Era hija de su padre. Así la describieron desde el principio. Para empezar, Alma Whittaker era igualita a Henry: de cabello rojizo, de cutis rubicundo, de boca pequeña, de cejas amplias, de nariz generosa. Lo cual era una circunstancia un tanto desafortunada para Alma, si bien tardaría años en darse cuenta de ello. La cara de Henry convenía mucho más a un hombre adulto que a una niña pequeña. No es que Henry pusiese reparos; Henry Whittaker disfrutaba al ver su imagen allí donde se encontrase (en un espejo, en un retrato, en la cara de una niña), de modo que siempre le complació el aspecto de Alma.
—¡No hay duda de quién la engendró! —alardeaba.
Más aún, Alma era inteligente como él. Resistente, también. Un pequeño dromedario, eso era: incansable y estoica. Nunca enfermaba. Terca. Desde el momento en que aprendió a hablar, la niña fue incapaz de no agotar una discusión. Si su madre, una piedra de moler, no hubiese triturado sin cesar su descaro, podría haber resultado francamente grosera. Con su influencia, se quedó en contundente. Quería comprender el mundo y adquirió el hábito de buscar la información necesaria hasta en su más remoto escondite, como si el destino de las naciones dependiera de su empeño. Exigía saber por qué un poni no era un bebé de caballo. Exigía saber por qué surgían chispas cuando pasaba la mano por las sábanas en una calurosa noche de verano. No solo exigía saber si los hongos eran plantas o animales, sino también, cuando se le ofrecía la respuesta, exigía saber por qué era así.
Alma había nacido con los padres adecuados para este tipo de inquietudes; en tanto que se expresasen de forma respetuosa, sus preguntas recibirían respuesta. Tanto Henry como Beatrix Whittaker, intolerantes por igual de la estupidez, alentaron el espíritu de investigación en su hija. Incluso la pregunta de Alma acerca de los hongos mereció una respuesta meditada (de Beatrix en este caso, quien citó al sueco Carl Linneo, un estimado taxonomista botánico, para distinguir los minerales de las plantas y las plantas de los animales: «Las piedras crecen. Las plantas crecen y viven. Los animales crecen, viven y sienten»). Beatrix no creía que una niña de cuatro años fuese demasiado joven para hablar de Linneo. De hecho, Beatrix comenzó la educación formal de Alma casi en cuanto pudo mantenerse en pie. Si los hijos de otras personas podían aprender a cecear oraciones y los catecismos en cuanto empezaban a hablar, entonces (creía Beatrix) su hija sin duda podría aprender cualquier cosa.
Como resultado, Alma sabía contar antes de cumplir cuatro años… en inglés, holandés, francés y latín. Se hizo especial hincapié en el estudio del latín, pues Beatrix creía que nadie que desconociese esta lengua podía escribir una frase correcta en inglés ni en francés. Hubo una temprana aproximación al griego también, aunque no con tanta premura. (Ni siquiera Beatrix creía que una niña debía dedicarse al griego antes de los cinco años). Beatrix tuteló a su inteligente hija en persona, y con satisfacción. «Es inexcusable que un padre no dedique el tiempo necesario a enseñar a pensar a su hijo», sostenía. Además, Beatrix creía que las facultades intelectuales de la humanidad habían sufrido un deterioro constante desde el segundo siglo anno Domini, por lo que disfrutaba de la sensación de dirigir un liceo ateniense privado en Filadelfia solo para provecho de su hija.
Hanneke de Groot, el ama de llaves, opinó que el joven cerebro de Alma tal vez estaba sufriendo una sobrecarga de tanto estudiar, pero Beatrix hizo caso omiso, dado que así fue como ella misma había sido educada, al igual que todos los niños (y niñas) Van Devender desde tiempos inmemoriales. «No seas tonta, Hanneke —la regañó Beatrix—. En ningún momento de la historia, una chica joven y brillante, con comida más que suficiente y una buena constitución, ha perecido por aprender demasiado».
Beatrix admiraba lo útil antes que lo insulso, lo edificante antes que lo entretenido. Sospechaba de todo lo que constituyese «una inocente diversión» y detestaba todo lo que fuera tonto o vil. Cosas tontas y viles incluían: las tabernas; mujeres maquilladas; días de elecciones (siempre había muchedumbres); comer helados; visitar las heladerías; los anglicanos (quienes le parecían católicos camuflados cuya religión, sostenía, iba en contra de la moral y el sentido común); el té (las buenas holandesas solo bebían café); las personas que conducían los trineos en invierno sin campanillas en los caballos (¡era imposible oírlos acercarse!); sirvientes domésticos baratos (una ganga inquietante); personas que pagaban a los sirvientes con ron en lugar de con dinero (lo cual contribuía a la embriaguez pública); personas que se acercaban a contar sus problemas pero se negaban a escuchar consejos sensatos; celebraciones de año nuevo (el año nuevo llegará de todos modos, independientemente de todo ese alboroto de campanas); la aristocracia (la nobleza debe basarse en la conducta, no en la herencia); y niños elogiados en exceso (el buen comportamiento debe esperarse, no recompensarse).
Siguió el lema Labor ipse voluptas: «El trabajo es su propia recompensa». Creía que existía una dignidad inherente manteniéndose impasible ante las emociones; de hecho, creía que la impasibilidad ante las emociones era la definición misma de la dignidad. Más que nada, Beatrix Whittaker creía en la respetabilidad y la moralidad…, pero si se hubiese visto obligada a escoger entre ambas, probablemente habría escogido la respetabilidad.
Todo esto se esforzó en enseñar a su hija.
