Así pues, Henry no acabó en la horca de Tyburn, ni su padre perdió el puesto en Kew. Los Whittaker fueron milagrosamente indultados y Henry solo acabó en el exilio, enviado al mar, por orden de sir Joseph Banks, a descubrir en qué le convertiría el mundo.
Era 1776 y el capitán Cook estaba a punto de embarcarse en su tercer viaje alrededor del mundo. Banks no iba a formar parte de esta expedición. Sencillamente, no había sido invitado. Tampoco había sido invitado al segundo viaje, lo cual le había humillado. Las extravagancias y la necesidad de atención de Banks habían disgustado al capitán Cook y, qué vergüenza, lo había sustituido. Cook iba a viajar con un botánico más humilde, alguien más fácil de controlar: el señor David Nelson, un jardinero tímido y competente de Kew. Pero Banks deseaba entremeterse como fuese en ese viaje y deseaba aún más mantenerse informado acerca de la colección botánica de Nelson. No le agradaba la idea de una importante labor científica realizada a sus espaldas. Por lo tanto, maniobró para enviar a Henry en la expedición como ayudante de Nelson, con instrucciones de observar todo, aprender todo, recordar todo y, al cabo, informar a Banks de todo. ¿Qué mejor uso de Henry Whittaker que colocarlo como informador?
Por otra parte, exiliar a Henry en la mar era una buena estrategia para mantener al muchacho lejos de los jardines Kew durante unos años, a una distancia prudente, a fin de determinar exactamente en qué tipo de persona se convertiría. Tres años en un barco serían más que suficientes para que brotase el verdadero carácter del muchacho. Si acababan ahorcando a Henry del penol por ladrón, asesino o amotinado…, bueno, eso sería problema de Cook, no de Banks, ¿a que sí? Por otra parte, el muchacho quizás demostrase su valía, en cuyo caso Banks contaría con él para el futuro, una vez que la expedición lo hubiese amansado.
Banks presentó a Henry al señor Nelson así:
—Nelson, quisiera que conozca usted a su nueva mano derecha, el señor Henry Whittaker, de los Whittaker de Richmond. Es un pilluelo muy útil y confío en que usted descubra que, cuando se trata de plantas, ya lo sabía todo desde antes de nacer.
Más tarde, en privado, Banks impartió algunos consejos finales a Henry antes de enviarlo al mar:
—Cada día que estés a bordo, hijo, defiende tu salud con ejercicio vigoroso. Escucha al señor Nelson: es aburrido, pero sabe más de plantas de lo que aprenderás tú en toda la vida. Estarás a merced de viejos marinos, pero nunca te quejes de ellos o las cosas te irán muy mal. Mantente alejado de las putas, a menos que desees contraer el mal francés. Va a haber dos barcos, pero irás a bordo del Resolution, con Cook en persona. Nunca te cruces en su camino. Nunca le dirijas la palabra. Y, si hablas con él, lo cual no debes hacer nunca, en ningún caso le hables del modo que me has hablado a mí a veces. No le resultará tan entretenido como a mí. No nos parecemos en nada, Cook y yo. Ese hombre es un perfecto dragón del protocolo. Hazte invisible para él, y así serás más feliz. Por último, debo decirte que, a bordo del Resolution, al igual que en todas las embarcaciones de su majestad, te encontrarás en medio de un extraño conciliábulo de granujas y caballeros. Sé inteligente, Henry: sigue el ejemplo de los caballeros.
El semblante intencionadamente inexpresivo de Henry era indescifrable para todo el mundo, así que Banks no percibió el sorprendente efecto de esta última frase. A oídos de Henry, Banks acababa de sugerir algo extraordinario: la posibilidad de que Henry, algún día, se convirtiese en un caballero. Más que como una posibilidad, incluso, casi había sonado como una orden, y una orden muy bienvenida: «Aventúrate en el mundo, Henry, y aprende a ser un caballero». Y, durante esos años duros y solitarios que Henry iba a pasar en el mar, quizás esta despreocupada declaración de Banks no hizo sino crecer en su mente. Quizás no hizo sino pensar en ella. Quizás, con el tiempo, Henry Whittaker, ese muchacho ambicioso y esforzado, dominado por el instinto de triunfar, llegó a recordar esas palabras como si se tratasen de una promesa.
