12

Aquella noche no se durmió muy bien en la Mansión. Cabe se pasó gran parte del tiempo contemplando el techo sobre su cabeza y supo, por los sonidos que oía a su lado, que a Gwen no le iba mucho mejor. No obstante, no le dijo nada y fingió dormir. Si su comedia conseguía darle a ella un poco de descanso, valía la pena hacerlo; no tenía sentido aumentar las preocupaciones de la joven dejando que se diera cuenta de lo preocupado que estaba él.

El estudio detenido de los libros que había conseguido reunir durante los últimos meses no le facilitó más información sobre aquello a lo que se enfrentaba. Se suponía que algunos de los libros los habían escrito los mismos Amos de los Dragones. Yalak, en particular, parecía considerar de importancia el poner por escrito todo lo que sabía. Después de romperse la cabeza durante tres horas intentando descifrar su escritura, Cabe había llegado a la conclusión de que el viejo mago hubiera necesitado un escribiente, y acabó por darse por vencido. Además, gran parte de lo que el mago había escrito parecía estar relacionado con oscuras predicciones y cómo interpretarlas. Por desgracia, los textos de Yalak también precisaban interpretación.

¿Por qué tenía la magia que ser tan misteriosa y confusa?, se preguntó. ¿Por qué no podía ser clara y ordenada?

Al parecer, todo había quedado en sus manos. La mayoría de aquellos que podrían haberle aclarado algo habían muerto durante la Guerra del Cambio o inmediatamente después.

Se levantó antes del alba habiéndose dado por vencido al menos por aquella noche, y se encontró con que ella le esperaba; sus ojos estaban fijos en el techo, tal y como él había hecho. Al notar que se movía, se volvió hacia él.

Hola la saludó Cabe sin demasiada convicción. Habría resultado bastante peculiar decir buenos días. Ninguno de los dos sentía la menor ilusión por el viaje.

Cuando terminaron de vestirse y desayunar sus apetitos eran comprensiblemente frugales encontraron sus monturas ensilladas y cargadas. Ssarekai y su equivalente humano, Derek Ironshoe, los aguardaban. Cabe los encontró casi sociables, tan sociables como puede serlo la gente a una hora tan temprana. Al menos sirvió para alegrarle un poco el inicio del día, y Gwen, viéndole sonreír, consiguió sonreírle también ella. Las cosas no estaban tan mal.

Nadie más estaba levantado, aunque no seguiría así por mucho tiempo. Cabe y Gwen tenían la intención de marchar antes de que ello ocurriera para no organizar una escena. Gwen ya había dejado instrucciones para las idas y venidas del personal de la Mansión, y el Dragón Verde había prometido ocuparse de ellos. Los magos tomaron las riendas que les tendían los dos sirvientes y montaron. Cabe saludó a Ssarekai con un gesto de cabeza, que le arrancó una ligera sonrisa al dragón un espectáculo no muy gratificante, e hizo girar a su caballo. Gwen le siguió con su montura.

El que la región estuviera amenazada por algo horrible parecía más un rumor que otra cosa mientras cabalgaban. El sol brillaba, los pájaros cantaban y todo el bosque parecía hervir de vida saludable. Cabe recordó entonces lo aburrida que le parecía su vida justo antes de que el Dragón Pardo fuera en su busca. No había duda de que las apariencias podían resultar muy engañosas.

Aunque aquellos bosques pertenecían al Dragón Verde, ello no quería decir que los dos cabalgaran despreocupadamente. Seres como los basiliscos no hacían distinción entre los que se hallaban bajo la protección del Rey Dragón y los que no. Tales criaturas estaban siempre demasiado hambrientas para preocuparse por estas cosas, puesto que tenían que capturar a su presa en el momento justo. Los basiliscos se comían las figuras de piedra que eran sus víctimas, extrayendo de alguna forma alimento de ellas, pero sólo durante la primera media hora o así. Después, la única utilidad del cadáver petrificado era como estatua en un jardín. Cabe aún no había comprendido la razón de ser de los basiliscos.

No hacía ni diez minutos que habían iniciado el viaje cuando los caballos se detuvieron de improviso. No hubo forma de hacerlos continuar, y lo primero que pensó Cabe fue que acababan de tropezar con otra de las abominaciones peludas procedentes del norte, sólo que esta vez estaba viva todavía.