***
En cuanto a Henry Whittaker, obviamente no podía ayudar con la enseñanza de los clásicos, pero apreciaba los esfuerzos educativos de Beatrix. Como hombre de botánica inteligente e inculto, siempre había considerado que el griego y el latín equivalían a dos grandes puntales de hierro que le bloqueaban el umbral del conocimiento; no iba a consentir que su hija se viese excluida del mismo modo. De hecho, no iba a consentir que su hija quedase excluida de nada.
¿Y sobre lo que Henry enseñó a Alma? Bueno, no le enseñó nada. Es decir, no le enseñó nada directamente. Carecía de la paciencia necesaria para proveer una instrucción formal, y no le gustaba estar rodeado de niños. Pero lo que Alma aprendió de su padre indirectamente constituyó una larga lista. En primer lugar, aprendió a no irritarlo. En cuanto irritaba a su padre, Alma acababa exiliada de la habitación, así que aprendió desde que tuvo conciencia a no exasperar nunca ni provocar a Henry. Fue un desafío para Alma, ya que iba radicalmente en contra de sus instintos naturales (los cuales eran, precisamente, exasperar y provocar). Aprendió, sin embargo, que a su padre no le indisponía del todo una pregunta seria, interesante o bien expresada de su hija…, siempre y cuando no interrumpiese un discurso o (y esto era más complicado preverlo) sus pensamientos. En ocasiones sus preguntas incluso lo divertían, si bien Alma no siempre entendía el motivo, como la vez que preguntó por qué el cerdo tardaba tanto cuando se encaramaba a la espalda de la cerda, mientras que el toro era siempre tan rápido con las vacas. Esa pregunta hizo reír a Henry. A Alma no le gustaba que se riesen de ella. Aprendió a no formular dos veces la misma pregunta.
Alma aprendió que su padre era exigente con sus trabajadores, con sus huéspedes, con su esposa, con ella e incluso con sus caballos…, pero con las plantas jamás perdía la cabeza. Siempre fue cariñoso y paciente con las plantas. Alma a veces deseaba ser una planta. No obstante, nunca mencionó este anhelo, pues habría parecido una necia y había aprendido de Henry que uno nunca debe parecer necio. «El mundo es un necio que desea ser engañado», decía a menudo, y había inculcado a su hija que había una enorme brecha entre los idiotas y los inteligentes, y que ella debía alinearse al lado de la inteligencia. Expresar un deseo por algo inalcanzable, por ejemplo, no era una postura inteligente.
Alma aprendió de Henry que existían lugares remotos en el mundo, donde algunos hombres se adentraban para no volver, pero su padre había ido a esos lugares y había vuelto. (A ella le gustaba imaginar que había regresado a casa por ella, para ser su padre, aunque nunca hubiese insinuado nada parecido). Aprendió que Henry se había sobrepuesto al mundo porque era valiente. Aprendió que su padre deseaba que ella fuese valiente, incluso en los casos más alarmantes: al oír truenos, al ser perseguida por gansos, ante una inundación en el río Schuylkill, al ver ese mono con la cadena al cuello que viajaba en el vagón con un gitano. Henry no permitió a Alma que se asustase en esas situaciones. Antes incluso de que Alma comprendiera qué era la muerte, Henry también le prohibió tenerle miedo.
—Hay gente que muere todos los días —le dijo—. Pero hay millones de posibilidades en contra de que seas tú.
Aprendió que había semanas (en especial, las semanas lluviosas) en las cuales el cuerpo de su padre le aquejaba más de lo que ningún cristiano debía estar obligado a soportar. Lo acosaba una agonía permanente en una pierna debido a un hueso roto mal curado, y sufría fiebres recurrentes de las que había enfermado en aquellos remotos y peligrosos lugares al otro lado del mundo. En ocasiones Henry no podía salir de la cama durante medio mes. En tales circunstancias nunca debía ser molestado. Incluso cuando se le llevaba el correo era necesario no hacer ruido. Estas dolencias eran la razón por la que Henry ya no podía viajar y, a cambio, convocaba a todo el mundo ante su presencia. Por ello había siempre tantos visitantes en White Acre, y por eso se llevaban a cabo tantos negocios en el salón y en la mesa del comedor. También era la razón por la que Henry recibía las visitas de ese hombre llamado Dick Yancey: un inglés de Yorkshire, aterrador, silencioso y calvo, de mirada gélida, que viajaba en nombre de Henry y se dedicaba a imponer su disciplina en nombre de The Whittaker Company. Alma aprendió a no hablar jamás con Dick Yancey.
Alma aprendió que su padre no respetaba el sabbath, si bien mantenía, a su nombre, el mejor banco privado de la iglesia luterana sueca donde Alma y su madre pasaban los domingos. A la madre de Alma no le gustaban demasiado los suecos, pero, dado que no había una iglesia protestante holandesa en las cercanías, los suecos eran mejor que nada. Los suecos, al menos, comprendían y compartían las creencias centrales de la doctrina calvinista, a saber: eres responsable de tu situación en la vida, es muy probable que estés condenado y el futuro es espantosamente lúgubre. Todo ello resultaba consoladoramente familiar a Beatrix. Mejor que las otras religiones, con sus tranquilizadoras y falsas promesas.
Alma deseaba no tener que ir a la iglesia y poder quedarse en casa los domingos al igual que su padre, para trabajar con sus plantas. La iglesia era aburrida, incómoda y olía a agua de tabaco. En verano, a veces entraban por la puerta abierta pavos y perros, en busca de una sombra que los protegiese del calor insoportable. En invierno, el viejo edificio de piedra se sumía en un frío inaguantable. Siempre que un rayo de luz se colaba por una de las ventanas altas de vidrio ondulado, Alma alzaba el rostro para mirarlo, como si fuera una de las plantas tropicales del invernadero de su padre, arrebatada por el deseo de trepar y escaparse.