***
Henry zarpó de Inglaterra en agosto de 1776. Los objetivos declarados de la tercera expedición de Cook eran dos. El primero era navegar a Tahití, para devolver la mascota de sir Joseph Banks (el hombre llamado Omai) a su patria. Omai se había cansado de la vida cortesana y anhelaba regresar a casa. Se había vuelto huraño, gordo y difícil, de modo que Banks se cansó de su mascota. La segunda tarea consistía en navegar hacia el norte, hasta la costa del Pacífico del continente americano, en busca del paso del Noroeste.
Las dificultades de Henry comenzaron al instante. Se alojaba bajo cubierta, junto al gallinero y los barriles. Las aves de corral y las cabras alborotaban a su alrededor, pero él no se quejó. Fue acosado, despreciado, golpeado por adultos de manos curtidas por la sal y muñecas como yunques. Los viejos marinos se burlaban de él por ser una anguila de agua dulce que no sabía nada de los escollos de viajar por mar. En todas las expediciones había hombres que morían, aseguraban, y Henry sería el primero en morir.
Lo subestimaron.
Henry era el más joven, pero no, como se demostró pronto, el más débil. No era una vida mucho más incómoda que la única que había conocido. Aprendió todo lo que necesitaba aprender. Aprendió a secar y preparar las plantas del señor Nelson para el historial científico, a pintar ejemplares al aire libre (ahuyentando a las moscas que se posaban en los pigmentos incluso mientras los mezclaba), pero también aprendió a ser útil en el barco. Tuvo que frotar cada grieta del Resolution con vinagre y se vio obligado a quitar los bichos de la cama de los viejos marinos. Ayudó al carnicero del barco a salar y embarrilar cerdos, y aprendió a manejar la máquina de destilar agua. Aprendió a tragarse el vómito, en lugar de revelar sus mareos para regocijo de todos. Soportó las tempestades sin mostrar miedo a los cielos o a ningún hombre. Comió tiburones y también los peces medio descompuestos que había en el vientre de estos. Vio a un hombre mayor, un marino experimentado, caer por la borda y ahogarse, y otros hombres murieron de infecciones, pero no Henry.
Atracó en Madeira, en Tenerife, en la bahía de la Mesa. Ahí, en Ciudad del Cabo, se encontró por primera vez con representantes de la Compañía Neerlandesa de las Indias Orientales, quienes le impresionaron por su sobriedad, competencia y riquezas. Vio a los marinos perder todas sus ganancias en las mesas de juego. Vio a la gente pedir préstamos a los holandeses, quienes daban la impresión de no apostar nunca. Henry no apostó tampoco. Vio cómo a un compañero marino, un aspirante a falsificador, lo descubrían haciendo trampas y lo azotaban como castigo hasta perder el conocimiento…, por orden del capitán Cook. Él no mereció castigo alguno. Al cruzar el cabo de Buena Esperanza en medio del hielo y la ventisca, Henry tiritó por la noche bajo una fina manta, con las mandíbulas entrechocando con tal fuerza que se rompió un diente, pero no se quejó. Celebró la Navidad en una isla de un frío atroz entre lobos marinos y pingüinos.
Desembarcó en Tasmania y vio nativos desnudos… o, como los llamaban los británicos (al igual que a todas las personas de cutis cobrizo), «indios». Vio al capitán Cook dar medallas a los indios como recuerdo, con grabados de Jorge III y la fecha de la expedición, para celebrar este encuentro histórico. Vio a los indios clavar de inmediato las medallas en los anzuelos y las puntas de las lanzas. Perdió otro diente. Vio que los marinos ingleses no creían que la vida de los indios salvajes tuviese importancia alguna, mientras Cook trataba en vano de enseñarles lo contrario. Vio a los marinos forzar a las mujeres que no lograban persuadir, persuadir a las mujeres que no podían pagarse y comprar hijas a sus padres, si los marinos disponían de hierro para cambiar por carne. Evitó a todas las mujeres.
Pasó largos días a bordo del barco, ayudando al señor Nelson a dibujar, describir y clasificar sus colecciones botánicas. No albergaba afecto por el señor Nelson, pero deseaba aprender todo lo que este sabía.
