Más tarde, 1816 sería recordado como el año sin verano, y no solo en White Acre, sino en gran parte del mundo. Las explosiones volcánicas en Indonesia cubrieron la atmósfera terrestre de ceniza y tinieblas, lo cual provocó una sequía en América del Norte y una hambruna en casi toda Europa y Asia. Las cosechas de maíz se echaron a perder en Nueva Inglaterra, las cosechas de arroz se secaron en China, las cosechas de avena y trigo se malograron por todo el norte de Europa. Más de cien mil irlandeses murieron de hambre. Los caballos y el ganado, que sufrían sin grano, fueron sacrificados en masa. Hubo disturbios por la escasez de comida en Francia, Inglaterra y Suiza. En la ciudad de Quebec, había capas de nieve de treinta centímetros en pleno junio. En Italia, cayó nieve marrón y roja, aterrorizando al pueblo, que se temía el apocalipsis.
En Pensilvania, a lo largo de los meses de junio, julio y agosto de 1816, el campo quedó envuelto en una niebla insondable, gélida, oscura. Poca cosa creció. El invierno que siguió fue aún peor. Miles de familias lo perdieron todo. Para Henry Whittaker, sin embargo, no fue un mal año. Las estufas de los invernaderos lograron mantener con vida la mayoría de sus especies tropicales exóticas incluso en esa semioscuridad y, de todos modos, Henry nunca se había ganado la vida con los riesgos del cultivo al aire libre. La mayor parte de sus plantas medicinales eran importadas de América del Sur, donde el tiempo no se vio alterado. Es más, este clima enfermaba, y los enfermos compraban más productos farmacéuticos. Así pues, tanto botánica como financieramente, Henry casi no se vio afectado.
No, ese año, Henry aumentó su fortuna mediante la especulación inmobiliaria y su afición a los libros raros. Los agricultores huían de Pensilvania en tropel, hacia el oeste, con la esperanza de encontrar un sol más brillante, un suelo más fértil y un ambiente más acogedor. Henry compró buena parte de las propiedades que estas personas destrozadas abandonaron, de modo que se hizo con excelentes molinos, bosques y pastos. En Filadelfia no pocas familias de rango cayeron en la ruina ese año, derribadas por el declive económico causado por el mal tiempo. Para Henry fue una noticia estupenda. Siempre que una familia acomodada se arruinaba, Henry estaba en disposición de comprar sus tierras, muebles, caballos, excelentes monturas francesas y textiles persas con un buen descuento, así como (qué gran satisfacción) sus bibliotecas.
A lo largo de los años, la adquisición de libros magníficos casi se había convertido en una obsesión para Henry. Era una obsesión peculiar, dado que él apenas sabía leer en inglés, y con certeza era incapaz de leer, por ejemplo, a Catulo. Pero Henry no quería leer esos libros; solo quería poseerlos, como trofeos, en su creciente biblioteca de White Acre. Lo que más deseaba eran tomos médicos, filosóficos o botánicos, exquisitamente ilustrados. Era muy consciente de que estos volúmenes deslumbraban a los visitantes tanto como los tesoros tropicales de sus invernaderos. Incluso había creado una tradición previa a la cena: elegir (o, más bien, pedir a Beatrix que eligiera) un libro valioso para mostrárselo a los presentes. Disfrutaba especialmente de este ritual cuando recibía a célebres académicos, viendo cómo se quedaban sin aliento y los consumía el deseo; casi ningún hombre de letras aspira a tener entre las manos un Erasmo de comienzos del siglo XVI, con la versión griega impresa a un lado y la latina al otro.
Henry adquiría libros voluptuosamente…, no tomo a tomo, sino baúl a baúl. Obviamente, era necesario ordenar todos estos libros, y no era menos obvio que Henry no era el hombre indicado para ello. Durante años esta labor, física e intelectualmente agotadora, recayó en Beatrix, quien purgaba la maleza para guardar las joyas y descargar el resto en la biblioteca pública de Filadelfia. Pero Beatrix, a finales del otoño de 1816, se había rezagado en la tarea. Los libros llegaban a tal ritmo que Beatrix no tenía tiempo de ordenarlos. Las habitaciones libres de la cochera contenían muchos baúles aún sin abrir, todos repletos de libros. Con las nuevas bibliotecas privadas que llegaban a White Acre cada semana (a medida que una familia acomodada tras otra se arruinaba), la colección estaba a punto de convertirse en una molestia inmanejable.
Así pues, Beatrix eligió a Alma para ayudar a catalogar los libros. Alma era la elección evidente para ese trabajo. Prudence no era de mucha ayuda en esos asuntos, ya que no sabía nada de griego, casi nada de latín y nunca logró entender cómo dividir con precisión los volúmenes botánicos entre las ediciones anteriores y posteriores a 1753 (es decir, antes y después de la taxonomía de Linneo). Pero Alma, que ya tenía dieciséis años, demostró ser tan eficaz como entusiasta en la tarea de poner orden en la biblioteca de White Acre. Poseía una firme comprensión histórica de lo que tenía entre manos y era una creadora de índices febril y diligente. Alma también era bastante fuerte para mover esas pesadas cajas. Además, hacía tan mal tiempo en 1816 que era muy poco placentero salir al aire libre, y apenas servía de nada trabajar en el jardín. Felizmente, Alma llegó a considerar su labor en la biblioteca como una especie de jardinería interior, con las mismas satisfacciones del trabajo muscular y los hallazgos hermosos.
