9

Cuando Picard le comentó por primera vez a la consejera Deanna Troi lo que estaba planeando Riker, la noticia le causó una impresión más acentuada que las experimentadas ante los centenares de misiones que el primer oficial había llevado a cabo con éxito a lo largo de los años en esta y otras naves. Por una vez, permaneció en el puente, observando la pantalla frontal junto con Picard mientras continuaba la búsqueda, aguardando a que Riker informara de que había completado los preparativos. Al igual que Picard y todos los demás del puente, ella esperaba que de los cientos de lecturas que eran tomadas cada segundo, surgiría algún indicio de otra nave abandonada, camuflada o escondida. Abrigaba la esperanza de que Geordi LaForge y Data serían encontrados, sanos y salvos, antes de que llegara el momento de que Riker llevara a cabo su experimento posiblemente mortal.

Pero la esperanza, aunque sentida en el corazón y genuina, era racional y controlada y, como siempre durante las situaciones críticas, ella mantuvo abierta su red mental, en busca de signos de emoción extrema o inapropiada, de señales de pánico incipiente en cualquier punto de la nave.

Hasta ese momento, no había detectado ninguno. Como siempre, incluso en las circunstancias más difíciles, la tripulación estaba funcionando con eficiencia.

Pero luego, de forma inesperada, un helado serpenteo de desasosiego la recorrió, y ella lanzó una penetrante mirada en torno de sí, tratando de identificar la fuente de esa sensación. El teniente Worf continuaba en el terminal de navegación, controlando los instrumentos con aparente indiferencia mientras la Enterprise seguía su compleja aunque en el fondo repetitiva pauta de búsqueda. El capitán alternativamente ocupaba su sillón de mando junto a ella, o se paseaba entre el terminal de navegación y el científico, leyendo con impaciencia los instrumentos por encima de los hombros de los operadores. El teniente Brindle, que había reemplazado a la teniente Yar cuando ésta insistió en ofrecerse para acompañar a Riker, se había hecho cargo del terminal de seguridad.

Todos los que se hallaban en el puente, según podía sentir Troi, estaban inquietos, pero eran una inquietud y una tensión dominadas, típicas del estado en que se encontraban en los momentos de peligro, un dominio que los hacía más eficientes. Pero incluso si uno de ellos estaba más nervioso de lo habitual, se dijo, había razones más que suficientes para ello. Raras veces se habían enfrentado con tantas cosas desconocidas como las que presentaba esta misión de Riker. Había algo desconocido a cada paso: destino desconocido, posiblemente parsecs de distancia y transportadores desconocidos que no operaban a través del espacio normal sino del subespacio. Y sin duda había aguardándolos peligros desconocidos, no sólo en su punto de destino sino en el transporte propiamente dicho.

Así que el nerviosismo era comprensible dadas las circunstancias.

Pero sin embargo, por una razón que no discernía, en el lapso de un latido de corazón, la tensión había aumentado.

Y durante ese mismo latido se dio cuenta —o quizá simplemente admitió ante sí misma—, que esta vez era diferente. El desasosiego que había estado sintiendo no era el de Picard y los otros.

Era el suyo propio. Su propio y creciente desasosiego que quienes la rodeaban tan sólo estaban devolviéndole como un eco.

Y cuando adquirió conciencia de esto, ese eco de intranquilidad se vio transido por una alarmante sensación de urgencia. Y para su consternación, esa intranquilidad comenzó a derivar con rapidez hacia el miedo.

Durante otro minuto permaneció sentada y quieta, aferrada a los acolchados posabrazos de su sillón, con los ojos mirando sin ver la configuración de estrellas que iba cambiando en la pantalla, y la única imagen, en su frente, era la de Riker subiendo a la plataforma del transportador.

Con determinación, intentó apartar esa imagen de sí. Siempre era duro para ella cuando Riker conducía un grupo de expedición hacia un mundo desconocido, hacia peligros desconocidos, pero nunca había sido como esta vez.

Esto era más que una simple preocupación por su seguridad.

