Los Rastreadores de las aguileras de las Llanuras Infernales supieron el momento preciso en que sus emisarios fracasaban. Los representantes de aquellos y de las aguileras desperdigadas por el continente discutieron entre ellos en la semiderruida ciudadela de Azran. Ni un sonido surgió de los Rastreadores, excepto algún ocasional graznido involuntario. Hablaban con el lenguaje de la mente, la única forma en que cada uno podía manifestar su opinión.
A pesar de sus arraigadas costumbres, no podían concebir la existencia de nuevos peligros para ellos; por ese motivo, cuando se produjo el primer retumbo y todo el edificio se estremeció, la mayoría de los seres-pájaro se quedaron como paralizados, sin comprender. Sólo reaccionaron cuando los primeros pesados pedazos de la ciudadela empezaron a caer sobre ellos. Se elevaron por los aires tan rápidamente como les fue posible, pero para muchos ya era demasiado tarde. La primera de un gran número de gigantescas bestias cavadoras se abrió paso a través del suelo del patio, atrapando a varios de los aturdidos seres antes de que pudieran volar fuera de su alcance.
Los Rastreadores habían hecho su jugada y ésta había demostrado ser insuficiente. Ahora, el Dragón de Hielo les revelaba la total falta de preocupación que sentía por el gran poder que en una ocasión habían tenido. Ellos, como todos sus enemigos, no eran nada. Instar a sus criaturas a que se concentrasen en los seres-pájaro había significado retrasar el proceso del Invierno Definitivo, pero aquello no inquietaba al señor de los Territorios del Norte. Sus enemigos ya no eran nada. Aquella interrupción no duraría mucho. Algunos minutos, quizá más. Nada podía detener aquella horripilante marea.
Algunos de sus hijos, las cosas que eran extensiones de su propio ser, morirían. Los Rastreadores, siendo lo que eran, no se resignarían a la destrucción de sus vidas. No obstante, ¡eran tantas las bestias!, y cada una requería los esfuerzos de varios de los seres-pájaro.
Incluso para los arrogantes Rastreadores, era obvio cuál sería el resultado.
En las cavernas, ante la confusión de sus prisioneros, el Dragón de Hielo lanzó una carcajada.
A cada momento que pasaba se volvía más alto y demacrado. Un auténtico esqueleto envuelto en pergamino. El Hechizo del Invierno Definitivo, como lo llamaba el Dragón de Hielo, fluía hacia el punto en que sería imposible invertirlo.
Mientras observaba distraídamente la expresión perpleja y cautelosa de Cabe, el leviatán sonrió como sólo un dragón puede hacerlo. El joven hechicero lo contempló desafiante; ya no sabía cuánto tiempo llevaban colgados allí. Parecía como si el Dragón de Hielo esperara el momento apropiado para deshacerse de sus invitados. Evidentemente, era su deseo asegurarse de que su poder, cuando lo necesitara, estaría en su punto máximo.
—Los seres-pájaro se encuentran en un caos total. El último obstáculo ha sido aplastado. El destino se limita a esperar ahora.
Aquella nueva muestra de emoción resultaba tan ajena al comportamiento del Rey Dragón que los estremeció a todos. El que pudiera complacerse en algo demostraba lo cerca que se encontraba del éxito total.
—Hermano Hielo.
La voz pareció resonar por las cavernas. Poseía una cualidad peculiar, como si su origen estuviera en el mismo hielo que los rodeaba.
—Hermano Hielo.
La cabeza del Rey Dragón se alzó como una exhalación hacia el techo y los ojos color hielo llamearon fríamente.
—¿Cómo es que vienes a mis aposentos sin que se te haya llamado, hermano?
—¿No son míos parte de tus territorios? ¿No relucen tus cavernas con reflejos menores de mi poder?
—¿Qué es lo que quieres? —Había amenaza en la voz del Dragón de Hielo, lo que demostraba una vez más que no se había vuelto totalmente impasible.
—Esto debe acabar.
—Te ofrecí un lugar en esto en una ocasión, y rehusaste.
—El suicidio ritual no sirve para nada —repuso la voz.
