«¿Cuántos días más durará esto?»
El general Toos se pasó una mano por los cada vez más escasos cabellos mientras permanecía sentado en el sillón que había ordenado a sus hombres colocar en la sala de audiencias del palacio del Grifo. Había hecho que lo situaran a un nivel inferior y a la derecha del trono, de modo que cualquiera que entrara supiera sin el menor atisbo de duda que actuaba en nombre del Grifo y que no albergaba la menor intención de hacerse con el poder.
A pesar de lo mucho que discutían, se daba cuenta de que, con muy pocas excepciones, los ministros y diferentes funcionarios se sentían aliviados de que fuera él quien los gobernase en nombre de su señor. Sabían muy bien cómo era el general, un hombre honesto y franco que no tenía favoritismos, sin importar lo llamativos que fueran los sobornos. Toos comprendía los matices de la política, pero había desarrollado tal sistema de honestidad —que siempre afirmaba haber aprendido del Grifo— que incluso aquellos ministros con los bolsillos más sucios acostumbraban a tratarle con equidad, pues habían descubierto ya hacía tiempo que ello redundaba en sus intereses.
Un paje anunció la llegada del capitán de la guardia, un hombre que había servido a las órdenes de Toos durante casi siete años. Alyn Freynard provenía de los hombres de las colinas de las costas occidentales. Aquella gente vivía en el más aislado de los principales asentamientos humanos y en general preferían mantenerse así. Eran muy laboriosos por naturaleza, motivo por el cual jamás se habían visto molestados por el Dragón de Hielo, quien había gobernado la región hasta su funesto intento de usurpar el poder del Dragón Dorado.
Freynard había sido diferente de la mayoría. Su padre era un comerciante de Zuu, un hombre alto y fornido, muy parecido al difunto príncipe Blane, que había decidido pasar los inviernos con una de las mujeres del pueblo. El pueblo de Freynard acostumbraba a ser mucho más liberal sobre este tipo de cosas, lo cual había provocado un gran alboroto la primera vez que el joven mercenario había tenido la ocurrencia de llevarse a la cama a la desdichada esposa de uno de los principales comerciantes de Talak. No obstante, durante los años transcurridos desde que se uniera a la guardia, Freynard se había ido transformando en una copia juvenil del general e incidentes como el de Talak no se habían vuelto a repetir. A diferencia de Toos, había acabado por tomar esposa, algo que habría escandalizado tanto a sus antiguos paisanos como había escandalizado al comerciante el encontrar al joven alto, de cabellos color arena y rostro inocente, en su cama con una supuestamente enferma esposa.
El capitán le dedicó un vigoroso saludo. El color amarillo rojizo de sus cabellos empezaba a dejar paso a hebras de un blanco deslumbrante, a pesar de ser varios años más joven que Toos. Su rostro no había cambiado mucho del de aquellos primeros años; mantenía el aspecto inocente de un novato, pero existían algunas cicatrices. Se rumoreaba que tenía a su mujer muy satisfecha y a las esposas de varios hombres muy contrariadas por lo de Talak.
Toos le hubiera confiado su vida sin dudar, y ya lo había hecho en diferentes ocasiones.
—¿Qué deseas, capitán?
Freynard se aproximó a su general, respetuoso.
—Señor, he recibido informes de que se ha visto en las murallas de la ciudad a dos hombres, quizá más, de la Lista.
Sus palabras hicieron que el general se irguiera en su asiento. La Lista, como todos habían acabado llamándola, era una hoja de papel en la que se resumía todo lo referente a varios humanos y no humanos que el Grifo o Toos consideraban peligrosos. La mayoría eran renegados o asesinos de algún grupo mercenario. Unos cuantos eran traidores reconocidos que habían conseguido escapar de Penacles. Unos pocos, como Azran y Toma, pertenecían a otro nivel. Era a causa de la Lista por lo que el Grifo había hecho entrenar al capitán de la guardia para que actuase como una especie de agente secreto de la ley.
—¿Quiénes?
—La descripción de uno concuerda con la del extranjero que ha preocupado últimamente a nuestro soberano. Con él va al menos otro cómplice que responde a la descripción del pirata que llegó con él a Irillian.
Toos se inclinó hacia adelante, aferrándose con tanta fuerza a los brazos de su sillón que uno crujió.
