En el Bosque de Dagora, el Dragón Verde se preparaba. Aunque sus tierras estaban mucho más al sur que las Llanuras Infernales o incluso Wenslis, las primeras avanzadillas de las manadas diabólicas lanzadas por el Dragón de Hielo ya habían conseguido entrar en su territorio. Demasiado entusiastas, pensó el dragón con acritud. Las habían destruido, pero a un precio mayor del que le habría gustado. Imaginaba muy bien los sufrimientos del norte. Por medio de los espías que tenía desperdigados por todo el Reino de los Dragones y de aquellos que habían buscado refugio en su bosque, sabía que se estaban secando muchos campos y bosques y que cientos de animales y personas —dragones, humanos, todo ser vivo— habían muerto de frío, hambre, o peor aún, a causa de la insaciable voracidad de las criaturas del Dragón de Hielo.
Nuevos intentos de ponerse en contacto con sus hermanos y pedir su colaboración habían conseguido muy poco. El Dragón de las Tormentas no se dio por enterado, aunque el Dragón Verde era de la opinión de que su hermano del nordeste planeaba algo, siempre y cuando siguiera vivo. El territorio del Dragón de Plata estaba siendo atacado, y no tenía tiempo de hablar con él, aunque se le dio a entender de inmediato que no se rechazaría ninguna ayuda. El señor de Lochivar permanecía en silencio, al igual que el enigmático señor de la Península Legar. Que el Dragón de Cristal permaneciera indiferente, desconcertaba al Dragón Verde. De todos modos, el Dragón de Cristal siempre le había desconcertado. En cuanto al Dragón Negro, al parecer pensaba que si se ocultaba en sus dominios y no hacía nada, el Dragón de Hielo lo dejaría en paz. Una estupidez.
Sin embargo, Penacles resultó un enigma aún mayor que los Reyes Dragón.
Había descubierto la presencia del Dragón Azul allí y la alianza temporal fraguada con el Grifo. Eso, en sí mismo, era ya sorprendente, pero ahora aquellos se encontraban inmersos en algo que el pájaro-león definía como un gran peligro y a la vez su única esperanza. Incluso la noticia de que se había visto, en un momento dado, a una bandada de Rastreadores que transportaban varios bultos enormes hacia el norte no había merecido más que unos pocos segundos del tiempo del pájaro-león. Las crías del Emperador Dragón carecían de importancia en un momento en que todo el reino podía dejar de existir. Mascullando para sí, el señor del Bosque de Dagora había sentido cómo el Grifo cortaba la comunicación con tal decisión que supo que sería inútil intentar obtener más información.
Y en algún lugar de los Territorios del Norte, en la guarida de su loco hermano, las crías que podían haber facilitado a su raza su futuro junto a la humanidad estaban, probablemente, a punto de morir. En las garras de alguien de su propia raza.
Empezó a pasear a grandes zancadas por el perímetro de la cámara central de su fortaleza, impotente para hacer otra cosa que intentar rechazar las abominaciones y rezar porque o bien el cachorro de Bedlam o el Grifo tuvieran éxito. Depositar su futuro —su vida misma— en las manos de aquéllos lo amedrentaba, a pesar de que ya había hecho algo semejante cuando había firmado su pacto original con el Grifo.
De la misma forma que las auténticas residencias de la mayoría de los Reyes Dragón reflejaban sus naturalezas respectivas, la ciudadela del Dragón Verde era la unión de la naturaleza con la civilización a una escala más grandiosa aún que la Mansión. Un gigantesco rey de los robles, mayor y más viejo que cualquier otro árbol del bosque, había sido trabajado por los Rastreadores —al menos, él suponía que fueron los Rastreadores— para establecer habitaciones y pasillos, algunas de las primeras bastante enormes, por toda la planta a pesar de que el roble mismo era robusto y saludable. Si el Dragón Verde abrigaba alguna superstición, era que su reino se desmoronaría el día que el árbol muriera. No era sorprendente, pues, que uno de sus predecesores hubiera hecho del cuidado diario del roble la prioridad principal. Todavía lo era.
—¡Señor Verde! —llamó una voz áspera.
El Rey Dragón se quedó como paralizado.
Ante él apareció un punto diminuto que parecía desdoblarse continuamente, adquiriendo a toda velocidad una forma humanoide que acabó por dar paso a la forma humana de Cabe Bedlam. Los guardias dragones, alertados por la desconocida voz, entraron corriendo, uno de ellos conduciendo un par de jóvenes dragones menores. El Rey Dragón los hizo salir con un gesto de la mano.
Cabe estaba pálido y jadeaba. Se paró un momento, sorprendido por lo que acababa de hacer, y entonces recordó por qué estaba allí. Sin preocuparse del protocolo, agarró al Dragón Verde por el brazo y preguntó atropelladamente:
—¡Mi señor! Habéis acumulado un gran tesoro de artefactos que habían pertenecido a los Rastreadores, los Quel, y a otras civilizaciones, ¿no es así?