—¡Sí que sirve! —El Dragón de Hielo empezó a defender su causa—. ¡Nunca habrá un sucesor de nuestra raza! ¡Somos el pináculo, el epítome del poder! ¡Dejar que las sabandijas humanas gobiernen estas tierras sería cubrir de oprobio la gloria de una época! ¡Mejor que no quede nada!
—No puedo aprobar eso.
—¿Qué harás? —El helado dragón miró a su alrededor, como si intentara localizar al otro en un lugar determinado.
—No haré nada. Tus propias acciones te condenarán.
Todos esperaron una nueva comunicación, pero las paredes permanecieron en silencio. Toma musitó al fin:
—Estamos muertos. Ni siquiera el Dragón de Cristal va a enfrentarse a él.
—Eso no sonó como una rendición —replicó Gwen, pero su tono de voz indicaba que, también ella, había abandonado toda esperanza.
Cabe habría dicho algo entonces, pero un intruso familiar ya a su mente regresó con fuerza. También sintió la abrumadora presencia de aquella parte de él que había sido Nathan Bedlam, como si todavía intentara protegerlo de un terrible destino, que al parecer iba a sufrir a pesar de aquella protección.
«Bedlam; creo que tú no eres tan estúpido.»
No supo cómo interpretar aquella declaración o por qué había regresado el otro.
«Los secretos que utiliza el hermano Hielo proceden de dos fuentes. Una está destruida. La otra eres tú.»
«Lo sé», respondió Cabe mentalmente al otro. Se preguntó si no se trataría del Dragón de Cristal. ¿Habría sido la conversación anterior una estratagema? El ser que se encontraba en su mente le transmitió una sensación de enojo, como si éste no fuera el momento de preocuparse de tales insignificancias. Al mago le fue imposible discutir su lógica.
«Ya no soy lo bastante fuerte para ayudarte de forma directa, pero, si estás de acuerdo, tomaré prestados de ti los mismos secretos que Hielo robó. Carezco de las herramientas para apoderarme de ellos por la fuerza, como él hizo. Necesito tu aprobación. Hay aún quienes pueden ayudaros, pero se están quedando sin tiempo.»
Había una ansiedad que Cabe no había detectado antes y sospechó que su misterioso aliado se veía apremiado por otras cuestiones, cuestiones, sin duda, cuyo tremendo tamaño se veía empequeñecido tan sólo por su apetito.
—Hazlo —murmuró Cabe.
* * *
En Penacles, el Grifo y el Dragón Azul, absortos en los libros de las bibliotecas, se quedaron como paralizados cuando el Huevo de Yalak empezó a empañarse y a vibrar.
—¿Es eso... normal?
El draconiano monarca, tras haber sufrido más de un ataque en los últimos días, contemplaba ahora todo suceso extraño como una posible amenaza. El Grifo no podía culparle, ya que también él sentía lo mismo.
—No, no lo es. —El señor de Penacles levantó el cristal con precaución; al ver que no ocurría nada fuera de lo normal, estudió el Huevo.
Las nubes dieron paso por un instante a una imagen del abismo. Las cosas parecían verse atraídas al abismo. Más y más hasta que, como si nada pudiera satisfacerle, el abismo empezó a deformarse y retorcerse. El Grifo se dio cuenta de que se absorbía a sí mismo, y siguió mirando hasta que el abismo desapareció.
«La voracidad crece y seguirá creciendo hasta que, llegado el momento, deba devorarse a sí misma. La vida la alimenta, pero la vida la mata. El origen es el principio, pero es también el final.»
El Grifo parpadeó.
—¿Qué fue eso?
—No sentí nada —repuso el Rey Dragón, perplejo—. No oí nada. No vi más que neblina en ese cristal vuestro.
—¿Os resulta familiar esto? —El pájaro-león repitió las frases y luego describió la escena que el Huevo de Yalak había mostrado.
—Suena como algo que podría decir cualquiera de estos malditos libros —comentó el Dragón Azul.
—Suena como... ¡Probablemente lo es! —El Grifo se giró en redondo.