Al padre de Alma no le gustaban las iglesias ni las religiones, pero con frecuencia rogaba a Dios que castigara a sus enemigos. En cuanto a lo demás que no era del gusto de Henry, la lista era larga y Alma llegó a conocerla bien. Sabía que su padre detestaba a los hombres corpulentos que tenían perros pequeños. Además, detestaba a la gente que compraba caballos veloces sin saber cabalgar. Asimismo, detestaba los veleros recreativos; a los agrimensores; los zapatos baratos; lo francés (el idioma, la comida, la gente); la poesía (¡pero no las canciones!); las espaldas encorvadas de los cobardes; a los ladrones hijos de puta; a los dependientes nerviosos; las lenguas mentirosas; el sonido del violín; el ejército (cualquier ejército); los tulipanes («¡cebollas con aires de grandeza!»); los arrendajos azules; beber café («¡una repugnante costumbre holandesa!»); y, aunque Alma no comprendía aún qué significaban esas palabras, tanto la esclavitud como a los abolicionistas.
Henry podía ser incendiario. Podía insultar y humillar a Alma con la misma rapidez con que se abotonaba el chaleco («¡a nadie le gusta una cerdita egoísta y estúpida!»), pero también había momentos en que parecía quererla de forma indudable e incluso estar orgulloso de ella. Un día un desconocido vino a White Acre a vender a Henry un poni, para que Alma aprendiese a montar. El poni se llamaba Soames, era del color del azúcar glaseado y Alma lo adoró de inmediato. Se negoció un precio. Los dos hombres acordaron tres dólares. Alma, que solo tenía seis años, preguntó: «Discúlpeme, señor, pero ¿incluye ese precio la brida y la montura que lleva el poni?».
El desconocido eludió la pregunta, pero Henry soltó una carcajada. «¡Te ha pillado!», bramó y durante el resto del día pasaba la mano por el pelo de Alma cada vez que la niña se acercaba, diciendo: «¡Qué buena negociadora tengo por hija!».
Alma aprendió que su padre bebía botellas por la noche y que esas botellas a veces contenían peligros (voces que se alzaban, castigos), pero también podían contener milagros, como el permiso de sentarse en el regazo paterno, donde escuchaba relatos fantásticos, y a veces la llamaba por su apodo más querido: Ciruela. En esas noches, Henry le decía cosas como: «Ciruela, lleva siempre bastante oro encima para comprar tu rescate si te secuestran. Cóselo en los dobladillos, si no te queda más remedio, pero ¡nunca te quedes sin dinero!». Henry le contó que los beduinos del desierto a veces se cosían piedras preciosas bajo la piel, por si surgía una emergencia. Le contó que él mismo tenía una esmeralda de América del Sur cosida bajo la piel de la tripa y que a ojos de quien no lo supiera parecía la cicatriz de una herida de bala, y que nunca jamás se la mostraría a ella…, pero la esmeralda estaba ahí.
—Siempre debes tener un último soborno bajo la manga, Ciruela —dijo.
En el regazo de su padre, Alma aprendió que Henry había navegado por todo el mundo con un gran hombre llamado capitán Cook. Estos eran los mejores relatos de todos. Un día una ballena gigante subió a la superficie del océano con la boca abierta y el capitán Cook dirigió el barco justo dentro de la ballena, echó un vistazo al estómago del animal y volvió a salir… ¡navegando hacia atrás! Una vez Henry oyó un grito lastimero en el mar y vio una sirena flotando en la superficie del océano. La sirena había sido herida por un tiburón. Henry la sacó del agua con una soga y la sirena murió en sus brazos…, pero no antes, por Dios, de bendecir a Henry Whittaker, a quien dijo que algún día sería un hombre rico. Y así fue como se hizo con esta enorme casa…, ¡gracias a la bendición de la sirena!
—¿Qué idioma hablaba la sirena? —quiso saber Alma, imaginando que sería por lo menos griego.
—¡Inglés! —dijo Henry—. Por Dios, Ciruela, ¿por qué iba a rescatar yo a una condenada sirena extranjera?
Alma se sentía abrumada y en ocasiones intimidada por su madre, pero adoraba a su padre. Lo quería más que a nada en el mundo. Lo quería más que al poni Soames. Su padre era un coloso y ella se asomaba al mundo entre sus piernas de mamut. Comparado con Henry, el Dios de la Biblia era aburrido y distante. Como el Dios de la Biblia, Henry a veces ponía a prueba el amor de Alma, en especial cuando abría las botellas. «Ciruela —decía—, ¿por qué no corres tan rápido como puedas con esas piernecillas flacuchas que tienes y vas hasta el embarcadero a ver si ha llegado algún barco de China para tu papá?».
El embarcadero se encontraba a once kilómetros de distancia al otro lado de un río. Tal vez eran las nueve de la noche de un domingo durante una tormenta aciaga de marzo, y Alma se levantaba de un salto del regazo de su padre y comenzaba a correr. Una criada tenía que atraparla en la puerta y llevarla de vuelta al salón, porque de lo contrario —a los seis años, sin capa ni gorro, sin un penique en el bolsillo ni un trozo diminuto de oro cosido en el dobladillo—, por el amor de Dios, lo habría hecho.
***
¡Qué infancia la de esta niña!
No solo tenía estos poderosos e inteligentes padres, sino que Alma también disponía de toda la finca de White Acre para explorarla a voluntad. Era una verdadera Arcadia. Cuántas cosas que observar. La casa en sí misma era una maravilla incesante. Había una jirafa de peluche en el pabellón oriental, con una cara alarmada y cómica. Había tres enormes costillas de mastodonte en el patio interior delantero, encontradas en una excavación realizada en las cercanías; para obtenerlas, Henry le había entregado a un granjero un rifle nuevo. Había una sala de baile, resplandeciente y vacía, donde una vez (en el frío de finales de otoño) Alma encontró un colibrí atrapado, que salió disparado junto a su oreja a una velocidad impresionante (un misil precioso, diríase, disparado por una cañón diminuto). Había un pájaro enjaulado en el estudio de su padre, procedente de China, y hablaba con una elocuencia apasionada (o eso aseguraba Henry), pero solo en su lengua nativa. Había unas extrañas pieles de serpiente, preservadas con un relleno de heno y serrín. Había estantes abarrotados de coral de los Mares del Sur, ídolos javaneses, antiguas joyas egipcias de lapislázuli y polvorientos almanaques turcos.