—Así es. —En el interior del humano existía una tremenda concentración de energía, y era de tal calibre que el draconiano monarca no tenía la menor intención de tratarle de otra forma que no fuera con el mayor respeto.
—¡Debo verlo! ¿Tengo vuestro permiso?
—Sí, cla...
—¡Teletransportadnos a ambos allí! ¡Yo... yo mantengo un equilibrio que debo tener mucho cuidado de no perder!
Estupefacto tanto por el tono exigente como por la sola idea de recibir órdenes de un humano, el Rey Dragón, no obstante, sólo vaciló un segundo. Después de todo, se trataba de un Bedlam, que en aquellos momentos debería estar en los Territorios del Norte. Si es que Cabe estaba realmente aquí...
No perdió más tiempo en palabras inútiles. Desaparecieron antes de que ninguno de los dos pudiera recuperar el aliento.
* * *
—No funciona —refunfuñó el Grifo—. ¡Hemos llegado demasiado tarde!
—Hestia acaba de entrar sólo en la primera porción de su fase. Ambas lunas tienen que estar en posición, Lord Grifo. ¡No puede ser demasiado tarde!
El Rey Dragón parecía tan cansado como se sentía el pájaro-león. Habían entregado a aquello todo lo que poseían y los únicos resultados había sido el agotamiento para ambos. Por lo que sabían, lo más probable era que el Dragón de Hielo no hubiera ni sentido su ataque.
—Falta algo...
—¡Evidente! —exclamó el dragón—. Pero ¿qué?
Estaban sentados en el suelo de los aposentos del Grifo, con el Huevo de Yalak colocado entre ambos. El Huevo brillaba con fuerza; era la única cosa que se había beneficiado de momento del conjuro. El Grifo no podía evitar pensar que el Huevo esperaba a que ellos hicieran algo más; pero ¿qué?
Había muchos pasajes del libro que insinuaban otras posibilidades. ¿Se le había pasado alguna por alto? El Grifo estiraba el brazo para tomar el libro cuando una exclamación de su draconiano aliado le hizo volver la cabeza.
El rostro de Cabe los contemplaba desde el interior del cristal. No era una visión de cosas futuras; el joven los miraba. Sus ojos se posaron inquisitivos sobre el Dragón Azul, luego se clavaron en su amigo.
—Grifo, ¿habéis seguido los pasajes del libro?
Los dos ocupantes de la habitación intercambiaron sendas miradas antes de que el señor de Penacles respondiera:
—Sí, ¿cómo ha...?
Cabe sonrió, pero era una sonrisa cansada, desgastada.
—La verdad es que lo he supuesto. También he estado en contacto con algunos de los hermanos de vuestro... socio.
—¿Ah, sí? —Del señor del Reino Marítimo de Irillian emanaba una curiosidad contenida e incluso un leve atisbo de instintiva desconfianza.
Cabe ignoró al Rey Dragón.
—Habéis fracasado. No me preguntéis cómo lo sé. Habéis malinterpretado una sección, creo, porque en realidad no la comprendíais. No os preocupéis; sé qué hacer. Sólo necesito que vosotros dos continuéis con ello. Mientras tengáis la voluntad, el poder. No os detengáis hasta que el agotamiento pueda con vosotros. Es la única forma.
Cabe empezaba a desvanecerse mientras hablaba, y el Grifo le gritó:
—¡Cabe! ¿Qué vas a hacer?
Hubo cierta vacilación y entonces, en un tono casi melancólico, la voz ahora casi espectral de Cabe respondió:
—Lo que el Dragón Pardo intentó hacerme en una ocasión... más o menos.
El Huevo de Yalak volvió a convertirse en una resplandeciente cáscara nebulosa.
—¿Qué ha querido decir el cachorro de Bedlam al hablar del Dragón Pardo? ¡Pardo murió a manos de ese humano en las Tierras Yermas!
El Grifo meditaba. Tenía una clara idea de lo que Cabe quería decir. Respondió al Rey Dragón en tono distraído:
—El Dragón Pardo llevó a Cabe a las Tierras Yermas; fue él quien sacó a la luz los poderes de Cabe. Él... —No podía existir ningún error. El capturador de Cabe sólo había tenido una cosa en mente aquella noche, una noche en que las Gemelas estaban muy altas en el firmamento. Casi en las mismas posiciones que ahora no tardarían en ocupar. En cuestión de minutos—. Quería sacrificar la vida del muchacho para invertir la maldición.
El Dragón Azul comprendió al fin.
—Hasta ahora me resultaba difícil creer a un humano capaz de una acción así.
—Entonces consigamos que funcione. Por él. —El pájaro-león volvió a acomodarse—. Nosotros sólo tenemos que proporcionar nuestra energía; Cabe Bedlam piensa entregar su vida.
