—Búsqueda según pauta establecida completada hasta veinte mil millas, señor —informó el teniente Worf—. Resultados negativos.
Picard, frustrado, arrugó el entrecejo mirando la configuración de estrellas temporalmente inmóvil de la pantalla.
—Muy bien, teniente —contestó con brusquedad—. Amplíe la pauta a cuarenta mil kilómetros.
—Ampliando pauta, señor —tronó Worf, obediente, sin señalar que la ampliación los llevaría a una distancia más de dos veces superior al radio de alcance de cualquier transportador de la Federación.
—Trace también un curso para regresar a una distancia de la nave abandonada que quede dentro del radio de alcance del transportador. Prográmelo para que se reajuste constantemente mientras desarrollamos la búsqueda, y téngalo preparado para ponerlo en ejecución de forma instantánea.
—Curso trazado y entrado, señor.
—Alférez Carpelli, permanezca preparado para sacar a todo el mundo de esa nave tan rápido como pueda.
—Preparado, señor —respondió Carpelli desde la sala del transportador principal.
—Argyle, Riker —dijo al tiempo que pulsaba su insignia— estamos ampliando la pauta de búsqueda. Nos hallaremos fuera del radio de alcance del transportador, pero podremos regresar en segundos.
—Comprendido, señor —repuso Riker por los dos.
—Argyle, ¿algún progreso?
—Alguno, señor —contestó Argyle, incómodo. El capitán era un hombre comprensivo, y Argyle lo sabía, pero eso no hacía que fuera más fácil admitir, si bien no el fracaso, sí sólo un éxito limitado—. Como le informé antes, no ha llevado mucho averiguar cómo se desarmaban las defensas de los paneles y conseguir entrar en las salas…, compartimientos, en realidad. No obstante, me temo que no hemos tenido tanta suerte con lo que encontramos dentro.
—¿Sí? —le instó Picard cuando Argyle vaciló, como procurando ordenar sus pensamientos—. Dos hombres han desaparecido y es muy probable que sus vidas dependan de lo que usted y su gente consigan averiguar. Y con qué rapidez lo averigüen.
—Me doy cuenta de eso, por supuesto.
—Entonces, continúe con su informe.
Argyle tragó saliva.
—Hasta ahora sólo hemos investigado veinte compartimientos capitán, pero esos veinte parecen ser idénticos en esencia. En primer lugar, no se trata tanto de salas como de compartimientos de equipo… principalmente transportadores, cosa que ya sospechábamos. Los paneles sólo sirven para manipular los circuitos, probablemente para facilitar las reparaciones…, es decir facilitarlas si uno sabe cómo evitar que se disparen los dispositivos de autodestrucción.
—¿Y los controles de las plataformas de los transportadores?
—Hasta el momento no hemos podido localizar ninguno. Estamos conjeturando que todo lo dirige una computadora central. Y las plataformas de cada uno de los transportadores son interiores, no externas.
—¿No externas? Señor Argyle…
—Ya sé que parece una locura, capitán, pero es así. No podemos estudiarlas directamente, pero por las lecturas que hemos tomado en las veinte, existe una cavidad casi en el centro mismo de cada transportador. Estamos seguros de que esas cavidades, cada una de aproximadamente tres metros de alto y un metro de lado, son los puntos de destino de los transportadores de corto alcance. Al parecer, cualquier cosa que se envía allí es de inmediato transportada a otro destino.
—¿Así fueron enviados los tenientes Data y LaForge?
—Sí, señor. Estamos prácticamente seguros de que fue eso lo que les sucedió.
—Entonces, si puede determinar qué transportador fue utilizado, puede invertirlo y traerlo de vuelta.
—Me temo que no, señor. En primer lugar, hasta ahora no hemos descubierto ninguna forma de determinar qué transportador se usó. En segundo…
—¡En ese caso, inviértalos todos! ¡Uno por vez!
—No creo que sirviera de nada, señor. Estos transportadores parecen ser estrictamente de un solo sentido y…
—¿De un solo sentido, Argyle?
—Sí, señor. El análisis que hemos podido realizar de los circuitos indica que los transportadores son capaces de funcionar sólo como transmisores, no como receptores.
De repente un nudo se formó en el estómago de Picard.
—Entonces, Data y LaForge están realmente perdidos. ¿No hay ninguna manera…?