¡Y había tantos lugares donde comer! El comedor, el salón, la cocina, el recibidor, el estudio, el jardín de invierno y los patios, con sus cenadores en sombra. Había almuerzos de té y galletitas de jengibre, castañas y melocotones. (Y qué melocotones: rosados por un lado, dorados por el otro). En invierno, se podía tomar sopa en el vivero de arriba, con vistas al río, que brillaba bajo el cielo árido como un espejo pulido.
Pero fuera las delicias eran incluso más abundantes y plenas de misterio. Había nobles invernaderos, llenos de cícadas, palmeras y helechos, todos envueltos en corteza de curtir, gruesa, negra, apestosa, para mantener el calor. Había un ruidoso y aterrador motor hidráulico, que humedecía los invernaderos. Había misteriosas estancias con estufa, donde siempre hacía un calor mareante y las delicadas plantas importadas sanaban después de un largo viaje por mar, y donde se apremiaba a las orquídeas para que floreciesen. Había limoneros en el invernáculo, a los que se sacaba cada verano como pacientes tísicos para disfrutar del sol natural. Había un pequeño templo griego, escondido al final de una avenida de robles, donde era fácil imaginar el Olimpo.
Había una lechería y, junto a ella, una quesería, con su fascinante tufillo a alquimia, superstición y brujería. Las lecheras alemanas dibujaban conjuros con tiza en la puerta de la quesería y murmuraban hechizos antes de entrar. El queso no cuajaría, dijeron a Alma, si lo maldecía el diablo. Cuando Alma preguntó al respecto, su madre la regañó por ser una inocente crédula y le soltó un larga charla acerca de cómo cuaja el queso en realidad, mediante una transmutación química, perfectamente racional, de la leche fresca tratada con cuajo, que se deja reposar recubriéndola con cera a una temperatura controlada. Completada la lección, Beatrix borró los conjuros de la puerta de la quesería, mientras reprendía a las queseras por ser unas tontas supersticiosas. Al día siguiente, según notó Alma, los conjuros de tiza habían regresado. Por una u otra razón, el queso siguió cuajando bien.
También había interminables hectáreas de bosques, dejados sin cultivar deliberadamente, llenos de conejos, zorros y ciervos que comían de la mano. Los padres de Alma le permitían recorrer esos bosques (no, ¡la animaban!) cuando quisiese, para que aprendiera sobre el mundo natural. Recogía escarabajos, arañas y polillas. Un día vio una gran serpiente a rayas que era devorada por una serpiente negra mucho más grande; un proceso que tardó varias horas y fue horrible y espectacular. Vio arañas tigre excavando canales profundos en el mantillo y petirrojos recogiendo musgo y barro a orillas del río para sus nidos. Adoptó una pequeña y preciosa oruga (preciosa en comparación con otras orugas), y la envolvió en una hoja para llevarla a casa para ser amigas, si bien más tarde la mató sin querer al sentarse encima de ella. Fue un duro golpe, pero había que seguir adelante. Es lo que decía su madre: «Deja de llorar y sigue adelante». Algunos animales mueren, le explicaron. Algunos animales, como las ovejas y las vacas, no nacen con otro propósito que el de morir. No podemos llorar cada muerte. A la edad de ocho años, Alma ya había diseccionado, con ayuda de Beatrix, la cabeza de un cordero.
Alma siempre iba a los bosques ataviada con la vestimenta más práctica, armada con su propio equipo de recolección: viales de vidrio, pequeñas cajas de almacenamiento, algodón y tablillas para escribir. Salía hiciese el tiempo que hiciese, pues era posible hallar tesoros con cualquier climatología. Un año, una tormenta de nieve a finales de abril concentró el extraño sonido de pájaros cantores y cascabeles, y solo por esto mereció la pena haber salido de casa. Aprendió que caminar con cuidado por el barro para proteger las botas o el dobladillo de la falda nunca recompensaba el esfuerzo. Nunca la regañaron por regresar a casa con las botas embarradas, siempre que trajese buenos ejemplares para su herbario privado.
El poni Soames era el compañero constante de Alma en estas incursiones; a veces la llevaba por el bosque, otras la seguía, como un perro enorme bien adiestrado. En verano, llevaba espléndidas borlas de seda en las orejas para que no entraran las moscas. En invierno, llevaba pieles bajo la montura. Solo en raras ocasiones se comía las muestras. Soames era el mejor compañero de recolección que podía imaginar y Alma hablaba con él durante todo el día. El poni habría hecho cualquier cosa por la niña, salvo moverse con rapidez.
En su noveno verano, sin ayuda de nadie, Alma aprendió a saber qué hora era por el abrir y cerrar de las flores. A las cinco de la mañana, notó, los pétalos de las barbas de chivo siempre estaban desplegados. A las seis de la mañana se abrían las margaritas y las calderonas. Cuando el reloj daba las siete, los dientes de león florecían. A las ocho, era el turno de la pimpinela escarlata. A las nueve: la pamplina. A las diez: el narciso de otoño. Antes de las once, el proceso comenzaba a invertirse. Al mediodía, las barbas de chivo se cerraban. A la una, la pamplina se cerraba. Antes de las tres, los dientes de león se habían replegado. Si no estaba de vuelta en casa con las manos lavadas antes de las cinco, cuando se cerraba la calderona y comenzaba a abrirse la prímula, Alma tendría problemas.