—A ver si lo he comprendido, Freynard; ¿D'Shay está en Penacles... no en Irillian?
—Si los vigías no se equivocan... y no tengo motivo para dudar de esos hombres.
—Ya.
La mente del general empezó a trabajar a toda velocidad. De algún modo, por algún motivo, el pirata-lobo que tanto había obsesionado al Grifo estaba ahora en la ciudad, lo que significaba que habían conseguido burlar una bien adiestrada unidad de centinelas.
—¿Dónde se los ha visto?
—En el Unicornio de Plata.
El Unicornio de Plata era la posada más cara de todas, un lugar enorme que atendía a comerciantes y diplomáticos. Toos parpadeó. Era curioso que D'Shay escogiera un lugar tan vulnerable para ocultarse.
—¿Ha intentado alguien prenderlos?
—No, señor. Ordené a mis hombres que siguieran con la vigilancia mientras os pedía instrucciones. Parecía un caso muy especial, general.
Toos asintió. Freynard tenía razón. D'Shay era un caso realmente especial; a juzgar por lo poco que el Grifo le había contado, era un hombre muy peligroso. Toos tenía la impresión de que gran parte de lo que su señor le había dicho provenía de algún recuerdo enterrado, que el Grifo sabía más, pero que sólo podía recordar sensaciones.
—Que continúen la vigilancia. Descubrid si hay sólo dos o si está creando aquí un nido de sabandijas. Averigua también cómo consiguieron traspasar las puertas de la ciudad.
—¡Señor! —El capitán saludó y se volvió para salir.
—Alyn...
—¿General?
Toos volvió la cabeza, mostrando a Freynard su perfil zorruno.
—Si creyerais que D'Shay fuera a escapársenos, quiero que se lo capture o se lo mate. Utiliza tu propio criterio. No es necesario celebrar un juicio para un tipo así.
—Sí, señor.
El capitán salió. Toos sabía que Freynard había comprendido. Si D'Shay moría, ahí acabaría todo; acabaría también la obsesión del Grifo. Éste recuperaría la tranquilidad y gobernaría la ciudad que había liberado de la tiranía de los Reyes Dragón.
Así era como debía ser, decidió Toos. Tanto él como el Grifo habían trascendido el punto que les permitía tener una vida privada, obsesiones privadas. Penacles era ahora su deber.
Nada más importaba.
* * *
El agujero dimensional se había abierto en sus aposentos privados.
El Grifo apareció, aliviado una vez más por haber conseguido salir del vacío. Miró a su alrededor. Era de noche. Nada había sido tocado desde su partida, excepto allí donde los criados habían limpiado. Los libros seguían en su lugar, los gólems de hierro seguían custodiando la puerta en aquel lado, y dio por sentado que eso quería decir que había otros dos en el exterior.
Se hizo a un lado y esperó a que el Dragón Azul lo siguiera. Al dragón le costó más de lo que había pensado ubicar correctamente el nuevo agujero dimensional. Tras varios intentos, cada uno seguido de varias horas de recuperación, había conseguido tener éxito. Ya era hora, además, había pensado el Grifo. Estaban perdiendo un tiempo precioso.
De todos modos, no habían desperdiciado aquellos días. Ahora estaban seguros de llevar todos los pergaminos y artilugios de la colección del Dragón Azul que pudieran serles de utilidad.
El Rey Dragón, con un montón de manuscritos y otros chismes bajo el brazo, salió del agujero.
—Vaya, ya...
Lo que fuera que el dragón estuviera a punto de decir quedó olvidado, ya que de pronto dos pesadas figuras cayeron sobre él. Los manuscritos rodaron por el suelo mientras el Rey Dragón intentaba escapar. Un atacante no consiguió atraparle, pero el otro lo sujetó por una de las piernas.
Los gólems de hierro desempeñaban su función: defender a su señor de cualquier enemigo, incluidos los dragones. En su alivio por encontrarse de nuevo en sus aposentos, el pájaro-león había olvidado que para los gólems un enemigo no tenía por qué estar allí. Una parte de su mente había dado por sentado que, puesto que el Dragón Azul actuaba como su aliado, no habría ataque.
Antes de que la situación empeorara —sabía que el Rey Dragón se defendería y, entonces, ¿qué sería de su palacio?—, el Grifo gritó:
—¡Deteneos!
Los gólems de hierro vacilaron, pero no se detuvieron.
