Capítulo seis

La infancia de Alma (o, más bien, la parte más sencilla e inocente de su infancia) tocó a su fin, de modo abrupto, en noviembre de 1809, a altas horas de la noche, un martes cualquiera.

Alma despertó de un sueño profundo debido a unas voces y el sonido de las ruedas del carruaje sobre la grava. En los lugares de la casa donde debería reinar el silencio a tales horas (el pasillo que daba a su dormitorio, por ejemplo, y los aposentos de los sirvientes, arriba), había un barullo de pasos en todas direcciones. Se incorporó en el aire frío, encendió una vela, buscó las botas de cuero y cogió un chal. Su instinto le decía que había llegado un problema a White Acre y que tal vez su presencia fuese necesaria. Años más tarde recordaría lo absurdo de esa idea (¿cómo llegó a creer que podría ser de ayuda?), pero en ese momento era una joven dama de casi diez años y todavía albergaba cierta confianza en su propia importancia.

Cuando Alma llegó a lo alto de las amplias escaleras vio, ahí abajo, en la majestuosa entrada de la mansión, un grupo de hombres con faroles. Su padre, ataviado con un abrigo por encima de la ropa de dormir, se encontraba en el centro de todos ellos, con el rostro tenso por la irritación. Hanneke de Groot también estaba ahí, con el pelo recogido en una gorra. La madre de Alma estaba presente, también. Debía de ser grave, entonces; Alma nunca había visto a su madre despierta a esas horas.

Pero había algo más, y ahí se dirigieron de inmediato los ojos de Alma: una niña, un poco más pequeña que Alma, con una larga trenza que le caía por la espalda de cabello entre blanco y rubio, estaba de pie entre Beatrix y Hanneke. Ambas mujeres tenían una mano en cada uno de los esbeltos hombros de la chica. Alma pensó que la niña le resultaba vagamente familiar. ¿La hija de uno de los trabajadores, tal vez? Alma no estaba segura. La niña, fuese quien fuese, tenía un rostro bellísimo, si bien ese rostro tenía un aspecto conmocionado y temeroso a la luz del farol.

Lo que desasosegó a Alma, sin embargo, no fue el miedo de la muchacha, sino la posesiva firmeza con que Beatrix y Hanneke agarraban a la niña del hombro. Cuando un hombre se acercó a la niña, como si fuese a tocarla, las dos mujeres cerraron filas y agarraron a la niña con más fuerza. El hombre se retiró… y fue un acto sabio, pensó Alma, pues acababa de ver la expresión en la cara de su madre: una ferocidad implacable. Vio la misma expresión en la cara de Hanneke. Fue esa expresión de ferocidad compartida en los rostros de las dos mujeres más importantes en la vida de Alma lo que la abrumó con un temor inexplicable. Algo alarmante estaba ocurriendo.

En ese momento, Beatrix y Hanneke giraron la cabeza al mismo tiempo para mirar a lo alto de la escalera, donde se encontraba Alma, que observaba atónita, con una vela en la mano y las botas en la otra. Se volvieron hacia ella como si Alma las hubiera llamado, como si las irritase esa interrupción.

—¡Ve a la cama! —exclamaron ambas: Beatrix en inglés, Hanneke en neerlandés.

Alma podría haber protestado, pero se sintió indefensa ante el poder de esa fuerza unida. Esos rostros tensos y curtidos la asustaron. Nunca había visto nada semejante. Aquí ni la necesitaban ni la querían, era evidente.

Alma dirigió otra mirada más, ansiosa, a la hermosa niña que seguía en el centro del vestíbulo abarrotado de extraños, tras lo cual huyó a su habitación. Durante una hora larga, se sentó al borde de la cama, escuchando hasta que le dolieron las orejas, con la esperanza de que alguien viniese a ofrecerle explicaciones o consuelo. Pero las voces se acallaron, oyó el sonido de caballos que se alejaban al galope, y nadie vino. Al fin Alma cayó dormida encima de la colcha, envuelta en el chal, con las botas puestas. Por la mañana, cuando se despertó, descubrió que toda esa multitud de desconocidos había desaparecido de White Acre.

Pero la niña aún estaba ahí.

***

Se llamaba Prudence.

O, más bien, Polly.

O, para ser más precisos, se llamaba Polly-Convertida-en-Prudence.

La suya era una fea historia. Se hizo un esfuerzo en White Acre para enterrarla, pero esas historias no se dejan enterrar y, al cabo de unos pocos días, Alma se enteró. La chica era la hija de un horticultor jefe de White Acre, un alemán tranquilo que había revolucionado el diseño del cultivo de melones, con lucrativas consecuencias. La esposa del horticultor era una mujer de Filadelfia de baja cuna y célebre belleza, una conocida ramera. Su marido, el horticultor, la adoraba, pero nunca fue capaz de controlarla. Esto, también, era un hecho sobradamente conocido. La mujer lo había engañado, sin cesar, durante años, sin apenas esforzarse en ocultar su indiscreciones. Él había aguantado en silencio, ya sea porque no se daba cuenta o porque fingía no darse cuenta, hasta que, sin previo aviso, dejó de aguantar.

