Capítulo cuatro

Seis años más tarde, Henry Whittaker era un hombre rico a punto de ser más rico todavía. Su plantación de quinos prosperaba en el asentamiento colonial holandés de Java, donde crecían como setas en una finca montañosa fresca y húmeda llamada Pengalengan: un entorno casi idéntico, como Henry sabía de antemano, tanto a los Andes peruanos como a las estribaciones del Himalaya. Henry vivía en la plantación y se mantenía ojo avizor en este tesoro botánico. En Ámsterdam sus socios eran ahora quienes decidían los precios de la corteza de los jesuitas, y ganaban sesenta florines por cada cien libras de quina procesada. No podían procesarla lo suficientemente rápido. Había una fortuna por conseguir, y esta dependía de detalles. Henry había seguido perfeccionando su plantación, protegida ahora de la polinización cruzada con ejemplares de menos calidad, y producía una corteza más potente y más consistente que las procedentes del mismísimo Perú. Por otra parte, se transportaba bien y, sin la interferencia corruptora de los españoles y las manos indias, ganó el prestigio de ser un producto fiable.

Los holandeses de las colonias eran ya los principales productores y consumidores de corteza de los jesuitas, que utilizaban para mantener a sus soldados, administradores y trabajadores a salvo de las fiebres palúdicas en las Indias Orientales. La ventaja que les concedía respecto a sus rivales —en especial, los ingleses— era, literalmente, incalculable. Con un obstinado ánimo de venganza, Henry intentó mantener su producto fuera de los mercados británicos o, al menos, aumentar el precio de la corteza de los jesuitas cada vez que llegaba a Inglaterra o a sus colonias.

De vuelta a Kew, ya muy rezagado, sir Joseph Banks a la sazón trató de cultivar quinos en el Himalaya, pero sin los conocimientos de Henry el proyecto se estancó. Los británicos desperdiciaban riquezas, energía y desvelos al cultivar el tipo erróneo de quino a una altura inapropiada, y Henry, con fría satisfacción, lo sabía. En el decenio de 1790, innumerables ciudadanos y súbditos británicos morían cada semana de malaria en la India, pues no tenían acceso a la corteza de los jesuitas, mientras los holandeses se expandían con salud insultante.

Henry admiraba a los holandeses y trabajaba bien con ellos. Comprendía a estas personas sin esfuerzo alguno: calvinistas laboriosos, incansables, cavadores de zanjas, bebedores de cerveza sin pelos en la lengua, contadores de monedas, habían prosperado gracias al comercio desde el siglo XVI, y dormían plácidamente todas las noches, sabedores de que Dios deseaba que fuesen ricos. País de banqueros, comerciantes y jardineros, a los holandeses les gustaban las promesas del mismo modo que a Henry (es decir, cargadas de beneficios), y de esta manera el mundo entero era cautivo de sus desorbitadas tasas de interés. No lo juzgaban por sus groseros modales ni su actitud agresiva. Muy pronto Henry Whittaker y los holandeses se hicieron mutuamente ricos. En Holanda, había gente que llamaba a Henry el «Príncipe del Perú».

En 1791, Henry era un hombre rico de treinta y un años, y había llegado el momento de organizar el resto de su vida. Para empezar, se le presentaba la oportunidad de iniciar sus propios negocios, con independencia de sus socios holandeses, y ponderó sus opciones con esmero. No le fascinaban los minerales ni las piedras preciosas, ya que no era experto en esa materia. Al igual que le sucedía con la construcción naval, la edición y los textiles. Sería la botánica, entonces. Pero ¿qué tipo de botánica? Henry no deseaba entrar en el comercio de especias, aunque era sabido que deparaba grandes beneficios. Demasiadas naciones estaban involucradas en las especias, y los costes de defenderse de los piratas y las armadas rivales superaban los beneficios, por lo que Henry sabía. Tampoco le inspiraba ningún respeto el comercio del azúcar o el algodón, que le parecían dañinos y costosos, así como intrínsecamente vinculados a la esclavitud. Henry no quería tener relación alguna con la esclavitud, no porque le resultase moralmente abominable, sino porque la consideraba económicamente ineficiente, enmarañada y cara, y controlada por algunos de los más desagradables intermediarios del mundo. Lo que de verdad le interesaban eran las plantas medicinales, un mercado que nadie había logrado dominar.

