6

—Iniciada búsqueda según pauta establecida, velocidad de impulso, señor —informó el teniente Worf desde el terminal de navegación.

—¿Tiempo estimado de finalización de la búsqueda en veinte mil millas, teniente? —preguntó Picard.

—Aproximadamente cincuenta minutos, señor.

Picard asintió con la cabeza y se retrepó en el sillón del capitán para mirar la pantalla y esperar. De momento no había nada más que pudiera hacer, excepto esperar.

Esperar los resultados de la búsqueda. Esperar los informes del número uno y el ingeniero en jefe Argyle, los dos parte del numeroso grupo de expedición que ahora se encontraba en la nave abandonada. Esperar, y tratar de disimular su inquieta impaciencia, su frustración por encontrarse varado allí, en el puente, y no poder sumarse al grupo que iba a tratar de desentrañar los secretos de la nave alienígena…, secretos que, esperaba con fervor, los conducirían al comandante Data y al teniente LaForge.

Sólo habían hecho falta minutos para determinar que nada de lo que había en la sala de la que Data y LaForge fueron transportados era una trampa, como lo había sido la propia nave abandonada… como lo eran, al parecer, los paneles que permitían el acceso en el resto de salas. Pocos minutos después los receptáculos de hibernación estuvieron abiertos, lo que puso de manifiesto que se encontraban, tal y como lo había indicado el tricorder de Riker, vacíos.

Ahora, Argyle y algunos de sus hombres estaban trabajando para analizar el transportador, con el fin de ver si podían obtener alguna pista respecto al lugar al que podrían haber sido enviados Data y LaForge. El resto de la expedición se dividió en una docena de grupos, y se dispersó por los estrechos corredores de la nave abandonada por ver de entrar en las otras salas —compartimientos de equipo, por lo que ahora parecía—, sin disparar los niveles de la radiación, cosa que fundiría los circuitos de lo que hubiera dentro.

Y con toda esa actividad en marcha, Picard había puesto a la Enterprise a realizar su propia búsqueda de cualquier objeto al que los hombres hubieran podido ser transportados. Una vez que se hubiese completado la pauta en espiral de búsqueda, no quedaría un metro cúbico de espacio, dentro del alcance de un transportador en torno a la nave abandonada, que no hubiese sido sondeado por la Enterprise. Si existía alguna nave dentro de toda esa área de rastreo, independientemente de sus escudos o camuflajes, sería descubierta.

—Capitán. —La voz del ingeniero en jefe Argyle a través del comunicador apartó la atención de Picard de la configuración de estrellas continuamente cambiante de la pantalla—. Creo que tenemos una pista de hacia dónde tiene que haber enviado a los hombres el transportador que hay aquí, pero me temo que no va a servirnos de mucho.

Picard frunció el ceño, y pulsó su insignia comunicador.

—Argyle, cualquier información es mejor que nada. ¿Qué ha encontrado?

—Que el destino de este transportador era con casi total seguridad un punto del interior de la propia nave abandonada. Pero…

—Entonces, ¿Data y LaForge están todavía dentro de la nave? ¿Aunque los sensores y tricorders digan lo contrario?

—No, capitán, lo más seguro es que no sea así. Por lo que parece, este transportador sólo los ha desplazado durante una primera etapa de su viaje…, hasta alguna de los centenares de salas que hay, y no tenemos forma de saber a cuál. El problema es que ahora parece que cada una de esas salas contiene su propio transportador. Todavía no hemos podido entrar en ninguna de esas otras, pero las lecturas de tricorder que mis hombres han tomado desde fuera indican la presencia de lo que semejan circuitos de transportador. Casi tenemos que suponer que, cualquiera que sea la habitación a la que enviaron a Data y LaForge, fueron transportados desde allí hasta un segundo destino.

Las facciones de Picard se endurecieron al cruzarle la mente una idea.

—Ellos… sus configuraciones… no habrán podido ser almacenados en una de las matrices de transportador, ¿verdad?