Alma incluso descubrió su talento para reparar libros. Su experiencia con los especímenes de plantas la ayudó a manejar los materiales del cuarto de encuadernar, una pequeña habitación oscura con la puerta oculta situada justo al lado de la biblioteca, donde Beatrix almacenaba el papel, la tela, el cuero, la cera y la cola necesarios para mantener las frágiles ediciones antiguas. Al cabo de unos meses, Alma era tan ducha en todas estas labores que Beatrix dejó a su hija a cargo de la biblioteca de White Acre, tanto de la colección ya catalogada como de la que estaba por catalogar. Beatrix se había vuelto demasiado corpulenta y se cansaba demasiado subiendo las escaleras de la biblioteca, y estaba harta de aquel trabajo.
Ahora bien, algunas personas habrían cuestionado si una muchacha de dieciséis años, respetable y soltera, debería encontrarse, sin supervisión alguna, en medio de un diluvio de libros censurados, si se debería confiarle esa inmensa oleada de ideas libres. Solo podemos imaginar que tal vez Beatrix pensaba que ya había terminado su obra con Alma, cuyo resultado era una joven de aspecto pragmático y decente, y que con certeza sabría cómo resistir la influencia de ideas corruptoras. O tal vez Beatrix no pensase bien qué tipos de libros podría encontrar Alma en esos baúles nunca abiertos. O tal vez Beatrix creía que la fealdad y la torpeza de Alma salvaguardaban a la joven ante los peligros de la, cielos santos, sensualidad. O tal vez Beatrix (que se aproximaba a los cincuenta y sufría mareos y olvidos) simplemente se había vuelto descuidada.
De un modo u otro, Alma Whittaker se quedó sola, y así fue como encontró el libro.
***
Nunca sabría de qué biblioteca procedía. Alma lo encontró en un baúl sin nombre, junto a una colección de volúmenes de escaso interés, la mayoría de carácter médico: algunos Galenos comunes, algunas traducciones recientes de Hipócrates…, nada nuevo, nada emocionante. Sin embargo, en medio de todo había un libro grueso, resistente, encuadernado en cuero y titulado Cum grano salis, de autor anónimo. Qué título más curioso: Con un grano de sal. Al principio, Alma pensó que era un tratado culinario, algo así como la reimpresión veneciana del siglo XV de la obra del siglo IV De re coquinaria, que ya figuraba en la biblioteca de White Acre. Pero una rápida hojeada reveló que este libro estaba escrito en inglés, y no contenía ilustraciones ni recetas de cocina. Alma lo abrió por la primera página, y lo que leyó estremeció su mente con violencia.
«Me intriga —escribía el autor anónimo en su introducción— que al nacer todos estemos dotados de los orificios corporales más maravillosos, los cuales, como saben los niños, son objetos de puro placer, pero hemos de fingir, en nombre de la civilización, que son abominaciones, ¡y jamás han de ser tocados!, ¡jamás han de ser compartidos!, ¡jamás han de ser disfrutados! Sin embargo, ¿por qué no habríamos de explorar estos dones del cuerpo, tanto en nosotros como en nuestros semejantes? Solo nuestras mentes nos impiden tales encantos, solo nuestro artificial sentido de “civilización” nos prohíbe esos simples goces. Hace años que mi mente, antaño atrapada en la prisión de la civilidad despiadada, se ha abierto a las caricias de los más exquisitos placeres físicos. De hecho, he descubierto que la expresión carnal puede ser una forma de arte, si se practica con la misma dedicación que la música, la pintura o la literatura.
»En estas páginas encontrarás, estimado lector, una crónica sincera de una vida de aventuras eróticas, la cual habrá quien llame perversa, pero a la que me he entregado con felicidad (y sin hacer daño a nadie) desde mi juventud. Si yo fuera un hombre religioso, sometido a la esclavitud de la vergüenza, quizás llamaría a este libro “confesión”. Pero no comparto la vergüenza sensual y mis investigaciones han demostrado que muchos grupos humanos en todo el mundo tampoco se avergüenzan de los actos sensuales. He acabado por creer que la carencia de esa vergüenza es, en efecto, nuestro estado natural como especie; un estado que nuestra civilización ha deformado lamentablemente. Por esta razón, no confieso mi historia inusual, sino que, sencillamente, la revelo. Espero y confío en que mis revelaciones sean una guía y un entretenimiento, no solo para los señores sino también para las mujeres aventureras e ilustradas».
Alma cerró el libro. Conocía esa voz. No conocía al autor personalmente, por supuesto, pero reconoció el tipo de persona: un hombre de letras, como los que frecuentaban las cenas de White Acre. Era el tipo de hombre que podría escribir cuatrocientas páginas sobre la filosofía natural del saltamontes, pero que, en este caso, había decidido escribir cuatrocientas páginas sobre sus aventuras sensuales. Esta sensación de reconocimiento y familiaridad la confundió al tiempo que la fascinaba. Si dicho tratado había sido escrito por un respetable caballero de voz respetable, ¿lo convertía esto en respetable?
¿Qué diría Beatrix? Alma lo supo de inmediato. Beatrix diría que el libro era ilícito, peligroso y abominable…, un nido de maldad. Beatrix querría destruir ese libro. ¿Qué habría hecho Prudence, de haber encontrado un libro semejante? Bueno, Prudence no lo tocaría ni con guantes. O bien, si Prudence acabase con este libro entre las manos, se lo llevaría obedientemente a Beatrix para que lo quemase, y probablemente recibiría un riguroso castigo por haber osado tocar semejante objeto. Pero Alma no era Prudence.
Entonces, ¿qué iba a hacer Alma?
Alma decidió que quemaría el libro, y no hablaría de ello con nadie. De hecho, iba a quemarlo inmediatamente. Esa misma tarde. Sin leer ni una palabra más.
Abrió el libro de nuevo, al azar. Una vez más, se encontró con esa voz familiar y respetable que hablaba de los temas más increíbles.