—¿Sí, señor? —El gnomo se encontraba ya allí de pie, con un libro enorme en los brazos. El Grifo le miró con expresión crítica.
—¿Es ése el que yo iba a pedir?
—Os oí mientras hablabais con él. —Su nariz señalaba en dirección al Rey Dragón.
—Y querías ahorrarme un poco de tiempo.
—Sí, mi señor.
—Sabías exactamente qué buscar.
—Esas frases están en este libro. Se pueden encontrar frases similares en algunos de los otros volúmenes.
El Grifo estudió con atención al diminuto bibliotecario.
—Tenemos que tener una charla si sobrevivimos a esto.
—Si pensáis que resultará mejor que las nueve anteriores, actual señor, me complacerá deciros cuanto me sea posible.
El pájaro-león hizo una mueca. Había hablado con este gnomo antes. Hasta el momento, no había obtenido nada de las charlas, pero, de todas formas, siempre había esperanza. Si sobrevivían al ataque del Dragón de Hielo.
—¿De qué sirven estas bibliotecas? —masculló el Rey Dragón en respuesta a la contestación del bibliotecario.
El Grifo no tenía tiempo de responder. Ya había tomado el libro de manos del gnomo e iba pasando lo que parecía un número infinito de páginas en blanco.
—Aquí no hay nada, pero... —Contuvo la respiración.
Las frases que le habían sido reveladas estaban en la parte superior de la página derecha. Bajo ellas...
Haciendo caso omiso de las exclamaciones ahogadas del anciano bibliotecario, arrancó una de las páginas en blanco y la utilizó como punto. Cerró el libro con fuerza, se puso de pie de un salto y clavó los ojos en el Huevo.
El Dragón Azul estaba ya en pie.
—¿Qué sucede? ¿Qué decía?
Con el Huevo de Yalak entre los brazos, el Grifo murmuró:
—Decía que puede que ya no estemos a tiempo. Sólo puedo esperar...
* * *
—¿A qué espera? —susurró Gwen—. ¿Por qué no hace nada?
Cabe torció el cuello para poder verla. Hermosa como siempre, incluso después del viaje por los Territorios del Norte y su posterior captura por el Dragón de Hielo. Era una idea tonta, pero le hizo esbozar una sonrisa. Entonces recordó su pregunta, y la respuesta le llegó de inmediato. Le sorprendió no haberlo comprendido antes.
—Espera a que las Gemelas se alineen.
Se dio cuenta de que ella comprendía. Las dos lunas, Hestia y Styx, cuando estaban alineadas, creaban un período en el que el acceso al poder era mucho, muchísimo más fácil.
—Mencionaste que el Dragón Pardo hizo lo mismo. Un aumento en la sensibilidad de los poderes.
—Le proporcionará el impulso que necesita. El Dragón de Hielo sigue estando en gran peligro por causa de su propio hechizo. Sería un loco si no lo supiera.
Gwen cerró los ojos. Como sabía que no tenían acceso a su propio poder, Cabe la contempló con perplejidad. La joven se concentraba, se daba cuenta de ello, pero, sin poder, ¿qué pensaba hacer?
Pasaron varios segundos. El Dragón de Hielo no les prestaba atención, ocupado al parecer en prepararse para el gran momento. Sus sirvientes sin vida, con sus repugnantes formas interiores, parecían no darse cuenta de las acciones de la hechicera. Si eran capaces de comprender algo, probablemente sabían que no poseía magia que utilizar.
Por fin, exhausta, la joven suspiró y abrió los ojos. En su rostro había una expresión de disgusto; disgusto ante su propio fracaso.
—Lo siento, Cabe. No me di cuenta de lo difícil que resultaría.
—¿Difícil?
—Buscaba algún tipo de vida, alguna criatura que pudiera ayudarnos.
—Sin magia...
Ella le interrumpió con un movimiento de cabeza. Tras asegurarse primero de que el Dragón de Hielo seguía concentrado en sus propias necesidades, continuó:
—Poseo cierta compenetración con la naturaleza que va más allá de la simple magia. Fue por eso por lo que el Dragón Verde me permitió entrar en el Bosque de Dagora cuando era más joven. Pensé que a lo mejor funcionaría aquí, pero yo... ¡no hay nada ahí fuera, Cabe! ¡Nada! ¡Todo o ha muerto o ha huido!