Ese martes por la noche de noviembre de 1809, el horticultor despertó a su esposa, quien dormía plácidamente a su lado, la sacó a rastras por el pelo y le rebanó el cuello de oreja a oreja. Inmediatamente después, se ahorcó colgándose de un olmo cercano. La conmoción despertó a los otros trabajadores de White Acre, que salieron a toda prisa a investigar. Olvidada tras la estela de esas muertes súbitas, había una niña llamada Polly.

Polly era de la misma edad que Alma, pero más delicada y de una belleza asombrosa. Parecía una perfecta estatuilla tallada en jabón francés, en la que alguien había insertado un par de relucientes ojos azules de pavo real. Pero era la diminuta almohada rosa que era su boca lo que convertía a la niña en algo más que guapa; le hacía parecer una voluptuosa tan pequeña como inquietante, una Betsabé forjada en miniatura.

Cuando Polly fue llevada a la mansión de White Acre esa trágica noche, rodeada de alguaciles y corpulentos trabajadores, todos con las manos encima de ella, de inmediato Beatrix y Hanneke intuyeron el peligro que corría la niña. Algunos hombres sugerían que la niña fuese a un asilo, pero otros ya declaraban que se harían cargo de la huérfana con mucho gusto. La mitad de los presentes había copulado con la madre de la niña en un momento u otro (y Beatrix y Hanneke lo sabían muy bien) y las mujeres no querían ni imaginar qué aguardaba a esta preciosidad, a este retoño de la puta.

Las dos mujeres actuaron al unísono: apartaron a Polly del gentío y la mantuvieron alejada de la muchedumbre. No fue una decisión meditada. Tampoco fue un gesto de caridad, aderezado por la calidez de la bondad materna. No, fue un acto de intuición, surgido del conocimiento femenino, profundo y tácito, sobre cómo funciona el mundo. No se deja sola a una criatura tan pequeña y hermosa con diez hombres en celo en medio de la noche.

Pero, una vez que Beatrix y Hanneke habían protegido a Polly (una vez que los hombres se habían ido), ¿qué hacer con la niña? En ese momento, tomaron una decisión meditada. O, más bien, fue Beatrix quien tomó la decisión, pues solo ella tenía la autoridad de decidir. Tomó, de hecho, una decisión inaudita. Decidió cuidar a Polly para siempre, adoptarla de inmediato como otra Whittaker.

Alma supo más tarde que su padre protestó ante esa idea (a Henry no le agradó que lo despertaran en mitad de la noche, mucho menos la aparición de esa hija repentina), pero Beatrix cortó de raíz esas quejas con una única mirada despiadada, y Henry tuvo la sensatez de no protestar dos veces. Que así fuera. De todos modos, su familia era demasiado pequeña, y Beatrix no podía aumentarla. ¿No habían nacido otros dos bebés después de Alma? ¿Acaso esos bebés habían llegado a respirar? ¿Y no estaban esos bebés enterrados en el cementerio luterano, donde no hacían bien a nadie? Beatrix siempre había querido otro hijo y ahora, por obra de la providencia, una hija se había presentado. Con la adición de Polly, la prole de los Whittaker podía duplicarse de un modo eficaz. Todo tenía un sentido innegable. La decisión de Beatrix fue rápida, sin titubeos. Sin otra palabra de protesta, Henry claudicó. Por otra parte, no tenía otra opción.

Además, la chica era guapa y no parecía una redomada imbécil. De hecho, una vez que las cosas se tranquilizaron, Polly demostró actuar con decoro, casi con una serenidad aristocrática, tan notable en una niña que acababa de presenciar la muerte de ambos padres.

Beatrix vio un claro potencial en Polly, así como ningún otro futuro respetable para la niña. En el hogar adecuado, creía Beatrix, y con la influencia moral pertinente, esta niña podría ser encaminada lejos de esa constante búsqueda del placer y esa perversión por la cual su madre había pagado el precio más alto. Lo primero era limpiarla. La pobre tenía los zapatos y las manos cubiertos de sangre. Lo segundo era cambiarle el nombre. Polly era un nombre para pajarillos domésticos o fulanas. A partir de ahora, la niña se llamaría Prudence, nombre que serviría para indicar, esperaba y deseaba Beatrix, una dirección más virtuosa.

Así todo quedó decidido… y sucedió en menos de una hora. Y así fue como, a la mañana siguiente, Alma Whittaker se despertó estupefacta al descubrir que ahora tenía una hermana, y que su hermana se llamaba Prudence.

***

La llegada de Prudence lo cambió todo en White Acre. Años más tarde, Alma, ya una mujer de ciencia, comprendería mejor cómo la aparición de un nuevo elemento en un entorno controlado puede alterar ese entorno de maneras impredecibles y diversas, pero entonces, siendo una niña, no sintió más que una invasión hostil y una premonición aciaga. Alma no dio la bienvenida a la intrusa con los brazos abiertos. Por otra parte, ¿por qué debería haberlo hecho? ¿Quién entre nosotros alguna vez ha dado la bienvenida a un intruso con los brazos abiertos?