«Quería descubrir —escribía el autor— a qué edad una mujer pierde la capacidad de recibir placer sensual. Mi amigo dueño de un burdel, quien me había ayudado ya en tantos experimentos, me habló de una cierta cortesana que había gozado de su ocupación desde los catorce años hasta los sesenta y cuatro, y que ahora, a la edad de setenta años, vivía en una ciudad no lejos de la mía. Escribí a la mujer en cuestión, y me respondió con una carta de encantadora franqueza y afecto. En el espacio de un mes, fui a visitarla a su casa, donde me permitió estudiar sus genitales, los cuales no eran tan diferentes de los de una mujer mucho más joven. Demostró que aún era capaz de sentir placer, sin duda. Con los dedos, tras aplicar una ligera capa de aceite de nuez sobre el manto de la pasión, se acarició hasta llegar al éxtasis…».
Alma cerró el libro. Era un libro que no debía quedarse. Lo quemaría en el fuego de la cocina. No esa tarde, cuando alguien pudiese verla, sino por la noche, más tarde.
Lo abrió de nuevo, una vez más al azar.
«He llegado a la conclusión —proseguía el sosegado narrador— de que a ciertas personas les son de provecho, tanto corporal como mentalmente, los azotes habituales en el trasero desnudo. No pocas veces he visto que esta práctica levantaba el ánimo de hombres y mujeres, y sospecho que sería el tratamiento más saludable para la melancolía y otras enfermedades de la mente. Durante dos años cultivé la compañía de la doncella más encantadora, hija de un sombrerero, cuyos inocentes y hasta angélicos ojos se volvían firmes y fuertes tras repetidas flagelaciones, y cuyos pesares se desvanecían invariablemente ante el látigo. Como ya he descrito en estas páginas, antaño tenía en mis oficinas un sofisticado sofá, hecho por un gran tapicero de Londres, especialmente equipado con tornos y cuerdas. A esta doncella nada le gustaba más que ser atada sobre el sofá, donde sostenía mi miembro en la boca chupando como una niña que goza de una golosina, mientras un compañero…».
Alma cerró el libro de nuevo. Cualquier persona cuya mente no estuviera sumida en el fango dejaría de leer en el acto. Pero ¿y esa sanguijuela rebosante de curiosidad que se retorcía en el vientre de Alma? ¿Y su deseo de alimentarse a diario de lo novedoso, lo extraordinario, lo verdadero?
Alma abrió el libro una vez más y leyó durante una hora, abrumada por los estímulos, la duda y el caos. Su conciencia le tiraba de los dobladillos de la falda, suplicando que se detuviera, pero fue incapaz. Lo que descubría en esas páginas le hacía sentirse desconcertada, banal, sin aliento. Cuando pensó que podría llegar a desmayarse debido a la enmarañada vegetación de fantasías que poblaba su mente, Alma cerró el libro al fin y lo confinó en el insulso baúl de donde había salido.
A toda prisa, salió de la cochera, alisándose el delantal con las manos húmedas. Hacía frío fuera y estaba nublado, al igual que el resto del año, con una insatisfactoria llovizna de niebla. Era tan denso el aire que casi se podía diseccionar con un bisturí. Había importantes tareas que realizar ese día. Alma había prometido a Hanneke de Groot que ayudaría a supervisar la bajada de los barriles de sidra a la bodega para el invierno. Alguien había esparcido papeles bajo las lilas, junto a la cerca sur; tendría que limpiarlo. Detrás del jardín griego de su madre, la hiedra había invadido los arbustos, y debían enviar a un muchacho para que se encargase de ello. Cumpliría con estas responsabilidades de inmediato, con su habitual eficiencia.
Orificios corporales.
No podía dejar de pensar en los orificios corporales.
***
Cayó la noche. Las luces del comedor se encendieron y se colocó la porcelana. Los invitados llegarían enseguida. Alma se acababa de vestir para la cena con un caro vestido de muselina. Debía esperar a los invitados en el recibidor, pero se excusó por un momento y fue a la biblioteca. Se encerró en el cuarto de encuadernar, tras la puerta oculta, al lado de la entrada de la biblioteca. Era la puerta más cercana, y tenía un sólido cerrojo. No llevaba el libro consigo. No necesitaba el libro; sus imágenes la habían acechado toda la tarde, salvajes, obstinadas, inquisidoras.
Los pensamientos la desbordaban, y esos pensamientos clamaban a su cuerpo. Le dolía la vulva, que se sentía abandonada. Este dolor se había ido acumulando toda la tarde. Esa penosa sensación de desamparo entre las piernas era una especie de brujería, una posesión diabólica. La vulva quería ser frotada de la forma más furibunda. Las faldas eran un estorbo. Los picores del vestido le hacían desfallecer. Se levantó las faldas. Ahí sentada, en el diminuto taburete de ese cuarto de encuadernar angosto, oscuro y cerrado, con su olor a cola y a cuero, Alma abrió las piernas y empezó a acariciarse, entrando en sí misma, moviendo los dedos dentro y alrededor de sí, en una frenética exploración de sus pétalos húmedos, tratando de encontrar el diablo ahí oculto, dispuesta a borrarlo con la mano.
Lo encontró. Lo frotó, más y más fuerte. Sintió que se deshacía. El dolor de su vulva se convirtió en otra cosa: un fuego vertical, un vórtice de placer, un caluroso efecto chimenea. Siguió el placer adondequiera que la llevase. No tenía peso, ni nombre, ni pensamientos, ni historia. Entonces vino una ráfaga de fosforescencia, como si hubiese fuegos artificiales detrás de sus ojos, y todo terminó. Se sintió sosegada y cálida. Por primera vez en su vida consciente, su mente quedó libre del asombro, libre de las preocupaciones, libre del trabajo o la perplejidad. Entonces, en el centro de esa maravillosa quietud, un pensamiento tomó forma, tomó fuerza, la tomó a ella:
«Tengo que volver a hacerlo».