Desembarcó en Nueva Zelanda, que le pareció una copia exacta de Inglaterra, salvo por las jóvenes tatuadas que se podían comprar por un puñado de monedas. No compró ninguna joven. Vio que sus compañeros marinos, en Nueva Zelanda, compraban dos hermanos entusiastas y enérgicos (de diez y quince años) a su padre. Los niños se incorporaron a la expedición como ayudantes. Querían venir, aseguraban. Pero Henry sabía que los niños no tenían ni idea de lo que significaba dejar a su gente. Se llamaban Tibura y Gowah. Trataron de entablar amistad con Henry, pues era el más cercano a su edad, pero él no les hizo caso. Eran esclavos y estaban condenados. No deseaba relacionarse con los condenados. Vio a los niños neozelandeses comer perros crudos y añorar su hogar. Sabía que acabarían muriendo.
Partió a las verdes, turgentes, perfumadas tierras de Tahití. Vio que cuando el capitán Cook volvió a Tahití le dieron la bienvenida como si fuera un gran rey, un gran amigo. El Resolution fue recibido por un enjambre de indios, que nadaron hacia el barco y llamaron a gritos a Cook. Henry vio que Omai (el nativo que llegó a conocer al rey Jorge III) fue acogido primero como un héroe y luego, poco a poco, como un forastero de quien recelaban. Vio que ahora Omai no pertenecía a ninguna parte. Vio a los tahitianos bailar al compás de cuernos y gaitas ingleses, mientras que el señor Nelson, su rancio maestro botánico, se emborrachó una noche y se desnudó hasta la cintura y bailó con los tambores tahitianos. Henry no bailó. Vio al capitán Cook ordenar al barbero del barco que amputase las dos orejas a un nativo por haber robado dos veces hierro de la forja del Resolution. Vio a uno de los jefes tahitianos tratar de robar un gato a los ingleses y recibir un latigazo en la cara.
Vio al capitán Cook prender fuegos artificiales en la bahía de Matavai para impresionar a los nativos, pero solo los asustó. En una noche más tranquila, vio el millón de luces del cielo sobre Tahití. Bebió de cocos. Comió perros y ratas. Vio templos de piedra, cubiertos de cráneos humanos. Subió las traicioneras avenidas de los acantilados, junto a las cascadas, para recolectar muestras de helechos para el señor Nelson, incapaz de escalar. Vio al capitán Cook luchar para mantener el orden y la disciplina de sus subordinados, si bien el libertinaje reinaba. Todos los marineros y oficiales se habían enamorado de tahitianas y de cada una de ellas se decía que conocía un acto amoroso secreto y especial. Los hombres no querían irse de la isla. Henry se mantuvo alejado de las mujeres. Eran hermosas, sus pechos eran hermosos, su cabello era hermoso, su aroma era extraordinario y habitaban sus sueños…, pero casi todas padecían el mal francés. Resistió cientos de fragantes tentaciones. Lo ridiculizaron por ello. Las resistió, no obstante. Planeaba algo grandioso para sí mismo. Se concentró en la botánica. Recolectó gardenias, orquídeas, jazmines, árboles del pan.
Continuaron navegando. Vio que a un nativo en las islas Amigables le cortaban el brazo por el codo, por orden del capitán Cook, por haber robado un hacha del Resolution. Recogía ejemplares con el señor Nelson en esas islas cuando los nativos les tendieron una emboscada; los despojaron de la ropa y (mucho peor) de las muestras botánicas y los cuadernos. Quemados por el sol, desnudos y sobrecogidos, regresaron al barco, pero ni siquiera entonces Henry se quejó.
Con atención, observó a los caballeros a bordo, para fijarse en su comportamiento. Imitó su forma de hablar. Practicó su dicción. Mejoró sus modales. Una vez oyó a un oficial decir a otro: «A pesar de lo artificial que ha sido siempre la aristocracia, aún constituye la mejor defensa contra la muchedumbre analfabeta e irreflexiva». Vio que los oficiales impartían honores una y otra vez a cualquier nativo que se asemejase a un noble (o, al menos, que se asemejase un poco a la idea de nobleza de un inglés). En todas las islas que visitaron, los oficiales del Resolution destacaban a un hombre cualquiera de piel morena que lucía ornamentos más elegantes, o que llevaba más tatuajes, o que portaba una lanza más grande, o que tenía más esposas, o que era llevado en una litera por otros hombres, o que (ante la falta de esos lujos) era, simplemente, más alto que los demás. Los ingleses trataban a esa persona con respeto. Este sería el hombre con quien negociarían, y a quien cubrirían de regalos, y a quien, a veces, proclamarían «el rey». Concluyó que, fuesen donde fuesen, los caballeros ingleses siempre iban en busca de un rey.