—No, señor, no es eso a lo que me refería —se apresuró a decir Argyle—. Estos transportadores parecen capaces de transmitir un objeto y reintegrarlo en el destino que tengan programado, de la misma forma que lo hacen nuestros transportadores. De lo que no son capaces es de buscar y traer ese objeto… ni ningún otro… de vuelta aquí. Cualquier cosa que transportan, se queda en el punto de destino.
—Eso no tiene sentido, señor Argyle —protestó Picard—. ¿Es posible que el circuito de recepción esté desconectado? Siempre que las naves estelares visitan planetas prisión, se colocan bloqueos en los circuitos de recepción para que nadie pueda transportarse a bordo sin que el operador entre un código especial. Tal vez éste…
—Es improbable, señor. A pesar de que no podemos identificar con total seguridad cada circuito, parece que el circuito de recepción sencillamente falta, no es que esté bloqueado.
—¿Pueden operar por pares? ¿No podrían contener los circuitos receptores las salas que aún no ha examinado?
—Es posible, señor, pero no me parece verosímil. Las salas que hemos revisado fueron escogidas al azar, y hasta ahora no hemos encontrado ninguna variación. Cada una contiene un solo transportador… transmisor… y un receptor vectorial, la salida del cual parece estar conectada con la computadora central.
—¿Han conseguido activar alguno de los transportadores hasta el momento? ¿Enviar un señalizador para determinar adónde van a parar?
—No, señor. A pesar de que los paneles nos permiten acceder directamente a una gran cantidad de circuitos que normalmente pueden ser manipulados de forma directa, no podemos hacer nada con ellos. Hay demasiadas protecciones, todas muchísimo más complejas y difíciles de discernir su función u obviarlas que las de los paneles de acceso. Hasta que encontremos cómo analizar esas protecciones, es imposible activar ninguno de los equipos de esas salas.
—¿Para cuándo prevé solucionarlo, Argyle?
—No hay forma de predecirlo, señor.
—Pero usted tiene que tener alguna idea, una intuición, por lo menos.
—La tengo, señor, pero no va a gustarle.
Picard frunció el gesto.
—¡Cuéntemela, señor Argyle! Es obvio que cuanto más tiempo se pase ahí quieto evitando mis preguntas, más tiempo pasará hasta… Cuéntemelo, señor Argyle.
Argyle tragó saliva audiblemente.
—No creo que podamos activar los transportadores, señor.
—Pero si acaba de decirme que uno de los transportadores ya había sido activado, señor Argyle. ¡Ése es el porqué, según me informaba anteriormente, de que los tenientes Data y LaForge hayan desaparecido!
—Lo sé, señor, pero en ese caso, la propia computadora central de la nave realizó el trabajo.
—¿Y qué puede impedirle conseguir que vuelva a hacerlo?
—Las protecciones, capitán. Como ya le he dicho, son mucho más complejas que las instaladas para los paneles de acceso. La computadora central… y todos y cada uno de los transportadores hasta el momento… parecen ser, en efecto, a prueba de manipulación. Sin el código necesario, cualquier intento de hacer no importa qué llevará a una destrucción de los circuitos clave.
—Pero sin duda la computadora de la Enterprise puede ser conectada con esta computadora y…
—¿Entrarle un millón de códigos por segundo hasta dar con el correcto? Sí, podría, pero no serviría de nada, a menos que dé con el correcto la primera vez que lo intente. Una vez que se entra un código erróneo, no se dispone de una segunda oportunidad. Los circuitos se fundirían en milisegundos. Ya hemos perdido uno de esa forma, y no hay nada que indique que alguno de los otros pueda ser diferente.
—Entonces, quite los circuitos de autodestrucción. Al parecer, fue usted capaz de hacerlo en el caso de las puertas.
—Imposible, señor. Todo está tan completamente integrado que no puede quitarse ningún circuito en concreto sin destruir un millar de otros o activar el proceso de destrucción. —Argyle sacudió la cabeza—. Sería como intentar hacer un trasplante de corazón si el corazón y el cerebro… y todos los demás órganos… fueran una sola unidad inseparable… que las paredes del corazón cumplieran las funciones del cerebro, por ejemplo.