Por lo tanto, se dedicaría a las plantas medicinales y la farmacia.

A continuación, tuvo que decidir dónde debía vivir. Poseía una imponente finca en Java con cien sirvientes, pero el clima lo había hostigado a lo largo de los años, castigándolo con enfermedades tropicales que lo mortificarían de cuando en cuando el resto de su vida. Necesitaba un hogar en un clima más templado. Se cortaría el brazo antes de volver a vivir en Inglaterra. El continente no le tentaba: Francia estaba llena de gente irritante; España era corrupta e inestable; Rusia, imposible; Italia, absurda; Alemania, rígida; Portugal, en decadencia. Holanda, a pesar de ser bien considerado allí, aburrida.

Los Estados Unidos de América, decidió, eran una posibilidad. Henry nunca había estado ahí, pero había oído relatos prometedores. Había escuchado palabras especialmente alentadoras acerca de Filadelfia, la alegre capital de esa joven nación. Se decía que era una ciudad con un puerto bastante bueno, en el centro de la costa oriental del país, abarrotada de pragmáticos cuáqueros, farmacéuticos y granjeros laboriosos. Se rumoreaba que era un lugar sin aristócratas altaneros (a diferencia de Boston), sin puritanos temerosos del placer (a diferencia de Connecticut) y sin sedicentes príncipes feudales conflictivos (a diferencia de Virginia). La ciudad había sido fundada, con los sólidos principios de la tolerancia religiosa, la libertad de prensa y el buen paisajismo, por William Penn, un hombre que cultivaba arbolitos en bañeras y que imaginaba su metrópoli como un gran vivero de plantas y de ideas. Todo el mundo era bienvenido en Filadelfia, todo el mundo sin excepción…, salvo, por supuesto, los judíos. Al oír todo esto, Henry sospechó que Filadelfia era un vasto paisaje de beneficios no realizados, y se propuso transformar el lugar en su provecho.

Antes de asentarse, sin embargo, quería encontrar una esposa, y, dado que no era un necio, quería una esposa holandesa. Quería una mujer inteligente y decente sin un atisbo de frivolidad, y Holanda era el lugar indicado para encontrarla. A lo largo de los años, Henry había ido con prostitutas e incluso había mantenido a una joven javanesa en su finca de Pengalengan, pero ahora era el momento de hallar una buena esposa, y recordó el consejo de un sabio marino portugués que le había dicho, años antes: «Prosperar y ser feliz, Henry, es sencillo. Escoge una mujer, escoge bien, y ríndete».

Así pues, navegó de regreso a Holanda para escoger. Seleccionó, de modo calculador y repentino, a una esposa que arrebató a una respetable y vieja familia apellidada Van Devender, custodios del jardín botánico Hortus en Ámsterdam durante muchas generaciones. El Hortus era uno de los más destacados jardines de investigación de toda Europa, uno de los vínculos más antiguos de la historia entre botánica, estudios y comercio, y los Van Devender siempre lo habían dirigido con honor. No eran aristócratas en absoluto y ciertamente no eran ricos, pero Henry no necesitaba una mujer rica. Los Van Devender eran, no obstante, una familia de sabios y científicos…, algo que él admiraba.

Por desgracia, la admiración no era mutua. Jacob van Devender, el patriarca en ese momento de la familia y del Hortus (y un maestro en el cultivo de áloes ornamentales), conocía a Henry Whittaker y no lo apreciaba. Sabía que este joven tenía un historial de robos, y también que había traicionado a su propio país por dinero. No era el tipo de conducta que Jacob van Devender veía con buenos ojos. Jacob era holandés, sí, y le gustaba el dinero, pero no era un banquero ni un especulador. No medía el valor de las personas por sus montones de oro.