***
En menos de media hora, Alma se encontraba en el zaguán de White Acre, azorada y avergonzada, recibiendo a los invitados. Esa noche, entre los visitantes se encontraban el joven George Hawkes, un editor de Filadelfia de bellas ilustraciones botánicas, libros, revistas y diarios; y un distinguido anciano llamado James K. Peck, quien impartía clases en Princeton y acababa de publicar un libro sobre la fisiología de los negros. Arthur Dixon, el pálido tutor de las niñas, cenaba con la familia como de costumbre, si bien rara vez aportaba algo a la conversación, y solía pasar las horas mirándose preocupado las uñas.
George Hawkes, el editor botánico, había sido invitado a White Acre muchas veces y Alma le había tomado cariño. Era tímido pero amable, y muy inteligente, con la apariencia de un oso enorme, torpón, de andar pesado. Vestía trajes demasiado grandes, el sombrero lo llevaba ladeado y nunca parecía saber dónde situarse. Engatusar a George Hawkes para que hablase era todo un reto, pero, una vez que empezaba, era una delicia escucharlo. Nadie en Filadelfia sabía tanto acerca de litografía botánica, y sus publicaciones eran exquisitas. Hablaba con amor de plantas, artistas y del arte de la encuadernación, y Alma disfrutaba muchísimo de su compañía.
En cuanto al otro invitado, el profesor Peck, era una nueva incorporación a las cenas, y a Alma le cayó mal en el acto. Tenía toda la pinta de ser un pelmazo, y un pelmazo obstinado, además. Nada más llegar, dedicó veinte minutos en el zaguán de White Acre a narrar con detalle homérico los percances de su viaje en carruaje de Princeton a Filadelfia. Una vez agotado ese tema fascinante, expresó su sorpresa ante la presencia de Alma, Prudence y Beatrix entre los caballeros, dado que la conversación sería, sin duda, incomprensible para ellas.
—Oh, no —corrigió Henry a su invitado—. Creo que pronto descubrirá que mi esposa y mis hijas son capaces de conversar aceptablemente.
—¿De verdad? —preguntó Peck, que a todas luces no parecía muy convencido—. ¿Sobre qué temas?
—Bueno —dijo Henry, que se frotó la barbilla pensativo—, Beatrix lo sabe todo, Prudence tiene conocimientos de arte y de música y Alma (la grandota) es una fiera de la botánica.
—Botánica —repitió el profesor Peck, con una condescendencia ensayada—. Una actividad recreativa muy edificante para las niñas. La única ciencia indicada para el sexo débil, siempre lo he pensado, debido a la falta de crueldad o rigor matemático. Mi hija dibuja muy bien las flores silvestres.
—Qué encantadora —murmuró Beatrix.
—Sí, sin duda —dijo el profesor Peck, que se volvió hacia Alma—. Los dedos de una dama son más flexibles, como ya sabe. Más suaves que los de un hombre. Más apropiados que las manos de un hombre, según dicen algunos, para la delicada tarea de recoger plantas.
Alma, que no solía sonrojarse, se sonrojó hasta los huesos. ¿Por qué hablaba este hombre de sus dedos, de su flexibilidad, de la delicadeza, de la suavidad? Todo el mundo miró las manos de Alma, las cuales, hacía solo unos momentos, estaban enterradas dentro de su vulva. Fue horrible. Por el rabillo del ojo, vio a su viejo amigo George Hawkes sonreírle con nerviosa compasión. George se sonrojaba todo el tiempo. Se sonrojaba cuando alguien lo miraba y cada vez que se veía obligado a tomar la palabra. Tal vez se compadecía de su desasosiego. Con la mirada de George clavada en ella, Alma sintió que se sonrojaba aún más. Por primera vez en su vida, se quedó sin palabras, y deseó que todo el mundo dejara de mirarla. Habría hecho cualquier cosa para escaparse de la cena esa noche.
Afortunadamente para Alma, el profesor Peck no parecía demasiado interesado en nadie salvo en sí mismo y, en cuanto sirvieron la cena, se lanzó a una extensa y detallada disquisición, como si hubiese confundido White Acre con un aula y a los anfitriones con alumnos suyos.
—Hay quienes —comenzó, tras doblar la servilleta con pomposidad— han declarado recientemente que la negritud es una mera enfermedad cutánea, que tal vez se podría, mediante las correctas combinaciones químicas, lavar, por así decirlo, transformando al negro en un saludable hombre blanco. Esto es incorrecto. Tal como mi investigación ha probado, un negro no es un hombre blanco enfermo, sino una especie diferente, como les voy a demostrar…
A Alma le costaba prestar atención. Sus pensamientos revoloteaban en torno a Cum grano salis y el cuarto de encuadernar. Ahora bien, este día no era la primera vez que Alma había oído hablar de órganos genitales, ni siquiera de la función sexual. A diferencia de otras niñas, a quienes sus familias aseguraban que los indios traían los bebés o que la fecundación se debía a la inserción de semillas en unos pequeños cortes en el costado del cuerpo de la mujer, Alma conocía los rudimentos de la anatomía humana, tanto masculina como femenina. Había demasiados tratados de medicina y obras científicas por todo White Acre para que Alma no supiese nada de ese tema, y el lenguaje mismo de la botánica, con el que Alma estaba íntimamente familiarizada, era muy sexual. (El propio Linneo se había referido a la polinización como «matrimonio», había llamado a los pétalos de las flores «nobles ropajes del lecho» y una vez, en una muestra de osadía, había descrito una flor que contenía nueve estambres y un pistilo como «nueve hombres en la misma cámara nupcial con una mujer»).