Picard hizo una mueca ante la imagen que le había pintado el ingeniero en jefe y guardó silencio durante un momento. Finalmente, dijo:
—Muy bien, Argyle. Usted y su equipo continuarán hasta que todas las salas de esa nave hayan sido abiertas y analizado su contenido. Entre tanto, la Enterprise continuará ampliando su búsqueda hasta que hayamos cubierto cada milímetro dentro del radio de alcance de esos transportadores de un solo sentido, cualquiera que éste resulte ser. Manténgame…
—Ése es otro problema, señor —lo interrumpió Argyle—. El alcance de los transportadores podría ser en teoría más grande del que usted podría esperar.
Picard arrugó el ceño, pensando con inquietud que su búsqueda ya había abarcado, sin éxito, un área miles de millas superior al alcance máximo de los transportadores de la Federación.
—Sobre el papel, incluso millones de veces más grande —continuó Argyle, sin preocuparse de que el capitán le oyera tragar saliva—. Tengo la impresión de que existe una clara posibilidad de que operen a través del subespacio. Y si eso fuese cierto, los tenientes Data y LaForge podrían estar a centenares de parsecs de distancia.
Geordi y Data contemplaron cómo la puerta se deslizaba hacia un lado, dejando a la vista un ascensor que tenía el mismo ubicuo rostro en la pared del fondo. Las paredes laterales eran de colores que contrastaban entre sí, una del mismo amarillo vivo del uniforme de Shar-Lon, y la otra de un deprimente gris pizarra, y Geordi se preguntó si los dos colores estaban destinados a transmitir el mismo mensaje que los dos murales. Shar-Lon permaneció en silencio tras pulsar un código en el tablero plano que controlaba el ascensor. No miró a ninguno de sus pasajeros, y su imagen infrarroja le mostró a Geordi que cada partícula de la piel desnuda se había vuelto casi inanimadamente fría, como si le hubiera sobrevenido un colapso.
Pero al subir el ascensor hacia el centro ingrávido del extremo del hábitat, el cuerpo del anciano se irguió y sus flojas facciones, a pesar de su carencia de expresión, perdieron al menos una década. Del ascensor los hizo pasar a través de una serie de puertas hasta un hangar, en el que no había nadie, que contenía varias primitivas lanzaderas. Todas tenían los rostros estilizados reproducidos en sus flancos, algunos no más grandes que una marca identificativa, como una insignia de rango, pero en otras era de más de un metro de ancho. Tras conducirlos hasta una que tenía una cúpula transparente sobre un compartimiento destinado para pasajeros y piloto —¿una burbuja de observación?, se preguntó Geordi—, Shar-Lon introdujo un código para abrir la compuerta y les hizo un gesto para que entraran. Se deslizó al interior de la lanzadera tras ellos, y mientras sus dedos pulsaban los mandos de la lanzadera, su perfil infrarrojo adquirió viveza, como si un debate interno se hubiese resuelto al menos de forma temporal.
Con suavidad, condujo la lanzadera a través de la compuerta del hangar y, una vez fuera en la brillante luz del sol, imprimió una repentina aceleración, luego la hizo girar noventa grados y casi simultáneamente la detuvo. El planeta blanco y azul de la pantalla se extendió ahora de pronto ante ellos, a menos de treinta kilómetros de distancia.
Durante un largo momento Geordi se limitó a mirar el planeta. Si había tenido la más ligera duda de que el transportador alienígena los había enviado a través de parsecs en lugar de millas, la visión que tenía delante la venció. El planeta era real, no una imagen o una ilusión.
—Sin sus Regalos —dijo por fin Shar-Lon con una voz que ahora era un acallado susurro reverencial—, este mundo nuestro sería cenizas.
—Explíquese —pidió Geordi, forzando una voz severa.
Durante varios segundos Shar-Lon permaneció en silencio, y la inexpresividad pareció retomar a sus rasgos. Luego cobraron un aire de tristeza, y Geordi no pudo evitar pensar en un actor que se preparara para pronunciar un difícil soliloquio.
—Aunque me avergüenza decirlo —comenzó Shar-Lon—, mis gentes eran, hace décadas, poco menos que salvajes. Salvajes que habían obtenido el conocimiento que les habría permitido destruirse a sí mismos y a todos los seres vivos de nuestro mundo. Cuando su santuario de Regalos fue descubierto en órbita alrededor de nuestro mundo, había casi cien naciones por separado. La verdadera paz no había existido en ningún momento de nuestra historia, y más de la cuarta parte de nuestras naciones tenían sus propios arsenales de destrucción nuclear. Algunos habían sido puestos en órbita, otros escondidos debajo del suelo, otros debajo del mar.