Henry cazó tortugas y comió delfines. Fue comido por hormigas negras. Continuó navegando. Vio indios diminutos con conchas enormes en los oídos. Vio una tormenta en los trópicos que tiñó el cielo de un verde enfermizo, lo único que asustó visiblemente a los viejos marinos. Vio montañas ardientes llamadas volcanes. Navegaron hacia el norte. Volvió a hacer frío de nuevo. Comió ratas de nuevo. Desembarcaron en la costa occidental de América del Norte. Comió venado y renos. Vio a personas vestidas con pieles que comerciaban con cuero de castor. Vio cómo la cadena del ancla se enganchaba a la pierna de un marino de modo que fue arrastrado al mar y murió.
Navegaron más lejos, aún hacia el norte. Vio casas hechas con costillas de ballena. Compró la piel de un lobo. Recolectó prímulas, violetas, grosellas y enebro con el señor Nelson. Vio indios que vivían en agujeros en el suelo y que escondían a sus mujeres de los ingleses. Comió cerdo en salazón relleno de gusanos. Perdió otro diente. Llegó al estrecho de Bering y oyó bestias aullando en la noche del Ártico. Todas sus posesiones secas se empaparon y, poco después, se helaron. Vio cómo le crecía la barba. A pesar de ser tan rala, colgaban carámbanos de ella. La cena se congeló en el plato antes de poder comerla. No se quejó. No quería que le dijesen a sir Joseph Banks que en algún momento se había quejado. Cambió su piel de lobo por un par de raquetas para la nieve. Vio morir al señor Anderson, el cirujano del barco, sepultado en el mar ante el panorama más desolado que un hombre pudiera imaginar: un mundo helado de noches perpetuas. Vio a los marinos lanzar cañonazos a los leones de mar de la costa, por diversión, hasta que no quedó ni un animal vivo en la playa.
Vio la tierra que los rusos llamaban Elaskah. Ayudó a hacer cerveza de abeto, que los marinos odiaban, pero no tenían nada más que beber. Vio indios que habitaban en antros tan incómodos como las madrigueras de los animales que cazaban y comían, y conoció rusos, encallados en una estación ballenera. Escuchó al capitán Cook comentar, acerca del oficial ruso al mando (un hombre rubio, alto y apuesto): «Evidentemente, es un caballero de buena familia». En todas partes, al parecer, incluso en esta tundra inhóspita, era importante ser un caballero de buena familia. En agosto, el capitán Cook se dio por vencido. Era incapaz de encontrar el paso del Noroeste, y el Resolution estaba bloqueado por catedrales de hielo. Cambiaron de rumbo y se dirigieron al sur.
Apenas se detuvieron hasta llegar a Hawai. No deberían haber ido a Hawai. Habrían estado más seguros muriendo de hambre en el hielo. Los reyes de Hawai estaban enojados y los aborígenes eran ladrones y se mostraban agresivos. Los hawaianos no eran tahitianos (no eran amigos amables) y, además, eran millares. Pero el capitán Cook necesitaba agua fresca, y tuvo que permanecer en el puerto hasta abastecer las bodegas de nuevo. Hubo muchos robos por parte de los indios y muchos castigos por parte de los ingleses. Hubo disparos, hubo indios heridos, hubo jefes consternados, hubo intercambios de amenazas. Algunos hombres afirmaron que el capitán Cook estaba perdiendo los estribos, que se volvía cada vez más brutal, dominado por rabietas más teatrales y una furia más rabiosa tras cada robo. Aun así, los indios siguieron robando. No podían permitirlo. Sacaban los clavos del mismo barco. Robaron barcas, y armas también. Hubo más disparos y hubo más indios muertos. Henry no durmió durante días, avizor. Nadie dormía.
El capitán Cook bajó a tierra, en busca de una audiencia con los jefes, para apaciguarlos, pero lo recibieron cientos de hawaianos furiosos. En apenas un momento, el gentío se convirtió en una turba. Henry vio cómo mataban al capitán Cook, cuyo pecho perforó la lanza de un nativo, cuya cabeza fue aporreada y cuya sangre se mezcló con las olas. En un instante, el gran navegante dejó de existir. Su cuerpo fue arrastrado por los nativos. Esa misma noche, más tarde, como afrenta final, un indio en canoa arrojó un trozo del muslo del capitán Cook a bordo del Resolution.