—¡Grifo! —chilló el Dragón Azul con una mano alzándose ya. Si el Grifo no se daba prisa, su circunstancial aliado haría algo particularmente desagradable en cualquier momento.
—¡Os lo ordeno! ¡Cesad todo movimiento!
Esta vez, los gólems se quedaron inmóviles. Una nueva orden permitió al dragón liberar su pierna. Después, el Grifo consiguió que las inertes criaturas regresaran a sus puestos de costumbre.
—Mis disculpas, majestad. No tenía idea de que esto fuera a suceder.
El Dragón Azul examinó su pierna en busca de huesos rotos.
—Lo supongo. Recordadme que no os ataque nunca en vuestros aposentos privados.
—O en el vestíbulo. Si hubiéramos hecho más alboroto, habrían venido muchos más.
—Estoy impresionado. Los gólems de hierro son difíciles de crear. Los gólems lo son en general, pero el hierro es una de las envolturas más complicadas para contener el espíritu elemental.
—El trabajo que significa la creación queda compensado por su eficiencia, tal y como podéis ver —añadió el Grifo.
—Ya lo veo.
El dragón recogió con cuidado los manuscritos, con movimientos calculados. Se enderezó y contempló expectante al Grifo.
—Sería mejor que nos dirigiéramos directamente a las bibliotecas. ¿Están muy lejos de aquí?
El Grifo no pudo evitar esbozar una leve sonrisa. En aquellos momentos, el tapiz, única entrada a las bibliotecas, colgaba de la pared situada detrás del Rey Dragón.
—Nada lejos. Si queréis seguirme.
Mientras el sorprendido dragón le observaba, el pájaro-león pasó junto a él y se acercó al tapiz.
Se trataba de la más perfecta combinación de bordado y magia. Estaban incluidos, uno por uno, todos los detalles de la ciudad. Todo estaba al día. En el distrito de los comerciantes faltaba una pequeña tienda, y el Grifo sospechó que dentro de un día o dos se enteraría de que había habido un incendio.
El símbolo de las bibliotecas, últimamente un libro abierto de color rojo, no estaba en ninguna de las posiciones habituales. Siempre había algún cambio. Por fin lo encontró debajo, ¡qué sorpresa!, de una de las escuelas que había fundado durante sus primeros años de gobernante en Penacles. Para ser una ciudad legendaria como sede de todos los conocimientos, la población había sido una de las más ignorantes de todos los reinos. El Rey Dragón que había gobernado allí no era ningún estúpido; sabía que unos ciudadanos cultos serían unos ciudadanos molestos. Fue una de las primeras cosas que el Grifo cambió y los resultados eran manifiestos. Penacles no era tan sólo un oasis de conocimiento, sino cuna de nuevas ideas. De los dominios del Grifo surgían más innovaciones que del conjunto de todos los demás, con la excepción, quizá, de Mito Pica antes de su destrucción.
Se volvió hacia el Dragón Azul, que estaba admirando el tapiz y ya empezaba a impacientarse, y colocó un dedo sobre el indicador de las bibliotecas.
—Ved que esto puede equipararse a vuestro agujero dimensional.
Su concentración se vio interrumpida por el sonido de personas en el exterior. Una de ellas gritaba.
—El general Toos exige que se le permita la entrada —anunció de improviso uno de los gólems.
—¿Exige?
El Grifo dirigió una rápida mirada a su compañero. No pensaba que a Toos le agradase mucho la presencia de un Rey Dragón en los mismos aposentos reales, un Rey Dragón a punto de partir hacia las bibliotecas.
—Si se me permite, mi señor dragón, me gustaría sugerir que quizá deberíais penetrar en la habitación contigua por un momento. Quiero comunicar vuestra presencia a mi segundo en el mando, pero deseo hacerlo con calma.
—Como deseéis. —Había un tono de desdén en la voz del dragón. En sus propios dominios habría acallado a gritos cualquier protesta; o bien habría matado al que protestara.
Cuando el Dragón Azul se hubo ocultado, el pájaro-león dijo:
—Sólo Toos puede entrar.
Al parecer se repitieron sus palabras exactas, ya que se reprodujo la discusión. Al cabo de un minuto, las puertas se abrieron y entró el general, muy inquieto y bastante enojado. Fuera se distinguían varias figuras que intentaban ver lo que sucedía. Las puertas se cerraron ante sus narices.