Bruscamente, se puso de pie y avanzó hacia el turboascensor. Nunca había sido del todo capaz de entender la extraña mezcla de poderes mentales betazoides e intuición humana, pero de vez en cuando parecían combinarse y gritar para que les prestara atención. Como ahora.

Los segundos que pasó en el turboascensor parecieron prolongarse de forma interminable, y cuando la puerta se abrió al corredor, a tan sólo unos metros de la sala del transportador, ella casi saltó. Corrió por el pasillo y sólo se paró para darle tiempo a la puerta de la sala del transportador de abrirse.

En el interior se detuvo en seco, mientras la urgencia que había hecho presa en ella iba en crescendo.

Sobre la plataforma estaban de pie Yar y Riker. Los dos tenían puestos trajes antirradiación y cada uno llevaba, además de los pertrechos normales de los grupos de expedición, una radio compacta subespacial, y un más ligero fusil fásico. Tenían puestos los cascos de los trajes, y sólo se les veían los ojos a través de las rendijas transparentes. Riker ya estaba levantando el brazo para hacerle un gesto al alférez Carpelli que se hallaba ante los controles.

Pero entonces se detuvo y giró la cabeza para mirar a Troi.

A través de la estrecha rendija del casco, los ojos de él se encontraron con los de Deanna, y vio la urgencia que la había llevado a la carrera hasta allí.

Y ella vio en los de él lo que había visto en tantas ocasiones anteriores: que su deber respecto de la Flota Estelar, su nave y la tripulación estaba por encima de todo lo demás. Que lo que estaba haciendo ahora era cumplir con su deber, nada más.

Como lo había hecho en incontables ocasiones en el pasado, ella proyectó su mente para entrar en contacto con la de él, a pesar de que sabía que los sentidos humanos de Riker no podrían sentir el pleno impacto de ese contacto.

«Imzadi —susurró ella en silencio, aunque sabía que no habría respuesta—. Imzadi. Amado.»

Pero esta vez sí que hubo una respuesta. ¿O fue, al igual que su desasosiego y miedo, un mero eco de sus propios pensamientos?

«Imzadi —dijo esa respuesta—. Siempre estaré contigo.»

E incluso a través de la estrecha ranura del casco del traje antirradiación, ella creyó ver en los ojos de él que las palabras eran reales, que sus mentes estaban, en ese momento, estableciendo una comunicación que nunca antes habían conseguido. La propia fuerza de ella, la urgencia que la apresó de forma creciente y llegó a un vibrante clímax cuando entró en la sala del transportador, lo había hecho posible, por breve que hubiese resultado.

Y eso la aterrorizó todavía más, esta repentina comunicación de sus mentes, sin precedente.

Tenía que existir una razón para que se hubiera producido en ese momento.

En esta separación en particular.

Se habían separado cientos de veces antes, en circunstancias mucho más íntimas, y no se había producido.

Pero ahora, en medio de tanta tensión que lo distraía, había sucedido. Aunque luego el contacto desapareció, dejando sólo su recuerdo.

Y el terror que su breve existencia había inspirado.

Ella sólo pudo mirar, impotente, mientras Riker acababa el gesto, destinado a Carpelli, que había comenzado hacía una eternidad. Un segundo más tarde, él y Yar habían desaparecido, tragados por las energías del transportador.

Al ser pulsados los disparadores, no se produjo la serie de ensordecedoras detonaciones que, en ese instante, Data había estado esperando. A pesar de que nunca se había encontrado con tales armas, sus bancos de memoria contenían la información de que dichas armas propulsaban sus proyectiles mediante explosiones químicas, y como es natural había supuesto que el doloroso sonido resultante retumbaría, en particular dentro de un recinto como el hangar, donde las propiedades acústicas de las paredes metálicas harían que el sonido resonara en lugar de ser absorbido. Pero no se produjo explosión ninguna. En cambio, se oyó sólo una serie de «pufs», poco más sonoros que una repentina exhalación de aliento.