—Es una descripción que me resulta familiar —declaró Geordi con solemnidad cuando el anciano hizo una pausa, como si aguardara, intranquilo, una respuesta.
Los ojos de Shar-Lon se abrieron un poco más pero no apartó el rostro del planeta.
—Entonces, ¿les han entregado sus Regalos a otros además de a nosotros?
—Por supuesto —improvisó Geordi, que se ganó una mirada de soslayo por parte de Data—, aunque no muchos los han utilizado tan sabiamente como ustedes. Díganos, Shar-Lon, ¿cómo fue que utilizó por primera vez nuestros Regalos? ¿Fue usted en persona quien los recibió?
—Lo fui —repuso de inmediato, y por un momento sus ojos se pusieron vidriosos, como perdidos en el recuerdo. Por fin, sin que lo animaran, prosiguió—: Yo fui el elegido. Durante esa época de mi vida yo era, aunque me duele admitirlo, tan salvaje como cualquiera de los otros de nuestro planeta. Anteriormente, cuando era joven, había trabajado durante mucho tiempo y muy duramente por la paz. Había estado entre los primeros del grupo que llevaba nuestro nombre, pero había perdido pronto la ilusión. Me di cuenta de que, lejos de ser verdaderos guardianes de la paz, éramos poco más que agitadores, y además, ineficaces. Teníamos pocos miembros y ninguna influencia, y apenas si se hacía caso de nuestras protestas. Enfadado por la futilidad de nuestros esfuerzos, yo abandoné la organización y me lancé a lo que entonces consideraba como la única opción: un mundo en el que mi propia nación fuera lo bastante poderosa como para mantener una paz que no podía ser garantizada de ninguna otra forma.
»Era una tontería, lo sé, pero esa deserción, según me di cuenta más tarde, marcó mi destino. Sin mi decepción y abandono, sin mi huida hacia el destructivo orgullo nacionalista, ¿cómo habría podido ser aceptado en el ejército de mi nación? Y sin esa aceptación, ¿cómo podría haber obtenido el puesto de confianza que me permitió hallarme en el lugar adecuado en el momento preciso, cuando fueron dadas las señales y revelado el Santuario de Regalos de ustedes?
Una vez más, Shar-Lon guardó silencio; el rostro crispado y enrojecido.
—Háblenos de ello —volvió a animarlo Geordi. Lo que Shar-Lon les había contado hasta el momento no contenía información susceptible de ayudarles—. Cuéntenos qué sucedió.
—Sí —agregó Data, que de pronto pareció satisfecho de sí mismo—, a nuestros superiores les interesará muchísimo el relato detallado de lo que hizo usted. Como ya le ha dicho mi colega, el uso que ustedes han hecho de los Regalos ha sido insólitamente fructífero, y los detalles de ese uso podrían resultar muy informativos. Puede que incluso les resulten de utilidad a nuestros superiores, al permitirles analizar lo sucedido y luego mejorar los métodos mediante los cuales les proporcionen dichos Regalos a otros en el futuro.
Geordi reprimió una sonrisa al acabar Data. Para alguien que se había quejado de carecer de experiencia en las técnicas del engaño, estaba aprendiendo con rapidez.
—Mi colega está en lo cierto —confirmó Geordi—. Hay incontables mundos más como el de ustedes, y nuestros superiores están siempre abiertos a considerar mejoras, con el fin de que algún día todos los mundos sean capaces de hacer un uso tan bueno de los Regalos como ustedes.
Y con ese descarado halago, Shar-Lon pareció resolver una vez más el conflicto que fuera que en ese momento se debatía en su interior, y comenzó a hablar una vez más.
Y mientras Shar-Lon hablaba —o recitaba—, la infalible memoria de Data grababa todas sus palabras, y Geordi las analizaba continuamente en busca de cualquier cosa que pudiera proporcionarles una pista sobre la verdadera naturaleza del «Santuario» y sus «Regalos», y de cómo él y Data podían hacer uso de los mismos para hallar el camino de vuelta a la nave abandonada y la Enterprise.