—No hemos detectado ningún circuito que indique que semejante almacenamiento sea posible, señor. —Argyle hizo una pausa antes de continuar con renuencia—. Sin embargo, capitán, me siento obligado a señalar que cabe la posibilidad de que hayan sido transmitidos pero no… no recibidos.

Picard reprimió un estremecimiento. Desde sus primeros tiempos en la academia, había oído historias de gente que fue transmitida —descompuesta, transformada en energía, y esa energía enviada— pero nunca recibida, nunca reconvertida en materia en el punto de destino. Claro está que dichas historias eran consideradas rumores sin fundamento, puestos en circulación principalmente para asustar a los cadetes novatos. Pero las posibilidades de un incidente semejante eran, para Picard y muchos otros que con tanta frecuencia dependían de los transportadores para realizar sus desplazamientos, el equivalente moderno del ser enterrado en vida.

Nunca había conseguido librarse del todo del horror que aquello continuaba inspirándole. Y ahora, el pensar que algo así hubiera podido ocurrirles a dos de sus hombres, dos a los que él se complacía en considerar amigos…

—Entren en esas salas, Argyle —dijo Picard, dándole a su voz una entonación inexpresiva con la intención de no poner en evidencia los sentimientos que habían hecho presa en él—. No importa lo que haga falta, entren en esas salas. Averigüen qué ha sucedido con los tenientes Data y LaForge.

Era en esos momentos, cuando despertaba —recobraba el conocimiento—, que Geordi más deseaba la capacidad que para los demás era un hecho natural: la capacidad de abrir los ojos con la lentitud o la rapidez deseada.

Pero el visor no estaba equipado con el equivalente de párpados. En cuanto despertaba, en el instante en que los centros de visión de su cerebro entraban en actividad, se veían asaltados por una avalancha de ondas luminosas que bombardeaban su visor, y no había forma de evitarlo, ni siquiera modo de reducir la extensión de más de ciento ochenta grados de rielantes colores que se entretejían.

Lo máximo que podía hacer era yacer inmóvil para no añadir a su confusión la que provocaría su propio movimiento, durante el tiempo que tardaba su cerebro en centrarse sobre las formas que representaban objetos sólidos, discernir los brillantes arco iris que representaban campos energéticos inanimados pero vibrantes, y aún otras imágenes que eran las auras de los seres vivos.

Pero ahora, incluso antes de que las imágenes se aclararan, se dio cuenta de que ya no había ingravidez. Yacía sobre algo mullido, sujeto por una gravedad muy parecida a la de la Tierra. Excepto que…

No era gravedad.

El hecho de que la suave aura que lo baña todo en un campo de gravedad artificial no estuviera presente, fue uno de los primeros detalles que emergieron de la confusión de datos del visor, y un momento después echó de ver que también estaba ausente la aún más suave pero igualmente distintiva aura de la gravedad planetaria normal.

Eso significaba que, a menos que se hallara en presencia de una tecnología capaz de un método de generación de gravedad desconocido para la ciencia de la Federación, el peso que experimentaba era resultado de la fuerza centrífuga. Dondequiera que se encontrara, estaba girando como una estación espacial del siglo XXI, de ahí la sensación de gravedad.

Entretanto, el caos de ondas luminosas había comenzado a aclararse, y las imágenes empezaban a confirmarse.

Data, con sus dorados ojos alerta y preocupados, emergió primero, de pie y con la mirada inclinada hacia él.

Luego lo hizo la habitación en que se encontraba, y el hecho de que lo mullido sobre lo que estaba tumbado era la superficie de un enorme sofá.

Y lo que podía ver de la habitación misma presentaba el mismo estilo que el sofá. Sobre el suelo había una moqueta gris rojiza con un pelo —sintético, no orgánico, según le reveló un inédito sondeo espectrográfico— que era tan alto como media docena de las sencillas moquetas de la Enterprise. La totalidad de la pared que estaba frente al sofá —y otros dos sofás idénticos a éste—, se encontraba cubierta por los pliegues de unas colgaduras de algo parecido al terciopelo.

Resueltamente, Geordi se sentó y miró en torno, captando el resto de la habitación en una fracción de segundo.