Es más, Beatrix no habría consentido que sus hijas se criasen en una inocencia peligrosa, en especial dada la desafortunada historia de la madre de Prudence, así que fue Beatrix en persona quien (con muchos balbuceos y sofocos, mientras se abanicaba sin cesar el cuello) había explicado a Alma y Prudence el procedimiento esencial de la propagación humana. Nadie disfrutó de esa conversación y las tres mujeres colaboraron para ponerle fin tan pronto como fue posible…, pero la información fue transmitida. Beatrix incluso advirtió a Alma en una ocasión que ciertas partes del cuerpo no debían tocarse salvo por razones de higiene, y que no debía entretenerse en el excusado, por ejemplo, debido a los peligros de las pasiones solitarias e impuras. Alma no había prestado atención a la advertencia porque no tenía sentido entonces: ¿quién querría entretenerse en el excusado?
Pero, tras el descubrimiento de Cum grano salis, Alma había comprendido de repente que, a lo largo y ancho del mundo, tenían lugar los actos sensuales más inimaginables. Los hombres y las mujeres se hacían las cosas más asombrosas, y no se dejaban llevar por la procreación sino por la recreación, del mismo modo que hombres y hombres, mujeres y mujeres, niños y criadas, granjeros y transeúntes, marinos y costureras, ¡y a veces hasta los maridos y las esposas! Incluso era posible hacerse las cosas más asombrosas a una misma, tal y como Alma acababa de descubrir en el cuarto de encuadernar. Con o sin una ligera capa de aceite de nuez.
¿Lo hacían también los demás? No solo los gimnásticos actos de la penetración, sino estos frotamientos íntimos. El autor anónimo había escrito que mucha gente lo hacía…, incluso señoras de alta cuna, según sabía por experiencia propia. ¿Y Prudence? ¿Lo hacía ella? ¿Había experimentado esos pétalos húmedos, ese vórtice de fuego vertical, esa ráfaga de fosforescencia? Era imposible imaginarlo; Prudence ni siquiera transpiraba. Ya era bastante difícil interpretar las expresiones faciales de Prudence, no digamos averiguar qué ocultaba bajo la ropa o enterraba en la mente.
¿Y Arthur Dixon, su tutor? ¿Había algo oculto en su mente además del tedio académico? ¿Había algo enterrado en su cuerpo, aparte de sus tics y esa perpetua tos seca? Miró a Arthur, en busca de alguna indicación de vida sensual, pero ni su silueta ni su rostro revelaron nada. No podía imaginarlo en un estremecimiento de éxtasis como el que había vivido en el cuarto de encuadernar. Apenas podía imaginarlo recostado, y sin duda no podía imaginarlo desnudo. Mostraba todos los indicios de ser un hombre que había nacido sentado, con un chaleco ajustado y bombachos de lana, con un intrincado libro en las manos y un triste suspiro en los labios. Si tenía necesidades, ¿dónde y cuándo las satisfacía?
Alma sintió una fría mano en el brazo. Era la de su madre.
—¿Cuál es tu opinión, Alma, del tratado del profesor Peck?
Beatrix sabía que Alma no estaba escuchando. ¿Cómo lo sabía? ¿Qué más sabía? Alma recuperó la compostura enseguida, recordó los comienzos de la cena, trató de repasar las pocas ideas que había escuchado. Insólitamente, no se le ocurrió nada. Se aclaró la garganta y dijo:
—Preferiría leer entero el libro del profesor Peck antes de emitir mi opinión.
Beatrix lanzó a su hija una mirada penetrante: sorprendida, crítica y decepcionada.
El profesor Peck, sin embargo, tomó el comentario de Alma como una invitación a hablar más; de hecho, recitó una buena parte del primer capítulo de su libro de memoria, en beneficio de las damas presentes. Por lo general, Henry Whittaker no habría permitido semejante acto de perfecto tedio en su comedor, pero Alma vio en el gesto de su padre que estaba cansado y consumido, probablemente al borde de otro ataque. Una enfermedad inminente era lo único que silenciaba a su padre de este modo. Si Alma conocía a Henry, y claro que lo conocía, al día siguiente guardaría cama todo el día, y tal vez el resto de la semana. De momento, sin embargo, Henry aguantó el monótono recitado del profesor Peck sirviéndose una generosa copa de clarete tras otra y cerrando los ojos durante largos intervalos.
Mientras tanto, Alma estudió a George Hawkes, el editor botánico. ¿Lo hacía él? ¿Se frotaba hasta llegar a una crisis de placer? El autor anónimo escribía que los hombres practicaban el onanismo incluso con mayor frecuencia que las mujeres. Según se decía, un joven de salud vigorosa se hostigaba a sí mismo hasta eyacular varias veces al día. Nadie diría que George Hawkes era exactamente vigoroso, pero era un joven de cuerpo enorme, pesado, sudoroso…, un cuerpo que parecía lleno de algo. ¿Había realizado George ese acto recientemente, quizás ese mismo día? ¿Qué hacía el miembro de George Hawkes ahora mismo? ¿Desfallecía lánguido? ¿O se alzaba hacia su deseo?
De repente, sucedió el evento más asombroso que uno podía imaginarse.
Prudence Whittaker habló.
—Perdón, señor —dijo Prudence, dirigiendo sus palabras y su plácida mirada precisamente al profesor Peck—, si le he entendido bien, parece que ha identificado las diferentes texturas de pelo humano como evidencia de que los negros, indios, orientales y blancos pertenecen a diferentes especies. Pero no puedo evitar sorprenderme ante esa suposición. En esta misma finca, señor, criamos diferentes variedades de ovejas. Tal vez se haya fijado en ellas al recorrer el camino esta tarde. Algunas ovejas nuestras tienen un pelaje sedoso, otras áspero y otras tienen tupidos rizos de lana. Ciertamente, señor, no dudará que, a pesar de esas diferencias de pelaje, todas ellas son ovejas. Y, si me disculpa, creo que todas estas variedades de ovejas pueden cruzarse entre sí sin problemas. ¿Acaso no ocurre lo mismo con el hombre? En ese caso, ¿no podríamos razonar que negros, indios, orientales y blancos son también una sola especie?