Cincuenta años antes, explicó Shar-Lon, él y su hermano Shar-Tel habían sido pilotos de las fuerzas espaciales de defensa de su nación. En concreto, habían sido dos de los más de veinte pilotos que se turnaban para llevar en lanzadera los suministros y el personal de relevo a los satélites espías y plataformas lanzamisiles tripulados que mantenían virtualmente cada metro cuadrado de la superficie del planeta bajo vigilancia constante…, y amenaza de destrucción instantánea igual de constante. Todas las naciones con una economía lo bastante fuerte tenían o bien satélites similares o aún más misiles nucleares en alguna parte sobre o debajo de la superficie, todos apuntando hacia otras naciones que tenían armamento semejante. Ninguno de los misiles había sido utilizado excepto en pruebas, pero apenas pasaba un año sin que una docena de guerras menores con armamento convencional no fueran libradas en alguna parte. Hasta entonces, ninguno de los conflictos había llegado al punto en el que no sería posible volverse atrás, en el que no habría otra opción que la de que alguien lanzara el primer misil, pero había estado a punto de suceder más de una vez.
—Las señales se me aparecieron el día de mi vigésimo octavo cumpleaños —prosiguió Shar-Lon; su voz era ahora casi del todo monótona a pesar de que los infrarrojos ponían en evidencia el recurrente conflicto interno que se negaba a permanecer sumergido durante más de uno o dos minutos cada vez—. Mi hermano y yo estábamos pilotando la lanzadera de suministros sin más personal a bordo. Habíamos llegado a la órbita preliminar y nos estábamos preparando para entrar en la órbita de transferencia que nos llevaría hasta la de nuestros satélites. Mientras esperábamos la señal desde tierra que confirmaría los cálculos de nuestra computadora de a bordo, yo me sorprendí contemplando nuestro mundo que se deslizaba por debajo de mí. Y me llegó un pensamiento, el mismo pensamiento que ha penetrado en mi mente una y otra vez, literalmente centenares de veces desde mucho antes de mi primer vuelo, desde la primerísima vez en que vi las imágenes de nuestro mundo enviadas desde el espacio por los primeros satélites, décadas antes. Se me ocurrió que la incontestable belleza de nuestro mundo contrastaba violentamente con los mortales juegos que sus habitantes… incluidos, para entonces, mi hermano y yo… llevaban a cabo de forma continuada. Y entonces…
Shar-Lon hizo una pausa y su rostro, en la visión infrarroja de Geordi, mostró un rubor de emoción en apariencia genuina, como si el momento que estaba evocando fuera lo bastante poderoso como para apartar a un lado los conflictos internos que lo mortificaban en el presente, fueran cuales fueren.
Shar-Lon señaló el planeta con un gesto de la mano.
—Y entonces, durante apenas un momento, la totalidad del planeta, de extremo a extremo, rieló y se retorció ante mis propios ojos, como si fuera un reflejo sobre la ondulante superficie de un lago.
»Y luego, literalmente en un abrir y cerrar de ojos, se volvió rojo sangre. Sus océanos, sus continentes, sus nubes, todos se vieron de repente bañados en ríos de sangre.
»Y en ese instante reconocí la visión como un signo, y supe qué pretendía. En ese instante supe que mi mundo estaba a punto de morir. Estaba a punto de convertirse en una esfera de muerte, en un osario. Los misiles iban a ser lanzados, y todos los seres vivos de la superficie del planeta iban a morir.
»Este conocimiento me aterrorizó como nada hasta entonces había tenido poder de hacerlo. Yo había visto los misiles en sus plataformas. Había visto su poder devastador en demostraciones y pruebas, y conocía el número de los mismos. Y conocía la facilidad con la que podía lanzárselos.
»Y entonces, de un modo más vivido que la realidad misma, vi lo que estaba por venir.
»Vi nuestras ciudades convertidas en desechos y ruinas radiactivas, y la campiña transformada en envenenados desiertos sin vida.
»Vi a nuestros pueblos muriendo de centenares de maneras distintas.
»Vi la carne de mi propio hermano abrasada hasta los huesos.
»Me vi a mí mismo, mi cuerpo debilitado y muriendo en una lenta agonía sin nadie que quedara para atender ni a mí ni a los millones que como yo habían tenido la desgracia de sobrevivir no sólo segundos ni minutos, sino meses.
»Vi cómo la totalidad de nuestro mundo temblaba y moría, y yo sólo podía observar, impotente. Porque sabía que nada podía hacer para impedir que la visión se transformara en realidad. Había centenares de acciones que podía emprender y que comenzarían el proceso de destrucción, pero ni una sola que me permitiera evitar que sucediese o detenerlo una vez comenzado. Incluso la sola acción que en ese preciso momento estaba en mi poder realizar, utilizar la lanzadera que pilotábamos para dirigirme hacia ella y destruir el satélite de misiles al que pronto nos acercaríamos, no sólo significaría nuestras propias e instantáneas muertes sino que posiblemente haría estallar el mismísimo holocausto que yo sabía que debía evitarse.