Al principio, Alma no comprendía ni remotamente por qué esa chica estaba ahí. Lo que a la sazón acabaría descubriendo acerca de la historia de Prudence (fisgoneando entre las criadas, ¡y en alemán, ni más ni menos!) esclarecía muchas cosas…, pero ese primer día tras la llegada de Prudence nadie explicó nada. Incluso Hanneke de Groot, que solía tener más información que nadie respecto a cualquier misterio, se limitó a decir: «Es la voluntad de Dios, niña, y así es mejor». Cuando Alma insistió, Hanneke susurró de mal talante: «Ten piedad y deja de hacerme preguntas».

La presentación formal tuvo lugar durante el desayuno. No se hizo mención alguna al encuentro de la noche previa. Alma no lograba apartar los ojos de Prudence y esta no lograba apartar los ojos del plato. Beatrix hablaba a las niñas como si nada extraño ocurriese. Explicó que una tal señora Spanner vendría de Filadelfia esa tarde a cortar nuevos vestidos para Prudence, de un material más adecuado que la ropa que llevaba. Además, también había un nuevo poni en camino, y Prudence necesitaría aprender a montar… cuanto antes mejor. Asimismo, en lo sucesivo habría un tutor en White Acre. Beatrix había llegado a la conclusión de que sería agotador enseñar a dos niñas al mismo tiempo y, dado que Prudence no había recibido educación formal en la vida, un joven tutor representaría una bienvenida ayuda en el hogar. La guardería pasaría a convertirse en una escuela. Huelga decir que Alma debería ayudar a enseñar caligrafía, cuentas y figuras geométricas a su hermana. La formación intelectual de Alma estaba ya muy avanzada, por supuesto, pero si Prudence se afanaba con tesón (y si su hermana ayudaba), debería ser capaz de sobresalir. El intelecto de un niño, solía decir Beatrix, es un objeto de elasticidad impresionante y Prudence era aún lo bastante joven para rehacerse. La mente humana, si recibía una formación estricta, debería ser capaz de hacer lo que le exigiéramos. Era una simple cuestión de trabajar con ahínco.

Mientras Beatrix hablaba, Alma no apartaba la vista de Prudence. ¿Cómo era posible que existiese algo tan bello y perturbador como su rostro? Si era cierto que la belleza era la distracción de la exactitud, como siempre aseguraba su madre, ¿qué era en ese caso Prudence? ¡Muy posiblemente, el objeto menos exacto y la mayor distracción del mundo conocido! El desasosiego de Alma aumentaba a cada instante. Comenzaba a comprender algo espantoso acerca de sí misma, algo sobre lo que nunca antes había tenido motivos para meditar: ella no era nada guapa. Solo gracias a esa horrible comparación lo supo, de súbito. Si Prudence era esbelta, Alma era enorme. Si Prudence tenía un cabello hilado de seda blanca y dorada, el pelo de Alma tenía el color y la textura del metal oxidado, y crecía, para su desgracia, en todas las direcciones salvo hacia abajo. La nariz de Prudence era una delicada florecilla; la de Alma era una patata creciente. Y así proseguía, de la cabeza a los pies: un ejercicio tristísimo.

Una vez terminado el desayuno, Beatrix dijo: «Ahora, niñas, abrazaos como hermanas». Alma, obediente, abrazó a Prudence, pero sin cariño. Una al lado de la otra, el contraste era incluso más notable. Más que nada, pensó Alma, las dos asemejaban un perfecto huevo de petirrojo y una piña enorme y fea, que de repente, inexplicablemente, compartían el mismo nido.

Al darse cuenta de todo ello, Alma quiso llorar, o rebelarse. Sintió que se le contraía la cara en un mohín lúgubre. Su madre debió de notarlo, ya que dijo: «Prudence, por favor, discúlpanos mientras hablo un momento con tu hermana». Beatrix agarró a Alma del brazo, la pellizcó con tal fuerza que le escoció y la llevó al vestíbulo. Alma notó que las lágrimas se asomaban a los ojos, pero las contuvo, y las contuvo de nuevo, y las volvió a contener.

Beatrix contempló a la única hija nacida de su vientre y habló con la frialdad del granito.

—No tengo intención de volver a encontrar en el rostro de mi hija un gesto como el que acabo de ver. ¿Está claro?

Alma solo atinó a decir una palabra balbuceante («Pero…») antes de que Beatrix la interrumpiera.

—Los arrebatos de celos o maldad nunca han sido gratos a los ojos de Dios —continuó Beatrix—, ni serán gratos jamás a los ojos de tu familia. Si albergas sentimientos que son mezquinos o ingratos, deja que caigan muertos al suelo. Sé la dueña de ti misma, Alma Whittaker. ¿Ha quedado claro?

Esta vez, Alma se limitó a pensar la palabra («Pero…»); sin embargo, debió de pensarla con una intensidad excesiva, pues su madre pareció oírla. Para Beatrix fue la gota que colmó el vaso.

—Siento, Alma Whittaker, que seas tan egoísta en tu trato con los demás —dijo Beatrix, la cara encrespada por un gesto de auténtica furia. Las últimas palabras salieron escupidas como afilados témpanos de hielo—: Sé mejor persona.

