Durante sus primeros cinco años de vida, Alma Whittaker fue sin duda una mera pasajera en el mundo (al igual que todo el mundo a esa edad temprana), por lo cual su historia no era aún noble ni especialmente interesante, salvo el hecho de que esta niña poco agraciada pasara sus días sin enfermedad ni incidentes, rodeada de una riqueza casi impensable en los Estados Unidos de la época, ni siquiera en la elegante Filadelfia. Cómo su padre llegó a poseer semejantes riquezas es una historia digna de contarse aquí, mientras aguardamos a que la niña crezca y despierte nuestro interés de nuevo. Al fin y al cabo, en 1800 no era más común que en otras épocas que un hombre nacido en la pobreza y casi analfabeto llegase a ser el más rico habitante de su ciudad, de modo que los medios por los cuales Henry Whittaker prosperó son en verdad interesantes, aunque carezcan, tal vez, de nobleza, como él mismo habría sido el primero en confesar.
Henry Whittaker nació en 1760 en la aldea de Richmond, un poco más allá del río Támesis de Londres. Fue el hijo más joven de unos padres pobres que ya tenían demasiados hijos. Creció en dos pequeñas habitaciones de suelo de tierra pisoteada, de techo casi aceptable, de comida en el fogón casi todos los días, de madre que no bebía y de padre que no maltrataba a su familia; en otras palabras, en comparación con muchas familias de entonces, la suya era una existencia casi refinada. Su madre disponía incluso de un rincón de tierra detrás de la casa donde cultivaba espuelas de caballero y altramuces, para decorar el entorno, como una dama. Pero Henry no se dejaba engañar por espuelas de caballero ni altramuces. Creció durmiendo separado de los cerdos apenas por una pared, y no hubo un solo momento de su vida en que la pobreza no lo humillase.
Quizá a Henry le habría ofendido menos su destino de no haberse visto rodeado de una riqueza con la cual comparar sus precarias circunstancias…, pero el muchacho creció rodeado no solo de fortunas, sino de realeza. Había un palacio en Richmond y había un parque recreativo llamado Kew, cultivado con destreza por la princesa Augusta, quien había traído consigo desde Alemania un séquito de jardineros dispuestos a crear un paisaje falso y majestuoso en esos humildes pastos ingleses. Su hijo, el futuro rey Jorge III, pasó ahí los veranos de su infancia. Cuando llegó al trono, Jorge III aspiró a convertir Kew en un jardín botánico digno de sus rivales del continente. Los ingleses, aislados en su isla fría y húmeda, se encontraban muy a la zaga del resto de Europa en cuanto a la botánica y Jorge III deseaba ponerse al día.
El padre de Henry era hortelano en Kew: un hombre humilde respetado por sus señores, tanto como era posible respetar a un humilde hortelano. El señor Whittaker tenía un don con los árboles frutales, y los tenía en alta estima. («Compensan a la tierra por las molestias —solía decir—, no como los otros»). Una vez salvó el manzano favorito del rey trasplantando un esqueje del alicaído ejemplar en un patrón más robusto, que selló con arcilla. El árbol dio fruto ese mismo año, y no tardó en producir fanegas. Por este milagro, el mismísimo rey apodó al señor Whittaker «el Mago del Manzano».
El Mago del Manzano, a pesar de todo su talento, era un hombre sencillo, con una esposa tímida, pero tuvieron seis hijos rudos y violentos (entre ellos, el Terror de Richmond y otros dos que acabarían muertos en trifulcas tabernarias). Henry, el más joven, era, en cierto modo, el más rudo de todos ellos, y quizás lo fuera por necesidad, para sobrevivir frente a sus hermanos. Era obstinado y resistente como un pequeño galgo, un pilluelo delgaducho y explosivo que recibía estoicamente y sin falta las palizas de sus hermanos; su temeridad a menudo era puesta a prueba por los demás, que gustaban de desafiarlo. Incluso lejos de sus hermanos, Henry era un experimentador peligroso, un provocador clandestino de incendios, un hostigador de amas de casa que correteaba por los tejados, una amenaza para los niños pequeños, un muchacho que no habría sorprendido a nadie si se hubiese caído de un campanario o se hubiese ahogado en el Támesis, aunque por pura casualidad nada de eso llegó a ocurrir.