Y él sintió, no el impacto sordo del mortal proyectil que también había estado esperando, sino sólo la sensación de un agudo pinchazo en el hombro.

De forma automática, su mano salió disparada hacia el área afectada, y se retiró un instante después con un diminuto dardo, la punta de un centímetro y medio de largo, el cual había atravesado con facilidad su traje y la carne.

Se volvió rápidamente y vio que dardos similares se habían clavado en Geordi y Shar-Lon, pero ellos no estaban arrancándoselos como lo había hecho él. Sin vacilación, les arrebató los dardos del cuerpo.

Y al hacerlo, se dio cuenta de que ambos estaban cayendo en la inconsciencia.

Un instante más tarde, dos cosas sucedieron de forma prácticamente simultánea.

Un resplandor, similar al del transportador pero menos intenso, se derramó por un instante en torno a Shar-Lon.

Y se oyó otro «puf» y Data sintió un segundo pinchazo, esta vez en el brazo. Mientras se lo arrancaba se volvió hacia los tres atacantes, al tiempo que advertía por el rabillo del ojo que Shar-Lon había desaparecido. El resultado de uno de los Regalos, supuso. La desaparición, sin embargo, no pareció sorprender a los atacantes más que a Data. Todos tenían ahora sus ojos y armas centrados sobre Data, y la inquietud, el temor afloró a sus rostros.

Por un momento, pensó en sacar su pistola fásica y abatirlos a los tres en rápida sucesión, pero no lo hizo. Mientras que los dardos —sin duda drogados— tenían poco efecto sobre él, no había forma de conocer el efecto que le causarían a Geordi, especialmente si resultaba herido varias veces. Y por mucha velocidad con que Data desenfundara y disparase, al menos uno de los atacantes sería capaz de efectuar una cantidad indeterminada de disparos, alguno de los cuales podía darle a Geordi. Y de todos modos no quería desmayarlos a los tres, no hasta poder interrogar al menos a uno acerca no sólo de la droga sino de los motivos que tenían para atacarlos.

Los ojos de Data bajaron hasta Geordi una vez más, y vio que estaba del todo inconsciente pero que en apariencia aquellos dardos no surtían otro efecto. Su respiración continuaba siendo regular y profunda, tenía los músculos relajados, ni en tensión ni con espasmos.

«Le seguiré la corriente, Geordi», pensó, e intencionadamente dejó que sus propios músculos se aflojaran, dejando caer los dardos que tenía en la mano y permitiendo que su cuerpo se balancease muy levemente en la gravedad cero, de la misma forma que hacía el de Geordi.

Con sus dorados ojos apenas entreabiertos, observó que los tres se aproximaban. Se movían con lentitud y cautela, los ojos y las armas aún dirigidos hacia Data. A dos metros de él, se detuvieron y contemplaron a Data recelosos.

—Seguro que el primer dardo no traspasó la ropa —dijo uno de ellos. Sus palabras estaban un poco amortiguadas por la improvisada máscara que llevaban, y sus ojos salieron disparados hacia el traductor cuando éste pronunció la versión inglesa de lo que acababa de decir.

—O su metabolismo es diferente —comentó otro—. Tienen aspecto de proceder de mundos totalmente distintos. Echémosles una mirada desde más cerca. No tenemos mucho tiempo antes de que comiencen a despertar.

Con el arma todavía en la mano, el que había hablado primero avanzó lentamente y atento a los ojos de Data, aparentemente en busca de algún indicio de consciencia.

Data aguardó; continuó balanceándose laxo pero dejando que sus brazos flotaran hacia arriba, en apariencia sin objeto pero en la dirección del que ahora se encontraba a menos de un metro de distancia. Los otros dos, al parecer menos suspicaces que impacientes, parecían estar relajando un poco la posición de sus dedos sobre los disparadores de sus armas y comenzaban a avanzar poco a poco.

