Henry llegó a Lima tras casi cuatro meses en el mar. Se encontró en una ciudad de cincuenta mil almas: un puesto colonial en apuros, donde las familias españolas de categoría a menudo tenían menos que comer que las mulas que tiraban de sus carrozas.
Llegó allí solo. Ross Niven, el jefe de la expedición (una expedición, por cierto, formada únicamente por Henry Whittaker y Ross Niven), había muerto en el viaje, junto a la costa de Cuba. Al viejo escocés ni siquiera deberían haberle permitido salir de Inglaterra. Estaba tísico y pálido y escupía sangre cada vez que tosía, pero era obstinado y ocultó a Banks su enfermedad. Niven no había durado ni un mes en el mar. En Cuba, Henry escribió una carta casi ilegible a Banks, con la noticia de la muerte de Niven; en ella expresaba su determinación de proseguir con la misión él solo. No esperó la respuesta. No deseaba que le ordenasen volver a casa.
Antes de morir, no obstante, Niven se había preocupado de enseñar a Henry algunas cosas sobre el quino. En 1630, según Niven, unos misioneros jesuitas en los Andes peruanos fueron los primeros en darse cuenta de que los quechuas bebían una infusión caliente de corteza en polvo, para curar las fiebres y los temblores causados por el frío extremo de las alturas. Un monje observador se preguntó si este amargo polvo de corteza también podría combatir la fiebre y los temblores asociados con la malaria, enfermedad que ni siquiera existía en el Perú, pero que en Europa había matado a papas y pobres por igual. El monje envió unas muestras de corteza de quino a Roma (ese repulsivo pantano infecto de malaria) junto con instrucciones para probar el polvo. Milagrosamente, resultó que la corteza interrumpía el proceso de los estragos de la malaria, por razones que nadie comprendía. Fuere por lo que fuere, la corteza parecía curar la malaria por completo, sin efectos secundarios, salvo por una persistente sordera; un precio módico a cambio de seguir con vida.
A comienzos del siglo XVIII, la quina, o la corteza de los jesuitas, era la exportación más valiosa del Nuevo Mundo. Un gramo de corteza de los jesuitas pura equivalía a un gramo de plata. Era un tratamiento para hombres ricos, pero había muchos de estos en Europa y ninguno de ellos quería morir de malaria. Entonces, Luis XIV se curó con la corteza de los jesuitas, lo cual subió aún más los precios. Mientras Venecia se enriquecía con la pimienta y China con el té, los jesuitas se enriquecieron con la corteza de un árbol peruano.
Solo los británicos tardaron en apreciar el valor de la quina: en su mayor parte, debido a sus prejuicios contra los españoles y contra el papa, pero también a causa de una persistente preferencia por sangrar a los pacientes en lugar de tratarlos con polvos extraños. Además, la extracción de la medicina de la quina era una ciencia compleja. Había cerca de setenta variedades del árbol, y nadie sabía con certeza qué cortezas eran las más potentes. Había que confiar en el honor del recolector de la corteza, que solía ser un indio a unos diez mil kilómetros de distancia. A menudo los polvos que se vendían como corteza de los jesuitas en las farmacias de Londres, llegados de contrabando por canales secretos belgas, eran ineficaces y fraudulentos. No obstante, la corteza al fin había llamado la atención de sir Joseph Banks, quien quería aprender más sobre ella. Y ahora (con la sutil sugerencia de una eventual riqueza), también Henry, convertido en el jefe de su propia expedición.
Henry no tardó en recorrer Perú como si estuviera amenazado por la punta de una bayoneta, y esa bayoneta era su propia ambición desmedida. Ross Niven, antes de morir, dio a Henry tres consejos sensatos acerca de los viajes por América del Sur, y el joven los respetó todos sabiamente. Uno: nunca uses botas. Endurece los pies hasta que parezcan los de un indio. Renuncia para siempre a la protectora podredumbre del pellejo animal. Dos: abandona la ropa pesada. Viste con ligereza, y aprende a pasar frío, como los indios. Así estarás más sano. Y tres: báñate en un río cada día, como los indios.