***

No obstante, Prudence también necesitaba mejorar, y en no poca medida, además.

Para empezar, estaba muy retrasada respecto a Alma en materias escolares. Para ser justos, no obstante, ¿qué niña no iría rezagada respecto a Alma? A sus nueve años, Alma podía leer sin titubeos los Comentarios de César en la versión original y a Cornelio Nepote. Ya podía defender a Teofrasto frente a Plinio. (Uno era el verdadero estudioso de la ciencia natural, argüía, en tanto que el otro era un mero copista). Su griego, idioma que adoraba y reconocía como una forma delirante de las matemáticas, mejoraba día a día.

Prudence, por su parte, sabía sus letras y sus números. Tenía una voz dulce y musical, pero su forma de hablar (la ardiente marca de su desafortunado pasado) necesitaba serias correcciones. Durante el comienzo de la estancia de Prudence en White Acre, Beatrix censuraba sin cesar el lenguaje de la muchacha, como si pinchase con la punta de una aguja de tejer los términos que sonaban ordinarios o vulgares. Alma era animada a aportar, también, sus correcciones. Beatrix enseñó a Prudence a no decir jamás «de allí», pues «de allende» era mucho más refinado. En cualquier contexto, la palabra capricho sonaba ordinaria, al igual que la palabra terruño. Cuando se escribía una carta en White Acre, la llevaba «el servicio postal», no «el correo». Una persona no caía enferma: se indisponía. Una no saldría a la iglesia «pronto», saldría «de inmediato». Una no estaba «poco más o menos» ahí; una estaba «casi» ahí. Una no iba «a toda prisa»; una «se apresuraba». Y en esta familia no se «hablaba»; se «conversaba».

Tal vez una niña más débil habría renunciado a hablar por completo. Tal vez una niña más rebelde habría exigido saber por qué Henry Whittaker podía hablar como un maldito estibador, por qué se podía sentar a la mesa y llamar a otro hombre «burro comedor de ortigas» a la cara, sin que ni una sola vez Beatrix lo corrigiese, mientras el resto de la familia debía conversar como abogados. Pero Prudence no era ni débil ni rebelde. En vez de ello, demostró ser una criatura que prestaba una atención firme e incesante, que se perfeccionaba a diario como si afilase el alma, teniendo cuidado de no cometer el mismo error dos veces. Al cabo de cinco meses en White Acre, la forma de hablar de Prudence no volvió a precisar de más refinamiento. Ni siquiera Alma podía encontrar errores, a pesar de que nunca dejó de buscarlos. Otros aspectos de la educación de Prudence (sus posturas, sus modales, su aseo diario) se afinaron con la misma celeridad.

Prudence aceptó todas las correcciones sin queja alguna. De hecho, en realidad buscaba esas correcciones, ¡en especial las de Beatrix! Siempre que Prudence descuidaba una tarea, se permitía un pensamiento poco generoso o realizaba un comentario irreflexivo, ella misma informaba a Beatrix, admitía sus errores y se sometía voluntariamente a recibir un sermón. De esta manera, Prudence no solo convirtió a Beatrix en su madre, sino también en su confesora. Alma, que ocultaba sus defectos y mentía acerca de sus deficiencias desde la más tierna infancia, pensó que este comportamiento era monstruosamente incomprensible.

Como resultado, Alma contemplaba a Prudence con una desconfianza creciente. Prudence poseía la dureza de un diamante, lo cual, según creía Alma, enmascaraba algo perverso e incluso malvado. La muchacha le parecía recelosa y astuta. Prudence tenía una manera sigilosa de salir de las habitaciones, como si nunca le diese la espalda a nadie, sin hacer ruido al cerrar una puerta detrás de ella. Asimismo, Prudence se mostraba en exceso atenta con los demás: jamás olvidaba una fecha importante, siempre felicitaba a las criadas en su cumpleaños o les deseaba un feliz Sabbath en el momento oportuno, y todo ese tipo de cosas. Esta esmerada búsqueda de la bondad le resultaba demasiado incesante a Alma, así como su estoicismo.

De lo que no le cabía duda alguna a Alma era de que no le resultaba demasiado halagüeña la comparación con una persona tan perfectamente pulida como Prudence. Henry incluso llamaba a Prudence «Nuestra Pequeña Exquisitez», ante lo cual el viejo apodo de Alma, «Ciruela», parecía humilde y vulgar. Todo en Prudence hacía sentirse a Alma humilde y vulgar.

Pero había ciertos consuelos. En el aula, al menos, Alma siempre mantuvo su primacía. Ahí Prudence nunca fue capaz de ponerse a la altura de su hermana. No se debió a una falta de esfuerzo, ya que la niña era sin duda una trabajadora incansable. La pobrecilla se afanaba sobre los libros como un picapedrero vasco. Para Prudence los libros eran como una losa de granito que debía arrastrar cuesta arriba bajo un sol de justicia entre jadeos de cansancio. Era casi doloroso verlo, pero Prudence insistió en perseverar y jamás derramó una lágrima. Como resultado, logró avanzar… y de una forma impresionante, hemos de admitir, considerando sus antecedentes. Las matemáticas siempre serían un escollo para ella, pero estrujó en su cerebro los fundamentos básicos del latín y, al cabo de un tiempo, hablaba un francés bastante pasable, con buen acento. En cuanto a la caligrafía, Prudence no cesó de practicar hasta alcanzar la elegancia de una duquesa.