Sin embargo, a diferencia de sus hermanos, Henry contaba con una cualidad redentora. Dos, para ser exactos: era inteligente y le interesaban los árboles. Habría sido una exageración afirmar que Henry veneraba los árboles, como le ocurría a su padre, pero le interesaban porque era de lo poco que podía aprender con facilidad en ese mundo precario, y la experiencia ya había mostrado a Henry que aprender cosas otorgaba ciertas ventajas sobre otras personas. Si uno quería seguir viviendo (y Henry quería) y quería prosperar (y Henry quería), entonces debía aprender todo lo que pudiese aprender. Latín, caligrafía, tiro con arco, montar a caballo, bailar…, todo ello estaba fuera de su alcance. Pero tenía árboles y tenía a su padre, el Mago del Manzano, que pacientemente se tomó la molestia de instruirlo.
Así que Henry lo aprendió todo acerca de las herramientas del horticultor para trabajar con la tierra y la cera, de los instrumentos de cortar, además de los trucos de los injertos, los hierbajos, la siembra y la poda con buena mano. Aprendió a trasplantar árboles en primavera, si el suelo estaba húmedo y apelmazado, o en otoño, si el suelo estaba suelto y seco. Aprendió a sujetar los albaricoques con una estaca y a cubrirlos para protegerlos del viento, a cultivar cítricos en el invernadero, a ahumar el moho de las grosellas, a amputar las ramas enfermas de las higueras y a identificar cuándo no valía la pena. Aprendió a arrancar la corteza maltrecha de un árbol viejo y a derribarlo, sin sentimentalismos ni remordimientos, con el propósito de reclamarle revivir durante una docena más de estaciones.
Henry aprendió mucho de su padre, aunque le avergonzaba como hombre, pues pensaba que era débil. Si el señor Whittaker realmente era el Mago del Manzano, razonaba Henry, entonces, ¿por qué la admiración del rey no se había transformado en riqueza? Había ricos más estúpidos…, y abundaban. ¿Por qué los Whittaker vivían aún junto a los cerdos cuando ahí al lado se extendían los jardines verdes del palacio y las agradables casas de las damas de honor, donde dormían las sirvientas de la reina bajo sábanas de lino? Henry, tras encaramarse a lo alto de un sofisticado muro, divisó a una dama, ataviada con un vestido color marfil, que adiestraba un inmaculado caballo blanco mientras un sirviente tocaba el violín para regocijo de su señora. Esas personas vivían así ahí mismo, en Richmond, mientras los Whittaker ni siquiera tenían suelo.
Pero el padre de Henry nunca luchó por las cosas buenas de la vida. A lo largo de treinta años había ganado el mismo salario miserable y ni una vez lo había discutido, y nunca se quejó de trabajar al aire libre en ese clima horrendo, durante tanto tiempo que su salud se echó a perder. El padre de Henry había sido siempre muy comedido, en especial al tratar a sus superiores, y para él todos los demás eran sus superiores. El señor Whittaker se esforzaba en no ofender nunca y en no aprovecharse de nada, incluso cuando las ventajas pendían maduras, al alcance de la mano. Le dijo a su hijo: «Henry, no seas osado. Solo puedes degollar a la oveja una vez. Pero, si tienes cuidado, puedes esquilarla todos los años».
Con un padre tan pusilánime y complacido, ¿qué podría esperar Henry de la vida, salvo lo que pudiese arrebatar con sus propias manos? «Un hombre debe lucrarse —empezó a decirse Henry a sí mismo cuando apenas tenía trece años—. Un hombre debe degollar una oveja al día».
Pero ¿dónde encontrar la oveja?
Fue entonces cuando Henry Whittaker comenzó a robar.
***
A mediados de la década de 1770, los jardines Kew se habían convertido en un arca de Noé botánica, con miles de especímenes ya en la colección y nuevos ejemplares que llegaban cada semana: hortensias del Lejano Oriente, magnolias de China, helechos de las Indias Occidentales. Más aún, Kew tenía un nuevo y ambicioso superintendente: sir Joseph Banks, recién llegado de su triunfal viaje alrededor del mundo como botánico jefe en el Endeavour del capitán Cook. Banks, que trabajaba sin recibir sueldo alguno (solo le interesaba la gloria del Imperio británico, decía, a pesar de que hubo quien sugirió que tal vez le interesaba un poquito la gloria de sir Joseph Banks), recolectaba plantas con una pasión furiosa, en su compromiso de crear un espectacular jardín nacional.