* * *
La cólera del Dragón de Hielo ante la huida de Cabe —debida a su exceso de confianza— fue tan corta como terrible. Las paredes de la cámara, debilitadas ya por el ataque del Dragón de las Tormentas, empezaron a desmoronarse otra vez. El techo se agrietó y amenazó con desplomarse, y alrededor de la figura del helado monarca se formaron violentas tormentas de nieve. Gwen, que era quien estaba más cerca del dragón, volvió la cabeza todo lo que pudo para protegerse, el cuerpo medio enterrado ya en la mágica nieve.
Toma sintió que su mano derecha se soltaba al tiempo que escuchaba el sonido del hielo al chocar contra el suelo. Disimuló, no obstante; el Dragón de Hielo había recuperado el control, y ninguno de los prisioneros que aún tenía podía utilizar sus poderes. Ni siquiera Toma era capaz de cambiar a su aspecto normal.
—¡Bedlam! —El nombre, escupido en medio de una explosión de humo helado, marcó el final de la diatriba del Rey Dragón. La máscara fría y sin vida volvió a aparecer en su rostro—. No importa. Aunque el último de los Bedlam no sea más que una cría cobarde, todavía tengo a su hembra.
Sus ojos volvieron a posarse en Gwen, atrapada en el hielo, y ésta le devolvió la mirada con valentía.
—Tú muestras más los dientes que tu compañero, pequeña. Tu poder, tu vitalidad, aumentará enormemente mi fuerza. Si ya no hay más interrupciones, volveremos a empezar.
El demacrado leviatán se alzó a cuatro patas y se colocó a un lado del pozo. La cosa del interior se movió, y Gwen tuvo una breve visión de algo al menos tan grande como el mismo Rey Dragón. Su desafío dio paso a la incertidumbre y, a pesar de sus intentos por reprimirlo, al miedo.
* * *
A la izquierda del dragón se dejaron oír siseos y chillidos. Las crías habían escapado a sus guardianes y se apelotonaban alrededor de la figura indiferente del Dragón Dorado. Parecía como si le instasen a hacer algo. Sus siseos indicaban rabia y miedo, pero no por ellos mismos, tal y como quedó claro enseguida, sino por la Dama del Ámbar. Gwen comprendió entonces que debían de haber recibido la llamada que lanzara anteriormente, pero, de todas formas, no había nada que pudieran hacer.
Un gruñido de enojo brotó del señor de los gélidos Territorios del Norte.
—Quizá, puesto que están tan corrompidos por el contacto con la humanidad, debería entregárselos ahora a mi reina. Lavará la vergüenza mucho antes.
—¡No! —gritó Gwen—. ¡Al menos deja que vivan! ¡Son de tu propia raza! ¡Los hijos de tu emperador!
—Y los futuros gobernantes marioneta de la humanidad. Creo que no lo haré. No tardarán en reunirse contigo. Es preferible que den la vida por la gloria de su raza a tener que inclinarse y llamar «señor» a esa chusma de sangre caliente.
El seudópodo de hielo condujo a Gwen en dirección al pozo. A cada centímetro que se acercaba la desesperación generada por el hechizo del Rey Dragón se volvía más opresiva, hasta que no pudo hacer nada para resistirse a ella.
Y entonces...
Y entonces, la desesperación se esfumó. El miedo desapareció. El frío menguaba. Las tormentas de nieve que se arremolinaban alrededor de la caverna empezaron a disminuir frente a un calor veraniego y toda la cámara se vio iluminada como jamás lo había estado.
Y allí estaba Cabe Bedlam, los brazos extendidos, un pequeño objeto en la mano izquierda, y el mismo aspecto de su abuelo. La monstruosa reina del Dragón de Hielo se removió inquieta, separada de improviso de su canal de alimentación, separada de aquel otro eslabón que la mantenía dúctil. Un eslabón que ahora extendía las enormes alas cubiertas de escarcha y contemplaba con ojos llenos de ansia asesina al diminuto humano.
«¿Qué has hecho?»
El Dragón de Hielo parecía llenar la sala. A la vez magnífico y terrible, se alzaba por encima de todo lo demás. Mucho más alto que cualquier otro de sus hermanos, con una piel apergaminada que apenas si conseguía cubrir sus huesos, y una furia tan grande que proporcionó al dragón una calma casi tan aterradora como su anterior actitud inerte y desprovista de emoción.
La luz, el calor, empezaron a desvanecerse. Aparecieron nuevas tormentas.
—Bedlam.
—Te advertí que no lo sabías todo, Rey Dragón. No te mentí.
—Nada se me ha escapado. Nada.
Cabe se encogió de hombros. Una parte de él se mostraba tan indiferente como asustada se mostraba la otra, pero no tenía elección. Las cosas tenían que hacerse de aquella manera. Aunque al final significara su muerte.