Henry vio a los marinos ingleses quemar el poblado entero como castigo. A duras penas contuvieron a los marinos ingleses para que no mataran a todos los hombres, mujeres y niños indios de la isla. Las cabezas de dos indios fueron cortadas y clavadas en estacas…, y habría más, prometieron los marinos, hasta que devolvieran el cadáver del capitán Cook para darle una sepultura decente. Al día siguiente, el resto del cadáver de Cook llegó al Resolution, sin vértebras y sin pies, que no se recuperaron nunca. Henry vio cómo los restos de su comandante recibían sepultura en el mar. El capitán Cook nunca dirigió la palabra a Henry, y este, que acató el consejo de Banks, se apartó del camino de Cook. Pero ahora Henry Whittaker estaba vivo, y el capitán Cook no.
Pensó que tal vez volverían a Inglaterra tras este desastre, pero no fue así. Un tal señor Clark tomó el mando. Su misión no había cambiado: volver a intentar hallar el paso del Noroeste. Cuando volvió el verano, navegaron hacia el norte una vez más, hacia ese frío espantoso. Henry recibió andanadas de ceniza y piedra pómez procedentes de un volcán. Hacía tiempo que se habían comido todas las verduras frescas y bebían agua salobre. Los tiburones seguían al barco, para comerse los baldes de las letrinas. Henry y el señor Nelson registraron once nuevas especies de pato polar, de las cuales comieron nueve. Vio a un oso blanco gigantesco pasar nadando junto al barco, con aire amenazante y perezoso. Vio a los indios atarse a sí mismos a pequeñas canoas cubiertas de pieles y navegar por las aguas como si ellos y sus embarcaciones fueran un solo animal. Vio a indios correr por el hielo, arrastrados por perros. Vio al sustituto del capitán Cook (el capitán Clark) morir a los treinta y ocho años y recibir sepultura en el mar.
Ahora Henry había sobrevivido a dos capitanes ingleses.
Una vez más, renunciaron al paso del Noroeste. Navegaron hacia Macao. Vio flotas de juncos chinos, y de nuevo se encontró con representantes de la Compañía Neerlandesa de las Indias Orientales, que parecían estar en todas partes, con esas prendas sencillas de color negro y esos zuecos humildes. Tuvo la impresión de que, en cualquier parte del mundo, alguien le debía dinero a un holandés. En China, Henry se enteró de una guerra con Francia y de una revolución en Estados Unidos. Fue la primera vez que oyó hablar de ello. En Manila, vio un galeón español que, según se decía, estaba cargado con un tesoro de plata de dos millones de libras. Cambió sus raquetas de nieve por una chaqueta naval española. Cayó enfermo por la gripe (como todos ellos), pero sobrevivió. Llegó a Sumatra, y luego a Java, donde, una vez más, vio a los holandeses ganar dinero. Tomó nota de ello.
Rodearon el cabo por última vez y se dirigieron de vuelta a Inglaterra. El 6 de octubre de 1780 se encontraban a salvo en Deptford. Henry había pasado cuatro años, tres meses y dos días en el mar. Ya era un joven de veinte años. Durante todo el viaje, había tenido una conducta caballerosa. Esperaba y deseaba que se mencionase. Asimismo, había sido un ferviente observador y coleccionista de plantas, tal como se le había pedido, y estaba preparado para presentar su informe a sir Joseph Banks.
El barco partió, recibió su salario, buscó pasaje a Londres. La ciudad era un horror nauseabundo. El año 1780 había sido horrible para Gran Bretaña —turbamultas, violencia, fanatismo antipapista, la mansión del señor Manfield quemada, las mangas del arzobispo de York arrancadas y arrojadas a su cara en plena calle, las cárceles abiertas, la ley marcial—, pero Henry no sabía nada de todo ello, y tampoco le importaba. Caminó al número 32 de Soho Square, directamente al domicilio particular de Banks. Henry llamó a la puerta, anunció su nombre y aguardó, dispuesto a recibir su recompensa.
***
Banks lo envió a Perú.
Esa sería la recompensa de Henry.