Aun así, toda la disciplina del mundo no basta para salvar semejante distancia en el ámbito escolar, y Alma disponía de un don intelectual que siempre sería inalcanzable para Prudence. Alma tenía una memoria excelsa para las palabras y un talento innato para las cuentas. Le encantaban los ejercicios, las pruebas, las fórmulas, los teoremas. Para Alma, leer algo una vez era retenerlo para siempre. Era capaz de desmenuzar un razonamiento igual que un buen soldado puede desmontar su rifle: medio dormida en la oscuridad, y aun así las piezas salían de maravilla. El cálculo le causaba arrebatos de éxtasis. La gramática era una vieja amiga, quizás por haber crecido hablando tantos idiomas al mismo tiempo. También adoraba su microscopio, una extensión mágica de su ojo derecho que le permitía escudriñar incluso en la garganta del mismísimo Creador.

Por todas estas razones, cabría pensar que el tutor a quien Beatrix contrató para las muchachas habría preferido a Alma en vez de a Prudence, pero, en realidad, no fue así. De hecho, se esmeró en no mostrar preferencia alguna entre ambas niñas, a quienes parecía considerar un deber monótono por igual. El tutor era un joven bastante aburrido, británico de nacimiento, con la tez picada y cérea y gesto siempre preocupado. Suspiraba a menudo. Se llamaba Arthur Dixon y se acababa de graduar en la Universidad de Edimburgo. Beatrix lo había escogido tras un riguroso proceso que abarcó docenas de candidatos, todos los cuales fueron rechazados por (entre otros defectos) ser demasiado estúpidos, demasiado habladores, demasiado religiosos, demasiado poco religiosos, demasiado radicales, demasiado guapos, demasiado gordos y demasiado tartamudos.

Durante el primer año de Arthur Dixon, Beatrix a menudo se sentaba en el aula, mientras tejía en un rincón, para comprobar que Arthur no cometía errores de bulto y que no trataba a las niñas de manera impropia. A la sazón, quedó satisfecha: el joven Dixon era un genio académico perfectamente aburrido, que no aparentaba poseer ni un atisbo de inmadurez ni de sentido del humor. Podía confiar plenamente en él, por lo tanto, para enseñar a las jóvenes Whittaker, cuatro días a la semana, un curso de filosofía natural, latín, francés, griego, química, astronomía, mineralogía, botánica e historia. Alma también hacía deberes especiales de óptica, álgebra y geometría esférica, de los cuales, gracias a un raro gesto de misericordia de Beatrix, Prudence estaba exenta.

Los viernes había un cambio en el horario, pues venían un maestro de dibujo, un maestro de baile y un maestro de música para pulir el programa educativo de las niñas. Por las mañanas, las niñas debían trabajar junto a su madre en su jardín griego privado: un triunfo de las matemáticas y de la belleza que Beatrix intentaba, mediante senderos y esculturas vegetales, organizar según los estrictos principios de la simetría euclidiana (todas las bolas, conos y complejos triángulos, recortados, enhiestos y exactos). Las niñas también debían dedicar varias horas a la semana a mejorar sus labores de costura. Por la noche, Alma y Prudence eran sentadas en la mesa de las cenas formales y debían conversar inteligentemente con invitados procedentes de todo el mundo. Si no había invitados en White Acre, Alma y Prudence pasaban las noches en el recibidor, despiertas hasta tarde, ayudando a su padre y a su madre con la correspondencia oficial de White Acre. Los domingos eran para la iglesia. A la hora de acostarse había una larga serie de oraciones nocturnas.

Aparte de eso, podían hacer con su tiempo lo que les viniese en gana.

***

A pesar de todo, no era un horario fatigoso…, al menos no para Alma. Era una joven enérgica y curiosa, que apenas necesitaba descanso. Disfrutaba de las labores intelectuales, disfrutaba de las del trabajo en el jardín y disfrutaba de las conversaciones durante la cena. Siempre estaba dispuesta a pasar tiempo ayudando a su padre con la correspondencia a últimas horas de la noche (ya que a veces era su única oportunidad de hablar con él). De alguna manera, incluso encontraba horas para sí misma, y en esas horas creaba proyectos botánicos, pequeños e imaginativos. Jugueteaba con esquejes de sauces, preguntándose por qué a veces echaban raíces por los brotes y otras por las hojas. Disecaba y memorizaba, conservaba y clasificaba todas las plantas a su alcance. Elaboró un hermoso hortus siccus: un espléndido herbario seco.