Esos consejos constituían todo lo que Henry sabía, aparte del hecho de que la quina era lucrativa y que solo se encontraba en los Andes, en una zona remota del Perú llamada Loja. No disponía de hombres, mapas o libros que le facilitasen más información, así que lo resolvió por sí mismo. Para llegar a Loja, tuvo que atravesar ríos y soportar espinas, serpientes, enfermedades, calor, frío, lluvia, a las autoridades españolas y, lo más peligroso de todo, su propia pareja de mulas y unos esclavos negros y amargados cuyos idiomas, resentimientos y designios secretos era incapaz de imaginar.
Descalzo y hambriento, siguió adelante. Masticó hojas de coca, como un indio, para conservar la fuerza. Aprendió español, lo cual equivale a afirmar que decidió, tercamente, que ya sabía hablar español y que la gente ya podía comprenderlo. Si no le entendían, él gritaba cada vez más fuerte, hasta que les quedaba claro. Finalmente, llegó a la región llamada Loja. Encontró y sobornó a los cascarilleros, quienes cortaban la corteza; indios de la zona que sabían dónde encontrar los mejores árboles. Siguió buscando y encontró bosques de quino aún más remotos.
Como hijo de horticultor, Henry rápidamente se dio cuenta de que la mayoría de los árboles de la quina se encontraban en mal estado, enfermos y sobreexplotados. Había unos pocos árboles con troncos tan gruesos como su torso, pero ninguno era más ancho. Comenzó a envolver los árboles con moho donde había sido retirada la corteza, para que pudieran sanar. Adiestró a los cascarilleros para que cortaran la corteza en tiras verticales, en lugar de matar al árbol seccionándolo horizontalmente. Taló los árboles más enfermos, para dar lugar a brotes nuevos. Cuando enfermó, siguió trabajando. Cuando no pudo caminar por la enfermedad o la infección, pidió a los indios que le ataran a la mula, como a un preso, y así visitaba sus árboles cada día. Comió conejillos de Indias. Disparó a un jaguar.
Permaneció en Loja cuatro miserables años, descalzo y frío, durmiendo en una cabaña rodeado de indios descalzos y fríos, quienes quemaban excrementos para calentarse. Continuó cuidando la arboleda, que legalmente pertenecía al Real Colegio de Farmacéuticos, pero que Henry, en silencio, había declarado suya. Estaba tan perdido en las montañas que ningún español se entrometió en sus asuntos, y al cabo de un tiempo los indios se acostumbraron a él. Dedujo que los árboles de corteza más oscura producían una medicina más potente que las otras variedades, y que los brotes nuevos producían la corteza más potente. Las podas, por lo tanto, eran aconsejables. Identificó siete nuevas especies de quino, pero consideró casi todas inútiles. Centró su atención en la que llamó «quino rojo», la variedad más rica. La injertó en las variedades más robustas y resistentes a las enfermedades del quino, con el fin de aumentar el rendimiento.
Además, pensó mucho. Un joven solo en un bosque remoto en las alturas tiene mucho tiempo para pensar, y Henry formuló teorías grandiosas. Gracias al difunto Ross Niven, sabía que el comercio de la corteza de los jesuitas aportaba diez millones de reales al año a España. ¿Por qué sir Joseph Banks quería simplemente que Henry lo estudiase cuando podía dedicarse a venderlo? ¿Y por qué la producción de la corteza de los jesuitas tenía que limitarse a este inaccesible rincón del mundo? Henry recordó a su padre, quien le había enseñado que todas las plantas valiosas a lo largo de la historia de la humanidad habían sido cazadas antes que cultivadas, y que cazar un árbol (como escalar los Andes para encontrar este maldito árbol) era mucho menos eficiente que cultivarlo (aprender a cuidarlo en otro lugar, en un entorno controlado). Sabía que los franceses habían intentado trasplantar el quino a Europa en 1730 y que habían fracasado, y creía saber por qué: porque no entendían las alturas. No se podía plantar este árbol en el valle del Loira. El quino necesitaba altitud, aire escaso y un bosque húmedo y Francia no tenía un lugar semejante. Ni Inglaterra. Ni España, para el caso. Lo cual era una pena. No es posible exportar el clima.