—La hora se aproxima. —La voz del Dragón de Hielo retumbó de repente por la caverna. El leviatán se volvió hacia ellos—. La hora de la gloria. La hora del Invierno Definitivo.
—¿Tiene que seguir diciendo todo eso? —murmuró Haiden.
—Nadie será capaz de oponerse a mí. Las Gemelas están casi en posición. Cuando la alineación inicie su primera fase, vuestro tiempo se habrá terminado. —Los ojos azul hielo habían dado paso al blanco cadavérico que habían visto antes. Pronto, comprendió Cabe, los ojos ya no perderían aquel color blanco. Todo era producto del hechizo.
Pequeñas tormentas de hielo empezaron a danzar alrededor de la figura del Rey Dragón al tiempo que éste se dedicaba a estudiar a los prisioneros que tenía delante. Sus ojos pasaron de uno a otro hasta que por fin se fijaron en Gwen.
—Me parece... Sssí, me parece que tú ssserásss la primera.
Cabe se debatió inútilmente contra sus ataduras y exclamó:
—¡No!
—Sssí. Comprendo bien a los de tu essspecie, creo. Dejemosss que el último de los Bedlam contemple cómo su hembra es la primera en entregar la vida. Esss... apropiado.
Uno de los sirvientes se irguió.
—Hestia está en posición.
—Excelente. Traed a la hembra de Bedlam.
Dos de las criaturas avanzaron con paso torpe. Cabe gritó en silencio, llamando a su supuesto aliado.
«Te escucho. No puedo prometer mucho. Las abominaciones de Hielo están dentro de mi territorio. Prepárate. Si baja la guardia, puede que regresen tus poderes. Protégete si lo deseas para mantener el control. No puedo garantizar mucho más que eso.»
La voz se marchó. Cabe contuvo la respiración y observó con ansiedad. Las criaturas eran lentas, pero a Gwen sólo le quedaban un par de minutos de vida, como mucho.
Uno de los sirvientes sin vida alargó una mano hacia la manilla de hielo que sujetaba la mano izquierda de Gwen. La criatura muerta de su interior parecía contemplarla, y la hechicera, hay que reconocerlo, hizo todo lo posible por no parecer asustada.
Se oyó un restallido como un trueno y el sirviente quedó reducido a pedacitos de hielo que saltaron por los aires sin tocar, curiosamente, a ninguno de los prisioneros, pero yendo a estrellarse contra el rostro del Dragón de Hielo. Éste rugió, más de enojo que de dolor.
—¡No interfieras!
Se oyó otro restallido y esta vez Cabe supo que se trataba de un trueno. Truenos y rayos. Un rayo se estrelló contra el suelo de la cámara, carbonizando la zona y creando una fisura en el suelo de unos cien metros de longitud. Una de las criaturas de hielo tropezó y cayó al interior. No se oyó que chocara contra el fondo.
El joven mago comprendió que se había equivocado. Su aliado no era el Dragón de Cristal, sino otro Rey Dragón totalmente diferente, el Dragón de las Tormentas, señor de las tierras pantanosas de Wenslis y sus alrededores. El Dragón de las Tormentas, tan señor de los elementos como el monstruo cubierto de escarcha que tenían ante ellos.
Los rayos recorrían las cavernas, alcanzando a los secuaces del Dragón de Hielo con mortífera puntería. No obstante, parecían incapaces de alcanzar al dragón mismo; uno tras otro, los rayos caían alrededor del enorme dragón blanco, errando a veces sólo por cuestión de centímetros.
Pedazos de la cueva volaban por todas partes en forma de fantásticos remolinos que parecían morder al dragón, pero, curiosamente, durante todo el ataque, el señor de los Territorios del Norte parecía sólo... irritado.
De todos modos, había bajado la guardia, aunque sólo fuera un poco. Cabe sintió el tirón del poder, pero se desvaneció casi al momento.