Alma adoraba la botánica, más cada día que pasaba. No era tanto la belleza de las plantas lo que la atraía, sino su orden mágico. Alma era una muchacha poseída por un entusiasmo creciente por sistemas, secuencias, catálogos e índices; la botánica ofrecía muchas oportunidades para disfrutar de todos esos placeres. Agradecía que, una vez situada en el orden taxonómico correcto, la planta permanecía ordenada. Además, había serias reglas matemáticas inherentes a la simetría de las plantas y Alma encontraba serenidad y veneración en estas reglas. En todas las especies, por ejemplo, hay una relación fija entre los sépalos del cáliz y los pétalos de la corola, y esa relación nunca cambia. Uno podría ajustar el reloj así. Es una ley constante, reconfortante, inquebrantable.

En todo caso, Alma deseaba disponer incluso de más tiempo para dedicarlo al estudio de las plantas. Tenía extrañas fantasías. Deseaba vivir en el cuartel de un ejército de ciencias naturales, donde la despertaría al amanecer el toque de corneta y marcharía en formación con otros jóvenes naturalistas, uniformados, a trabajar todo el día en el bosque, los arroyos y los laboratorios. Deseaba vivir en un monasterio botánico o una especie de convento botánico, rodeada de otros entregados taxónomos, donde nadie interferiría con los estudios de los demás, pero todos compartirían sus hallazgos más emocionantes. ¡Incluso una cárcel botánica sería agradable! (No se le ocurrió a Alma que tales lugares de asilo intelectual y de aislamiento amurallado ya existían, hasta cierto punto, y se llamaban universidades. Pero en 1810 las niñas no soñaban con las universidades. Ni siquiera las hijas de Beatrix Whittaker).

Así pues, a Alma no le importaba trabajar con ahínco. Pero no le gustaban nada los viernes. Clases de arte, clases de baile, clases de música…, todos esos esfuerzos la irritaban y la apartaban de sus verdaderos intereses. Alma no era grácil. No era capaz de diferenciar un cuadro célebre de otro, ni aprendió a dibujar rostros sin que pareciesen atemorizados o difuntos. Tampoco la música estaba entre sus dones y, cuando Alma cumplió los once años, su padre le pidió oficialmente que dejara de torturar el pianoforte. En todas estas actividades, Prudence sobresalía. Prudence también tejía con mucho gusto, llevaba el juego de té con magistral delicadeza, y contaba con muchos otros pequeños y mortificantes talentos. Los viernes Alma tendía a sufrir los pensamientos más lúgubres y envidiosos acerca de su hermana. En esas ocasiones pensaba de verdad que, por ejemplo, cambiaría con gusto uno de sus idiomas (¡cualquiera, salvo el griego!) por el sencillo don de doblar una sola vez un sobre con el donaire de Prudence.

A pesar de todo, o tal vez precisamente por ello, Alma disfrutaba de verdad en los ámbitos donde superaba a su hermana, y el lugar donde esa superioridad era más notable era la famosa mesa del comedor de los Whittaker, en especial cuando el salón rebosaba de ideas estimulantes. A medida que Alma crecía, su conversación se volvía más audaz, más segura, más profunda. Prudence no llegó jamás a adquirir esa confianza en la mesa. Solía sentarse en silencio, preciosa, una especie de adorno inútil en cada reunión que se limitaba a ocupar una silla entre los invitados sin contribuir en nada que no fuese su belleza. En cierto sentido, así Prudence era útil. Podían sentar a Prudence junto a quien fuese y no se quejaría. Muchas noches, deliberadamente situaban a la pobre muchacha al lado de los más tediosos y sordos profesores (hombres convertidos en perfectos mausoleos), que se hurgaban entre los dientes con los tenedores o se quedaban dormidos sobre los platos, roncando plácidamente mientras los encarnizados debates hacían estragos a su alrededor. Prudence nunca puso objeciones, ni pidió compañeros de cena más ocurrentes. En realidad, no parecía importar quién se sentaba junto a Prudence: su postura y su semblante, siempre esmerados, no se alteraban.

Mientras tanto, Alma se arrojaba sobre todos los temas posibles, desde la gestión del suelo hasta las moléculas de los gases, pasando por la fisiología de las lágrimas. Una noche, por ejemplo, vino un invitado a White Acre que acababa de regresar de Persia, donde había descubierto, al lado de la antigua ciudad de Isfahán, muestras de una planta que, a su juicio, producía gomorresina, un viejo y lucrativo ingrediente medicinal cuyo origen había sido hasta entonces un misterio para los occidentales, ya que su comercio lo controlaban bandidos. El joven había trabajado para la corona británica, pero se había desilusionado con sus superiores y quería hablar con Henry Whittaker sobre la financiación de un proyecto de investigación. Henry y Alma (trabajando y pensando al unísono, como hacían a menudo a la mesa) cercaron al hombre con preguntas por ambos lados, como dos perros pastores que acorralan un carnero.

—¿Cómo es el clima en esa parte de Persia? —preguntó Henry.

—¿Y la altitud? —quiso saber Alma.

—Bueno, señor, la planta crece en las planicies —respondió el visitante—. Y la resina es tan abundante, de verdad lo digo, que se extraen grandes volúmenes de…

—Sí, sí, sí —interrumpió Henry—. O eso dice una y otra vez, y no nos queda otro remedio que creer en su palabra, supongo, ya que, según veo, no ha traído nada salvo un poquito de resina como prueba. Dígame, no obstante, cuánto hay que pagar a los funcionarios de Persia. En tributos, quiero decir, por el privilegio de recorrer su país recolectando muestras de resina.