Todas las miradas se volvieron hacia Prudence. Alma se sintió como si la hubieran despertado con un cubo de agua helada. Los ojos de Henry se abrieron. Dejó el vaso y se irguió en la silla, la atención plenamente despierta. Solo una sutil mirada lo habría percibido, pero también Beatrix se irguió un poco más en la silla, como si se pusiese en estado de alerta. Arthur Dixon, el tutor, miró a Prudence sobresaltado, tras lo cual miró a su alrededor, nervioso, como si temiera que lo culparan del arrebato. Había muchos motivos para asombrarse, en efecto. Este fue el discurso más largo que Prudence había pronunciado a la mesa… o en cualquier lugar.
Por desgracia, Alma no había prestado atención hasta ese momento, así que no estaba segura de si la afirmación de Prudence era exacta o relevante, pero, por Dios, ¡la niña había hablado! Todos se quedaron maravillados, salvo la misma Prudence, que contemplaba al profesor Peck con su fría belleza de siempre, imperturbable, los ojos azules amplios y claros, a la espera de una respuesta. Daba la impresión de que todos los días se dedicaba a desafiar a eminentes profesores universitarios.
—No podemos comparar seres humanos con ovejas, jovencita —corrigió el profesor Peck—. El mero hecho de que dos criaturas puedan tener descendencia…, bueno, si su padre me disculpa por mencionar este asunto delante de las damas. —Henry, muy atento ahora, dio una soberana muestra de aprobación—. El mero hecho de que dos criaturas puedan tener descendencia no implica que sean miembros de la misma especie. Los caballos pueden tener descendencia con los burros, como sabrá sin duda. Asimismo, los canarios con los pinzones, los gallos con las perdices y el macho cabrío con la oveja. Y no por ello son biológicamente equivalentes. Es más, es bien sabido que los negros atraen diferentes tipos de piojos y parásitos intestinales que los blancos, prueba indiscutible, por lo tanto, de la diferenciación de las especies.
Prudence, educada, asintió con la cabeza al invitado.
—Error mío, señor —dijo—. Continúe, se lo ruego.
Alma seguía sin encontrar palabras, desconcertada. ¿Por qué se hablaba tanto de la reproducción? ¿Precisamente esta noche?
—Si bien las diferencias entre razas es evidente hasta para un niño —continuó el profesor Peck—, la superioridad del hombre blanco debería ser evidente para cualquiera que tuviese unas nociones básicas de la historia y los orígenes de la humanidad. Como teutones y cristianos, honramos la virtud, la buena salud, la austeridad y la moral. Controlamos nuestras pasiones. Por ello, prevalecemos. Las otras razas, tan alejadas de la civilización, nunca podrían haber inventado la moneda, el alfabeto o la industria. Pero ninguna es tan improductiva como la raza negra. El negro presenta un desarrollo excesivo de los sentidos emocionales, lo que explica su infame y escasísimo dominio de sí mismo. Este desarrollo excesivo de la sensualidad queda patente en su estructura facial. Los ojos, labios, nariz y orejas son demasiado grandes, es decir, el negro no puede evitar sentirse estimulado en demasía por sus sentidos. Por lo tanto, es capaz del más cálido afecto, pero también de la violencia más lúgubre. Es más, el negro no se ruboriza y, por lo tanto, es incapaz de sentir vergüenza.
Ante la mera mención del rubor y la vergüenza, Alma se sonrojó avergonzada. Esta noche no tenía control alguno sobre sus propios sentidos. George Hawkes sonrió, una vez más con afectuosa compasión, lo que solo sirvió para sonrojarla aún más. Beatrix lanzó a Alma tal mirada de desdén abrasador que esta temió por un momento recibir una bofetada. Casi deseó esa bofetada, aunque solo fuera para aclararle los pensamientos.
Prudence (asombrosamente) habló de nuevo.
—Me pregunto —planteó, con voz templada— si el negro más sabio supera en inteligencia al blanco más insensato. Pregunto, profesor Peck, solo porque el año pasado nuestro tutor, el señor Dixon, nos habló de un carnaval al que había asistido, donde se encontró con un antiguo esclavo, un tal señor Fuller, de Maryland, famoso por la rapidez de sus cálculos. Según el señor Dixon, si le dijera a ese negro la fecha y la hora en que nació, al instante calcularía cuántos segundos ha vivido, incluso tomando en cuenta los años bisiestos. Era a todas luces una demostración impresionante.
Arthur Dixon parecía estar a punto de desmayarse.
El profesor, molesto sin ocultarlo, respondió:
—Señorita, he visto en el carnaval mulas que saben contar.
—Igual que yo —respondió Prudence, una vez más con ese tono tenue, imperturbable—. Pero todavía no he visto una mula de carnaval, señor, que supiese calcular los años bisiestos.
—Muy bien —dijo el profesor a Prudence, con una ligera inclinación de cabeza—. Para responder a su pregunta, hay idiotas e incluso sabios en todas las especies. No es la norma, sin embargo, en ambos casos. He coleccionado y medido cráneos de hombres blancos y negros durante años, y mi investigación concluye de forma terminante que el cráneo del hombre blanco, cuando está lleno de agua, contiene como media cuatro onzas más que el cráneo del negro…, lo que demuestra una capacidad intelectual mayor.
—Me pregunto —dijo Prudence con gentileza— qué habría ocurrido si hubiera intentado verter conocimiento en el cráneo de un negro vivo en lugar de agua en el cráneo de un negro muerto.