—Como gustes. Pero la verdad es evidente.
Engañado ya en una ocasión, el Dragón de Hielo incrementó su hechizo debilitador. Sus otros prisioneros permanecieron inmovilizados, inofensivos, pero Cabe todavía resplandecía con la furia de su propio poder. La incredulidad empezó a instalarse en el corazón de hierro del dragón. Necesitaba más poder.
La cosa del pozo protestó. Ignoró su enojo y absorbió ese poder, causando sin quererlo la muerte de incontables criaturas, sus extensiones, matándolas literalmente de hambre al arrebatarles toda la energía que poseían y hacerla suya. Resplandecía ahora, pero era un resplandor glacial y sin vida que le daba el aspecto de un gigantesco heraldo de la muerte, lo cual quizá sí era.
El cachorro de Bedlam siguió sin hacer otra cosa que aguardar.
Una risa burlona escapó de la garganta del Rey Dragón, un sonido estridente que sacudió aun más la frágil estructura del techo. El hielo que rodeaba a Cabe, de repente tomó forma, adoptó una falsa vida propia y se retorció como una zarpa gigantesca. Cabe miró a su alrededor, vio el peligro que corría y se alzó por los aires, donde esquivó por muy poco una segunda mano de hielo que venía de lo alto. Ya a salvo, se apoderó de aquella energía para sus propios fines e hizo chocar ambas manos con tanta fuerza que se resquebrajaron en una enorme palmada. Los diminutos fragmentos fueron a estrellarse, con gran puntería, contra el Rey Dragón.
—Un esfuerzo desperdiciado —comentó Cabe sin darle importancia, esperando que el Dragón de Hielo no se diera cuenta de lo cerca que el ataque había estado de conseguir el objetivo deseado.
Cabe estaba ahora más cerca del Dragón de Hielo, más cerca del pozo. Ahora podía sentir el invisible ataque del Rey Dragón, el constante cañoneo contra el escudo que protegía la tenue conexión del mago con sus poderes. Cabe se dio cuenta de que el gasto de energía debía de ser enorme. El señor de los Territorios del Norte intentaba mantener el hechizo del Invierno Definitivo, impedir que sus otros cautivos recuperaran sus poderes, controlar las acciones de las criaturas que le quedaban, todo ello mientras a la vez acosaba al humano que tenía delante con ataques invisibles y también otros muy visibles. También había que tener en cuenta la gran cantidad de energía que el Dragón de las Tormentas le había obligado a utilizar. Si el último no hubiera estado luchando también en más de un frente...
Los «sí» no importaban. Los resultados eran lo que contaba. Resultados que debían ponerse de manifiesto cuando las lunas estuvieran por fin en posición. Hestia ya lo estaba. Styx sólo necesitaba unos pocos minutos. Minutos que Cabe no estaba muy seguro de tener.
¿A qué tendría miedo el señor del territorio cubierto de nieve? Al calor, desde luego; pero el calor solo no sería suficiente, a menos que...
«Nathan —pensó—, si tú sabes qué hacer...»
—¿Qué esss...? —empezó a decir el Dragón de Hielo.
Toda la montaña volvía a estremecerse. De la mayor de las grietas se alzó una columna de vapor, y la temperatura de la cámara creció de forma sensible. Las hendiduras del suelo empezaron a vomitar una sustancia espesa al rojo vivo.
El dragón siseó. La tierra fundida brotaba sin cesar, arrancada a las profundidades de la tierra por Cabe-Nathan. Un sentimiento de terror emanó de la abominación; el calor era mortal para ella, dañaría a sus hijos.
El Dragón de Hielo agitó las poderosas alas, aspiró con fuerza, y sopló sobre la invasión de lava. Cabe y sus compañeros contemplaron con horror cómo la tierra fundida se enfriaba y helaba en cuestión de segundos. Intensificado por el poder del monarca draconiano, el frío pareció introducirse en el interior de las grietas, y la caverna se volvió más fría que antes. Cabe se estremeció momentáneamente y comprendió que los otros, que carecían de toda magia, debían de sufrir muchísimo.
Una oleada de gélida escarcha envolvió de repente a Cabe mientras aún flotaba en el aire. Quizás en otra ocasión habría sido suficiente para detener al humano, pero días y más días de soportar el frío interior del hechizo paralizante del Rey Dragón le habían habituado al menos lo suficiente para oponerle más calor. Mientras el Dragón de Hielo se apartaba otra vez del calor que tanto despreciaba, Cabe rezó para que no se diera cuenta del precio que él mismo pagaba por aquello; al contrario que el dragón, no tenía nada a lo que recurrir excepto sus propias reservas y lo poco que se atrevía a robar de las abominaciones del dragón, y en eso último estaban depositadas sus esperanzas de éxito.