Sin embargo, Jacob van Devender tenía una hija que era un excelente partido… o eso pensaba Henry. Se llamaba Beatrix y no era ni guapa ni fea, lo cual resultaba adecuado para una esposa. Era recia y sin pecho, una mujer con forma de barril, y ya era casi una solterona cuando Henry la conoció. Para casi todos los pretendientes, Beatrix van Devender habría sido aterradoramente culta. Versada en cinco lenguas vivas y dos muertas, sus conocimientos de botánica igualaban a los de cualquier hombre. Sin duda alguna, esta mujer no era coqueta. No era un adorno de salón. Se vestía con la gama completa de colores que asociamos con los gorriones comunes. Albergaba una arraigada desconfianza de la pasión, de las exageraciones o la belleza, y confiaba tan solo en lo que era sólido y creíble, partidaria siempre de la sabiduría adquirida frente a los impulsos del instinto. Henry la vio como una roca firme a la que anclarse, que era precisamente lo que deseaba.

¿Y qué vio Beatrix en Henry? En este punto, nos encontramos con un pequeño misterio. Henry no era guapo. Desde luego, no era refinado. En verdad, había algo de herrero de pueblo en su cara rubicunda, sus manos enormes y sus rudos modales. A ojos de casi todos, no era ni sólido ni creíble. Henry Whittaker era un hombre apasionado, impulsivo, vociferante y belicoso, con enemigos por todo el mundo. También se había convertido, en los últimos años, en un bebedor. ¿Qué respetable joven elegiría voluntariamente a semejante personaje por esposo?

—Ese hombre no tiene principios —objetó Jacob van Devender a su hija.

—Oh, padre, está muy equivocado —lo corrigió Beatrix con sequedad—. El señor Whittaker tiene muchos principios. Pero no del tipo más edificante.

Cierto: Henry era rico, y por ello algunos observadores conjeturaron que quizás Beatrix apreciaba esa riqueza más de lo que dejaba entrever. Además, Henry se proponía llevar a su nueva novia a América, y tal vez (cuchicheaban los lugareños más bromistas) ella tenía un vergonzoso secreto por el cual quería salir de Holanda para siempre.

La verdad, sin embargo, era más sencilla: Beatrix van Devender se casó con Henry Whittaker porque le gustó lo que vio en él. Le gustó su fortaleza, su astucia, su carisma, lo que prometía. Era rudo, cierto, pero ella no era una florecilla desvalida. Beatrix respetaba esa brusquedad, al igual que él respetaba la de ella. Comprendió lo que quería de ella y no le cupo duda de que podría trabajar con él… y quizás incluso cambiarlo un poco. Así, Henry y Beatrix, rápida y sencillamente, sellaron su alianza. La única palabra que describía con precisión esa unión era una palabra neerlandesa, una palabra del mundo de los negocios: partenrederij: una asociación basada en un comercio honesto y en tratos claros, donde los beneficios del mañana son consecuencia de los acuerdos de hoy y donde la cooperación de ambas partes contribuye por igual a la prosperidad.

Los padres de Beatrix la desheredaron. O tal vez sea más preciso decir que Beatrix los desheredó a ellos. Eran una familia rígida, todos ellos. No se pusieron de acuerdo sobre su alianza, y los desacuerdos entre los Van Devender tendían a ser eternos. Después de elegir a Henry e irse a Estados Unidos, Beatrix no volvió a comunicarse con Ámsterdam. Al último que vio de su familia fue a su hermano pequeño, Dees, de diez años, que lloraba por su marcha, le tiraba de las faldas y decía: «¡Se la están llevando lejos de mí! ¡Se la están llevando lejos de mí!». Apartó los dedos de su hermano del dobladillo, le dijo que nunca más se humillara llorando en público y se fue.

Beatrix llevó consigo a Estados Unidos a su sirvienta personal: una joven enormemente competente llamada Hanneke de Groot. También cogió en la biblioteca de su padre una edición de 1665 de la Micrographia de Robert Hooke y un valiosísimo compendio de las ilustraciones botánicas de Leonhard Fuchs. Cosió docenas de bolsillos en el vestido de viaje y los llenó con los bulbos de tulipán más excepcionales del Hortus, todos envueltos cuidadosamente en musgo. Trajo consigo, asimismo, varias docenas de libros de contabilidad en blanco.

Ya estaba planeando su biblioteca, su jardín y (al parecer) su fortuna.