Detrás de su sofá, había varias sillas, en apariencia tan mullidas y acogedoras como el sofá. Las sillas estaban dispuestas en un arco en el centro del cual había otra silla, ésta severa e imponente. No era un trono propiamente dicho, pero esa impresión planeaba sobre ella.

En lo alto de la pared, opuesta a la de las colgaduras, y detrás del asiento solitario, había una representación de un metro de ancho de la misma cara estilizada y encerrada en un círculo que llevaban como un blasón en el uniforme los tres que habían acudido a recibirlos, y asesinarles. Debajo de ésta se veía una puerta que daba la impresión de ser deslizante, pero no una que ellos pudieran abrir con facilidad. Era perfectamente lisa, sin mecanismo de abertura, ni rebaje ni resalte.

En las paredes laterales, ocupando virtualmente cada centímetro cuadrado excepto la puerta de dos metros de altura en una de ellas, había un par de murales. Uno era el cuadro de una ciudad en ruinas, sus calles sembradas de escombros y cadáveres dispersos, sus edificios apenas muñones dentados, mientras que al fondo se alzaba el inconfundible hongo nuboso de una primitiva pero formidable explosión nuclear. El mural de la pared de enfrente era también una ciudad, pero allí resplandecía el sol y sus calles estaban llenas de personas sonrientes. A un lado se veía un parque, y a lo lejos, en la línea del horizonte, una campiña que se veía tan ajardinada como el propio parque.

Y en el cielo, en el lugar ocupado por el hongo atómico del otro mural, estaba una vez más el estilizado rostro, en este caso no tan nítido sino sutilmente apuntado en una serie de jirones de nubes contra un cielo aún más azul que el de la propia Tierra.

—¿Se encuentra bien, Geordi? —preguntó Data.

—Creo que sí pero ¿dónde diablos estamos?

—Dentro del contexto de su metáfora de Oz, tendría que decir que estamos «en alguna parte por encima del arco iris» —replicó Data con solemnidad, y luego agregó, mirando el rostro estilizado que bosquejaban las nubes—: Y ése tiene que ser el mago, mientras que yo podría muy lógicamente ser considerado el hombre de hojalata.

Geordi no pudo evitar una repentina sonrisa, a pesar de que la situación en la que habían caído no tenía nada de divertida.

—Ojalá no hayamos hemos hecho enfadar a la bruja malvada del oeste, quienquiera que resulte ser.

—Parece que confían en nosotros, quienesquiera que sean nuestros captores —comentó Data—. No nos han despojado de nuestro equipo, ni siquiera de las pistolas fásicas.

Geordi bajó la mirada y vio que Data tenía razón. También advirtió que sus traductores habían sido apagados. Cuando Geordi alargó en un acto reflejo la mano hacia el suyo, Data dijo:

—Me he tomado la libertad de desactivarlos. Pensé que preferiría que las primeras observaciones que hiciéramos cuando despertara fuesen privadas.

Geordi recorrió la habitación con la mirada una vez más.

—¿Cree usted que nos están escuchando?

—No hay manera de saberlo, pero no tengo ninguna razón para creer que no estén haciéndolo.

Geordi asintió.

—Buena idea. Pero cuando aparezca alguien, si es que aparece, no permitamos que se den cuenta de que los apagó de forma deliberada. Dejemos que piensen que nuestras máquinas fallan de vez en cuando, de modo que podamos mantener más conversaciones privadas en el futuro si fuera necesario.

—Yo continuaré siguiéndole la corriente, Geordi.

—Y yo a usted. —Volvió a mirar la habitación—. ¿Tiene alguna idea de cómo hemos llegado hasta aquí? Lo último que recuerdo es haber sido alcanzado por algo parecido a un rayo fásico, justo después de paralizar a uno de los tres mosqueteros cuando sacó su arma y actuó como si estuviera a punto de hacer fuego contra nosotros.