¡Oh, sir Joseph Banks! ¡Ese hermoso, putañero, ambicioso y competitivo aventurero! Era todo lo que el padre de Henry no sería nunca. A los veintitrés años, una herencia torrencial de seis mil libras al año había convertido a Banks en uno de los hombres más ricos de Inglaterra. Posiblemente, era también el más apuesto. Banks podría haber dedicado su vida al lujo y al ocio, pero en su lugar aspiró a convertirse en el más audaz de los exploradores botánicos, vocación que asumió sin sacrificar ni un ápice de elegancia o glamur. Banks pagó de su bolsillo una buena parte de la primera expedición del capitán Cook, lo cual le brindó el derecho a llevar en ese pequeño barco dos sirvientes negros, dos sirvientes blancos, un botánico de repuesto, un secretario científico, dos artistas, un dibujante y un par de galgos italianos. Durante esta aventura de dos años, Banks sedujo a reinas tahitianas, bailó desnudo en las playas junto a salvajes y contempló a jóvenes paganas cuyas nalgas eran tatuadas a la luz de la luna. Trajo consigo a Inglaterra a un tahitiano llamado Omai, que habría de ser su mascota, y también trajo cerca de cuatro mil especímenes de plantas, casi la mitad de las cuales eran desconocidas para la ciencia. Sir Joseph Banks era el hombre más famoso y gallardo de Inglaterra, y Henry lo admiraba sin reservas.
Pero, de todos modos, le robó.
Simplemente, la oportunidad se presentó, y era una oportunidad demasiado evidente. En los círculos científicos Banks era conocido no solo como un gran coleccionista botánico, sino también como un gran acaparador. Los caballeros dedicados a la botánica, en aquellos días tan educados, solían compartir sus descubrimientos con generosidad, pero Banks no compartía nada. Profesores, dignatarios y coleccionistas acudían a Kew procedentes de todo el mundo, con la razonable esperanza de obtener semillas y esquejes, así como muestras del rico herbario de Banks, pero este se negaba en redondo.
El joven Henry admiraba al Banks acaparador (él tampoco habría compartido sus tesoros, de poseerlos), pero no tardó en ver una oportunidad en los rostros enojados de esos visitantes frustrados. Los esperaba en las afueras de Kew y los abordaba cuando salían de los jardines, maldiciendo a veces a sir Joseph Banks en francés, alemán, holandés o italiano. Henry se acercaba, les preguntaba qué muestras deseaban y prometía adquirirlas antes de que la semana acabase. Siempre llevaba una tablilla y un lápiz de carpintero; si los hombres no hablaban inglés, Henry les pedía que dibujasen lo que necesitaban. Todos ellos eran excelentes artistas botánicos, de modo que sus necesidades quedaban muy claras. Por la noche, ya tarde, Henry entraba a hurtadillas en los invernaderos, pasaba como una flecha entre los trabajadores que mantenían encendidas las estufas gigantes durante esas noches gélidas y robaba plantas para lucrarse.
Era el muchacho indicado para esa tarea. Se le daba bien identificar las plantas, era un experto en mantener con vida los esquejes, su cara era tan familiar en los jardines que no despertaba sospechas y cubría sus huellas con destreza. Lo mejor de todo: daba la impresión de que no necesitaba dormir. Trabajaba todo el día con su padre en las huertas, tras lo cual robaba durante toda la noche: plantas raras, plantas preciosas, zapatillas de dama, orquídeas tropicales, maravillas carnívoras del Nuevo Mundo. Además, guardaba todos los dibujos de plantas de esos distinguidos señores y los estudiaba hasta memorizar todos los estambres y pétalos de las plantas que el mundo deseaba.
Como todos los buenos ladrones, Henry era escrupuloso respecto a su propia seguridad. No confió a nadie su secreto y enterraba sus ganancias en varios escondites en los jardines Kew. No gastó ni un penique. Dejó que la plata reposase bajo la tierra, como una raíz vigorosa. Quería que la plata se acumulase, hasta brotar con una acometida, para otorgarle el derecho a convertirse en un hombre rico.
Al cabo de un año Henry contaba con varios clientes habituales. Uno de ellos, un anciano cultivador de orquídeas del Jardín Botánico de París, ofreció al muchacho quizás el primer cumplido agradable de su vida: «Eres un pilluelo muy útil, ¿no es así?». Al cabo de dos años, Henry administraba un próspero comercio vendiendo plantas no solo a botánicos serios, sino a un círculo de ricos nobles londinenses que deseaban ejemplares exóticos para sus colecciones. Al cabo de tres años, enviaba clandestinamente muestras de plantas a Francia e Italia, embalando con destreza los esquejes en musgo y cera para que sobreviviesen el viaje.
Al final del tercer año, Henry Whittaker fue descubierto… por su propio padre.