Banks se quedó estupefacto cuando vio a Henry Whittaker ante su puerta. A lo largo de los últimos años, casi se había olvidado del muchacho, si bien era demasiado inteligente y educado como para manifestarlo. Banks atesoraba una asombrosa cantidad de información, así como una enorme responsabilidad. No solo coordinaba la expansión de los jardines Kew, sino que también supervisaba y financiaba innumerables expediciones botánicas por todo el mundo. Durante la década de 1780 difícilmente atracaba un buque en Londres que no llevara una planta, una semilla, un bulbo o un esqueje para sir Joseph Banks. Además, ocupaba un lugar en la sociedad ilustrada y metía mano en todos los nuevos avances científicos en Europa, desde la química hasta la astronomía, pasando por la cría de ovejas. En pocas palabras, sir Joseph Banks era un caballero ocupadísimo que no había pensado en Henry Whittaker durante los últimos cuatro años tanto como este había pensado en él.
No obstante, al recordar al hijo del hortelano, consintió que Henry entrara en su estudio y le ofreció una copa de oporto, que Henry rechazó. Pidió al muchacho que le contase todo sobre el viaje. Por supuesto, Banks sabía que el Resolution había llegado sano y salvo a Inglaterra, y había recibido las cartas del señor Nelson, pero Henry era la primera persona que Banks veía procedente del barco, y por lo tanto le dio la bienvenida (tras recordar de quién se trataba) con una curiosidad penetrante. Henry habló durante casi dos horas, desgranando detalles tanto botánicos como personales. Habló con más libertad que delicadeza, cabría decir, por lo cual su crónica fue un tesoro. Al final de la narración, Banks se encontró informado de la forma más deliciosa. No había nada que Banks disfrutase más que saber cosas que otras personas ignoraban que sabía, y de esta forma —mucho antes de disponer de los registros oficiales y políticamente embellecidos del Resolution— ya sabía todo lo que había ocurrido en la tercera expedición de Cook.
Mientras Henry hablaba, Banks se sintió cada vez más impresionado. Banks percibió que Henry había dedicado los últimos años no tanto a estudiar botánica como a conquistarla, y que tenía el potencial de convertirse en un cultivador de primera magnitud. Banks comprendió que tenía que hacerse con este muchacho antes de que alguien se lo afanara. El propio Banks era un afanador compulsivo. A menudo recurría a su dinero y su encanto para embaucar a jóvenes prometedores de otras instituciones y expediciones, y ponerlos al servicio de Kew. Naturalmente, había perdido a algunos jóvenes a lo largo de los años, tentados por puestos seguros y lucrativos al frente de jardines de fincas ricas. Banks no iba a perder a este, decidió.
Henry tal vez fuese un maleducado, pero a Banks no le molestaban los maleducados con tal de que fuesen competentes. Gran Bretaña producía más naturalistas que linaza, pero la mayoría eran brutos y diletantes. Mientras tanto, Banks ansiaba nuevas plantas. Con mucho gusto habría embarcado él mismo en una expedición, pero ya tenía casi cincuenta años y padecía gota. Estaba hinchado y dolorido, atrapado la mayor parte del día en el sillón del escritorio. Por lo cual necesitaba enviar coleccionistas en su lugar. Encontrarlos no era una tarea tan sencilla como podría parecer. No había tantos jóvenes sanos como sería deseable; jóvenes dispuestos a ganar una miseria para morir de fiebres en Madagascar, naufragar frente a las Azores, ser asaltados por bandidos en la India o hechos prisioneros en Granada, o simplemente para desaparecer para siempre en Ceilán.
El truco consistía en que Henry sintiese que ya estaba destinado a trabajar para Banks, y no conceder al muchacho tiempo para reflexionar, para que alguien le advirtiese, para enamorarse de alguna joven descarada o para hacer sus propios planes de futuro. Banks necesitaba convencer a Henry de que el futuro estaba escrito, y que su futuro ya pertenecía a Kew. Henry era un joven seguro de sí mismo, pero Banks sabía que su riqueza, poder y fama le otorgaban una ventaja; de hecho, a veces le hacían parecer la mano de la providencia divina. El truco consistía en emplear esa mano impasible y rápidamente.
—Buen trabajo —dijo Banks cuando Henry terminó de contar sus historias—. Has obrado bien. La semana que viene te voy a enviar a los Andes.
Henry tuvo que pensar un momento. ¿Qué eran los Andes? ¿Islas? ¿Montañas? ¿Un país? ¿Como Holanda?
Pero Banks seguía hablando, como si todo estuviera decidido.