Enormes pedazos de hielo se estrellaron ruidosamente contra el suelo cuando el dragón tropezó contra una de las paredes. Aquello también infligía un castigo sobre el monarca. ¿Cuánto tiempo pasaría antes de que el control del leviatán sobre algo se perdiera? ¡El punto de ruptura tenía que llegar pronto! Si no era así, entonces Cabe habría sobreestimado en mucho sus propias posibilidades.
Mientras ambos luchaban en un combate de voluntades, Gwen se vio rodeada de crías preocupadas y asustadas que intentaban liberarla. Sólo la mayor parecía darse cuenta de que se necesitaba para ello algo más que tirar de sus ropas y cabellos —por esto último, las regañó inmediatamente— y empezó a arañar el hielo que la sujetaba. Pero sus garras eran algo patético; todavía no había aprendido a cambiar por completo de una forma a la otra y mostraba un aspecto que era tres cuartas partes humano y una cuarta parte dragón. Sus garras no eran mucho más largas que las de una persona y no mucho más afiladas. Siseó rabiosa y masculló algo que sólo podía haber aprendido de uno de los sirvientes de la Mansión.
La Dama alzó los ojos cuando una sombra cayó sobre ella, y estuvo a punto de soltar una exclamación que sin duda habría llamado la atención del Dragón de Hielo. De pie, cerca de ella, se encontraba el Emperador Dragón en persona, los ojos rojos desprovistos de toda vida, situado allí tan sólo porque las crías le habían conducido. De todas formas, la Dama podía sentir que el poder corría por su cuerpo; el Dragón de Hielo no se había preocupado o no quería controlar a su propio señor. Tal y como había hecho sin querer con las crías, Gwen empezó a buscar los restos de la mente del Rey de Reyes y apaciguarlos.
* * *
En todos los territorios, las repentinas e inexplicables muertes de tantas de las insaciables criaturas cavadoras brindó un atisbo de esperanza a los sitiados. El Dragón de las Tormentas empezó a rechazar por fin a las todavía impresionantes huestes y, en los territorios de los Dragones Azul y Plata, las defensas empezaron a resistir. Todos sabían que no era obra de ellos, que se había producido un milagro. También sabían que quedaban monstruosidades más que suficientes para aplastarlos en cuanto se agotaran, y, tal y como iban las cosas, no faltaba mucho para eso.
* * *
La cosa del interior del agujero estaba en actividad ahora, con una voracidad mayor que nunca. El Dragón de Hielo seguía alimentándose de ella, y se veía forzado a volver parte del poder obtenido contra la misma fuente para no perder el control.
Hestia aguardaba en lo alto del firmamento, hambrienta también. Su hermana, Styx, empezaba en aquellos momentos a llegar a su situación exacta. Ambas lunas se habían alzado en el cielo temprano, como era su costumbre en esta época del año, pero para aquellos que esperaban, parecía como si la segunda no fuera a alcanzar nunca su destino. Cabe no veía ninguna de las dos lunas, pero sentía su atracción, su voracidad colectiva, de la misma forma que había sentido la creciente voracidad de la «reina» del Rey Dragón.
Y entonces, la señal que esperaba se manifestó. La señal de que el Dragón de Hielo empezaba a desfallecer.
Toma se liberó de un tirón de sus sujeciones, al tiempo que su poder rebosaba como un torrente. Unos largos zarcillos verdes surgieron de la pared a su espalda mientras indicaba con el dedo en dirección a su «tío». Los ojos le ardían vengativos. Los zarcillos se agruparon y salieron disparados en dirección al enorme y pálido dragón. El Dragón de Hielo había alcanzado su límite; no podía controlarlo todo.
De todos modos, no estaba en absoluto derrotado. Una oleada de frío intenso golpeó a Toma antes de que consiguiera separarse más de un metro de la pared. Con un crujido, el desventurado dragón se vio lanzado contra el hielo; no quedó inconsciente, pero cualquier ventaja que tuviera había desaparecido ahora. Los zarcillos se marchitaron y murieron en un instante, sin dejar ni rastro.
—¡No podéis enfrentaros a mí! —gritaba el Dragón de Hielo casi con tranquilidad—. ¡He visto cuál era mi deber y sé que es justo! ¡El Reino de los Dragones será el último de estas tierras, incluso aunque deba sacrificarme yo mismo! —Se volvió otra vez hacia el último de los Bedlam.
¡Era la hora! ¡Las Gemelas estaban en posición!
Cabe dirigió una breve ojeada al objeto que había sujetado en una mano todo el tiempo. La roja hoja con su punta ganchuda no era muy apropiada para la mano humana, ya que había sido diseñada por los Rastreadores; pero, de todas formas, era el utensilio adecuado, el que Nathan había decidido no utilizar en las Tierras Yermas, a las que de aquella forma condenó a su estéril estado hasta el insensato intento del Dragón Pardo de sacrificar a Cabe. Nathan se negó a realizar este sacrificio. El que consiguiera detener la marea había demostrado ser suficiente, entonces; sin embargo, el hechizo estaba demasiado avanzado.