Se hizo un incómodo silencio entre los presentes. George Hawkes aún no había hablado esa noche y era evidente que no iba a comenzar ahora. Arthur Dixon realizaba una excelente imitación de un cadáver. La cara del profesor Peck había adquirido una tonalidad claramente violácea. Prudence, quien, como siempre, parecía de porcelana e impecable, esperaba una respuesta. Henry miró a su hija adoptiva al borde del pasmo, pero, por alguna razón, prefirió no hablar, tal vez demasiado débil para intervenir o tal vez simplemente curioso por ver cómo continuaría esta conversación tan inesperada. Alma, del mismo modo, no aportó nada. Francamente, Alma no tenía nada que aportar. Nunca había tenido tan poco que decir, y nunca Prudence había sido tan locuaz. Por lo tanto, recayó en Beatrix el deber de poner palabras sobre la mesa, y lo hizo con su habitual e inquebrantable sentido de la responsabilidad.
—Me fascinaría, profesor Peck —dijo Beatrix—, ver la investigación que ha mencionado antes sobre la diferencia entre las variedades de piojos y parásitos intestinales del negro y las del hombre blanco. ¿Es posible que haya traído la documentación? Sería un placer verla. La biología de los parásitos me resulta cautivadora.
—No llevo la documentación conmigo, señora —dijo el profesor, que se irguió en un esfuerzo de recuperar la dignidad—. Pero no la necesito. En este caso, la documentación no es necesaria. La diferencia entre los piojos y los parásitos intestinales de los negros y los del hombre blanco es un hecho bien conocido.
Era casi imposible de creer, pero Prudence habló de nuevo.
—Qué lástima —murmuró, con la frialdad del mármol—. Discúlpenos, señor, pero en esta casa no se nos permite suponer que un hecho es tan bien conocido que no es necesaria una documentación precisa.
Henry (enfermo y cansado como estaba) estalló en una carcajada.
—¡Y eso, señor —bramó al profesor—, es un hecho bien conocido!
Beatrix, como si nada de esto estuviese ocurriendo, volvió su atención al mayordomo y dijo:
—Creo que ya estamos listos para el postre.
***
Los invitados iban a pasar la noche en White Acre, pero el profesor Peck, tan desconcertado como irritado, decidió volver a la ciudad, pues, según anunció, prefería quedarse en un hotel del centro e iniciar su difícil viaje de regreso a Princeton al amanecer del día siguiente. Nadie lamentó su marcha. George Hawkes preguntó si podía compartir el carruaje al centro de Filadelfia con el profesor Peck, y el erudito accedió a regañadientes. Pero, antes de irse, George pidió estar a solas un momento con Alma y Prudence. Apenas había pronunciado palabra esa noche, pero ahora quería decir algo… y, al parecer, quería decírselo a ambas muchachas. Así pues, los tres (Alma, Prudence y George) se dirigieron al recibidor juntos, mientras los otros recogían abrigos y paquetes en el zaguán.
George dirigió sus comentarios a Alma tras recibir una señal casi imperceptible de Prudence.
—Señorita Whittaker —dijo—, su hermana me ha contado que usted ha escrito, para satisfacer su propia curiosidad, un muy interesante ensayo sobre las plantas Monotropa. Si no está demasiado cansada, me pregunto si podría compartir conmigo sus principales hallazgos.
Alma estaba perpleja. Qué extraña solicitud, y en qué extraño momento.
—Sin duda, debe de estar demasiado cansado para hablar de mis aficiones botánicas a esta hora tardía —comentó Alma.
—De ningún modo, señorita Whittaker —dijo George—. Sería un placer. Si acaso, me ayudaría a relajarme.
Ante estas palabras, Alma descubrió que ella también se relajaba. ¡Al fin, un tema sencillo! ¡Al fin, la botánica!
—Bueno, señor Hawkes —dijo Alma—, como sin duda alguna sabe, la Monotropa hypopitys crece solamente en la sombra, y es de un enfermizo color blanco…, casi fantasmal. Los naturalistas anteriores siempre habían supuesto que la Monotropa carece de pigmentación debido a la falta de luz solar en su entorno, pero esta teoría no tiene demasiado sentido para mí, ya que algunos de los tonos de verde más vívidos también se hallan en la sombra, en plantas como helechos y musgos. Mis investigaciones prueban que la Monotropa se inclina hacia el sol tan a menudo como se aleja, lo que me llevó a preguntarme si no reciben alimento de otra fuente distinta del sol. Ahora creo que la Monotropa se nutre de las plantas en las que crece. En otras palabras, creo que es un parásito.
—Lo que nos trae de vuelta a un tema del que se ha hablado esta noche —dijo George, con una leve sonrisa.
¡Cielo santo, George Hawkes había hecho una broma! Alma no sabía que George era capaz de bromear, pero, al darse cuenta de la broma, rio, deleitada. Prudence no se rio; se quedó ahí, sentada, bella y distante como un cuadro.
—¡Sí, claro! —dijo Alma, cada vez más animada—. Pero, a diferencia del profesor Peck y sus piojos, yo sí puedo mostrar la documentación. He observado por el microscopio que el tallo de la Monotropa carece de esos poros cuticulares a través de los cuales pasan por lo general el aire y el agua en otras plantas, y tampoco parece tener un mecanismo para absorber la humedad del suelo. Creo que la Monotropa se alimenta de sus padres adoptivos. Creo que su cualidad incolora, similar a la de un cadáver, procede del hecho de que se alimenta con comida que ya ha sido digerida, por así decirlo, por el receptor.
—Una conjetura de lo más extraordinaria —dijo George Hawkes.
—Bueno, no es más que una mera conjetura en estos momentos. Tal vez algún día la química demuestre lo que mi microscopio, por ahora, solo sugiere.
—Si no le importara compartir el ensayo conmigo esta semana —dijo George—, me gustaría considerar su publicación.