***

Beatrix y Henry Whittaker llegaron a Filadelfia a principios de 1792. La ciudad, sin muros u otras fortificaciones que la protegiesen, constaba en ese momento de un puerto muy activo, unos pocos edificios con fines comerciales y políticos, un conglomerado de caseríos agrícolas y algunas fincas nuevas. Era un lugar de posibilidades expansivas, germinantes: un verdadero cantero aluvial de crecimiento en potencia. Apenas un año antes había abierto allí sus puertas el primer banco de los Estados Unidos. Todo el estado de Pensilvania había declarado la guerra a sus bosques, y sus habitantes, armados con hachas, bueyes y ambición, estaban ganando. Henry compró 350 hectáreas de pastos y bosques vírgenes a lo largo de la ribera occidental del río Schuylkill, con la intención de añadir más terreno en cuanto pudiera adquirirlo.

Henry había planeado ser rico a los cuarenta, pero había cabalgado con sus caballos a tal velocidad, como solía decirse, que había llegado a su destino antes de tiempo. Tan solo contaba treinta y dos años y ya tenía ahorros en libras, florines, guineas e incluso kopeks rusos. Se propuso ser más rico todavía. Pero, por ahora, tras su llegada a Filadelfia, era el momento de montar un espectáculo.

Henry Whittaker llamo a su propiedad White Acre, un juego de palabras con su nombre, y de inmediato se puso manos a la obra para construir una mansión palaciega de dimensiones señoriales, mucho más bonita que cualquier edificio privado de la ciudad. La casa sería de piedra, inmensa y bien equilibrada: agraciada con pabellones elegantes al este y al oeste, un pórtico con columnas al sur y una amplia terraza al norte. Asimismo, construyó una cochera imponente, una gran forja y un fantasioso puesto de guardia, así como varias estructuras botánicas (incluidos los primeros invernaderos independientes, que a la sazón serían numerosísimos, como uno para cítricos inspirado en el famoso edificio de Kew y los cimientos de otro de dimensiones asombrosas). A lo largo de la ribera enlodada del Schuylkill (donde tan solo cincuenta años antes los indios recolectaban cebollas silvestres) construyó su propio embarcadero, como los de las viejas fincas junto al río Támesis.

La ciudad de Filadelfia, en su mayor parte, vivía aún con austeridad por aquel entonces, pero Henry diseñó White Acre como una afrenta descarada a la noción misma del ahorro. Quería que destacara por su extravagancia. No le daba miedo ser envidiado. De hecho, descubrió que ser envidiado era un excelente pasatiempo, además de un buen negocio, pues la envidia atraía a las personas. Su casa fue diseñada no solo para alzarse grandiosa en la distancia (se veía con facilidad desde el río, noble y alta en su promontorio, observando con frialdad la ciudad al otro lado), sino también para exhibir su riqueza en cada detalle. Todos los pomos eran de latón, y todo el latón resplandecía. Los muebles procedían directamente de la casa Seddon’s de Londres, las paredes estaban cubiertas de papel belga, los platos eran de porcelana cantonesa, la bodega rebosaba de ron de Jamaica y burdeos francés, las lámparas fueron hechas a mano en Venecia y las lilas que rodeaban la propiedad habían florecido en el Imperio otomano.

Permitió que los rumores sobre su riqueza corriesen desbocados. Por rico que fuese, no hacía mal alguno que lo imaginasen aún más rico. Cuando los vecinos comenzaron a susurrar que los caballos de Henry Whittaker llevaban herraduras de plata, les dejó que lo creyeran. En realidad, las herraduras no eran de plata; eran de hierro, como las de todos los caballos, y no solo eso: Henry los había herrado él mismo (una habilidad que había aprendido en el Perú, con mulas de pobre y herramientas de pobre). Pero ¿por qué tenían que enterarse, si el rumor era mucho más agradable e imponente?