Ahora, sólo el sacrificio de su propia vida podía invertir lo que el Dragón de Hielo había hecho. Era el mismo sacrificio que el Dragón Pardo había intentado realizar y era Cabe quien debía haber sido la víctima.
Con un susurro de despedida a Gwen, a pesar de que sabía que ella no podía oírle, se hundió la hoja torpemente en el corazón.
* * *
Allá en Penacles, el Huevo de Yalak se estremeció con violencia, y la energía concentrada en su interior fue absorbida por una fuerza tan poderosa que llevó al Grifo y al Dragón Azul casi al punto del colapso total. Se vieron lanzados lejos del cristal y de espaldas contra el suelo de forma simultánea, mientras ambos se preguntaban, en los breves segundos de conciencia de que disfrutaron, si se volverían a despertar.
Una tormenta de proporciones abrumadoras azotó Penacles, haciendo volar objetos e incluso a unos pocos habitantes como si se tratara de hojas arrastradas por el viento. Fue una tormenta que cubrió casi todo el Reino de los Dragones, excepto la Península Legar. Fue una tormenta que bramó presa de una furia magnífica durante no más de medio minuto.
Cuando cesó, tan de repente como había estallado, y todo volvió a posarse sobre el suelo, aquellos que podían abrieron los ojos para ver qué quedaba, si es que quedaba algo, del mundo.
* * *
Todo había terminado.
El Dragón de Hielo lo comprendió, pero la comprensión resultaba tan abrumadora que todo lo que el leviatán pudo hacer para aceptarlo fue parpadear. El Invierno Definitivo había sido anulado. Sabía que era necesario un sacrificio de tal potencia para conseguirlo que sólo la esencia de un maestro de hechiceros cumpliría con los requisitos. Era un sacrificio que él mismo había estado a punto de llevar a cabo, con fines distintos, pero alguien se le había adelantado y, al hacerlo, había tergiversado de tal forma el hechizo que nada de lo que pudiera hacer ahora serviría. Lo había empleado todo en la creación, fortalecimiento y mantenimiento del conjuro; no había forma de que pudiera empezar de nuevo.
Las criaturas habían quedado separadas de él, pero no de aquello que era la auténtica fuente, y, sin su control, sin el Rey Dragón actuando como foco, la cosa del pozo se descontroló, y absorbía la energía vital de sus criaturas —las criaturas del dragón—, matándolas a docenas, a cientos, hasta que pronto, muy pronto, todas estarían muertas. La cosa ni siquiera se daba cuenta de lo que hacía, pues, en realidad, pensaba, hasta donde su mente era capaz de comprender, que con su actuación les salvaba la vida.
Lo peor era que el daño infligido acabaría por remediarse solo, tal y como sucedió cuando el Dragón Pardo se convirtió en víctima de su propia insensatez. Ni siquiera escaparían los Territorios del Norte. Seguirían existiendo, pero el frío disminuiría. La vida llegaría más al norte de lo que lo había hecho en un milenio.
Había fracasado. La gigantesca cabeza giró a uno y otro lado como enloquecida, hasta que sus ojos encontraron al fin la figura caída en el extremo opuesto de la sala.
—Bedlam.
La figura no se movió. El dragón sabía que si el humano había hecho su trabajo como debía, aquello no era ya más que una envoltura sin vida, lo que no quería decir que el Rey Dragón no fuera a hacerla pedazos.
—¡Cabe!
Roto su hechizo, los cautivos del Dragón de Hielo empezaban a liberarse, y el monstruo dejó de lado la inerte figura, comprendiendo que aún tenía la oportunidad de vengarse en frágiles criaturas vivas, muy especialmente en la compañera del cachorro de Bedlam.
—¡Maldito seas, dragón!
La hechicera se elevó por los aires. A sus pies, las crías se apelotonaron alrededor del Dragón Dorado, quien miraba sin ver en dirección a su helado pariente. Toma se ponía en pie por fin y, al ver a Cabe en el suelo y que Gwen se preparaba para atacar al Dragón de Hielo, volvió su atención hacia su padre. Había un tiempo para luchar y un tiempo para huir, y con su padre incapaz de defenderse, Toma comprendió que su mejor elección era huir a toda prisa. Una vez que tuviera al emperador bien escondido, podría regresar a pasar cuentas con los supervivientes.
Un puño respaldado por todas las energías de un elfo le golpeó con fuerza en la parte posterior del cuello. El dragón dio un traspiés y cayó de rodillas. A su espalda, oyó la voz de Haiden.