»Finalmente, cuando recobré el sentido lo bastante como para hablar, aparté los ojos de la visión y miré a mi hermano, y me di cuenta de que él no la había visto. Su atención había estado fija en nuestros instrumentos, comprobando el alineamiento de nuestro sistema de dirección como hacía siempre antes de la maniobra que nos llevaría a la órbita de transferencia.
»Y entonces, cuando yo comenzaba a hablar, llegó un mensaje de la estación de Tierra que nos decía que, según los instrumentos de ellos, nuestra trayectoria se había visto algo alterada y que sería necesaria una pequeña corrección de curso antes de comenzar la entrada en la órbita de transferencia. En el mismo instante, prácticamente, antes de que pudiera apartar la atención de mi hermano de los instrumentos, aquella señal se desvaneció, dejando a la vista nuestro mundo aún intacto.
»Por un momento me inundó el alivio. Había sido una alucinación, me dije, mientras mi hermano entraba los datos nuevos en la computadora, una alucinación provocada por el sentimiento de culpabilidad que yo sentía por la parte que me correspondía, por pequeña que fuera, en la locura que iba a destruir nuestro mundo.
»Pero luego, sólo momentos más tarde, mientras la computadora ordenaba el encendido de una fracción de segundo requerido del motor principal, la señal regresó. Nuestro mundo estaba otra vez bañado en sangre, y entonces supe que no se trataba de ninguna alucinación.
»Porque mi hermano también la vio.
»Aunque él no lo interpretó como la señal que era, y cuando yo traté de explicárselo, él se limitó a ridiculizarme.
»Pero entonces, cuando nuestro mundo estaba en lo más oscuro y sangriento, apareció el Santuario de los Regalos de ustedes. Éste borró por completo la imagen de nuestro agonizante mundo, y él ya no pudo negar la realidad de lo que estábamos viendo. Y un momento más tarde la estación de Tierra nos dijo que nuestra imagen en el radar había sido ocultada por otra más grande aunque indistinta.
»Y en ese instante, al ser confirmada la realidad física del Santuario, yo me di cuenta de que allí estaba nuestra salvación.
»Y supe también que era mi responsabilidad, mía y de ningún otro, el llevar a la práctica esa salvación.
»Yo, cuya impaciencia me había llevado a desertar de las filas de los defensores de la paz hacía casi una década, había sido elegido en ese momento para evitarle a nuestro mundo el sangriento holocausto que de lo contrario lo destruiría. Y el Santuario de ustedes, no los débiles aunque bien intencionados esfuerzos de mis antiguos compañeros, era el medio que se me había entregado para cumplir con esa tarea.
»Pero mi hermano no lo comprendió. Él no vio la salvación sino una amenaza terrible, una amenaza de la que el mundo tenía que ser puesto sobre aviso. Y yo no podía detenerlo. Como no fuera asesinándolo yo mismo, cosa que, por descontado, era incapaz de hacer, no podía evitar que comunicara con nuestros superiores, esos dementes que, junto con dementes similares en otras naciones, serían los responsables de la carnicería que yo ya tenía los medios para evitar.
»Así pues, emprendí la única acción que podía: viajé hacia el Santuario. Mientras mi hermano hablaba todavía con nuestros superiores, su mente tan absorta en la imagen del Santuario que no se daba cuenta de lo que yo estaba haciendo, me apoderé tanto del equipo espacial de mi hermano como del mío, y entré en la cámara de depresión y la cerré. Luego me puse mi propio equipo y salí de la lanzadera, llevándome también el de mi hermano. Cuando advirtió que me había marchado, me suplicó que regresara. Nuestros superiores, dijo, iban a enviar un misil para destruir el Santuario… el invasor, lo llamaban estúpidamente… y si nosotros no nos apartábamos del radio de alcance seríamos también destruidos.
»Pero yo continué. No tenía otra elección. Había sido elegido y no podía retroceder.