Pero no era éste el caso. Una figura surgió del otro lado del sendero, alta, silenciosa, y vestida de verde, el color favorito de los elfos.

¡Haiden!

Ambos magos se relajaron, cancelando de inmediato sus conjuros. Haiden, que sonreía ante la manera como su habilidad había conseguido sorprenderlos, se dio cuenta de repente de que había estado a punto de verse convertido en algo bastante desagradable, y la expresión que apareció en su rostro hizo reír ahora a los otros.

No deberías hacer esas cosas. Y menos cerca de personas que utilicen la magia le reprendió Gwen.

Lo recordaré juró Haiden. No me gustaría despertar arrastrándome sobre el estómago, en busca de ratones.

Oh, jamás te convertiría en una serpiente... En otra cosa, quizá, pero no en una serpiente.

Es un consuelo.

Cabe examinó el bosque con atención.

¿Estás solo o tienes más sorpresas?

Estoy solo a excepción de un compañero.

El elfo portaba un largo arco; lo dejó a un lado por un momento y buscó detrás de los árboles, sacando un elegante caballo de color claro. Su aspecto no se parecía en nada al de un caballo corriente. Aquel animal había sido criado por elfos para ser montado por elfos. Resultaba tan distinto de sus propias monturas como ellos lo eran del elfo.

No es necesario que vengas con nosotros observó Cabe.

Hay cosas que los elfos pueden hacer que quizás encontraréis prácticas repuso Haiden acariciando su caballo. De todos modos, tengo que cabalgar hacia el norte. Todavía tengo compañeros allí. Decidieron quedarse, señor, por si había algo más de lo que informar. Se reunirán con nosotros en la frontera con los Territorios del Norte.

De nada servía discutir, así que Cabe acabó por permitir que el elfo se uniera a ellos.

¿Qué camino recomendarías? quiso saber Gwen. Haiden sonrió, esta vez con una pincelada siniestra.

Tenemos la maravillosa opción de atravesar las Llanuras Infernales o pasar por los territorios del Dragón de Bronce y del Dragón de Plata, el último de los cuales está aún muy activo.

Las Llanuras Infernales eran una zona volcánica situada al sudeste de las Montañas Tyber que en una ocasión había sido el hogar del Dragón Rojo y de Azran. Ambos hacía tiempo que habían muerto ya, aunque algunos de los clanes del Dragón Rojo todavía seguían con vida. No era un sendero fácil, ya que significaba viajar a la vista de Wenslis, el límite del reino del Dragón de las Tormentas. También existía la posibilidad de tropezarse con los merodeadores que los habían asaltado de camino a la Mansión o incluso con los restos desperdigados de los súbditos del Dragón Rojo, en busca de venganza por su cuenta y riesgo. También había que estar preparado para la erupción repentina de algún que otro volcán.

Ir por el otro camino significaba la certeza de enfrentarse a todos los secuaces del Dragón de Plata, sin olvidar a los supervivientes de otros tres clanes, incluidos los pertenecientes al clan del Dragón Dorado.

Cabe suspiró. De cualquier modo sería un viaje largo y duro.

Atravesaremos las Llanuras Infernales.

Ya pensé que elegiríais esa ruta asintió Haiden. No puedo decir que me guste ninguna de las dos, pero eran las mejores, a menos que prefiráis subir las Montañas Tyber... Hizo una mueca burlona al ver sus expresiones. No creí que quisierais.

Algo que había estado aguijoneando el subconsciente de Cabe afloró por fin a la superficie.

Haiden, ¿no te ha dicho nada tu señor sobre los otros Reyes Dragón? No hay duda de que no pueden aprobar algo como esto. Lo que el Dragón de Hielo hace tiene por fuerza que afectarlos también a ellos.

El elfo se pasó el arco por el cuello y el hombro mientras respondía:

El monarca Verde no ha dicho nada sobre ellos. Lo que sí sé es que está molesto por su inactividad... al menos por lo que suponemos que es su inactividad. Ninguno de los Reyes Dragón supervivientes confía ya en los demás, no desde que el Dragón de Hierro y el de Bronce intentaron traicionar a su emperador; y desde luego no confían en mi señor, que les dio la espalda e hizo la paz con el Grifo.

No, supongo que no. No había nada más que Cabe pudiera añadir a lo dicho por Haiden. Estaban solos, a menos que tuvieran aliados de los que no supieran nada.