Henry comprendía no solo la atracción del dinero, sino también la atracción del poder, más misteriosa. Sabía que su finca no solo debía deslumbrar, sino también intimidar. Luis XVI no solía llevar a los visitantes a pasear por sus jardines para entretenerlos, sino para demostrar su fuerza: esos árboles exóticos en flor, esas fuentes chispeantes y todas esas valiosas estatuas griegas no eran más que una forma de transmitir al mundo un mensaje unívoco (a saber: «Te aconsejo que no me declares la guerra»), y Henry quería que White Acre expresase exactamente ese mismo aviso.

Henry también construyó un gran almacén y una fábrica junto al puerto de Filadelfia, para recibir plantas medicinales de todo el mundo: ipecacuana, simaropa, ruibarbo, corteza de guaiacum, raíz china y zarzaparrilla. Se asoció con un farmacéutico cuáquero llamado James Garrick, y ambos hombres comenzaron a procesar de inmediato pastillas, polvos, ungüentos y jarabes.

Comenzó su negocio con Garrick en el momento preciso. En el verano de 1793, una epidemia de fiebre amarilla azotó Filadelfia. Las calles estaban abarrotadas de cadáveres y los huérfanos se aferraban a sus madres muertas en las cunetas. Las personas morían en parejas, en familias, en grupos de docenas, vomitando ríos repugnantes de lodo negro de las gargantas y las entrañas en su camino a la muerte. Los médicos del lugar opinaban que la única cura posible era la violencia de purgar aún más a sus pacientes mediante vómitos y diarreas, y el mejor purgante del mundo era una planta llamada jalapa, que Henry ya importaba en fardos de México.

Henry sospechaba que la cura de la jalapa era posiblemente inadecuada y no permitió a nadie de su familia tomarla. Sabía que los médicos criollos del Caribe (mucho más familiarizados con la fiebre amarilla que sus colegas del norte) trataban a sus pacientes con una fórmula menos salvaje de bebidas reconstituyentes y descanso. No obstante, no era posible ganar dinero con las bebidas reconstituyentes y el descanso, mientras que la jalapa proporcionaba cuantiosas ganancias. Así fue como, a finales de 1793, un tercio de la población de Filadelfia había muerto de fiebre amarilla, y Henry Whittaker había duplicado su fortuna.

Henry cogió sus ganancias y construyó otros dos invernaderos. Por sugerencia de su esposa, comenzó a cultivar flores, árboles y arbustos nativos para exportarlos a Europa. Fue una idea excelente; los prados y bosques de América estaban llenos de ejemplares botánicos de aspecto exótico para un europeo, y se vendían bien al otro lado del mar. Henry estaba cansado de enviar sus barcos desde el puerto de Filadelfia con las bodegas vacías; ahora podía hacer dinero en ambos trayectos. Aún ganaba una fortuna en Java procesando la corteza de los jesuitas con sus socios holandeses, pero también había una fortuna que amasar allí mismo. En 1796, Henry enviaba trabajadores a las montañas de Pensilvania para recolectar raíces de ginseng que exportaba a China. Durante muchos años, de hecho, fue el único hombre de Estados Unidos que encontró la manera de vender algo a los chinos.

A finales de 1798, Henry llenaba sus invernaderos americanos con exóticas plantas tropicales importadas, que luego vendía a los aristócratas estadounidenses. La economía de los Estados Unidos crecía de modo pronunciado y abrupto. Tanto George Washington como Thomas Jefferson poseían opulentas casas de campo, así que todo el mundo quería una opulenta casa de campo. De repente, la joven nación ponía a prueba los límites del despilfarro. Algunos ciudadanos se volvían ricos; otros caían en la indigencia. La trayectoria de Henry, vertiginosa, no dejó de ir al alza. La base de todos los cálculos de Henry Whittaker era: «Voy a ganar», y ganaba invariablemente: en las importaciones, en las exportaciones, en la producción, aprovechando cualquier tipo de ocasión. El dinero parecía amar a Henry. El dinero lo seguía como un perrito entusiasta. En 1800, era el hombre más rico de Filadelfia y uno de los tres hombres más ricos del hemisferio occidental.

Así, cuando Alma, la hija de Henry, nació ese año (apenas tres semanas después de la muerte de George Washington), fue como si se tratara de la descendiente de un nuevo tipo de personaje, nunca visto antes en el mundo: un poderoso sultán americano.