Durante esos cuatro años de reflexiones, esto es lo que se le ocurrió a Henry: India. Henry habría apostado a que el quino prosperaría en las estribaciones frías y húmedas del Himalaya, un lugar donde Henry nunca había estado, pero del cual había oído hablar a los oficiales británicos cuando viajaba por Macao. Por otra parte, ¿por qué no cultivar este utilísimo árbol medicinal más cerca de los lugares asolados por la malaria, más cerca de donde era necesario? En la India existía una demanda desesperada de la corteza del jesuita, para combatir las fiebres debilitantes de las tropas británicas y los trabajadores nativos. Por ahora, la medicina era demasiado costosa para los soldados rasos y los trabajadores, pero no tenía por qué seguir siendo así. En la década de 1780, la corteza de los jesuitas se encarecía un doscientos por ciento en el trayecto entre su origen en el Perú y los mercados europeos, pero la mayoría de ese aumento se debía a los costes de envío. Era hora de dejar de cazar este árbol y empezar a cultivarlo, más cerca de donde era necesario para obtener ganancias. Henry Whittaker, a sus veinticuatro años, pensaba que él era el hombre indicado.
Salió de Perú a comienzos de 1785, no solo con notas, un extenso herbario y muestras de corteza envasadas en lino, sino además con esquejes de raíz y unas diez mil semillas de quino rojo. También llevó a casa variedades de pimentón, así como algunas buganvilias y algunas aljabas poco comunes. Pero el verdadero tesoro eran las semillas. Henry esperó dos años para que aquellas semillas germinasen, aguardando a que sus mejores árboles diesen frutos que no estropeasen las heladas. Secó las semillas al sol durante un mes, dándoles la vuelta cada dos horas para que no creciese moho y envolviéndolas en lino por la noche para protegerlas del rocío. Sabía que las semillas rara vez sobrevivían a los viajes oceánicos (incluso Banks había fracasado al llevar semillas a casa en sus viajes con el capitán Cook), así que Henry decidió experimentar con tres técnicas diferentes de conservación. Envasó algunas de las semillas con arena, otras con cera y algunas iban sueltas con musgo seco. Todas iban dentro de vejigas de buey para mantenerlas secas y envueltas en lana de alpaca para ocultarlas.
Los españoles aún mantenían el monopolio de la quina, así que Henry se había convertido oficialmente en contrabandista. Por eso, evitó la ajetreada costa del Pacífico oriental y cruzó por tierra América del Sur, con un pasaporte que lo identificaba como comerciante textil francés. Él, sus mulas, sus ex esclavos y sus desdichados indios tomaron la ruta de los ladrones: de Loja al río Zamora, al Amazonas, a la costa atlántica. Desde ahí partió a La Habana, luego a Cádiz, luego a casa, a Inglaterra. El regreso duró un año y medio en total. No se encontró con piratas ni tormentas reseñables, ni enfermedades agotadoras. No perdió las muestras. No fue tan difícil.
Sir Joseph Banks, pensó, estaría satisfecho.
***
Pero sir Joseph Banks no estaba satisfecho cuando Henry lo vio de nuevo en el confortable edificio del número 32 de Soho Square. Banks estaba simplemente más viejo, más enfermo y más distraído que nunca. La gota lo atormentaba terriblemente, y se esforzaba en formular preguntas científicas que consideraba importantes para el futuro del Imperio británico.
Banks trataba de encontrar la manera de poner fin a la dependencia inglesa del algodón extranjero, por lo cual había enviado cultivadores a las Indias occidentales británicas, quienes procuraban, sin éxito por el momento, cultivar algodón ahí. Además trataba, también sin éxito, de romper el monopolio holandés del comercio de especias cultivando nuez moscada y clavo en Kew. Presentó una propuesta al rey para convertir Australia en una colonia penal (un simple pasatiempo suyo), pero aún nadie escuchaba. Trabajaba en construir un telescopio de cuarenta metros de altura para el astrónomo William Herschel, quien deseaba descubrir nuevos cometas y planetas. Pero, sobre todo, Banks quería globos. Los franceses tenían globos. Los franceses habían experimentado con gases más ligeros que el aire y realizaban vuelos tripulados en París. ¡Los ingleses se estaban quedando atrás! En aras de la ciencia y de la seguridad nacional, por el amor de Dios, el Imperio británico necesitaba globos.
Así que Banks, ese día, no estaba de humor para escuchar a Henry Whittaker asegurar que lo que el Imperio británico necesitaba era plantar el árbol de la quina a media altura en el Himalaya…, una idea que no ayudaba en modo alguno a las causas del algodón, las especias, el descubrimiento de cometas o los globos. La mente de Banks estaba repleta, le dolía el pie terriblemente y le irritaba tanto la agresiva presencia de Henry que hizo caso omiso de la conversación. Aquí, sir Joseph Banks cometió un extraño error táctico…, un error que a la sazón costaría caro a Inglaterra.