—Bueno, exigen tributo, señor, pero me parece un precio pequeño el que hay que pagar…

—The Whittaker Company nunca paga tributos —dijo Henry—. No me gusta cómo suena esto. ¿Por qué incluso ha explicado a la gente de la zona lo que está haciendo?

—Bueno, señor, ¡no podemos hacernos contrabandistas!

—¿De verdad? —Henry alzó una ceja—. ¿No podemos?

—Pero ¿sería posible cultivar la planta en otros lugares? —intervino Alma—. Señor, de poco nos valdría tener que enviarle a Isfahán cada año en costosas expediciones.

—Todavía no he tenido la oportunidad de probar…

—¿Podría cultivarse en Kathiawar? —preguntó Henry—. ¿Tiene socios en Kathiawar?

—Bueno, no lo sé, señor, yo solo…

—¿Y se podría cultivar en el sur de Estados Unidos? —añadió Alma—. ¿Cuánta agua necesita?

—No me interesa ningún negocio que implique cultivar en el sur, Alma, lo sabes muy bien —dijo Henry.

—Pero, padre, la gente dice que el territorio de Misuri…

—De verdad, Alma, ¿tú ves a este pálido renacuajo inglés en el territorio de Misuri?

El pálido renacuajo inglés en cuestión parpadeó y dio la impresión de haber perdido la capacidad de hablar. Pero Alma insistió, preguntando al comensal con entusiasmo creciente:

—Señor, ¿cree usted que la planta de la que habla puede ser la misma que menciona Dioscórides, en su De materia medica? Sería emocionante, ¿no? Tenemos un espléndido volumen de Dioscórides en nuestra biblioteca. Si lo desea, se lo podría enseñar después de la cena.

En ese momento, Beatrix al fin intervino para reprender a su hija de catorce años:

—Me pregunto, Alma, si es absolutamente necesario compartir con el mundo entero todas tus ideas. ¿Por qué no permitir a tu pobre invitado que responda una pregunta antes de que lo asaltes con otra? Por favor, joven, inténtelo de nuevo. ¿Qué trataba de decir?

Pero Henry tomó de nuevo la palabra.

—Ni siquiera me ha traído esquejes, ¿verdad? —preguntó al abrumado joven, quien, a estas alturas, no sabía a qué Whittaker debía responder en primer lugar, y por lo tanto cometió el grave error de no responder a nadie.

En el largo silencio que se hizo, todos clavaron su mirada en el joven. Aun así, no atinó a pronunciar una sola palabra.

Decepcionado, Henry rompió el silencio, mirando a Alma:

—Ah, olvídalo, Alma. No me interesa este. No ha pensado bien las cosas. ¡Y míralo! A pesar de todo, ahí está, sentado a mi mesa, comiendo mi comida, bebiendo mi clarete y ¡esperando obtener mi dinero!

Así pues, Alma, sin dudarlo, lo echó al olvido y no formuló más preguntas acerca de la gomorresina, de Dioscórides o las costumbres tribales de Persia. En su lugar, se volvió de buen humor hacia otro caballero (sin percibir que este joven se quedaba pálido) y preguntó:

—Por lo que veo, gracias a su maravilloso ensayo, ¡ha encontrado usted unos fósiles extraordinarios! ¿Ha podido comparar ya los huesos con muestras modernas? ¿De verdad cree que son dientes de hiena? ¿Y todavía cree que hubo una inundación en la cueva? ¿Ha leído usted el reciente artículo del señor Winston sobre las inundaciones del Diluvio universal?

Mientras tanto, Prudence (sin que nadie lo notara) se volvió impasible hacia el afligido inglés, sentado junto a ella, que acababa de ser tan descaradamente desdeñado, y murmuró:

—Por favor, continúe.

***

Esa noche, antes de ir a la cama y una vez acabadas la contabilidad y las oraciones nocturnas, Beatrix corrigió a las niñas, como era su costumbre.

—Alma —comenzó—, las conversaciones doctas no han de ser una carrera hasta la meta. Es posible que te resulte beneficioso y al mismo tiempo refinado permitir a tu víctima, en raras ocasiones, finalizar un pensamiento. Tu valía como anfitriona consiste en sacar a relucir el talento de los invitados, no en presumir del tuyo.

Alma comenzó a protestar: «Pero…». Beatrix la interrumpió:

—Además, no es necesario reírse tanto de las bromas, una vez que han cumplido con su deber y nos han entretenido. Me parece que últimamente te dejas llevar por las carcajadas demasiado tiempo. Nunca he conocido a una mujer de verdad honorable que graznase como una gansa.

A continuación, Beatrix se volvió hacia Prudence.

—En cuanto a ti, Prudence, si bien admiro que no participes en parloteos vanos e irritantes, es algo muy diferente abstenerse de conversar por completo. Las visitas van a pensar que eres tonta, lo cual no es cierto. Sería un lamentable descrédito para esta familia si la gente creyese que solo una de mis hijas es capaz de hablar. La timidez, como te he dicho muchas veces, es simplemente otra forma de vanidad. Destiérrala.