Lo que Alma quería aprender más que nada era las reglas que regían el mundo. ¿Quién era el maestro relojero responsable de todo ello? Descomponía las flores y estudiaba su morfología más oculta. Hizo lo mismo con los insectos y con cualquier cadáver que encontrase. Una mañana de finales de septiembre, a Alma le fascinó la aparición súbita del azafrán de primavera, una flor que según creía florecía solo en primavera. ¡Qué descubrimiento! Nadie le ofreció una respuesta satisfactoria sobre qué diablos estaba ocurriendo con estas flores que estaban apareciendo en los fríos comienzos del otoño, sin hojas y desprotegidas, justo cuando todo lo demás fallecía. «Son azafranes de otoño», dijo Beatrix. Sí, lo eran, clara y evidentemente…, pero ¿con qué fin? ¿Por qué florecer ahora? ¿Eran flores estúpidas? ¿Habían perdido la noción del tiempo? ¿Qué importante cometido necesitaba cumplir este azafrán para estar dispuesto a soportar las primeras escarchas de las noches amargas? Nadie podía aclararlo. «Simplemente, así se comporta esta especie», dijo Beatrix, lo cual fue una respuesta inusualmente insatisfactoria tratándose de ella. Cuando Alma insistió, Beatrix respondió: «No todo tiene una respuesta».
Para Alma esa contestación resultó tan asombrosa que se quedó muda durante varias horas. No pudo sino sentarse y ponderar esta idea en una especie de atónito estupor. Cuando se repuso, dibujó el misterioso azafrán de otoño en la tablilla y fechó la entrada, junto con sus preguntas y objeciones. En este sentido, era muy diligente. Había que mantener un registro de las cosas…, incluso de las incomprensibles. Beatrix le había enseñado a registrar siempre sus hallazgos mediante dibujos tan precisos como fuese posible, clasificados, siempre que lo supiera, con la taxonomía correcta.
Alma disfrutaba trazando bocetos, pero sus dibujos finales a menudo la decepcionaban. Era incapaz de dibujar rostros y animales (incluso sus mariposas eran truculentas), si bien a la sazón descubrió que dibujar plantas no se le daba mal. Sus primeros éxitos fueron algunos bocetos bastante buenos de umbelas, esas plantas de tallo hueco y flores planas de la familia de las zanahorias. Sus umbelas eran exactas, aunque ella deseaba que fuesen más que exactas: quería que fuesen bellas. Así se lo dijo a su madre, quien la corrigió: «La belleza no es necesaria. La belleza es la distracción de la exactitud».
A veces, en sus incursiones por los bosques, Alma se encontraba con otros niños. Era algo que siempre la alarmaba. Sabía quiénes eran esos intrusos, si bien nunca habló con ellos. Eran los hijos de los empleados de sus padres. La finca de White Acre era como una fiera gigantesca y viva, la mitad de cuyo enorme cuerpo necesitaba sirvientes: los jardineros de origen alemán y escocés que su padre prefería contratar antes que a los estadounidenses, más perezosos, y las criadas holandesas, en quienes su madre confiaba. Los sirvientes de la casa vivían en el ático y los trabajadores al aire libre y sus familias vivían en casas y cabañas diseminadas por toda la propiedad. Eran buenas casas; no porque Henry se preocupase por la comodidad de sus empleados, sino porque no soportaba vivir cerca de la miseria.
Siempre que Alma se encontraba con los hijos de los trabajadores en el bosque, el temor y el horror la dominaban. No obstante, tenía un método para sobrevivir a estos encuentros: fingía que ni siquiera ocurrían. Cabalgaba al lado y por encima de los niños en su incondicional poni (que se movía, como siempre, con el ritmo lento y despreocupado de una tortuga pesada). Alma contenía el aliento al pasar junto a los niños y no miraba ni a la izquierda ni a la derecha hasta haber dejado atrás a los intrusos sin percance alguno. Si no los miraba, no tenía que admitir su presencia.
Los hijos de los trabajadores nunca se inmiscuían en los asuntos de Alma. Lo más probable es que les hubiesen ordenado que la dejaran en paz. Todos temían a Henry Whittaker, de modo que su hija también era temida automáticamente. A veces, sin embargo, Alma espiaba a los niños desde una distancia segura. Sus juegos eran bruscos e incomprensibles. Su ropa era diferente a la de Alma. Ninguno de estos niños llevaba un equipo botánico de recolección colgado del hombro, y ninguno de ellos cabalgaba en un poni con borlas de alegres colores en las orejas. Se empujaban y se gritaban unos a otros, con un lenguaje soez. Alma temía más a estos niños que a cualquier otra cosa en el mundo. A menudo sufría pesadillas con ellos.
Pero he aquí lo que hacía ante una pesadilla: iba a buscar a Hanneke de Groot, abajo, en el sótano de la casa. Esto era eficaz y relajante. Hanneke de Groot, el ama de llaves, irradiaba autoridad sobre todo el cosmos de la finca White Acre, y su autoridad le confería una relajante seriedad. Hanneke dormía en su propio aposento, junto a la cocina del sótano, allí donde los fogones nunca se apagaban. Se encontraba dentro de una corriente cálida de aire de bodega, perfumado por los jamones salados que colgaban de cada viga. Hanneke vivía en una jaula (o eso le parecía a Alma), ya que sus habitaciones personales tenían barras en las ventanas y las puertas, dado que Hanneke era la única en la casa que controlaba el acceso a la plata y la vajilla, y quien administraba las nóminas de todo el personal.
—No vivo en una jaula —corrigió Hanneke a Alma una vez—. Vivo en una caja fuerte.