El señor Whittaker, que solía dormir profundamente, notó que su hijo salía de casa pasada la medianoche y, abatido por las sospechas instintivas de un padre, siguió al muchacho al invernadero y vio cómo seleccionaba, cómo robaba, cómo embalaba con mano experta. Reconoció de inmediato la prudencia característica con la que actúa un ladrón.
El padre de Henry no había pegado nunca a sus hijos, ni siquiera cuando lo merecían (y lo merecían con frecuencia), y no pegó a Henry esa noche. Tampoco se encaró con él. Henry ni siquiera supo que había sido descubierto. No, el señor Whittaker hizo algo mucho peor. A primera hora de la mañana siguiente, solicitó una audiencia personal con sir Joseph Banks. No era un hecho frecuente que un pobre diablo como Whittaker rogase hablar con un caballero como Banks, pero el padre de Henry se había ganado cierto respeto en Kew a lo largo de treinta años de trabajo incansable para justificar semejante intromisión, solo por esta vez. Era un hombre pobre y viejo, sin duda, pero también era el Mago del Manzano, el salvador del árbol favorito del rey, y ese título le otorgó el derecho a ser recibido.
El señor Whittaker se acercó a Banks casi de rodillas, la cabeza gacha, penitente como un santo. Confesó la historia humillante de su hijo, aderezada con la sospecha de que Henry probablemente había robado durante años. Presentó la dimisión de su puesto en Kew como castigo, con tal de que no detuviesen ni hiciesen daño al muchacho. El Mago del Manzano prometió llevar a su familia lejos de Richmond, de modo que el apellido Whittaker no volviese a mancillar ni a Kew ni a Banks nunca más.
Banks, impresionado por el exacerbado sentido del honor del hortelano, rechazó la dimisión y requirió al joven Henry en persona. Una vez más, se trataba de un hecho inusual. Si era extraño que sir Joseph Banks recibiese a un cultivador analfabeto en su despacho, era aún muchísimo más extraño que recibiese a un ladronzuelo de dieciséis años hijo de un cultivador analfabeto. Probablemente, debería haber ordenado que detuviesen al niño, sin más. Pero el robo era un delito castigado con la horca, niños mucho más jóvenes que Henry habían acabado en el patíbulo…, y por infracciones mucho menos graves. Si bien el ataque a su colección era irritante, Banks sentía la suficiente simpatía por el padre como para investigar el problema en persona antes de llamar al alguacil.
El problema, cuando se presentó en el estudio de sir Joseph Banks, resultó ser un joven larguirucho, pelirrojo, de escasas palabras, de mirada borrosa, de hombros anchos, de pecho hundido, con la piel pálida y ya curtida por estar expuesta con demasiada frecuencia al viento, la lluvia y el sol. El muchacho, malnutrido pero alto, tenía unas manos enormes; Banks pensó que se convertiría en un hombre corpulento algún día, si conseguía comer bien.
Henry no sabía exactamente por qué lo habían llamado al estudio de Banks, pero era lo bastante avispado como para sospechar lo peor y se sentía muy inquieto. Solo por pura obstinación fue capaz de entrar en el despacho de Banks sin temblar de modo evidente.
Por Dios, a pesar de todo, ¡qué estudio tan hermoso! Y qué espléndidamente vestía Joseph Banks, con su peluca reluciente y el traje de terciopelo negro, las hebillas de los zapatos lustradas y las medias blancas. En cuanto pasó por la puerta, Henry calculó el precio del delicado escritorio de caoba, contempló codicioso la excelente colección de cajas apiladas en cada estante y admiró el apuesto retrato del capitán Cook que colgaba en la pared. Madre de perros muertos, ¡solo el marco de ese retrato costaría noventa libras!
A diferencia de su padre, Henry no se inclinó en presencia de Banks, sino que se irguió ante el gran hombre y lo miró a los ojos. Banks, sentado, consintió que Henry permaneciese en silencio, tal vez a la espera de una confesión o una súplica. Pero Henry no confesó ni suplicó, ni agachó la cabeza avergonzado, y si sir Joseph Banks pensaba que Henry Whittaker iba a ser tan necio como para hablar el primero en semejantes circunstancias, es que no lo conocía.
Por lo tanto, al cabo de un largo silencio, Banks comenzó:
—Dime, entonces… ¿por qué no debería enviarte a la horca de Tyburn?
«Entonces es eso —pensó Henry—. Se acabo».