Toos hizo una reverencia.
—Su majestad... Grifo. Me alegro de veros otra vez.
—¿Te alegras? Parece como si estuvieras a punto de matarme, Toos. He de admitir que mis acciones no eran enteramente mías antes de mi partida, pero ahora todo está en orden.
—¿No eran vuestras? —El ex mercenario lo estudió con atención—. ¿Quién fue responsable? ¿D'Shay? Le...
El Grifo negó con la cabeza, impaciente. No quería que su ayudante se pusiera nervioso; no facilitaría la presentación de su nuevo aliado.
—Se ha acabado. Hablando de D'Shay, los piratas-lobo han abandonado Irillian. Puedes dormir tranquilo, viejo amigo. No saldré corriendo tras él por el momento.
Esperaba que aquella noticia aplacara a Toos al menos un poco, pero el general pareció aún más entristecido. Estaba claro que los últimos días lo habían agotado, y quizá lo mejor sería presentar ahora al Rey Dragón, antes de que la situación empeorara.
El Grifo siempre había contado con su segundo por su habilidad para comprender situaciones y sacar el mayor provecho de ellas. Era una de esas habilidades que algunos decían que provenían de los poderes de hechicería de los que parecía carecer a pesar de que sus cabellos llevaban la marca del mechón plateado.
Toos no le decepcionó.
—El Dragón Azul ha querido hacer un pacto con vos.
—Correcto.
El rostro zorruno se ensombreció.
—No lo diríais de la forma como lo hacéis si no pensaseis aceptarlo... o ya lo habéis hecho.
—Lo he hecho.
La delgada figura se volvió y paseó la mirada por la habitación.
—Informaron de un ruido aquí arriba y alguien creyó oír vuestra voz. También les pareció oír otra voz. —Toos giró en redondo y preguntó—: Si se me permite la osadía, Grifo, ¿cómo habéis entrado aquí? Supe cuándo os fuisteis; es parte de mi trabajo. El problema es que no me he enterado de vuestro regreso. Espero mucho de Freynard, pero algunas cosas las hago yo mismo y debería haberme enterado. Aunque sé que poseéis el poder de teletransportaros, incluso vos os lo pensaríais dos veces antes de hacerlo desde Irillian. Demasiadas posibilidades de que algo fuera mal.
—Entré a través de una puerta. Una cosa llamada agujero dimensional.
—Comprendo. —Toos sacudió la cabeza—. No hay nada que pueda decir que vaya a cambiar la situación, Grifo. Habéis tomado una decisión y, como ayudante y súbdito vuestro, acataré tal decisión. Por la forma como habláis, tengo la impresión de que no vinisteis solo. El Rey Dragón no necesita esconderse; es impropio de cualquier ser de su talla, enemigo o aliado.
Unas sonoras pisadas informaron al Grifo de que el monarca draconiano había abandonado la habitación contigua.
—Bien dicho, humano. Apruebo la lealtad, en especial cuando está sazonada con el razonamiento. Eres digno de alabanza. Mis espías no se equivocaron en la opinión que formaron de ti.
Lo último lo dijo con un cierto toque humorístico, pero los tres sabían que era cierto. De la misma forma que el señor de Irillian poseía descripciones de sus enemigos del sur, también el Grifo las tenía de muchos de sus adversarios. Sólo un puñado, como el Dragón de las Tormentas y, muy especialmente, el Dragón de Cristal, eran casi unos completos desconocidos. El Grifo se preguntó cuánto más sabría el Dragón Azul sobre aquellos dos últimos. Eran Reyes Dragón, cierto, y existía algún contacto entre el Dragón Azul y el de las Tormentas, pero eso no significaba mucho en realidad. El Dragón de Hielo era un ejemplo de lo poco que los otros Reyes sabían de uno de sus propios hermanos.
—Mi señor. —Toos hizo una reverencia. El Grifo se le acercó y rodeó los hombros del general con su brazo.
—Toos, tú confías en mí.
—Sí...
—Voy a llevarle a las bibliotecas.
El humano se puso en tensión. La mano del pájaro-león se cerró con más fuerza sobre su hombro antes de que Toos perdiera el control.
—Has dicho que acatarías mi decisión, amigo mío. Escúchame ahora. El Rey Dragón es un gran hechicero y también un historiador. Esas son las cualidades más importantes que se precisan cuando uno se enfrenta a la absurdidad de las bibliotecas.