—A partir de ese momento, yo sé poco más que usted —explicó Data, que en apariencia había encontrado en su memoria la referencia literaria o decidido hacer caso omiso de la imagen por el momento—. También yo quedé inconsciente, y recobré el conocimiento sólo momentos antes que usted, en ese sofá que está junto al suyo.

—Eso me temía —comentó Geordi, luego se volvió y avanzó hacia las colgaduras en busca de alguna cuerda que sirviera para descorrerlas—. Entonces, supongo que tampoco sabe qué hay aquí detrás.

—No, Geordi; pensé que era más importante asegurarme de que usted no había resultado herido.

Mientras Data hablaba, Geordi buscaba a tientas las cuerdas, pero no encontró ninguna. Finalmente renunció.

Si Geordi hubiera podido parpadear, lo habría hecho, al ser golpeados sus sentidos por todo un caos nuevo de información a través del visor.

Detrás de las colgaduras había un ventanal que ocupaba toda la pared.

Y más allá del ventanal había todo un mundo: tres valles llenos de árboles, campos de cultivo y casas semiocultas se extendían dentro de una suerte de cilindro de centenares de metros de diámetro, y al menos un kilómetro de longitud. Entre los valles había ranuras transparentes, que seguían por la curvatura del cilindro, y sobre ellas, en la zona superior, sólo parcialmente visibles, enormes espejos reflejaban al interior de los valles la luz de un sol de tipo G, apenas diferente del sol terrícola.

Era un hábitat espacial.

Si se descartaban los colores de la vegetación —verde con un leve tinte azul—, podría haber sido uno de los hábitats espaciales O’Neill de la Tierra, de principios del siglo XXI. Había visto imágenes holográficas en la academia que representaban ejemplos de una media docena de mundos, pero jamás había contemplado uno real.

Hasta ahora.

Él y Data se encontraban en el extremo de un hábitat espacial. Resultaba evidente que no había sido diseñado por O’Neill, no tenía sentido allí, en el rincón de la galaxia en que se hallaran; pero quienquiera que fuese el diseñador, había trabajado sobre los mismos principios.

Geordi silbó con incredulidad.

—Vaya con su imaginativo «en alguna parte por encima del arco iris»…

—Sí —dijo Data—, este mundo explica las lecturas de varios centenares de formas de vida que nuestros tricorders registraron. Teníamos que encontramos en algún punto emplazado a lo largo del eje rotatorio de esta estructura, o en alguna otra estructura separada y no rotatoria.

—¿Puede concretar más?

—Por la distancia y distribución de las formas de vida registradas por el tricorder, tengo que suponer que nos hallábamos en una especie de satélite.

—¿Podría encontrarlo otra vez si tuviera que hacerlo?

—Sin más información, no, Geordi.

Con el ceño fruncido, Geordi espió los espacios en que los espejos no bloqueaban del todo la visión del espacio exterior. Pero ni siquiera su visor pudo distinguir nada. Si había otros satélites o incluso un planeta allí fuera —el planeta que habían visto en la pantalla de la ya lejana plataforma del extraño transformador, por ejemplo—, ninguno estaba donde pudiera ser visto.

De pronto le llegó un zumbido desde el techo, de encima de las colgaduras, y éstas se deslizaron suavemente hacia los lados como cortinas de un escenario, dejando del todo a la vista la ventana y lo que se extendía más allá de ésta.

Un instante después, la puerta que se hallaba detrás de la silla imponente se abrió, deslizándose con suavidad.

A paso vivo, un hombre la traspuso y la puerta volvió a cerrarse tras él. Era viejo, y parecía tan humano como los otros tres que habían visto. Vestía un uniforme de una pieza ceñido por un cinturón, similar a los que llevaban los otros excepto por ser amarillo brillante y, en lugar de la cara estilizada, llevaba en el pecho un sencillo círculo de un amarillo aún más vivo. Durante un momento, Geordi se preguntó el porqué de la ausencia de la cara estilizada aparentemente ubicua, pero luego advirtió la razón. El hombre mismo tenía que haber sido, décadas antes, el modelo de ese rostro. Ni siquiera ahora podía pasarse por alto el parecido.