No obstante, el muchacho se esforzó en diseñar un plan. Tenía que encontrar una táctica, y tenía que encontrarla en un momento fugaz y exiguo. No había pasado la vida recibiendo una paliza tras otra de sus hermanos sin haber aprendido nada acerca de luchar. Cuando un oponente más grande y más fuerte ha asestado el primer puñetazo, solo queda una oportunidad de devolver el golpe antes de caer aporreado en el suelo, y lo mejor era un ataque inesperado.
—Porque soy un pilluelo muy útil —dijo Henry.
Banks, quien disfrutaba con los incidentes inusuales, bramó con una carcajada inesperada.
—Confieso que no te veo utilidad alguna, joven. Todo lo que has hecho por mí es robarme mi tesoro, conseguido con tanto esfuerzo.
No era una pregunta, pero Henry contestó de todos modos.
—Tal vez lo he podado un poco —dijo.
—¿No lo niegas?
—Ni todos los rebuznos del mundo cambiarían eso, ¿verdad?
Una vez más, Banks se rio. Tal vez pensó que el muchacho exhibía un falso coraje, pero la valentía de Henry era real. Como lo era también su miedo. Como lo era su falta de remordimientos. Durante toda su vida, Henry pensó que el remordimiento era una debilidad.
Banks cambió de táctica:
—Debo decir, joven, que eres una desgracia para tu padre.
—Y él para mí, señor —repuso Henry.
Una vez más, la carcajada sorprendida de Banks.
—Vaya, ¿de verdad? ¿Qué mal te ha hecho ese buen hombre?
—Me hizo pobre, señor —dijo Henry. En ese momento, comprendiendo todo de repente, Henry añadió—: Fue él, ¿verdad? ¿Fue él quien me delató?
—Sin duda alguna. Es un alma honorable, tu padre.
—Menos conmigo, ¿eh? —Henry se encogió de hombros.
Banks escuchó y asintió, concediéndole generosamente la razón. A continuación, preguntó:
—¿A quién has estado vendiendo mis plantas?
Henry contó los nombres con los dedos:
—Mancini, Flood, Willink, LeFavour, Miles, Sather, Evashevski, Feuerle, lord Lessig, lord Garner…
Banks lo interrumpió con un gesto de la mano. Miró al joven con un asombro indisimulado. Por extraño que parezca, si hubiese sido una lista más modesta, el enojo de Banks habría sido mayor. Pero esos eran los nombres de los botánicos más célebres del momento. A algunos de ellos Banks los consideraba amigos. ¿Cómo habría dado con ellos este niño? Algunos de esos hombres no habían ido a Inglaterra desde hacía años. El niño debía estar exportando. ¿Qué tipo de campaña había organizado esta criatura delante de sus mismísimas narices?
—¿Cómo es que sabes cuidar las plantas? —preguntó Banks.
—Siempre he sabido de plantas, señor, toda la vida. Es como si las conociese desde antes de nacer.
—¿Y esos hombres te pagan?
—O no reciben las plantas, claro —dijo Henry.
—Debes de estar ganando un buen dinero. De hecho, habrás acumulado un montón de dinero en los últimos años.
Henry era demasiado astuto para responder.
—¿Qué has hecho con el dinero que has ganado, joven? —insistió Banks—. Ya veo que no lo has invertido en ropa. Sin duda, tus ganancias pertenecen a Kew. Así que ¿dónde están?
—Han desaparecido, señor.
—¿Desaparecido? ¿Cómo?
—Los dados, señor. Tengo debilidad por el juego, ¿sabe?
Eso podría ser o no ser cierto, pensó Banks. Pero el muchacho tenía más valor que cualquier bestia bípeda que hubiese visto antes. Banks se sentía intrigado. Era un hombre que, al fin y al cabo, tenía a un pagano como mascota y que, para ser sinceros, disfrutaba de la reputación de ser medio pagano él mismo. Su condición social le exigía que al menos pretendiese admirar el refinamiento, pero en el fondo prefería un poco de salvajismo. Y ¡qué pequeño gallo salvaje era Henry Whittaker! Banks cada vez se sentía menos inclinado a entregar este curioso ejemplar humano a los alguaciles.
Henry, que lo veía todo, supo que algo ocurría en el rostro de Banks: una atenuación del semblante, una curiosidad naciente, un resquicio para la oportunidad de salvar la vida. Ebrio con el instinto de supervivencia, el muchacho se abalanzó sobre ese resquicio de la esperanza, por última vez.
—No me envíe a la horca, señor —dijo Henry—. Se arrepentirá si lo hace.
—¿Qué propones que haga contigo, en vez de eso?
—Cójame a su servicio.
—¿Por qué? —preguntó Banks.
—Porque soy mejor que nadie.