—Perdonadme, señor. Es vuestra decisión y, tal como dije, la obedeceré.
El Grifo se habría sentido más satisfecho si la expresión de su segundo en el mando no hubiera sido tan sombría. Se conformó con ello, no obstante.
—¡Estupendo! Entraremos y saldremos a menudo. No hay forma de saber lo que puede suceder. Quiero que vigiles el norte, de todos modos. Avísame de cualquier cosa.
—Sí, señor.
Algunas de las plumas del Grifo se erizaron, pero no dijo nada más. Soltó a Toos y regresó junto al tapiz, con el Rey Dragón pegado a sus talones. Mientras posaba el dedo sobre el símbolo de las bibliotecas, el señor de Penacles se volvió hacia Toos y añadió:
—Ponte en contacto con Cabe y Lady Gwen. Diles que tengo que hablar con ellos lo antes posible.
El Grifo y su aliado draconiano se convirtieron en una masa borrosa. Toos parpadeó instintivamente, en un intento por verlos con más claridad. Sabía que era imposible, pero siempre lo hacía. Poco a poco, los dos se fueron haciendo más pequeños hasta que el humano quedó solo en la habitación. Meneó la cabeza y salió.
Los otros seguían esperándole; la noticia del regreso de su monarca los tenía alborotados. Toos levantó las manos pacientemente y aguardó a que el vestíbulo quedara en silencio.
—Su majestad el Grifo no podrá recibir a nadie por el momento. Está reunido con otros para discutir un asunto de importancia, no sólo para Penacles, sino también para otros territorios. Si surgiera algún problema de tal magnitud que yo no pudiera solucionar, hablaría con él. Eso es todo.
Querían hacer más preguntas, pero el soldado no pensaba tolerar nada por el estilo. Se abrió paso entre los ministros y los diversos burócratas, siendo su mayor deseo en aquellos momentos el estar tan lejos de los aposentos reales como le fuera posible.
No era normal en él no comunicar información a su señor. El Grifo había llegado a confiar en él como en un hermano y Toos sintió que ahora traicionaba aquella confianza. No le había hablado al Grifo sobre la repentina presencia de D'Shay en la ciudad, una aparición que resultaba aún más sospechosa al coincidir con el propio regreso del pájaro-león, algo que ni siquiera el general había sabido hasta después de producirse. También le había resultado imposible hablarle de la plaga de horrores que descendía hacia el sur; en aquellos momentos había llegado ya al interior de las Llanuras Infernales y, lo que era más importante, a Irillian.
Toos sabía que no obraba correctamente, pero quería al Rey Dragón debilitado antes de hablar. Si el Dragón Azul se encontraba en una situación desesperada, estaría más abierto a la influencia del Grifo, lo cual significaba más influencia para Penacles.
Se encontraba cerca de sus habitaciones cuando uno de los ayudantes de Freynard apareció corriendo. El hombre estaba sin aliento; Toos comprendió que debía de haber registrado todo el palacio. El general le concedió tiempo para calmarse.
—Señor... señor, el capitán Freynard me envía para informar de que el pirata-lobo y su compañero se han puesto en movimiento.
Todo pensamiento concerniente a sus relaciones con el Grifo quedó a un lado.
—Explícate.
—Hace varios minutos, ambos personajes (que habían estado comiendo) se levantaron de repente como si hubiera sucedido algo que esperaban. Corrieron escaleras arriba, supuestamente a sus habitaciones. Uno de nuestros hombres subió a investigar y no regresó; pasado un tiempo prudencial, el capitán Freynard en persona subió, descendió minutos más tarde, y nos gritó que habían escapado. Habían descubierto a nuestro hombre y lo habían dejado sin sentido. El capitán ordenó que algunos de nosotros fuéramos tras ellos, y me envió a mí a contaros lo sucedido.
—¡Maldita sea!
El centinela dio un salto ante la intensidad de la voz del general. El ex mercenario se daba cuenta de que no era justo descargar su cólera en el guardia, pero detenerse ahora era imposible.
—Regresa junto al capitán Freynard y recuérdale lo que le dije antes. Él sabrá a qué te refieres. ¡Dile que se asegure que esos dos y cualquier cómplice que tengan no abandonen la ciudad de una pieza! ¿Está claro?
—¡Señor!