De pronto, la mano derecha de Data salió disparada, apoderándose del arma mientras que la izquierda aferraba el brazo del hombre en una presa irresistible. Antes de que ninguno de los otros pudiera volver a apuntar con su arma y hacer fuego, Data hizo girar al hombre de forma que lo escudara contra los dos. Las botas magnéticas del hombre se desprendieron de la cubierta, al igual que las de Data; pero pese a estar girando en el aire Data encontró el disparador del arma y lo pulsó dos veces en rápida sucesión.

Los dardos dieron en el blanco, y uno de los hombres tuvo el tiempo suficiente como para mascullar algo intraducible, tal vez una imprecación, y luego ambos quedaron laxos como Geordi.

El tercero, aún sujeto por la férrea presa de Data mientras ambos daban vueltas por el aire, recobró de pronto la voz.

—¡No queremos hacerles ningún daño! —casi gritó—. ¡Los dardos sólo los desmayan durante unos minutos!

—Ya veo —dijo Data, haciendo una pausa para maniobrar su cuerpo de manera tal que sus botas entraran en contacto con la parte superior de una de las lanzaderas a las que se aproximaban en su girar—. ¿Por qué deseaban dejarnos inconscientes?

—¡Alguien quiere hablar con ustedes, eso es todo! —contestó el hombre, en apariencia demasiado asustado como para luchar.

—No podemos ni hablar ni escuchar si estamos inconscientes —señaló Data mientras sus botas tocaban la lanzadera y se adherían a ella. Rápidamente, se dispuso a bajar por la misma para regresar junto a Geordi y los otros—. ¿Puede explicarse un poco más?

El hombre parpadeó, mientras el miedo de su rostro era reemplazado por la perplejidad.

—Tenemos que… que llevarlos ante ese alguien.

Al llegar a donde estaban los demás, Data depositó al hombre cuyas botas se adhirieron al metálico suelo. Retrocediendo de espaldas y, manteniendo la pistola de dardos apuntada hacia él, Data extendió un brazo y separó las armas de los dedos flojos de los compañeros de éste.

—¿Por qué pensaban que era necesario que estuviésemos inconscientes mientras nos transportaban hacia ese alguien? —inquirió Data.

—Teníamos que alejarlos de Shar-Lon —dijo el hombre.

—¿Pondría objeciones Shar-Lon a que nosotros habláramos con esta persona?

—No queríamos… —comenzó el hombre, pero luego se interrumpió en seco—. No puedo quedarme por más tiempo.

Data lo miró con curiosidad.

—¿Quiere decir que no puede? ¿O que no lo hará?

Pero el hombre se limitó a negar con la cabeza sin decir nada.

—Muy bien —dijo Data—, nos quedaremos aquí hasta que mi colega despierte.

—¡No! —De repente, el hombre se mostró agitado, como si acabara de recordar algo—. En cuanto Shar-Lon despierte, enviará a sus hombres a buscarnos.

—Ya veo —repuso Data—. Shar-Lon sí pondría objeciones a que nosotros hablásemos con esa persona.

Durante un largo momento el hombre guardó silencio, mientras sus ojos iban de Data a la puerta del ascensor, como si esperase que alguien irrumpiera a través de ella en cualquier momento.

—Sí —dijo—. Shar-Lon pondría objeciones.

Data miró a Geordi, intentando imaginar qué haría el otro. Geordi, por supuesto, «tocaría de oído», pero ¿qué le diría su oído que hiciese? Apresuradamente, Data repasó todo lo que Geordi había dicho desde que Shar-Lon apareció por primera vez.

Y al hacerlo, surgió una declaración: «No me fío de nadie que suelta discursos en lugar de hablar, del modo en que Shar-Lon lo hace durante la mayor parte del tiempo».

Por lo tanto, si estos tres representaban a un grupo que se oponía a Shar-Lon —e iban armados no con mortales armas de proyectiles sino con equivalentes mecánicos de pistolas fásicas programadas para desmayar—, no parecía haber peligro, y quién sabe si ayuda, en hablar con el líder de ese grupo que era, por lógica, el único que podría haber enviado a esa gente.

Durante otro momento, Data revisó su razonamiento y decidió que, a pesar de que había llegado a su decisión por lógica y no por intuición, sería aceptable a los ojos de Geordi cuando éste despertase.