Bien... Haiden hizo una mueca, y su rostro volvió a recordar a Cabe el del medio elfo Hadeen, aquel que durante años había creído que era su padre; que fue su padre por lo que a él se refería. Azran había sido sólo su padre biológico. Lo mejor será que nos pongamos en camino. No podemos hacer esperar a las lagartijas, ¿no creéis?

El viaje transcurrió sin incidentes la mayor parte del día. Los momentos de mayor crispación fueron aquellos en los que oleadas de frío parecían atravesar la región. Ninguno tenía necesidad de decir en voz alta qué era aquel frío; ahora ya lo sabían. Ello no les impidió envolverse con fuerza en sus capas, aunque fuera inútil; el frío estaba también en su interior.

Es más fuerte dijo Gwen después de la última oleada. Se dirige al sur a gran velocidad.

Ha empezado asintió Cabe.

Haiden, el menos informado del trío, dirigió una ansiosa mirada a Cabe.

¿Llegamos muy tarde, entonces?

No, aún no. Pero pronto lo será.

Espolearon aún más los caballos.

El atardecer los encontró cerca del extremo más nororiental del bosque. En el aire flotaba un ligero olor sulfuroso y los árboles eran más escasos, como si el suelo estuviera contaminado. Haiden olfateó el aire con desdén y por fin anunció:

Penetraremos en las Llanuras Infernales por la mañana.

El Reino de los Dragones era tal batiburrillo de territorios diferentes que algunos creían que lo habían concebido de aquella forma. Desde luego, no podía negarse que cada Rey Dragón había hecho todo lo posible por dar forma a su reino según sus gustos, pero incluso ellos carecían del poder necesario para cambios tan profundos. Había quien culpaba a razas pretéritas; otros lo consideraban obra de algún dios. Nadie lo sabía y era probable que nadie lo supiera jamás.

El Reino de los Dragones era lo que era e interrogarse sobre sus orígenes no lo cambiaría, lo cual quería decir que el trío tendría que cruzar la región volcánica tanto si quería como si no.

El sueño acudió con más facilidad aquella noche, quizá porque estaban muy cansados. Haiden se ofreció a montar guardia, pero Gwen dispuso un hechizo de protección que aseguró resultaría más eficaz. Además, todos necesitaban de una noche completa de descanso.

Eso pronto se demostró imposible. No conseguían dormir más de dos horas seguidas sin que alguna terrible erupción amenazara con reventar sus tímpanos o algún temblor los zarandeara como niños indefensos. Y lo peor era que resultaba evidente que no habría tregua.

En un momento dado, Cabe utilizó palabras que estaba seguro debían remontarse a su abuelo aunque también podría haberlas aprendido en la posada y preguntó con acritud:

¿Hemos de dormir en este territorio durante los próximos días?

Los hechizos no surtían efecto a menos que deseasen aislarse por completo de lo que los rodeaba. Cabe lo sugirió, pero Gwen le hizo notar que tales hechizos los agotarían en gran manera, lo que los obligaría a viajar más despacio, que era lo mismo que decir que tendrían que pasar más días en las Llanuras Infernales.

Hubo un momento en que Haiden se animó.

¿Alguno de vosotros sabe teletransportarse?

Los dos sabemos respondió Gwen.

¿Entonces por qué no nos teletransportamos? Ahorraríamos días.

Cabe lamentó acabar con su entusiasmo, pero Gwen se lo había explicado tan a menudo que lo sabía de memoria.

Ninguno conoce la zona lo suficiente. Si nos teletransportamos a las Llanuras Infernales, podemos acabar encima de un cráter. Si lo intentamos hasta los Territorios del Norte, corremos el riesgo de encontrarnos cara a cara con los horrores del Dragón de Hielo. Y aunque no fuera así, estaríamos demasiado agotados para defendernos de cualquier cosa que nos encontrásemos nada más llegar. No podemos estar a menos de un ciento por ciento de facultades cuando lleguemos a los Territorios del Norte.

Gwen asintió, apartó de su rostro la espesa melena y añadió:

No podemos ni permitirnos saltos cortos. Tendrían que ser tan cortos que nos cansaríamos muy deprisa. Existe, además, la remota posibilidad de teletransportamos contra algo, como un árbol o una montaña. Ha sucedido.

Haiden abandonó el tema de inmediato.