—Puesto que das por terminada tu alianza con los Bedlam, dragón, no veo motivo para no considerarte como otro enemigo, un enemigo peor incluso que el Dragón de Hielo.
Toma se volvió de modo que su rostro cubierto por el yelmo mirara directamente al elfo. Haiden palideció, pero se mantuvo firme.
—Deberías permanecer escondido en segundo plano, comeárboles —siseó el dragón.
Toma agitó una mano y Haiden se encontró totalmente rodeado por una burbuja de una sustancia blanda. La golpeó con el puño, pero no se rompió. Toda la magia que poseía no consiguió más que crear una aureola temporal que se extinguió intentando acabar con la burbuja.
El dragón de fuego contempló cómo el elfo atacaba con su cuchillo la superficie interior de la esfera, y, con una carcajada, se volvió para ir en busca de su padre.
* * *
El cuchillo.
El cuchillo que Nathan sabía que estaría en la colección del Dragón Verde, artilugios pertenecientes a los Rastreadores, ya que, después de la creación de las Tierras Yermas, él mismo lo había colocado allí donde el monarca pudiera encontrarlo. Sin la información de cómo utilizarlo, no era más que otra pieza curiosa. Como bien sabían aquellos que los habían estudiado, los seres-pájaro no creaban ningún hechizo sin concebir antes un contrahechizo. El cuchillo era el epicentro del contrahechizo, y utilizar cualquier otra cosa significaba provocar la misma clase de desastrosos efectos secundarios que habían dado como resultado aquellas plantas carnívoras a las que sólo les gustaba la carne y la sangre de los clanes del Dragón Pardo y de ningún otro.
Nathan no quiso destruir el cuchillo. No porque creyera que alguien como el Dragón de Hielo pudiera resucitar el hechizo, sino más bien porque, en el fondo, era un amante de la historia. Un defecto afortunado, después de todo.
Cabe lo había comprendido. Cabe lo había comprendido todo gracias a Nathan, incluso el que tendría que morir para salvar el Reino de los Dragones.
Entonces ¿por qué estaba todavía vivo?
Cualquiera que le hubiera mirado habría disentido de su opinión. Tenía un aspecto macilento, parecía al menos treinta años más viejo, y, en aquellos momentos, estaba tan débil como un cachorro recién nacido. Sin embargo, estaba vivo.
¡Pero había tenido éxito! ¿Cómo?
¿Cómo?
El cuchillo de los Rastreadores estaba en el suelo junto a él, sin una sola gota de sangre sobre su superficie. Despacio, se llevó una mano al pecho, no porque quisiera palpar la herida abierta en realidad, sino atraído por ella de todos modos de forma muy parecida a como mucha gente se siente fascinada por la muerte misma. Tenía que estar allí.
Nada. Ni herida, ni sangre, ni siquiera un desgarrón en la camisa, pero, de todos modos, algo le había sido arrancado.
Únicamente entonces se dio cuenta de que aquello aún no había terminado, ni mucho menos.
El suelo tembló, derribándole otra vez, y al darse la vuelta sobre la espalda vio a Gwen que luchaba desesperadamente con el Dragón de Hielo, el cual, aunque cansado, seguía siendo un Rey Dragón.
El monstruo estaba rodeado por más de una docena de brillantes anillos azules; éstos parecían intentar arrollarse a su alrededor, pero algo se lo impedía. Uno a uno, el dragón lanzaba su aliento sobre ellos. Al hacerlo, el anillo elegido palidecía y desaparecía, y Gwen empezaba a quedarse sin anillos, mientras que su rostro estaba ya tan blanco como la nieve.
Cabe se incorporó, tomó el cuchillo, y avanzó tambaleante hacia el pozo, que el señor de los Territorios del Norte había abandonado en su ansia de venganza. En realidad, no estaba muy lejos, pensó distraídamente, aunque había partes del corto trayecto que no podía recordar haber recorrido cuando por fin llegó a su objetivo.
Uno de los pocos sirvientes que le quedaban al Rey Dragón penetró en la sala con pasos vacilantes y Cabe, débil todavía, se dispuso a defenderse con el cuchillo lo mejor que pudiera. No obstante, la criatura sólo pudo dar unos pocos pasos más antes de desmoronarse ante sus ojos. Cabe percibió otra presencia, y comprendió que la cosa del interior del agujero todavía intentaba alimentar su voracidad, una voracidad que el Rey Dragón ya no controlaba y que en aquellos mismos instantes buscaba nuevo alimento.
Sin saber cómo, encontró las energías necesarias para desviar la inquisitiva mente. El horror de allí abajo estaba desesperado ahora, tomando incluso la energía que animaba a los servidores del Dragón de Hielo, a pesar de lo asquerosa que probablemente le resultaba. Era esa desesperación la que Cabe había esperado, ya que había una fuente obvia a la que todavía tenía que recurrir.