El hombre comenzó a hablar pero, sin los traductores, sus palabras eran un galimatías.

Geordi comenzó a encender el suyo, pero recordó a tiempo la estrategia que le había sugerido a Data. Asumiendo una expresión de ceñuda perplejidad, miró su traductor y lo sacó del cinturón. Tras darle un golpe seco, escuchó durante un segundo y luego, mientras miraba directamente al hombre que acababa de entrar, le dijo a Data:

—Zarandee un poco su traductor y luego, disimuladamente, enciéndalo.

Data, los ojos también fijos en el hombre, contestó:

—Continuaré siguiéndole la corriente, Geordi.

Para entonces, el hombre había dejado de hablar y miraba inquieto del uno al otro. Moviendo las cabezas en lo que esperaban que fuera una indicación de que no sabían qué estaba sucediendo, sacudieron sus traductores y les dieron golpecitos hasta que Geordi subrepticiamente encendió el suyo. Un momento después, Data siguió su ejemplo.

—Ahora funcionan —dijo Geordi, volviendo a mirar al anciano—. De vez en cuanto tenemos problemas con estos aparatos.

Los ojos del hombre se abrieron momentáneamente de par en par cuando los traductores se pusieron a emitir palabras en su propio idioma, y Geordi pudo ver que todo su cuerpo se ponía un poco rígido.

—Bienvenidos al Mundo de los Guardianes de la Paz —declaró—. Yo soy Shar-Lon, presidente del Consejo de los Guardianes de la Paz. Les ruego que me permitan expresar nuestra ilimitada gratitud por lo que sus Regalos han hecho posible. Si hay cualquier cosa que podamos hacer para ayudarlos, sólo tienen que pedirla.

—Podría comenzar por contarnos por qué uno de sus hombres intentó matamos —improvisó Geordi hablando con voz severa—, y por qué nos dejaron inconscientes y nos arrastraron hasta aquí.

Apenas se produjo cambio alguno en la expresión de Shar-Lon, tal vez una leve tensión en torno a los ojos, pero el espectro infrarrojo que captaba Geordi a través del visor puso de manifiesto una repentina caída de la temperatura superficial en partes del rostro y las manos de Shar-Lon, lo que reflejaba un cambio en el flujo sanguíneo a través de sus venas. En un ser humano, este tipo de reacción indicaba la aparición de un sentimiento de recelo, incluso de miedo. No existía razón alguna para pensar que significara algo diferente en Shar-Lon.

—Sólo puedo pedirles disculpas por permitir que sucediera, y asegurarles que el individuo será tratado de la forma que ustedes deseen. Mi delegado Kel-Nar, que los trajo personalmente hasta aquí, ha puesto a los tres bajo vigilancia, en espera de las órdenes de ustedes.

—Sólo uno pareció dispuesto a atacarnos —respondió Geordi en tono firme—, pero antes de que decidamos lo que debe hacerse con él, díganos por qué se comportó de esa forma. Conjeturo que no fue por orden suya.

El anciano lo negó rotundamente con la cabeza.

—Yo nunca haría… —comenzó a decir mientras un tono exculpatorio le recorría la voz; luego se interrumpió como si de pronto hubiera recobrado el control—. Desgraciadamente —prosiguió, con una voz que volvía a ser casi monótona—, hay unos pocos… muy pocos… individuos desequilibrados entre nosotros que no comparten nuestro regocijo por la llegada de ustedes.

—¿Incluso entre su propio personal? Por los uniformes, deduzco que los tres que acudieron a recibirnos… y matarnos… fueron enviados por usted.

—Lo fueron. Pero resulta imposible predecir siempre a quién atacará la locura.

—¿Cómo podemos estar seguros de que no lo atacará a usted?

—¡Impensable! —declaró Shar-Lon, temblando. Y luego, inclinando la cabeza, agregó—: Yo estoy a disposición de ustedes. Mi único deseo es hacer la voluntad de los Constructores. Hagan conmigo lo que les plazca. Las armas con las que neutralizaron al que los atacó, continúan en sus cinturones.