Cuando las pesadillas no la dejaban dormir, a veces Alma afrontaba el terrorífico viaje a través de varios tramos de escaleras a oscuras para llegar al rincón más bajo del sótano, donde se aferraba a las barras que cerraban los aposentos de Hanneke y pedía a gritos que la dejase entrar. Estas expediciones eran siempre un riesgo. Hanneke a veces se levantaba, somnolienta y quejumbrosa, abría la puerta carcelaria y permitía a Alma que se metiese con ella en la cama. Otras veces, sin embargo, no se levantaba. A veces regañaba a Alma por comportarse como un bebé y le preguntaba por qué hostigaba a una agotada anciana holandesa, y enviaba a Alma de vuelta a su habitación por esas angustiosas escaleras.
Sin embargo, esos extraños casos en que obtenía permiso para entrar en la cama de Hanneke compensaban con creces las muchas más veces en que era rechazada, pues Hanneke le contaba historias, y ¡cuántas cosas sabía Hanneke! Ella conocía a la madre de Alma desde siempre, desde la más tierna infancia. Hanneke contaba historias de Ámsterdam, lo que Beatrix nunca hacía. Hanneke siempre hablaba en neerlandés a Alma, y el neerlandés, a los oídos de Alma, sería siempre el idioma del consuelo y las cajas fuertes, del jamón salado y la seguridad.
A Alma jamás se le habría ocurrido acudir a su madre, cuya habitación estaba al lado de la suya, en busca de consuelos nocturnos. La madre de Alma era una mujer de muchas virtudes, pero la de consolar no era una de ellas. Como Beatrix Whittaker decía a menudo, un niño que ya sabe caminar, hablar y razonar debería ser capaz, sin ayuda alguna, de consolarse a sí mismo.
***
Y luego estaban los huéspedes: un desfile ininterrumpido de visitantes que llegaban a White Acre casi a diario, en carruajes, a caballo, en barco o a pie. El padre de Alma vivía aterrorizado por la posibilidad de aburrirse, así que le gustaba tener invitados durante la cena, para que lo entretuviesen, le trajesen noticias del mundo o le diesen ideas para nuevas empresas. Siempre que Henry Whittaker convocaba a alguien, este venía… y venía agradecido.
—Cuanto más dinero tienes —explicó Henry a Alma—, mejores son los modales de la gente. Es un hecho notable.
A estas alturas, Henry ya había amasado una sólida fortuna. En mayo de 1803, había obtenido un contrato con un hombre llamado Israel Whelan, un funcionario del gobierno que proveía de material médico a la expedición de Lewis y Clark al oeste de América. Para esa expedición Henry ya había acumulado un gran suministro de mercurio, láudano, ruibarbo, opio, raíz de colombo, calomel, ipecacuana, plomo, zinc, sulfato…, algunos de los cuales no ofrecían beneficio médico alguno, si bien todos eran muy lucrativos. En 1804, la morfina fue sintetizada por primera vez a partir de amapolas por los farmacéuticos alemanes, y Henry fue uno de los primeros inversores en la fabricación de ese útil producto. Al año siguiente, le concedieron el contrato para suministrar productos médicos al ejército de Estados Unidos. Así obtuvo un cierto poder político, además de cierto prestigio, de modo que sí, la gente acudía a sus cenas.
No eran cenas de sociedad, en absoluto. Los Whittaker nunca fueron exactamente bienvenidos en el pequeño y enrarecido círculo de la alta sociedad de Filadelfia. Tras su llegada a la ciudad, los Whittaker fueron invitados una sola vez a cenar con Anne y William Bingham, entre las calles Third y Spruce, pero no resultó bien. Durante los postres, la señora Bingham, quien se comportaba como si estuviera en la corte de St. James, preguntó a Henry:
—¿Qué tipo de apellido es Whittaker? Qué poco frecuente me parece.
—Del centro de Inglaterra —respondió Henry—. Proviene de la palabra Warwickshire.
—¿Es Warwickshire el solar de su familia?
—Sí, y otros lugares, además. Nosotros, los Whittaker, tendemos a encontrar solaz dondequiera que podamos.
—Pero ¿su padre todavía posee tierras en Warwickshire, señor?
—Mi padre, señora, si es que aún vive, posee dos cerdos y un orinal bajo la cama. Dudo mucho que posea la cama.
Los Whittaker no volvieron a recibir una invitación de los Bingham. Los Whittaker afirmaron que no les importaba. En cualquier caso, Beatrix desaprobaba la conversación y el atuendo de las señoras a la moda, y a Henry le desagradaban los tediosos modales de Rittenhouse Square. En su lugar, Henry creó su propia sociedad, al otro lado del río frente a la ciudad, en lo alto de la colina. En White Acre las cenas no eran una excusa para chismorrear, sino ejercicios de estimulación intelectual y comercial. Si, en algún rincón del mundo, un joven osado realizaba proezas interesantes, Henry quería a ese joven sentado a su mesa. Si un venerable filósofo pasaba por Filadelfia, o un respetado científico, o un inventor joven y prometedor, esos hombres también recibirían una invitación. En ocasiones, también las mujeres acudían a las cenas, si eran esposas de pensadores respetados o traductoras de libros importantes, o si una actriz interesante estaba de gira por Estados Unidos.
La mesa de Henry era algo excesiva para ciertas personas. Las comidas eran opulentas: ostras, bistec, faisán, pero cenar en White Acre no era del todo relajante. Era de esperar que los invitados fuesen interrogados, desafiados, provocados. A los adversarios se les sentaba uno al lado del otro. Las creencias más preciadas eran aplastadas en conversaciones más atléticas que educadas. Algunas personas célebres salían de White Acre con la sensación de haber soportado un trato indignante. Otros invitados (más inteligentes, tal vez, o menos susceptibles, o más desesperados por recibir ayuda económica) salían de White Acre con lucrativos acuerdos o una carta de recomendación para un hombre importante en Brasil. El comedor de White Acre era un peligroso campo de batalla, pero una victoria ahí podía encauzar la carrera de cualquiera.