El joven soldado no podía adoptar una actitud más marcial que la que ya tenía. Toos aspiró con fuerza y contó hasta diez. En voz más calmada dijo:
—Eso es todo, ponte en marcha.
El centinela casi dejó un reguero de humo tras él, y Toos no pudo evitar sonreír a pesar de sus problemas. Necesitaba dormir ahora. El día había sido muy ajetreado, en especial las últimas horas. Si quería estar en condiciones, necesitaría al menos un par de horas de descanso. Desde la marcha del Grifo, el número de horas total que había descansado era inferior a la suma de los dedos de las dos manos. La mayor parte las había empleado en dar cabezadas de gato.
Esperaba que la mañana siguiente trajera algo de paz, pero, si tenía en cuenta pasadas experiencias, sabía que eso era hacerse ilusiones.
—¡Mi general, señor!
Al parecer, no iba a poder dormir en absoluto. Toos se preguntó si algún dios no la habría tomado con él. Con un tono más cortante del que hubiera deseado, espetó:
—¿Qué sucede ahora?
El soldado, que había estado de guardia y nada sabía de la clase de día que Toos estaba teniendo, tardó algún tiempo en recuperar y ordenar sus dispersos pensamientos.
—Hay... hay un... elfo esperando fuera, señor. Un mensajero del señor del Bosque de Dagora, según dice.
—¿Eso dice? ¿Qué quiere ese mensajero?
—Dice que sus palabras son para el Lord Grifo y que no las comunicará a nadie más a menos que éste se lo ordene.
—Eso puede resultar un poco difícil. Aunque el Grifo ha regresado a Penacles espera estar... estar en negociaciones durante algún tiempo con uno de sus homónimos.
—¿Señor? —El soldado no había comprendido nada.
Toos quitó gravedad a la cuestión.
—No importa. Traedlo aquí. Si no puedo convencerle de que me diga qué es tan importante, tendrá que esperar hasta que el Grifo esté disponible. Ve a buscarle, muchacho.
—¡Señor!
Mientras el joven guardia se alejaba a toda prisa, Toos intentó calcular el tiempo que tardaría en regresar con el mensajero elfo y si tendría o no tiempo al menos de restaurar un poco sus agotadas reservas de energía.
—Manaya —murmuró, pensando en un vino particularmente volátil que bebía. El manaya le despejaría, aunque lo lamentaría al día siguiente. Esperó que el mensaje del Dragón Verde justificara la actitud del elfo. Si no era así, existía la posibilidad de que el Rey Dragón se encontrara con un mensajero obstinado menos dentro de poco.
* * *
El Rastreador mantuvo el equilibrio y cerró los ojos, su mente espiando los pensamientos de los que se encontraban en el interior del palacio. Era una tarea difícil; el contacto funcionaba mejor en las transmisiones de pensamientos extraños. De todos modos, las pautas de los seres primitivos del interior eran fáciles de descifrar una vez localizadas; sólo podía resultar peligroso mantener el contacto durante largos períodos de tiempo. Los seres primitivos más sensibles podían detectar la presencia del intruso.
Allí se encontraba uno de los seres arrogantes, y también el híbrido que gobernaba el lugar. El Rastreador todavía no había tomado una decisión con respecto al híbrido; sus cualidades como pájaro le hacían justicia, pero seguía dejándose involucrar en las maniobras de los humanos. Era algo que la mentalidad del Rastreador no podía comprender. Las razas menores estaban para ser utilizadas. Se las premiaba si lo hacían bien, como se premia a un animal inteligente, pero se las debía castigar o dejar de lado si fracasaban.
Tanto el arrogante como el híbrido habían desaparecido. Sólo podían estar en las bibliotecas. El Rastreador no había visto nunca las bibliotecas; sólo los más ancianos las habían visto alguna vez, pero sabía que las bibliotecas merecían el respeto incluso de los mayores. Eso significaba que las cosas progresaban como era debido. Todo lo que los Rastreadores necesitaban era tiempo.
El ser-pájaro desplegó un instante las alas, seguro de que una raza que no sabía volar jamás sospecharía de la existencia de su escondite en el tejado.
El Rastreador se permitió un momento de satisfacción con respecto a la tarea que se le había encomendado y luego se preparó para pasar la noche. Sabía que, con la llegada del nuevo día, sucederían cosas de gran interés para todos.