—Mis disculpas, madre —dijo Prudence—. Me sentía indispuesta esta noche.

—Me creo que piensas que te sentías indispuesta esta noche. Pero yo te vi con un libro de versos ligeros en las manos antes de la cena, y estabas muy distraída y contenta. Si alguien está leyendo un libro de versos ligeros justo antes de cenar, no puede estar tan indispuesto solo una hora más tarde.

—Mis disculpas, madre —repitió Prudence.

—También deseo hablar contigo, Prudence, acerca de la conducta del señor Edward Porter durante la cena. No deberías haber consentido a ese hombre que te mirase fijamente tanto tiempo. Esos arrobamientos son humillantes para todos. Debes aprender a interrumpir ese tipo de conductas en los hombres hablando con inteligencia y firmeza sobre temas serios. Tal vez el señor Porter hubiera despertado antes de ese acaramelado estupor si le hubieses hablado de la campaña rusa, por ejemplo. No es suficiente ser solo buena, Prudence; también debes ser inteligente. Como mujer, por supuesto, siempre tendrás una conciencia moral superior a la de los hombres, pero, si no agudizas tu ingenio para defenderte a ti misma, tu moralidad te servirá de bien poco.

—Comprendo, madre —dijo Prudence.

—Nada es tan esencial como la dignidad, niñas. El tiempo revelará quién la tiene y quién no.

***

La vida podría haber sido más agradable para las niñas Whittaker si (como los ciegos y los cojos) hubiesen aprendido a ayudarse, a compensar sus debilidades. En vez de ello, cojeaban una al lado de la otra en silencio, ambas avanzando a tientas entre sus defectos y sus problemas.

Dicho sea en su honor, y en el de la madre, que las obligó a ser cordiales, las niñas nunca fueron desagradables la una con la otra. Ni una sola vez intercambiaron palabras hirientes. Compartían respetuosas un paraguas cada vez que caminaban del brazo bajo la lluvia. Se cedían el paso ante las puertas, dispuestas a dejar pasar a la otra primero. Se ofrecían la última porción de la tarta o el mejor asiento, el más cercano al calor de la estufa. Se daban modestos y corteses regalos en Nochebuena. Un año, Alma compró a Prudence, a quien le gustaba dibujar flores (bellas, pero no fieles al modelo), un hermoso libro de ilustraciones botánicas llamado Un maestro de dibujo para las damas. Nuevo tratado sobra la pintura de flores. Ese mismo año, Prudence hizo para Alma un exquisito alfiletero de satén, en el color favorito de Alma: berenjena. Así pues, ambas trataban de ser consideradas.

«Gracias por el alfiletero —escribió Alma a Prudence, en una nota breve de perfecta cortesía—. Sin duda, lo usaré siempre que necesite un alfiler».

Año tras año, las niñas Whittaker se trataban con la más exigente corrección, aunque quizás por motivos diferentes. Para Prudence, esa estricta corrección era una expresión de su estado natural. Para Alma, esa corrección representaba un esfuerzo supremo: un sometimiento constante y casi corporal de sus instintos más mezquinos, aplastados por su disciplina moral y el temor a la desaprobación de su madre. Así, por lo tanto, se mantenían los modales y todo parecía tranquilo en White Acre. Pero, en verdad, un poderoso dique se alzaba entre Alma y Prudence, y no cedió con el tiempo. Es más, nadie les ayudó a derribarlo.

Un día de invierno, cuando las niñas tenían unos quince años, un viejo amigo de Henry, del Jardín Botánico de Calcuta, visitó White Acre después de muchos años en el extranjero. De pie en la entrada, aún sacudiéndose la nieve de la capa, el invitado gritó:

—¡Henry Whittaker, vieja comadreja! ¡Enséñame esa famosa hija tuya de la que tanto he oído hablar!

Las niñas estaban cerca, transcribiendo notas botánicas en el salón. Le habían oído perfectamente.

Henry, con su tremendo vozarrón, exclamó:

—¡Alma! ¡Ven enseguida! ¡Alguien quiere verte!

Alma se apresuró hacia el zaguán, animada por la expectación. El desconocido la miró un momento y se echó a reír. Dijo:

—No, tontorrón… ¡No me refería a ella! ¡Quiero ver a la guapa!

Sin el menor atisbo de reproche, Henry respondió:

—Ah, ¿te interesa Nuestra Pequeña Exquisitez, entonces? ¡Prudence, ven aquí! ¡Alguien quiere verte!

Prudence se deslizó por la entrada y se situó junto a Alma, cuyos pies se hundían en el suelo, como en un pantano terrible.

—¡Eso es! —dijo el invitado, que miró a Prudence como si calculara su precio—. Oh, es espléndida, ¿a que sí? Me picaba la curiosidad. Sospechaba que todo el mundo exageraba.

Henry hizo un gesto desdeñoso con la mano.

—Ah, os fijáis demasiado en Prudence —dijo—. Para mí, la fea vale diez veces más que la guapa.

Así, como se puede ver, es muy posible que ambas muchachas sufriesen por igual.