Permanecieron en silencio, esperando poder dormir un poco más antes de la siguiente erupción o sacudida.

A primeras horas de la mañana siguiente, divisaron las Llanuras Infernales. El nombre no era muy apropiado, ya que la región no era precisamente llana. Por supuesto que algunas áreas lo eran en especial cerca de las cuevas de los dragones, pero en su mayor parte las Llanuras Infernales era una región de colinas y cordilleras, incluyendo la mayoría de volcanes activos o que hacía poco que habían entrado en actividad. Tal y como dijo Haiden, aquélla era una tierra en la que se daba auténtica forma a los pesares del Reino de los Dragones. Allí, la tierra mostraba su dolor.

Los caballos protestaron, pero finalmente el trío penetró en la región. Hacía rato que habían desaparecido los últimos árboles y la hierba resultaba muy escasa. Las Tierras Yermas habían tenido un aspecto más hospitalario que aquello, pensó Cabe; y entonces recordó que la tierra de aquella región era mucho más rica que la de cualquier otro lugar, ya que las erupciones a menudo sacaban a la superficie variedad de minerales y sustancias nutritivas para reponer los que se habían perdido. Era en las zonas estables donde florecía la vida vegetal, estimulada por los clanes de dragones que se alimentaban de la fauna que allí habitaba. Aunque parezca extraño, era en las Llanuras Infernales donde los dragones se acercaban más a la definición de granjeros, aunque nadie había podido poner jamás en duda su ferocidad. El trío había tenido suerte. Lo poco que quedaba de los clanes del Dragón Rojo habitaba sobre todo en el norte, y existía la posibilidad de que consiguieran atravesar la zona sin tener que enfrentarse a un solo dragón.

Hacía mucho calor, y como el día transcurría tan despacio, Cabe pensó en quitarse la camisa; pero Haiden sacudió la cabeza cuando el hechicero lo sugirió.

No os gustaría el contacto de la ceniza en la espalda, y me parece que vuestras habilidades mágicas se agotarían si intentaseis protegeros de ello durante todo el viaje.

Además añadió Gwen con una sonrisa, no considero justo que yo tenga que seguir con la blusa puesta.

En el bosque, las ninfas corren por todas partes sin ningún tipo de ropa observó Haiden.

Si mi esposa hace eso, lo primero que haré será eliminar de la zona (de forma permanente) todos aquellos ojos que pudieran mirarla.

Haiden sonrió ante la amistosa reprimenda, luego arrugó la frente al advertir algo a lo lejos, en dirección nordeste.

Parece que, después de todo, hemos llamado la atención de los dragones.

Los otros dos siguieron su mirada y vieron un gran grupo de jinetes, que resultaron ser humanos, no dragones. Los otros jinetes no los habían visto, ya que continuaron su camino, en cierta forma paralelo al de los tres, pero en dirección sur en lugar de norte.

¿Quién pasaría por aquí? se preguntó Cabe en voz alta.

¿Vendrán de Wenslis? ¿Talak quizá? sugirió Gwen.

Haiden negó con la cabeza.

Si vienen de Talak, han tomado una ruta muy extraña. Sería más fácil ir directamente por el sur. Nadie en su sano juicio atravesaría las Llanuras Infernales porque sí. Wenslis podría ser una posibilidad, pero sus habitantes tienen poco comercio con Zuu o Penacles. Sus transacciones se realizan más con Mito Pica e Irillian.

Mito Pica... murmuró Cabe para sí.

¿Qué sucede con ella?

Nada..., excepto que a lo mejor se dirigen a casa, digámoslo así. Es posible que sean merodeadores.

¿Esos autodenominados cazadores de dragones? Haiden agarró su arco con la mano izquierda.

Los mismos. Tendría sentido. Mito Pica era su hogar, y es también un buen recordatorio de por qué luchan. Me sorprende que nadie pensase en eso antes.

A lo mejor es que nadie desea pensar en ello sugirió Gwen con expresión torva. Toma destruyó su hogar simplemente porque tú habías vivido allí. Creo que eso enfureció incluso a algunos de los Reyes Dragón; después de todo, Mito Pica no estaba en los dominios del Dragón Dorado. Puede que fuera emperador, pero invadir el territorio de otro señor dragón no deja de ser una mala maniobra.