—Voy a financiar una expedición botánica al Perú, y sale el miércoles próximo. El señor Ross Niven estará al mando. Es un viejo y duro escocés; tal vez demasiado viejo, si me permites la franqueza, pero nunca conocerás a alguien más resistente. Conoce los árboles como la palma de su mano, y me atrevo a decir que conoce América del Sur de la misma forma. Prefiero un escocés a un inglés para este tipo de trabajo, ¿sabes? Son más fríos y constantes, más dispuestos a perseguir su objetivo con ardor incansable, que es lo que uno desea al frente de una expedición. Tu salario, Henry, es de cuarenta libras al año, y si bien no es un salario con el que un joven pueda engordar, es un puesto honorable, que conlleva la gratitud del Imperio británico. Como todavía estás soltero, estoy seguro de que te las arreglarás. Cuanto más austero seas ahora, Henry, más rico serás algún día. —Henry parecía a punto de formular una pregunta, así que Banks se apresuró—: Imagino que no hablas español, ¿verdad? —preguntó en tono contrariado. Henry negó con la cabeza. Banks suspiró, con una decepción exagerada—. Bueno, ya aprenderás, supongo. Aun así, te permito ir en la expedición. Niven ya habla ese idioma, aunque con unas erres muy cómicas. De algún modo te arreglarás con el gobierno español de allí. Son muy protectores con Perú, ya sabes, y son un fastidio…, pero es de ellos, supongo. Aunque Dios sabe cuánto me gustaría saquear todas esas selvas, si se presentase la oportunidad. Detesto a los españoles, Henry. Odio la mano muerta de la burocracia española que obstaculiza y corrompe todo lo que encuentra. Y su iglesia es espantosa. ¿Te lo puedes imaginar? Los jesuitas aún creen que los cuatro ríos de los Andes son los mismos cuatro ríos del paraíso que menciona el Génesis. ¡Piénsalo, Henry! ¡Confundir el Orinoco con el Tigris!
Henry no tenía ni idea de qué hablaba aquel hombre, pero guardó silencio. En los últimos cuatro años había aprendido a hablar solo cuando sabía de qué hablaba. Por otra parte, había comprendido que el silencio a veces ayuda al oyente a sentirse inteligente. Por último, se distrajo, pues aún oía el eco de estas palabras: «Más rico serás algún día».
Banks tocó una campanilla y un sirviente pálido e inexpresivo entró en la habitación, se sentó y sacó papel para escribir. Banks, sin dirigir otra palabra al muchacho, dictó:
—Sir Joseph Banks, habiendo tenido el placer de recomendarles a los señores comisarios del jardín botánico de su majestad en Kew, etcétera, etcétera. Me ha sido encomendado por su señoría que le informe de que ha tenido el placer de nombrar a Henry Whittaker como recolector de plantas para los jardines de su majestad, etcétera, etcétera. Como recompensa, remuneración y subsistencia, salario y gastos consiguientes, se le concede un sueldo de cuarenta libras al año, etcétera, etcétera, etcétera.
Más tarde, Henry pensaría que eran demasiados etcéteras para cuarenta libras al año, pero ¿qué otro futuro tenía? Hubo un florido rasgueo de plumas, tras lo cual Banks ondeó la carta en el aire perezosamente, para que se secara, y dijo:
—Tu objetivo, Henry, es el quino. Tal vez hayas oído llamarlo «el árbol de la fiebre». De él se obtiene la corteza de los jesuitas. Aprende todo lo que puedas sobre él. Es un árbol fascinante y me gustaría estudiarlo en profundidad. No hagas enemigos, Henry. Protégete de los ladrones, los idiotas y los malhechores. Toma muchísimas notas y no te olvides de informarme de en qué tipo de suelo encuentras tus muestras (arenoso, arcilloso, cenagoso) para tratar de cultivarlas aquí, en Kew. Sé prudente con el dinero. ¡Piensa como un escocés, muchacho! Cuanto menos derroches ahora, más podrás derrochar en el futuro, cuando hayas acumulado una fortuna. No te dejes tentar por la embriaguez, la ociosidad, las mujeres y la melancolía; ya podrás disfrutar de todos esos placeres más adelante, cuando seas un anciano inútil como yo. Presta atención. Es mejor que nadie sepa que eres botánico. Protege tus plantas de cabras, perros, gatos, palomas, aves de corral, insectos, hongos, marineros, agua salada…
Henry escuchaba con media oreja.
Iba a ir a Perú.
El próximo miércoles.
Era un botánico, en una misión del rey de Inglaterra.