«Estoy... ganando... tiempo. Hay otros. Ya están casi listos.»
¿Otros? Cabe no sabía quiénes eran los «otros», pero sí sabía que el Dragón de las Tormentas se cansaba. Los rayos caían cada vez con menos frecuencia y la puntería del Rey Dragón, si todavía se la podía denominar así, era ahora tan errática que en ocasiones los mismos prisioneros corrían el peligro de verse achicharrados.
Lo peor, no obstante, era que el Dragón de Hielo devolvía el ataque. Los cuatro no podían ver el resultado del contraataque, excepto que los rayos disminuían hasta que sólo unos pocos consiguieron caer en alguna parte. Una tormenta de nieve en miniatura aplastó los rayos y los truenos, como si los devorara.
—Traidor —dijo el Dragón de Hielo al vacío—. Preferirías que gobernaran los hombrecillos. Muy bien, entonces, sufre con ellos.
En su mente, Cabe sintió más que oyó el alarido del Dragón de las Tormentas. Entonces, el señor de Wenslis le habló con una voz devastada por el dolor.
«Otro mo... momento. ¡Prepárate! No puedo...»
Se vieron cegados por un nuevo ataque desatado sobre el Dragón de Hielo. Un rayo tras otro golpearon el suelo alrededor del leviatán. Grietas enormes se abrieron por todas partes y el agua empezó a manar de las semiderretidas paredes. Toda la montaña se estremeció cuando el calor generado por la tormenta eléctrica empezó a debilitar el hielo que había descansado allí desde épocas anteriores a la aparición de los Reyes Dragón. El Dragón de Hielo perdía pie una y otra vez. Un enorme bloque de nieve y hielo cayó a menos de cinco metros de Cabe. Y en otra ocasión, por fortuna pasó rozando al señor de los Territorios del Norte.
«Ahora es cosa... de ellos... y de ti.»
La caverna se llenó de humo y vapor. El Dragón de Hielo respiraba con dificultad, y era evidente que el último ataque le había afectado más de lo que quería admitir. Cabe sabía que muchas de las voraces abominaciones del Rey Dragón habían muerto —se habían quemado— a causa de la excesiva cantidad de energía que el enorme dragón se había visto obligado a extraer de ellas. No bastaba, de todos modos. Cabe podía percibirlo. Al Dragón de Hielo todavía le quedaba energía más que suficiente para realizar sus sueños.
No era muy probable que el Dragón de las Tormentas hubiese muerto, pero Cabe comprendió que ya no recibiría ayuda de él. Su propio reino estaba siendo atacado y no cabía duda de que la represalia del otro dragón le habría causado serias heridas.
¿Quién quedaba? ¿Quiénes eran «ellos»?
Mejor aún, ¿dónde estaban? Si quedaba alguien que pudiera enfrentarse al Dragón de Hielo, Cabe calculó que a ellos sólo les quedaban unos pocos minutos más antes de que cualquier nuevo ataque resultara inútil.
El señor de los Territorios del Norte devolvió su atención a los prisioneros.
—Un pequeño retraso sin importancia. Venid a mí ahora, Dama del Ámbar.
Al no tener ya sirvientes que pudieran ejecutar su voluntad, el Dragón de Hielo se vio obligado a utilizar su propio poder. La pared de la que colgaba Gwen se contorsionó y reformó, como si se tratara de algo vivo más que de un pedazo de hielo; sujetando todavía a su prisionera, el hielo se convirtió en un apéndice. Una especie de mano, controlada de la misma forma que los suelos de los pasillos donde los habían capturado, la condujo hacia el lugar donde la esperaba el Rey Dragón. La joven intentó desasirse, pero sin éxito.
—Dama del Ámbar —empezó a decir el dragón—; tú que estuviste al lado del más repugnante de los Amos de los Dragones y que ahora estás junto a su heredero y encarnación. Tú representas la ascensión de los hombrecillos tanto casi como los Bedlam, y tu sacrificio será realmente simbólico, a la vez que útil. Eres poderosa, y tu energía vital contribuirá en gran medida al desarrollo del conjuro.