—Muy bien —dijo—, llévenos ante esa persona que desea hablar con nosotros. No necesitaremos estas cosas —agregó, tomando las pistolas de dardos una por vez y doblándoles los cañones antes de arrojarlas a un lado.

Los ojos del hombre se abrieron de par en par mientras lo observaba, y Data se dio cuenta de que, tanto si lo había intentado como si no, estaba continuando con la «fachada» que Geordi había comenzado con Shar-Lon.

Tomando la pistola fásica en una mano, Data recogió a Geordi y se lo cargó bajo el brazo.

—Si quiere usted transportar a sus compañeros —dijo, señalando con la pistola fásica—, podemos ir a reunimos con su líder.

Con los ojos abriéndosele todavía más, el hombre cogió a sus compañeros por un brazo y, mirando temeroso a Data por encima del hombro, separó sus botas magnéticas del suelo y se puso a arrastrarlos ingrávidos hacia la puerta por la que los tres habían aparecido minutos antes.

Tras pasar por media docena de puertas y espacios desnudos y sin gente, entraron en lo que parecía ser el eje del cilindro, un tubo circular que recorría todo el largo del satélite. A esas alturas, Geordi empezaba a despertarse. Los otros dos tardaron un par de centenares de metros más, momento en el cual Geordi estaba lo bastante despierto como para preguntar qué había sucedido. Cuando Data hubo acabado de explicárselo, se encontraban al otro extremo del hábitat, los otros dos completamente despiertos. En un punto del camino los tres se quitaron las máscaras, un poco avergonzados.

—Yo mismo no podría haberlo hecho mejor —dijo Geordi con una contenida sonrisa cuando Data concluyó.

Ahora se hallaban más allá del cilindro principal, caminando a través del laberinto de tuberías y turbinas de vapor de la estación energética. Finalmente, salieron por el otro extremo de la estación y se acercaron a una cámara de descompresión que claramente indicaba que era el final del eje. No era distinta de la cámara falsa que conocían, y Geordi sondeó el área con disimulo en busca de indicios de circuitos de transportador.

Pero no había ninguno. Y la compuerta se abrió con apenas un débil chirrido. Los tres desconocidos les hicieron un gesto para que entraran, Geordi y Data los siguieron. Gracias a su visor LaForge descubrió que la compuerta que daba al exterior era practicable. Al cerrarse la primera compuerta tras ellos, las suaves luces rojas montadas encima de la puerta se encendieron. Adheridos a la pared había una docena de anticuados y abultados trajes espaciales.

—Éstos no son los mejores —dijo uno de los tres a modo de embarazosa disculpa, mientras él y sus compañeros empezaban cada uno a descolgar un traje y ponérselo—, pero sólo hay unos cincuenta metros hasta el lugar al que vamos.

Geordi sonrió levemente.

—Gracias, pero no será necesario —dijo, al tiempo que activaba a plena potencia su traje de efecto-campo. Los ojos de los hombres se abrieron perceptiblemente pero ellos no dijeron nada.

Luego, una vez que cada uno se hubo hecho revisar el traje por otro, el aire fue evacuado y la segunda compuerta abierta. En el exterior, un grupo de objetos de variados tamaños y formas colgaban suspendidos de la estructura que anclaba el gigantesco espejo parabólico. En varios, Geordi pudo ver compuertas de cámara de descompresión abiertas, incluyendo un cilindro lleno de púas que le recordó una de las primeras residencias espaciales de larga presencia, los Skylab. Otros parecían tanques de combustible abandonados con cámaras de vacío acopladas en ellos, y aun otras eran estructuras más grandes y complejas, algunas con agujeros de los que al parecer se habían desgajado gigantescas cámaras de vacío. Finalmente se dio cuenta de que toda esta colección tenía que formar parte de las casetas que habían sido utilizadas por los primeros obreros que trabajaron en el hábitat.