Alma estaba tan encantada con esta inesperada invitación (y aturullada por los insólitos acontecimientos del día, y muy aturdida por hablar con un hombre adulto con quien acababa de tener pensamientos sensuales) que ni se detuvo a sopesar el elemento más extraño de este intercambio: es decir, el papel de su hermana Prudence. ¿Acaso tenía algún motivo para estar presente en esta conversación? ¿Por qué Prudence había asentido a George Hawkes antes de comenzar a hablar? ¿Y cuándo, en qué momento desconocido, tuvo Prudence ocasión de hablar con George Hawkes acerca de los proyectos privados de investigación botánica de Alma? ¿Cuándo se enteró Prudence de esos proyectos privados de Alma?
Cualquier otra noche, estas preguntas habrían habitado la mente de Alma y habrían despertado su curiosidad, pero en esta ocasión las desdeñó. Esta noche, tras el que había sido el día más extraño y distraído de su vida, la mente de Alma giraba entre tantos pensamientos que se olvidó de todo ello. Desconcertada, cansada y un poco mareada, se despidió de George Hawkes y se sentó sola en el recibidor, con su hermana, a la espera de que Beatrix viniese a lidiar con ellas.
Al pensar en Beatrix, la euforia de Alma disminuyó. El repaso nocturno de las deficiencias de sus hijas no fue nunca de su agrado, pero esta noche Alma temía ese discurso más de lo habitual. Su comportamiento de ese día (el descubrimiento del libro, los pensamientos arrebatadores, la pasión solitaria en el cuarto de encuadernar) hacía sentir a Alma que la culpa era una emanación visible. Temía que Beatrix fuese capaz de percibirla. Además, la conversación de la cena había sido catastrófica: Alma había parecido una redomada estúpida, mientras que la inaudita actitud de Prudence había rayado en la grosería. Beatrix no se sentiría complacida con ninguna de las dos.
Alma y Prudence esperaron en el recibidor a su madre, calladas como monjas. Las dos chicas siempre guardaban silencio cuando estaban a solas. Nunca habían encontrado un tema de conversación que les resultase cómodo. Jamás habían parloteado. Jamás lo harían. Prudence estaba sentada mano sobre mano, inmóvil, mientras Alma jugueteaba con el dobladillo del pañuelo. Alma echó un vistazo a Prudence, en busca de algo que no sabría precisar. Complicidad, tal vez. Cariño. Algún tipo de afinidad. Quizás una referencia a los sucesos de la noche. Pero Prudence, tan resplandeciente como nunca con esa belleza intensa fuera de lo común, no invitaba a la intimidad. A pesar de todo, Alma decidió intentarlo.
—Esas ideas que has expresado esta noche, Prudence —dijo Alma—, ¿de dónde proceden?
—Del señor Dixon, en gran medida. La situación y las dificultades de la raza negra es uno de los temas preferidos de nuestro buen tutor.
—¿De verdad? Nunca le he oído hablar de ese tema.
—Aun así, es muy apasionado al respecto —dijo Prudence, sin cambiar de expresión.
—¿De verdad? ¿Es un abolicionista, entonces?
—Sí.
—Cielos —dijo Alma, encantada ante la idea de que Arthur Dixon fuese apasionado respecto a algo—. ¡Es mejor que madre y padre no lo sepan!
—Madre lo sabe —respondió Prudence.
—¿De verdad? ¿Y padre?
Prudence no respondió. Alma tenía más preguntas (muchísimas, en realidad), pero Prudence no parecía dispuesta a seguir charlando. Una vez más, la habitación se sumió en el silencio. Entonces, de repente, Alma se escapó de ese silencio, permitiendo que una pregunta salvaje y descontrolada saliese de entre sus labios.
—Prudence ¿qué piensas del señor George Hawkes? —preguntó.
—Creo que es un caballero decente.
—¡Y yo creo que estoy desesperadamente enamorada de él! —exclamó Alma, que se asombró incluso a sí misma con esta absurda e inesperada confesión.
Antes de que Prudence pudiese responder (si es que iba a responder), Beatrix entró en el recibidor y miró a su dos hijas, sentadas en el diván. Durante un largo momento, Beatrix no dijo nada. Escudriñó a sus hijas con una mirada severa e inquebrantable, primero a una, después a la otra. Esto fue más aterrador para Alma que un sermón, pues el silencio contenía posibilidades infinitas, omniscientes, terribles. Beatrix era consciente de todo, nada se le escapaba. Alma tiró de una esquina del pañuelo, que se deshilachó. El semblante y la postura de Prudence no cambiaron.
—Estoy cansada esta noche —dijo Beatrix, que al fin rompió ese espantoso silencio. Miró a Alma y dijo—: Esta noche no tengo fuerzas, Alma, para hablar de tus deficiencias. Solo serviría para agriar mi humor. Basta con decir que, si vuelvo a verte tan absorta y boquiabierta a la mesa, te voy a pedir que cenes en otro lugar.
—Pero, madre… —comenzó Alma.
—No te justifiques, hija. Es una debilidad.
Beatrix se dio la vuelta, como si fuera a salir de la habitación, pero se giró de nuevo y dirigió la mirada a Prudence, como si acabara de recordar algo.
—Prudence —dijo—, bien hecho esta noche.
Esto se salía por completo de lo habitual. Beatrix nunca ofrecía elogios. Pero ¿había algo en este día que no se saliera de lo habitual? Alma, asombrada, se volvió hacia Prudence una vez más, de nuevo en busca de algo. ¿Aceptación? ¿Lástima? ¿Un sentimiento compartido de perplejidad? Pero Prudence no reveló nada y no devolvió a Alma la mirada, así que esta se dio por vencida. Se levantó del diván y se dirigió hacia las escaleras, a la cama. Al pie de las escaleras, sin embargo, se volvió hacia Prudence y se sorprendió a sí misma una vez más.
—Buenas noches, hermana —dijo Alma. Nunca antes había utilizado esa palabra.
—Igualmente —fue todo lo que recibió por respuesta.