»Y al acercarme al Santuario… mientras mi hermano maniobraba con la lanzadora para ponerse a salvo… me fue dada la última señal. Durante un momento, mi trayectoria a través del espacio me llevó hasta un punto desde el que podía vislumbrar nuestro mundo, justo debajo del Santuario, y en ese momento vi que su imagen… que nuestro mundo… estaba aún más hermoso y limpio de lo que jamás lo había estado. Ni un solo rastro de sangre quedaba en él, y los azules y verdes y blancos que cubrían su superficie eran más vivos de lo que nunca los había visto.
»Fue entonces cuando supe que llevaría a cabo mi misión con éxito.
»Y cuando llegué al Santuario, en cuanto toqué su intacta superficie, fui rápidamente juzgado digno y aceptado, como por arte de magia, a través de las mismísimas paredes.
»Y allí permanecí, con sólo las provisiones de mi equipo y el de mi hermano para sustentarme, hasta que dominé el uso de los Regalos de ustedes.
»Al principio sólo fui capaz de destruir los misiles que eran estúpidamente lanzados contra mí, primero por mi propio país y luego por otras naciones que ciegamente se unieron a la mía en su loco esfuerzo por destruirme. Al final, cuando los muchos usos de sus Regalos me fueron plenamente revelados, fui capaz de buscar los misiles que estaban escondidos y lanzarlos al espacio para destruirlos allí.
»Y cuando estuvieron todos destruidos, cuando la sangrienta amenaza planetaria quedó eliminada, reuní a mi alrededor a los antiguos compañeros para regocijamos de que nuestro mundo, por fin, era libre para abandonar sus descabelladas armas y vivir en paz. Incluso mi hermano —agregó, con la primera sonrisa genuina desde que habían salido del hábitat— llegó a entender qué habíamos encontrado aquel día y se unió a nuestro trabajo.
Al acabar, Shar-Lon pulsó los mandos de la lanzadera y la hizo girar. Con lentitud, el planeta se deslizó hasta ser reemplazado por el hábitat, y por primera vez Geordi y Data fueron capaces de ver la totalidad de la estructura.
El fondo del cilindro del que habían salido, el extremo perpetuamente orientado hacia el Sol, era ligeramente redondeado. El cilindro de un kilómetro de largo era de un gris opaco, excepto por los enormes espejados reflejaban el sol al interior a través de las ranuras de los valles. En el centro del extremo opuesto, un eje tubular se extendía otros doscientos metros y acababa en un grupo de estructuras angulares rodeadas por un gigantesco espejo parabólico de casi un kilómetro de diámetro.
Obviamente, se trataba de la estación energética. La luz de sol concentrada por el espejo sería más que suficiente para suplir todas las necesidades energéticas del hábitat, tanto si extraían dicha energía mediante paneles solares como si utilizaban el calor para hacer funcionar anticuados generadores de turbina a vapor.
—En su gratitud, los pueblos nos regalaron esto, el mundo de los Guardianes de la Paz —dijo Shar-Lon, cuya voz era, una vez más, inexpresiva y carente de emoción, como si hablara de forma maquinal—, desde donde podemos continuar vigilándolos con los Regalos de ustedes. Su construcción habría sido imposible sin la paz y la cordura traídas por sus Regalos, pero una vez que fue eliminada la necesidad suicida de armas y ejércitos, todo se hizo posible.
Durante otro largo momento, Geordi estudió y analizó lo que veía y le contaban. Comprendió que para un mundo de aquel limitado nivel tecnológico el hábitat era en verdad notable, en particular cuando en apariencia no había ninguna luna de la que extraer materias primas. A menos que hubieran encontrado y remolcado un asteroide de la composición conveniente, todo lo que había entrado en el cilindro de un kilómetro de largo tendría que haber sido arrancado del poderoso campo gravitatorio del planeta, utilizando al parecer nada más que cohetes químicos.
El proyecto tendría que haber sido verdaderamente descomunal.
Entonces, Shar-Lon ya estaba maniobrando la lanzadera hacia la cámara de descompresión del extremo del cilindro orientado hacia el sol. Llenándose los pulmones de aire, Geordi apartó a la fuerza aquellos pensamientos de su mente. No importaba cómo aquella gente se las había arreglado para construir el hábitat; no importaban las penalidades que dicha construcción los hubiera hecho pasar: no era asunto suyo. Su única preocupación, suya y de Data, eran el Santuario y los Regalos que contenía y la posibilidad de que, con una enorme cantidad de suerte, uno de ellos pudiera proporcionarles la clave que los devolvería a él y Data a la Enterprise.