Pero es preciso mencionar que también Henry cometió errores tácticos ese día. En realidad, varios seguidos, uno tras otro. Presentarse sin previo aviso fue el primer error. Sí, lo había hecho antes, pero Henry ya no era un muchacho descarado a quien tal lapso en el decoro pudiera ser excusado. Ya era un hombre adulto (y grande, por cierto), cuyo insistente aporreo en la puerta principal sugería tanto insolencia como amenaza física.
Además, Henry llegó al domicilio de Banks con las manos vacías, algo que nunca debe hacer un coleccionista botánico. La colección peruana de Henry aún estaba a bordo de un barco gaditano, a salvo en el puerto. Era una colección impresionante, pero ¿cómo iba a saberlo Banks cuando todos los especímenes estaban fuera de la vista, escondidos en un lejano buque mercante, ocultos en vejigas de buey, sacos de arpillera y cajas de Ward? Henry debería haber traído algo que depositar personalmente en las manos de Banks: si no un esqueje de quino rojo, sí, al menos, una bonita fucsia en flor. Cualquier cosa con tal de llamar la atención del anciano, de ablandarlo para que creyese que las cuarenta libras al año que había gastado en la estancia de Henry Whittaker en el Perú no habían sido en vano.
Pero Henry no era un seductor. En vez de eso, se arrojó verbalmente contra Banks con esta rotunda acusación: «Se equivoca, señor, al contentarse con estudiar la quina cuando debería estar vendiéndola». Esta declaración, de una torpeza asombrosa, acusaba a Banks de ser un necio, al mismo tiempo que ensuciaba el 32 de Soho Square con el desagradable tufo a comercio…, como si sir Joseph Banks, el caballero más rico de Gran Bretaña, necesitase recurrir personalmente al comercio.
Para ser justos con Henry, no tenía la cabeza del todo lúcida. Había estado solo durante muchos años en un bosque remoto, y en el bosque un joven puede convertirse en un librepensador peligroso. En su imaginación, Henry ya había hablado acerca de este tema con Banks muchísimas veces, así que la conversación lo impacientó. En las fantasías de Henry, todo estaba ya arreglado y funcionaba con éxito. En la mente de Henry, solo cabía un resultado posible: Banks celebraría esa idea brillante, presentaría a Henry a los administradores indicados en la Oficina de las Indias, obtendría todos los permisos pertinentes, aseguraría los fondos y procedería (idealmente, al día siguiente por la tarde) con este ambicioso proyecto. En los sueños de Henry, la plantación ya crecía en el Himalaya, ya se había convertido en el hombre de deslumbrantes riquezas que Joseph Banks le había prometido que sería y la alta sociedad londinense ya lo había acogido como gran caballero. Sobre todo, Henry se había permitido creer que él y Joseph Banks ya eran queridos amigos íntimos.
Ahora bien, era muy posible que Henry Whittaker y sir Joseph Banks se hubiesen convertido en queridos amigos íntimos, salvo por un pequeño problema: sir Joseph Banks nunca consideró a Henry Whittaker como algo más que un trabajador malcriado y un ladrón en potencia, cuya vida tenía como único objeto el ser estrujado hasta la última gota de sudor al servicio de sus superiores.
—Además —dijo Henry, mientras Banks se recuperaba de esa agresión contra sus sentidos, su honor y su sala de estar—, creo que deberíamos hablar de mi candidatura a la Royal Society.
—Discúlpame —dijo Banks—. ¿Quién diablos te ha propuesto para la Royal Society?
—Confío en que usted lo hará —dijo Henry—. Como recompensa por mi trabajo y mi ingenio.