Eso era cierto. Y además las pistolas fásicas estaban, según pudo ver Geordi, completamente cargadas.

Estudiando una vez más al hombre, Geordi se preguntó: ¿Cuánto podían revelarle sin correr peligro? Sobre todo, ¿estarían a salvo si le contaban que él y Data no eran quienes él y los demás creían que eran, los responsables de los «Regalos», los llamados «Constructores»?

La natural inclinación de Geordi en casi todas las situaciones era el decir la simple verdad, pero en este caso no había forma de saber cuál sería la reacción ante la misma. Shar-Lon parecía sentir un temor reverencial ante esos Constructores, quienesquiera que hubiesen podido ser, pero ¿qué sentiría ante un par de humildes impostores? Si ese miedo se transformaba en cólera, las dos pistolas fásicas no podrían mantener a raya a los centenares de habitantes cuya presencia habían detectado los tricorders en este mundo cilíndrico, en particular si la mayoría de ellos llevaba las mismas armas primitivas pero mortales que tenían los primeros tres.

¿Era posible que el que intentó atacarles en la cámara se hubiera dado cuenta de la verdad —que Geordi y Data no eran los llamados Constructores—, y que se debiera a ello su proceder?

Por otro lado, si intentaban salir del paso con un farol, tendrían que fingir saber más de lo que en realidad sabían. Peor aún, no se atreverían a formular de forma abierta ninguna de las incontables preguntas que tenían que ser respondidas antes de que tuvieran una oportunidad de hallar el camino de regreso a la Enterprise.

Y estaba el hecho de que el echarse faroles —las mentiras en general— hacían que Geordi se sintiera tremendamente incómodo. Y sin embargo…

Una vez más, Geordi se representó al capitán Picard en esta situación, y procuró imaginar qué haría él. Y, como siempre sucedía, este recurso pareció conferirle ánimo, determinación.

—Sí —dijo por fin Geordi, pasando los dedos por la pistola fásica—, hemos advertido que nuestros equipos fueron dejados intactos, y apreciamos su cortesía. Como estoy seguro que la apreciarán nuestros superiores cuando les demos nuestro informe —agregó, satisfecho con su repentina inspiración.

Shar-Lon se tensó aún más.

—¿Han venido entonces con un propósito específico?

—Por supuesto. Como podría esperarse, deseamos averiguar qué uso han hecho ustedes de nuestros Regalos.

En el instante en que la última palabra salió del traductor, Geordi se dio cuenta de que, por la razón que fuere, tenía que haber dicho algo correcto. Aunque Shar-Lon hizo todo lo posible para mantener sus facciones inalteradas, se distendió de manera visible, y el espectro infrarrojo reveló una vez más un cambio extenso, que en este caso indicaba un repentino descenso de la tensión, casi una relajación.

—La esencia está aquí —declaró, al tiempo que hacía un gesto hacia los murales—. Esto —prosiguió, señalando la ciudad en ruinas con el hongo atómico—, es lo que habría sido de no recibir nosotros sus Regalos. Y esto —un gesto hacia la ciudad idealizada con la imagen esbozada en nubes de su propio rostro flotando en el fondo—, esto es lo que tenemos. Éste es el mundo que existe.

—Muy impresionante —repuso Geordi evasivo—. Si todo es como usted dice, no me cabe la menor duda de que nuestro informe será satisfactorio y nuestros superiores se sentirán satisfechos.

Durante un largo momento, el anciano permaneció en una perfecta inmovilidad y Geordi no pudo leerle la expresión. Incluso las reacciones en los infrarrojos eran confusas, como si las emociones del hombre se hubieran desconectado. La relajación evidente de momentos antes había desaparecido, pero Geordi no podía saber qué la había reemplazado.

—Vengan —dijo el anciano con una voz ahora extrañamente carente de emoción, de un sonido algo hueco—, y les mostraré lo que hemos logrado con sus Regalos.

Al volverse, la puerta se abrió deslizándose en silencio y, con un amortiguado susurro, las colgaduras corrieron, cerrando de forma abrupta la vista panorámica del interior del cilindro.