Irguiéndose, Cabe se volvió en dirección al Dragón de Hielo y gritó:
—¡Rey Dragón! ¡Señor de los Territorios del Norte! ¿Me has olvidado ya? ¿Tanto te asusta el nombre de Bedlam?
—Bedlam. —El gigante pronunció su nombre en voz baja, con calma, pero su reacción fue todo menos calmada. En el mismo instante en que el último de los anillos desaparecía, el Dragón de Hielo giró sobre sí mismo, olvidando a la desesperada Gwen—. ¿Bedlam? ¿Es que nunca dejarás de molestarme?
El gigantesco y escuálido dragón avanzó pesadamente hacia él, brotando de sus hocicos un humo helado en grandes y constantes bocanadas. Para el Rey Dragón, Cabe debía de parecer un muerto vuelto a la vida, y con muy poca vida, además. Desde luego no le parecía una amenaza, sino una oportunidad, al fin, de hacer pagar al hechicero por todo el daño causado.
No fue hasta que estuvo muy cerca del pozo cuando el Dragón de Hielo se dio cuenta de que había otra ansia posiblemente más poderosa que la suya propia. Cabe retrocedió mientras el dragón meneaba la cabeza con incredulidad y, muy seguro de sí mismo, intentaba recuperar el control, pero la seguridad se convirtió en incertidumbre y luego en frustración. El congelado leviatán empezó a retorcerse mientras intentaba en vano controlar aquella otra mente, una mente con un deseo que conocía muy bien.
—¡Noooo! —gritó el Dragón de Hielo con furia—. ¡Aún no! ¡No hasta que el cachorro de Bedlam sea mío! ¡No hasta que las sabandijas desaparezcan del Reino de los Dragones!
El dragón empezó a dar sacudidas. Su cola era casi tan larga como alta era la sala, con lo cual, al empezar a agitarse de un lado para otro, no dejaba demasiado espacio donde ocultarse. Gwen consiguió esquivar el enorme apéndice, pero Cabe no estaba seguro de si los otros habrían tenido tanta suerte. La hechicera de llameante melena fue a posarse no muy lejos de él y se abrió paso por entre los temblores provocados por el Rey Dragón. Cayó entre sus brazos, anonadada por su aspecto y maravillada de que hubiera sobrevivido. Enormes lanzas de hielo fueron a clavarse en las paredes mientras el señor de aquella tierra helada se defendía ciegamente. Ambos magos se vieron obligados a agacharse.
—Cabe...
Los brazos y piernas de Cabe empezaron a perder sensibilidad.
—Ayúdame a llegar a un lugar más seguro.
—El Dragón de Hielo...
—... Se ocupará del asunto por nosotros, espero. —Indicó en dirección al gigantesco dragón.
El tamaño del Rey Dragón era ya sólo la mitad del que había tenido antes y se movía con un envaramiento que le recordó a Cabe los sirvientes sin vida. Mientras sus fuerzas se agotaban, la mirada del dragón se posó en una figura que se movía sin rumbo fijo en medio de los escombros. El Dragón Dorado. Colgadas de él estaban las crías, que, inocentemente, creían que su progenitor las protegería de todo. Los ojos del monstruo se entrecerraron.
—¡No!
Magullado, Toma se alzó de entre los cascotes que antes habían formado parte del techo. Haiden, involuntariamente protegido por la burbuja, no podía hacer otra cosa que mirar.
—Mi emperador. —La voz del Dragón de Hielo sonaba apagada—. Mi señor. Os estoy fallando, estoy fallando a la gloria de nuestra raza.
Como si la presencia del otro dragón le proporcionara energía, el señor de los Territorios del Norte se irguió hasta el límite de su ahora muy menguada estatura y añadió:
—Pero vuestras crías jamás lamerán las botas de amos humanos. Jamás.
Cabe sintió el repentino torrente de energía que brotaba del demente Rey Dragón mientras, rodeado de nuevo por unos instantes de su pálida aureola, rugía:
—¡Alimentaos por última vez, mi reina!
Una pavorosa tormenta de nieve cayó sobre ellos. Era el Invierno Definitivo contenido en aquella única sala. Gwen lanzó un hechizo que la protegiera a ella y a Cabe, contra el que fueron a estrellarse afiladas cuchillas de hielo. Las grietas se abrieron aún más y tuvo que agarrar a Cabe cuando el helado suelo sobre el que éste se encontraba se hundió en el vacío. Oyeron un grito estrangulado procedente de Toma; luego, nada. De Haiden, del Dragón Dorado, de las crías —incluso del Dragón de Hielo— no sabían nada. La tormenta rugió durante lo que les parecieron innumerables horas, aunque en realidad sabían que se trataba sólo de breves minutos. Pero aquellos minutos fueron más terribles que los días pasados viajando hacia el norte, azotados sin cesar por el hechizo del Rey Dragón.
Y entonces... se desvaneció.