Todo había terminado —¡y Cabe carecía de poder para salvarla!—. Sin pararse a pensar, gritó:
—¡Eres un estúpido, mi señor Hielo! ¡No te das cuenta de los errores que cometes!
La gigantesca cabeza se volvió hacia él, sin que ahora mostrase el menor signo de enojo o de diversión. Estaba demasiado cerca de la victoria.
—¿Qué estás diciendo, último de los Bedlam? No he cometido ningún error que pueda preocuparme.
—¿No lo has hecho? —Las palabras surgieron de los labios de Cabe por propia voluntad, y le sorprendieron a él mismo.
—Diviérteme, engendro de un demonio mortal. Cuéntame.
Cabe sonrió, aunque la sonrisa no fue cosa suya. Se sentía alterado, porque no podía ni aventurar una conjetura de adonde estaba conduciendo Nathan —tenía que ser Nathan quien lo utilizaba— las cosas.
—Se utilizó algo parecido a esto para crear las Tierras Yermas.
—Lo sé. —El Dragón de Hielo le miraba con atención, como si se preguntara con quién hablaba exactamente.
—Los Amos de los Dragones querían que fuese una destrucción completa y definitiva.
Gwen le contemplaba fijamente, dándose cuenta de quién hablaba en realidad.
—Sin embargo, el Dragón Pardo devolvió la vida a las Tierras Yermas, aunque le costó la propia vida y la de un puñado de sus ya casi extinguidos clanes.
—¿Qué es lo que insinúas? —siseó el dragón. Este había pasado de la completa indiferencia a un enojo y confusión que eran cada vez más acentuados.
—¿Crees que tu hechizo será tan definitivo? ¿Piensas de verdad que el invierno que planeas extender por todos los territorios durará para siempre?
—Lo hará. Los conocimientos para hacerlo provienen de los libros de las bibliotecas de Penacles e incluso de tu propia mente. ¡Lo sé todo, Bedlam!
—Y piensas que esto último pasó inadvertido. Crees que todo lo que aprendiste de esta mente era la verdad o no estaba distorsionado en ninguna forma.
Existe una clase de frío que quema. Los ojos del Dragón de Hielo ardieron ahora con ese frío. Cabe se estremeció sin querer, al sentir sólo el roce de ese frío, ¡y él que había creído que el frío del hechizo era insoportable!
—¡Ahora sí sé quién eres! —rugió el Rey Dragón con repentina furia—. ¡El Gran Embustero! ¡El Amo de los Dragones en persona! ¡Había oído cosas, pero no las había creído hasta este punto!
—Entonces sabes que lo que digo puede ser cierto.
Mentalmente, Cabe se inquietó pensando que el Dragón de Hielo no se dejaría engañar por algo que, con toda probabilidad, debía de ser un farol. ¿O no lo era? Aquella parte de Nathan que, tras la muerte de Azran, parecía haberse fusionado con Cabe para siempre, lo controlaba ahora. ¿Era realmente posible que Nathan estuviera preparado para esto?
—Creo que mientes —masculló el Rey Dragón, pero su confianza había disminuido. Dirigió una rápida mirada a su cautiva y luego al pozo que se abría bajo él.
El cadavérico dragón vaciló. Bajó la guardia sólo un segundo.
Cabe intentó no gritar al sentir cómo era arrancado de la realidad. La cavernosa ciudadela del Dragón de Hielo pareció alejarse de él, encogiéndose cada vez más hasta que... desapareció. Flotaba en la nada, pero era una nada que no se parecía siquiera al Vacío. Sencillamente estaba... en otra parte.
«La decisión es tuya», pareció decir una parte de su mente. Era imposible distinguir si la idea era suya o de su abuelo.
No vaciló. Gwen se había quedado allí. Aunque no fuera por otra cosa, le había hecho una promesa, y si ello significaba su propia muerte, como el difunto Tyr había pronosticado, que así fuera entonces.
—Sí.
Sin pensar más, se vio lanzado de nuevo a la realidad. Esta vez sí gritó.