Banks se quedó sin habla durante un momento muy largo. Sus cejas, por iniciativa propia, huyeron a la parte superior de la frente. Respiró hondo. Y, a continuación, para desgracia del futuro del Imperio, se rio. Soltó tal carcajada que tuvo que limpiarse los ojos con un pañuelo de encaje belga, que muy bien podría haber sido más caro que la casa donde se crio Henry Whittaker. Era bueno reírse, tras un día tan agotador, y se entregó a esa hilaridad con todas sus ganas. Se rio tanto que su lacayo, de pie frente a la puerta, asomó la cabeza, curioso ante esta repentina explosión de alegría. Rio tanto que no podía hablar. Lo cual, con toda probabilidad, fue lo mejor, pues, incluso sin las carcajadas, Banks habría tenido dificultades para encontrar las palabras con que expresar lo absurdo de esta idea. Henry Whittaker, quien debería haber acabado en la horca de Tyburn House hacía nueve años, quien tenía la cara de hurón de un ladronzuelo nato, cuyas cartas de espantosa caligrafía habían sido todo un entretenimiento para Banks a lo largo de los años, cuyo padre (¡pobre hombre!) había vivido en compañía de cerdos… ¡Y este joven estafador esperaba ser invitado al consorcio científico más valorado y reservado a caballeros de toda Gran Bretaña! ¡Qué excelsa comedia!
Por supuesto, sir Joseph Banks era el muy amado presidente de la Royal Society (como Henry sabía muy bien) y, de haber propuesto Banks el ingreso de un tejón lisiado en la sociedad, esta lo habría acogido con satisfacción y, además, lo habría condecorado con una medalla de honor. Pero ¿admitir a Henry Whittaker? ¿Consentir a este insolente pícaro, este mozalbete, este duendecillo pagado de sí mismo, agregar las iniciales de la Royal Society a su indescifrable firma?
No.
Cuando Banks comenzó a reír, el estómago de Henry se retorció y se endureció como una piedra. La garganta se contrajo como si al fin lo estuvieran ahorcando. Cerró los ojos y vio un asesinato. Era capaz de asesinar. Imaginó el asesinato y examinó con suma atención las consecuencias de tal acto. Dispuso de un tiempo considerable para meditar el asesinato, mientras Banks reía y reía.
No, decidió Henry. Un asesinato no.
Cuando abrió los ojos, Banks aún reía y Henry era un hombre transformado. Si aún persistía algo de juventud en él esa mañana, en ese instante quedó expulsada, muerta. Desde ese momento, en su vida lo importante no sería en quién se convertiría, sino qué adquiriría. Nunca sería un caballero. Que así fuera. A la mierda los caballeros. A la mierda todos ellos. Henry sería más rico que cualquier caballero sobre la faz de la tierra, y algún día sería el dueño de todos ellos, de pies a cabeza. Henry aguardó a que Banks dejara de reír, tras lo cual salió de la habitación sin decir una palabra.
De inmediato se adentró en las calles y buscó una prostituta. La sostuvo contra el muro de un callejón y purgó su virginidad a embestidas, hiriendo tanto a la muchacha como a sí mismo, hasta que ella lo maldijo por bruto. Encontró una taberna, bebió dos jarras de ron, golpeó a un desconocido en la barriga, lo arrojaron a la calle y le patearon los riñones. Al final lo había hecho. Todo de lo que se había abstenido durante los últimos ocho años, a fin de convertirse en un respetable caballero, quedó hecho. ¿A que era fácil? Sin placer, claro que sí, pero estaba hecho.
Contrató a un barquero para cruzar el río hasta Richmond. Ya era de noche. Caminó junto a la espantosa casa de sus padres sin detenerse. No volvería a ver a sus padres, ni lo deseaba. Entró a hurtadillas en Kew, buscó una pala y excavó todo el dinero que había enterrado allí a los dieciséis años. Bajo tierra lo esperaba una considerable cantidad de plata, mucho más de lo que recordaba.
—Buen muchacho —dijo al ladroncete y acaparador joven de entonces.
Durmió junto al río, con un saco húmedo de monedas como almohada. Al día siguiente, regresó a Londres y se compró un buen conjunto de ropa de suficiente calidad. También supervisó el traslado de toda la colección botánica peruana —semillas, vejigas y muestras de corteza incluidas— del barco procedente de Cádiz a un barco con rumbo a Ámsterdam. Desde el punto de vista legal, la colección entera pertenecía a Kew. Al diablo Kew. Al diablo Kew hasta que sangrase. Que Kew saliese a buscarlo.
Tres días más tarde, partió hacia Holanda, donde vendió la colección, sus ideas y sus servicios a la Compañía Neerlandesa de las Indias Orientales, cuyos administradores, graves y astutos, lo recibieron, conviene decirlo, sin atisbo de risas.