Para entonces, el interlocutor de Data en el hangar estaba conduciéndolos hacia un cable fijado a un punto situado inmediatamente después de la cámara del hábitat. Iba directo al corazón del grupo de casetas abandonadas desde hacía mucho tiempo. Dos de los hombres empezaron a desplazarse con lentitud a lo largo del mismo, avanzando a través del espacio, mano tras mano.

Geordi, repentinamente incómodo, le hizo un gesto al tercer hombre para que fuera delante. Cuando se hubo alejado tres o cuatro metros, Geordi guardó su pistola fásica, se asió con un sentimiento de desazón y saltó sobre el vacío. La ingravidez dentro del hábitat o incluso dentro de la lanzadera no le había molestado, pero aquí comprendió con retraso que si perdía la sujeción no se limitaría a alejarse flotando y rebotar contra la pared más cercana. A menos que fuera lo bastante afortunado como para ir flotando en dirección al hábitat o una de las casetas, sencillamente continuaría flotando eternamente. Allí no había transportadores de la Enterprise para llevarlo de vuelta al interior, ni siquiera un rayo tractor. Sintiendo una punzada de pánico se dio cuenta de que incluso la deriva podía llevarle hasta el foco del espejo parabólico, cosa que tal vez haría pasar a su traje de efecto-campo por una prueba que los diseñadores probablemente no habían previsto.

Al girar la cabeza vio a Data justo detrás de él, y sus pálidos rasgos no reflejaban más que la habitual atenta curiosidad.

Tragando saliva, Geordi se volvió y siguió avanzando, con mucha más lentitud y cuidado que cualquiera de los hombres que se desplazaban por el cable delante de él. Se movían animados por una comodidad despreocupada que sugería que habían hecho estos mismos movimientos muchas veces antes, y su única intranquilidad parecía provocada por la presencia de Geordi y Data.

Por fin, tras los cincuenta metros más largos de su vida, Geordi llegó al otro extremo del cable. Estaba unido a uno de los objetos tipo Skylab, éste provisto de una cámara de descompresión de aspecto aún más primitivo que las del hábitat. El primer hombre que llegó hasta ella ya la tenía abierta, y Geordi esperó mientras entraban los tres.

Lenta, precavidamente, Geordi recorrió el camino que le faltaba desde el cable hasta la cámara. Data lo siguió a mayor velocidad, y luego la compuerta fue cerrada y comenzó a bombear aire al interior.

La compuerta que se abría al interior se abrió.

Dentro, en un entorno espartano que concordaba con aquel exterior semejante a un Skylab, un anciano los aguardaba. Vestido con una camisa y unos pantalones anodinos no desemejantes de los que llevaban los hombres que los habían acompañado, tenía más o menos la misma edad que Shar-Lon pero era considerablemente más esbelto, sin más pelo que el capitán Picard. Sus ojos se agrandaron una pizca al advertir primero la falta de trajes espaciales en Geordi y Data, y luego el hecho de que ambos empuñaban sus pistolas fásicas mientras que sus propios hombres estaban desarmados. Observó interesado cómo se desvanecía el suave fulgor de los trajes de efecto-campo al desactivarlos Geordi y Data, pero manteniendo el campo magnético bajo las botas.

—¿Es usted quien deseaba hablar con nosotros? —preguntó Geordi mientras los otros tres se quitaban los cascos.

El anciano asintió con la cabeza.

—Lo soy. Y dado que han acudido aquí a pesar de que al parecer mis hombres hayan perdido sus armas, ¿puedo suponer que desean hablar conmigo?

—Eso es lo que parece, ¿verdad? —dijo Geordi, que todavía empuñaba la pistola fásica—. Pero podríamos estar un poco más seguros si supiéramos qué quiere usted… y quién es.

—Muy cierto, por supuesto. —El hombre esbozó una sonrisa—. Lo que quiero es sencillamente averiguar quiénes son en realidad ustedes… y con qué propósito han llegado hasta aquí. En cuanto a quién soy… si conozco a mi hermano tan bien como creo, puede que ya hayan oído hablar de mí. Me llamo Shar-Tel.