Alma fue bienvenida a esta combativa mesa desde que tenía cuatro años de edad, y a menudo se sentaba junto a su padre. Tenía permiso para hacer preguntas, siempre que estas no fuesen idiotas. Algunos invitados incluso quedaban encantados con la niña. Un experto en simetría química llegó a proclamar: «Vaya, eres tan inteligente como un librillo hablador», elogio que Alma nunca olvidó. Otros ilustres hombres de ciencia demostraron no estar acostumbrados a que los interrogase una niña pequeña. Pero algunos ilustres hombres de ciencia, como señaló Henry, eran incapaces de defender sus teorías ante una niña pequeña, así que merecían ser denunciados como embaucadores.
Henry creía, y Beatrix estaba plenamente de acuerdo, que ningún tema era demasiado sombrío, espinoso o perturbador para ser tratado delante de su hija. Si Alma no comprendía lo que se decía, razonaba Beatrix, solo la motivaría a perfeccionar su intelecto, para no quedar rezagada la próxima vez. Si Alma no tenía nada inteligente que aportar a la conversación, Beatrix le había enseñado a sonreír a quien acababa de hablar y murmurar con educación: «Por favor, continúe». Si Alma se aburría en la mesa, en fin, ciertamente no preocupaba a nadie. Las cenas en White Acre no giraban en torno al entretenimiento de una niña (de hecho, Beatrix sostenía que muy pocas cosas en la vida debían girar en torno al entretenimiento de una niña) y cuanto antes aprendiese Alma a quedarse quieta en una silla de respaldo duro durante horas y horas, escuchando con atención ideas que era incapaz de comprender, mejor para ella.
Por lo tanto, Alma pasó los tiernos años de su niñez escuchando las más extraordinarias conversaciones: con hombres que estudiaban la descomposición de los restos humanos; con hombres que tenían ideas para importar las nuevas mangueras belgas a Estados Unidos; con hombres que dibujaban imágenes médicas de deformidades monstruosas; con hombres que sostenían que cualquier medicina que pudiera ser ingerida era igual de efectiva al frotarla sobre la piel y absorberla el cuerpo; con hombres que examinaban la materia orgánica de los manantiales sulfúricos; y con un hombre experto en la función pulmonar de las aves acuáticas (según él, tema desbordante de interés, más que cualquier otro en el mundo natural…, si bien, debido a la monotonía de su discurso durante la cena, esta declaración no resultó ser cierta).
Algunas de esas noches eran entretenidas para Alma. Lo que más le gustaba era cuando venían actores y exploradores y contaban esos relatos emocionantes. Otras noches eran tensas, dominadas por discusiones. Otras noches eran eternidades de un tedio torturador. A veces se quedaba dormida en la mesa con los ojos abiertos, erguida en la silla nada más que por el terror imponente a los reproches de su madre y el rígido corsé de su vestido formal. Pero la noche que Alma habría de recordar para siempre, la noche que más adelante le parecería la cumbre de su infancia, fue la de la visita del astrónomo italiano.
***
Corría el verano de 1808, que tocaba a su fin, y Henry Whittaker había adquirido un nuevo telescopio. Se había dedicado a admirar el cielo nocturno con esas magníficas lentes alemanas, pero comenzaba a sentirse como un analfabeto celestial. Su conocimiento de las estrellas era el propio de un marino, lo cual no es poca cosa, pero no estaba al tanto de los últimos descubrimientos. Era una época de impresionantes avances en el campo de la astronomía, y Henry se daba cuenta cada vez más de que el cielo nocturno se iba convirtiendo en otra biblioteca cuyos libros apenas podía leer. Así, cuando Pontesilli, el genial astrónomo italiano, llegó a Filadelfia para dar un discurso en la Sociedad Filosófica, Henry lo atrajo a White Acre celebrando un baile en su honor. Pontesilli, según había oído, era un apasionado del baile, y Henry sospechaba que no rechazaría una invitación a una fiesta.
Esta sería la celebración más esmerada que los Whittaker intentarían nunca. Los mejores restauradores de Filadelfia (negros con impecables uniformes blancos) llegaron a primera hora de la tarde y prepararon los elegantes merengues y mezclaron los refrescos coloridos. Las flores tropicales que nunca antes habían salido de los calurosos invernáculos fueron dispuestas en retablos por toda la mansión. De repente, una orquesta de desconocidos taciturnos pululaba por el salón de baile, afinando los instrumentos y quejándose del calor entre susurros. Alma quedó atrapada y encorsetada en blancos miriñaques, y su indisciplinada mata de pelo rojizo prendida por un lazo de satén casi tan grande como la cabeza. Luego llegaron los invitados, entre oleadas de seda y polvos de talco.
Hacía calor. Había hecho calor todo el mes, pero este fue el día más caluroso. Anticipándose a las incomodidades de la alta temperatura, los Whittaker no dieron comienzo al baile hasta las nueve de la noche, mucho después de la puesta del sol, pero el calor aplastante del día persistía aún. El salón de baile no tardó en convertirse en otro invernadero, vaporoso y húmedo, al gusto de las plantas tropicales pero no de las damas. Los músicos sufrían y sudaban. Los invitados, que huían por las puertas en busca de alivio, descansaban en las terrazas y se apoyaban en las estatuas de mármol, tratando en vano de encontrar frescura en la piedra.