Pero eso no les impediría atacar las ruinas ahora asintió Cabe. Cualquier Rey Dragón sabe que los únicos habitantes de la ciudad en estos momentos son carroñeros o renegados; y los dragones pueden pasarse sin las dos cosas. De todos modos, no es más que una suposición. Podría muy bien estar equivocado.

Haiden espoleó su montura para que siguiera adelante.

Será mejor proseguir, mi señor y señora. No tiene sentido poner demasiado a prueba nuestra suerte. Aún podrían vernos. Fuisteis vosotros los que dijisteis que debíais reservaros tanto como fuera posible.

Los dos magos le siguieron, aunque Cabe se colocó de momento en la retaguardia. Los jinetes le seguían intrigando, pero nada podía hacer. También se le ocurrió que podrían ir de regreso a la Mansión, pero tras el último enfrentamiento le pareció una idea estúpida. El jefe de los saqueadores no era un idiota: Cabe se había dado cuenta. El hombre sabía cuándo le habían vencido. Como máximo, puede que rodease el perímetro del Bosque de Dagora. Con el Dragón Verde ojo avizor, cualquier otra cosa sería invitar al desastre.

A últimas horas de la tarde, los jinetes eran un lejano recuerdo. Todavía quedaba mucho terreno por recorrer y demasiado poco tiempo para preocuparse de peligros que pudieran existir sólo en su mente. Cabe se olvidó de los jinetes, sobre todo cuando se encontraron con el primero de los esqueletos.

Había oído hablar de algo parecido, pero fue mucho más al sudoeste, en las tierras que habían pertenecido al Dragón Pardo. Fue allí donde Cabe estuvo a punto de ser sacrificado, y donde sus poderes latentes habían acabado con el Rey Dragón. El Grifo le contó algún tiempo después los resultados de aquella acción, ya que el Dragón Pardo había visto cumplido su deseo al morir; o casi. Las Tierras Yermas habían recobrado la fertilidad, pero con una peculiaridad mortífera. La vida vegetal que crecía allí era hostil a los clanes de aquel dragón; una retorcida perversión del conjuro que aquél había pretendido hacer. Las plantas seleccionaban a los dragones, sin distinguir si era un señor dragón o el más insignificante de los dragones-serpiente, siempre y cuando llevaran la misma sangre que el Dragón Pardo. Tan sólo un puñado que había huido a las tierras del Dragón de Bronce y a las del Dragón de Cristal sobrevivía; eso era lo que se decía últimamente.

Lo que vieron era también una carnicería. Los primeros esqueletos, los huesos pelados por los diferentes carroñeros de la zona, dieron paso a otros que a su vez condujeron a otros, y así continuaba por lo que podían ver.

Llegaron a una elevación que parecía estable, ascendieron, y desde allí contemplaron una de las pocas auténticas zonas llanas de aquel territorio.

¡Rheena! exclamó Gwen. ¡Es un mar de cadáveres!

Cabe asintió con tristeza. Sabía qué era lo que tenían cerca, a pesar de que quedaba oculto por dos cráteres activos de origen reciente. Sin hechizos que la protegieran, aquella zona acabaría por volverse inestable. Algún día, la ciudadela por la que habían luchado dragones y criaturas quedaría destruida por la violencia de la tierra...

Tenían que encontrar algún sendero que rodeara aquello. Los restos desperdigados de un leviatán tras otro cubrían literalmente el paisaje, mientras sus calaveras contemplaban el cielo con mueca burlona. Algunas criaturas, al parecer, habían perecido en la lucha junto con su enemigo, a menos que los movimientos de aquella tierra volátil hubieran arrojado los esqueletos de unos y otros en un mismo montón. Los huesos de los dragones se mezclaban libremente con los de los defensores caídos y resultaba imposible creer que hubiera sobrevivido alguna criatura a aquella masacre.

Pero una lo había hecho durante un tiempo y era su abandonada ciudadela la que se alzaba no muy lejos. Cabe no quería visitarla, pero tuvo la sensación de que sería sensato detenerse allí. Quizás habría algún libro o clave que podría serles de ayuda, dado que el señor de aquel lugar había sido uno de los magos vivos más poderosos.

Azran.

* * *

Toma forcejeó con el hielo que le mantenía prisionero contra la pared. Estaba furioso. Furioso consigo mismo, furioso por verse conducido de una situación a otra como si fuera un estúpido dragón menor, furioso con el Dragón de Hielo, que le robaría el trono que era suyo en justicia... