cómo hablar a un joven pretendiente. Alma era de esas muchachas que, cuando un joven visitante admirara los nenúfares en uno de los preciosos estanques de White Acre, diría: «No, señor, se equivoca usted. No son nenúfares. Son flores del loto. Los nenúfares flotan en la superficie del agua, ¿sabe?, y las flores del loto sobresalen por encima. Una vez que aprenda la diferencia, no volverá a cometer el mismo error».

Alma ya era alta como un hombre, de hombros anchos. Parecía que podía blandir un hacha. (De hecho, podía blandir un hacha, y a menudo tenía que hacerlo, en sus excursiones botánicas). Este hecho no le impedía contraer matrimonio. A algunos hombres les gustaban las mujeres grandes, que prometían una salud más robusta, y Alma, cabía decir, tenía un hermoso perfil…, al menos desde el lado izquierdo. Sin duda, tenía un carácter amable. Sin embargo, carecía de un ingrediente esencial e invisible y así, a pesar del erotismo oculto en su cuerpo, su presencia en una sala no despertaba ideas ardientes en ningún hombre.

No ayudaba que la propia Alma se considerara fea. Lo creía solo porque se lo habían dicho muchas veces, y de formas muy diferentes. La última vez, el comentario sobre su fealdad procedió ni más ni menos que de su padre, quien (una noche, tras beber un poco de más) le había dicho, sin venir a cuento:

—¡No le des ninguna importancia, hija mía!

—¿A qué, padre? —preguntó Alma, que alzó la vista de la carta que escribía para él.

—No te desanimes por ello, Alma. No lo es todo tener una cara bonita. Muchas mujeres son amadas sin ser bellezas. Piensa en tu madre. Ni un solo día de su vida ha sido guapa, pero encontró un marido, ¿no es así? ¡Piensa en la señora Cavendesh, cerca del puente! Esa mujer es fea como un susto, pero su marido le ha hecho siete hijos. Así que también habrá alguien para ti, Ciruela, y yo creo que será un hombre afortunado por haberte encontrado.

¡Y pensar que todo esto lo dijo a modo de consuelo!

En cuanto a Prudence, era una reconocida belleza, tal vez la mayor belleza en Filadelfia…, pero toda la ciudad estaba de acuerdo en que era fría e inseducible. Prudence despertaba envidia en las mujeres, pero no estaba claro si despertaba pasión en los hombres. Prudence hacía sentir a los hombres que no debían perder el tiempo con ella y, por lo tanto, sabiamente, no lo hacían. Se quedaban mirando, pues era imposible no mirar a Prudence Whittaker, pero no se acercaban.

Cabría esperar que las jóvenes Whittaker atrajesen a cazadores de fortunas. Cierto, muchos jóvenes codiciaban el dinero de la familia, pero ser el yerno de Henry Whittaker parecía más una amenaza que una bendición y, de todos modos, nadie creía que Henry se separaría nunca de su fortuna. De una forma o de otra, ni siquiera la posibilidad de riquezas llevó pretendientes a White Acre.

Por supuesto, siempre había hombres por la finca…, pero venían en busca de Henry, no de sus hijas. A cualquier hora del día, era posible encontrar hombres en el zaguán de White Acre, con la esperanza de ser recibidos por Henry Whittaker. Eran hombres de toda índole: hombres desesperados, hombres soñadores, hombres enojados y hombres mentirosos. Había hombres que llegaban a la finca con vitrinas, invenciones, dibujos, planos o demandas. Venían a ofrecer acciones, o solicitudes de préstamos, o el prototipo de una nueva bomba neumática, o la certeza de una cura para la ictericia, si Henry invertía en sus investigaciones. Pero no venían a White Acre a disfrutar los goces del cortejo.

George Hawkes, sin embargo, era diferente. Nunca deseó nada material de Henry, sino que iba a White Acre simplemente a conversar con él y a disfrutar del tesoro de los invernaderos. Henry disfrutaba de la compañía de George, dado que este publicaba los más recientes hallazgos científicos en sus revistas y estaba al corriente de todo lo que sucedía en el ámbito botánico. George, sin duda, no se comportaba como un pretendiente (no actuaba ni con coquetería ni con picardía), pero era consciente de la presencia de las jóvenes Whittaker y era amable con ellas. Siempre se mostraba atento con Prudence. En cuanto a Alma, la trataba como si fuese un respetado colega botánico. Alma agradecía la amable opinión de George, pero deseaba más. Las conversaciones académicas, pensaba, no eran las que escogería un joven para hablar con la mujer que ama. Era una lástima, pues Alma amaba a George Hawkes con todo su corazón.

George era una extraña elección como amado. Nadie lo habría acusado de ser un hombre apuesto, pero, a ojos de Alma, era ejemplar. Alma creía que hacían buena pareja, tal vez incluso una pareja obvia. No cabía duda alguna de que George era demasiado alto, pálido y torpón…, pero también lo era Alma. George era un desastre al escoger su vestimenta, pero Alma tampoco seguía la moda. A George los chalecos siempre le quedaban demasiado ajustados y los pantalones demasiado anchos, pero, de haber sido hombre, es probable que Alma se hubiese vestido igual, ya que nunca acertaba a escoger la ropa adecuada. George tenía una frente demasiado amplia y una barbilla demasiado pequeña, pero poseía una mata de pelo oscuro, húmedo y poblado, y Alma se moría de ganas de acariciarla.

Alma no sabía cómo coquetear. No tenía ni la más remota idea de cómo seducir a George, salvo escribirle un ensayo tras otro acerca de los más crípticos temas botánicos. Solo había habido un momento entre George y Alma que cabría calificar, razonablemente, como tierno. En abril de 1818, Alma había ofrecido a George Hawkes contemplar por el microscopio una hermosa vista de Carchesium polypinum (perfectamente iluminado y vivo, bailando feliz en una pequeña muestra de agua de estanque, con su cáliz rotatorio, los cilios que ondeaban, las ramas florecidas). George le agarró la mano izquierda, la apretó en un gesto espontáneo entre las suyas, que estaban húmedas, y dijo: «Cielo santo, señorita Whittaker. ¡Qué excelente microscopista ha llegado a ser!».

Ese roce, esas manos que apretaban, ese elogio habían desbocado el corazón de Alma. También la enviaron corriendo al cuarto de encuadernar, a saciarse una vez más con sus propias manos.

Oh, sí: ¡al cuarto de encuadernar otra vez!

El cuarto de encuadernar se había convertido, desde ese otoño de 1816, en un lugar que Alma visitaba a diario; de hecho, en ocasiones varias veces al día, con pausas solo durante la menstruación. Podríamos preguntarnos cuándo encontraba tiempo para esa actividad entre tantos estudios y responsabilidades, pero, en pocas palabras, no hacerlo no era una opción. El cuerpo de Alma (alto y masculino, pétreo y pecoso, de huesos amplios, de nudillos marcados, de cadera recta, de senos duros) con los años se había vuelto un inesperado órgano de deseo sexual, y una incesante necesidad la desbordaba.

Había leído Cum grano salis tantas veces que lo tenía grabado en la memoria, y había proseguido con otras lecturas audaces. Cada vez que su padre compraba la biblioteca de alguien, Alma prestaba suma atención mientras clasificaba los libros, siempre en busca de algo peligroso, algo con una cubierta doble, algo ilícito oculto en los volúmenes más inocuos. Así encontró a Safo y a Diderot, además de unas inquietantes traducciones de manuales hedonistas japoneses. Encontró un libro francés de doce aventuras sexuales, una por cada mes, titulado L’année galante, que hablaba de perversas concubinas y sacerdotes lascivos, de niñas bailarinas caídas en desgracia e institutrices seducidas. (¡Oh, el sufrimiento de esas institutrices seducidas! ¡Sometidas y echadas a perder por veintenas! ¡En cuántos libros licenciosos salían! ¿Por qué querría alguien ser institutriz, se preguntaba Alma, si era una ruta segura a la violación y la esclavitud?). Alma incluso llegó a leer el manual del secreto Club de las Damas del Látigo, ubicado en Londres, así como innumerables relatos de orgías romanas y obscenas iniciaciones religiosas hindús. Todos estos libros los separó del resto y los escondió en baúles en el viejo pajar de la cochera.

Pero ¡había más! También leyó revistas médicas, donde en ocasiones hallaba los más extraños y extravagantes informes sobre el cuerpo humano. Leyó teorías, expuestas con sobriedad, acerca del posible hermafroditismo de Adán y Eva. Leyó artículos científicos sobre un vello genital que crecía con tal monstruosa abundancia que podía cosecharse y venderse para hacer pelucas. Leyó estadísticas sobre la salud de las prostitutas en el área de Boston. Leyó informes de marinos que aseguraban haber copulado con focas. Leyó comparaciones del tamaño del pene de las diferentes razas y culturas, y de diferentes variedades de mamíferos.

Sabía que no debía leer nada de este material, pero era incapaz de contenerse. Quería saber todo lo que pudiera aprender. Todas estas lecturas colmaron su mente de un verdadero desfile circense de cuerpos: desnudos y azotados, degradados y envilecidos, deseosos y desacoplados (solo para acoplarlos de nuevo y volver a envilecerlos). También había caído en la obsesión de ponerse cosas en la boca, cosas, para ser más específicos, que una dama nunca debería desear ponerse en la boca. Partes de los cuerpos de otras personas, y similares. Sobre todo, el miembro masculino. Deseaba tener el miembro masculino en la boca incluso más que en la vulva, pues quería la relación más cercana posible. Le gustaba estudiar las cosas íntimamente, incluso microscópicamente, así que tenía sentido que desease ver e incluso saborear el aspecto más oculto de un hombre: su nido más secreto. Pensar en todo ello, junto con una mayor conciencia de sus labios y lengua, se convirtió en una problemática obsesión, que crecería dentro de ella hasta abrumarla. Solo podía resolver este problema con la mano, y solo podía resolverlo en el cuarto de encuadernar, en esa oscuridad solitaria y protectora, con sus familiares olores a cuero y pegamento y ese cerrojo, viejo y seguro. Solo podía resolverlo con una mano entre las piernas y la otra en la boca.

Alma sabía que abusar de sí misma era el colmo de la perversión y que incluso podía perjudicar su salud. Una vez más, incapaz de dejar de descubrir cosas, Alma investigó el asunto y lo que aprendió no fue alentador. En una revista médica británica, leyó que los niños criados con alimentos sanos y aire fresco no sentirían ni la más ligera impresión sexual, ni buscarían información erótica. Los simples placeres de la vida rural, afirmaba el autor, deberían entretener a los jóvenes lo suficiente para no verse dominados por el deseo de explorar sus genitales. En otra revista médica, leyó que la precocidad sexual podía deberse a la enuresis, a los maltratos en la infancia, a la irritación de la zona rectal debido a gusanos o (y aquí a Alma se le cortó la respiración) a un «desarrollo intelectual prematuro». Seguro que eso era lo que le había sucedido, pensó. Al fin y al cabo, una mente estimulada en demasía a una edad temprana era causa inevitable de perversiones, y la víctima procuraría complacerse como sustituto del apareamiento. Principalmente, era un problema en el crecimiento de los niños, leyó, pero en algunos casos excepcionales se manifestaba en niñas. Los jóvenes que se complacían corporalmente algún día atormentarían a sus cónyuges por la necesidad de copular todas las noches de la semana, hasta que la familia fuese víctima de la enfermedad, la decadencia o la bancarrota. Complacerse también destruía la salud del cuerpo, causando espaldas jorobadas y cojeras.

El hábito, en otras palabras, no presagiaba nada bueno. Pero Alma no había previsto en un principio que el placer solitario se convertiría en un hábito. Hizo los votos más sinceros y sentidos para detenerse. O al menos al principio. Se prometió a sí misma que dejaría de leer obras lascivas. Se prometió a sí misma que dejaría de abandonarse a ensueños eróticos con George Hawkes y su mata de cabello oscuro y húmedo. No volvería a imaginarse metiéndose su miembro secreto en la boca. Juró no volver a visitar el cuarto de encuadernar, ¡ni siquiera si necesitaba reparar un libro!

Como era inevitable, su determinación se atrofió. Se prometió a sí misma que visitaría el cuarto de encuadernar solo una vez más. Solo una vez más, se permitiría colmar su mente de pensamientos emocionantes y abominables. Solo una vez más, recorrería con los dedos la vulva y los labios, sintiendo un temblor en las piernas y el rostro acalorado, y su cuerpo se disolvería una vez más en un caos nervioso, estupendo, terrible y sin límites. Solo una vez más.

Y luego, quizás, otra vez más.

Muy pronto resultó evidente que era imposible derrotar este impulso, y con el tiempo Alma no tuvo más remedio que aceptar en silencio su conducta y continuar así. ¿De qué otro modo podría haber mitigado el deseo que se acumulaba dentro de ella, a todas horas? Por otra parte, los efectos en la salud y el espíritu de esta profanación de sí misma eran tan diferentes de las advertencias de las revistas que por un tiempo se preguntó si lo estaría haciendo mal, y por eso resultaba benéfico en vez de dañino. ¿Cómo explicar si no que esa actividad secreta no conllevase ninguno de esos terribles efectos acerca de los cuales las revistas médicas advertían? El acto sosegaba a Alma, en vez de enfermarla. Daba a sus mejillas un color saludable, en vez de consumir la vitalidad del semblante. Sí, esa compulsión le causaba una sensación de vergüenza, pero siempre (una vez terminado el acto) seguía un estado de claridad mental vívido y preciso. Desde el cuarto de encuadernar volvía de inmediato a su investigación, en la cual trabajaría con un renovado ímpetu, impelida a estudiar por una lucidez enérgica, por un impulso corporal vivaz, útil, emocionante. Después del acto siempre se encontraba más brillante, más despierta que nunca. Después del acto su obra siempre prosperaba.

Es más, ahora Alma tenía un lugar donde trabajar. Tenía un estudio para ella sola… o por lo menos tenía algo que llamaba su estudio. Después de limpiar la cochera de todos los libros superfluos de su padre, se había quedado con uno de los cobertizos de los arreos que ya nadie usaba y lo había convertido en un refugio para el estudio académico. Era una ubicación preciosa. La cochera de White Acre era un bello inmueble de ladrillo, majestuoso y sereno, con altos techos abovedados y ventanas amplias y generosas. El estudio de Alma era el mejor espacio en ese edificio, bendecido con la plácida luz del norte, un suelo de baldosas limpio y una vista del inmaculado jardín griego de su madre. La habitación olía a heno, a polvo y a caballos, y estaba llena de un agradable desorden de libros, cribas, platos, ollas, muestras, cartas, jarras y viejos botes de golosinas. Cuando Alma cumplió diecinueve años, su madre le regaló una cámara lúcida, que le permitió ampliar y trazar las muestras botánicas para dibujarlas con mayor precisión. Poseía unos excelentes prismas italianos, gracias a los cuales se sentía un poco como Newton. Tenía un escritorio sólido y de calidad y una sencilla mesa de laboratorio para sus experimentos. Se sentaba en viejos barriles en lugar de sillas, ya que le resultaba más fácil con las faldas. Tenía un par de maravillosos microscopios alemanes, que había aprendido a manejar (¡y George Hawkes lo había notado!) con el diestro tacto de un maestro bordador. Al principio los inviernos en el estudio habían sido desagradables (tan fríos que la tinta no fluía), pero Alma no tardó en hacerse con una pequeña estufa Franklin, y ella misma tapó las grietas de las paredes con musgo seco, de tal manera que el estudio se volvió un refugio acogedor y encantador, durante todo el año.

Ahí, en la cochera, Alma montó un herbario, perfeccionó su comprensión de la taxonomía y se embarcó en experimentos más detallados. Leyó su vieja copia del Diccionario del jardinero de Phillip Miller tantas veces que el libro adquirió el aspecto de la hojarasca seca. Estudió los últimos ensayos médicos sobre los efectos beneficiosos de las digitalis en los pacientes que sufren de hidropesía y sobre el uso del copaiba para el tratamiento de las enfermedades venéreas. Trabajó en mejorar sus dibujos botánicos, que nunca llegaron a ser exactamente hermosos, pero siempre fueron hermosamente exactos. Trabajaba con infatigable diligencia, los dedos apresurándose felices por las tablillas y los labios moviéndose como si orase.

Mientras que el resto de White Acre continuaba con la actividad y las refriegas de siempre, sus ambiciosas empresas comerciales, sus competiciones y batallas, estos dos lugares (el cuarto de encuadernar y el estudio de la cochera) se convirtieron para Alma en mundos gemelos de intimidad y revelación. Una habitación era para el cuerpo; la otra para la mente. Una era pequeña y carecía de ventanas; la otra era amplia y luminosa. Una olía a pegamento viejo; la otra a heno fresco. Una inspiraba pensamientos secretos; la otra ideas que podían ser publicadas y compartidas. Las dos habitaciones existían en edificios separados, divididas por céspedes y jardines, bisecadas por un amplio camino de grava. Nadie habría visto la correlación entre ambas.

Pero ambas habitaciones pertenecían solo a Alma Whittaker y en esas dos habitaciones su ser alcanzó la plenitud.