En su esfuerzo por saciar la sed, la gente bebió mucho más ponche de lo que quizás habían pensado beber. Como resultado natural, las inhibiciones se desvanecieron y un ambiente de vértigo embriagador se apoderó de todos. La orquesta abandonó la formalidad de los bailes de salón y ofreció una animada actuación al aire libre, en el enorme jardín. Se llevaron fuera las lámparas y las antorchas, que sumieron a todos los invitados en unas sombras turbulentas y salvajes. El encantador astrónomo italiano trató de enseñar a los caballeros de Filadelfia unos impetuosos pasos de baile napolitanos, y además hizo turnos con cada dama, todas las cuales lo hallaron cómico, audaz, emocionante. Incluso trató de danzar con los sirvientes negros, para regocijo de todos.
Esa noche se esperaba que Pontesilli pronunciase una conferencia, con ilustraciones y cálculos elaborados, para explicar las órbitas elípticas y la velocidad de los planetas. En algún momento del transcurso de la noche, sin embargo, esta idea quedó descartada. ¿Quién, en tal ambiente díscolo, escucharía en perfecto silencio una seria conferencia científica?
Alma nunca llegaría a saber de quién fue la idea, si de Pontesilli o de su padre, pero poco después de la medianoche se decidió que el famoso maestro italiano recreara el universo en el gran jardín de White Acre, usando a los mismos invitados como cuerpos celestiales. No sería un modelo a escala exacta, declamó el italiano ebrio, pero al menos las damas recibirían una vaga impresión de la vida de los planetas y las relaciones que establecían.
Con una maravillosa muestra tanto de autoridad como de sentido de la comedia, Pontesilli situó a Henry Whittaker, el Sol, en el centro del jardín. A continuación, reunió a unos cuantos caballeros para que hicieran de planetas, los cuales darían vueltas alrededor de su anfitrión. Para regocijo de todos los presentes, Pontesilli trató de elegir a los hombres que más se asemejasen a los planetas que habían de representar. Así, el diminuto Mercurio fue retratado por un menudo pero digno comerciante de grano de Germantown. Dado que Venus y la Tierra eran más grandes que Mercurio, pero casi compartían el mismo tamaño, Pontesilli eligió para esos planetas a unos hermanos de Delaware: dos hombres de altura, corpulencia y tez casi idénticas. Marte debía ser más grande que el comerciante de grano pero no tanto como los hermanos de Delaware; un eminente banquero de esbelta figura cumplió los requisitos. Para Júpiter, Pontesilli reclutó a un capitán de barco retirado, un hombre de una obesidad verdaderamente cómica, cuyo corpulento aspecto en el sistema solar despertó carcajadas histéricas. En cuanto a Saturno, le correspondió a un periodista un poco menos gordo pero de una corpulencia no menos jocosa.
Y así continuó, hasta que todos los planetas se situaron en el jardín a la distancia correcta tanto del Sol como de los otros planetas. A continuación, Pontesilli los puso en órbita en torno a Henry, tratando, con gestos desesperados, de mantener a esos ebrios caballeros en su trayectoria celeste. No tardaron las damas en querer formar parte de la diversión, así que Pontesilli las situó alrededor de los hombres, para que fuesen las lunas, todas ellas en órbitas estrechas. (La madre de Alma representó el papel de la luna terrestre con fría y lunar perfección). En ese momento el maestro creó constelaciones estelares en los extremos del jardín, con grupos de las más llamativas beldades.
La orquesta tocó de nuevo, y ese paisaje de cuerpos celestiales adquirió la apariencia del vals más extraño y hermoso jamás visto por las buenas gentes de Filadelfia. Henry, el rey Sol, irradiaba en el centro, con el pelo del color de las llamas, mientras hombres corpulentos y menudos giraban en torno a él, y las mujeres rodeaban a los hombres. Los grupos de jóvenes solteras brillaban en los rincones más remotos del universo, distantes como galaxias desconocidas. Pontesilli se subió a lo alto de un muro del jardín, donde se meció precariamente, para dirigir el retablo, gritando a través de la noche: «¡Sigan al mismo ritmo, caballeros! ¡No abandonen su trayectoria, señoras!».
Alma deseaba participar. Nunca había visto algo tan emocionante. Nunca había estado despierta hasta tan tarde (sin contar las pesadillas), pero, por el motivo que fuera, había quedado olvidada en medio de todo el jolgorio. Era la única niña presente, al igual que había sido la única niña presente toda su vida. Fue corriendo hasta el muro del jardín y gritó al peligrosamente inestable maestro Pontesilli: «¡Póngame, señor!». El italiano miró hacia abajo desde su pedestal, tomándose la molestia de intentar enfocar la mirada: ¿quién era esa niña? Tal vez habría hecho caso omiso, pero en ese momento Henry vociferó desde el centro del sistema solar: «¡Dé a la niña un lugar!».
Pontesilli se encogió de hombros. «¡Eres un cometa!», dijo a Alma, sin dejar de fingir que dirigía el universo con el movimiento de un brazo.
—¿Qué hace un cometa, señor?
—¡Volar en todas direcciones! —bramó el italiano.
Y así lo hizo. Se lanzó en medio de los planetas, esquivando y girando entre las órbitas de todo el mundo, dando vueltas y vueltas, suelta ya la cinta del pelo. Cada vez que se acercaba a él, su padre exclamaba: «¡No te acerques tanto a mí, Ciruela, o no quedarán de ti ni las cenizas!» y de un empellón la apartaba de su ser combustible y ardiente, impulsándola a correr en otra dirección.
Sorprendentemente, en cierto momento halló entre sus manos una antorcha chisporroteante. Alma no recordaba quién se la había dado. Nunca le habían dejado manejar fuego. La antorcha escupía chispas y enviaba llamas de alquitrán que giraban en el aire detrás de ella mientras se lanzaba a través del cosmos: el único cuerpo celestial al que no refrenaba una elíptica estricta.
Nadie la detuvo.
Alma era un cometa.
Ni siquiera supo que no estaba volando.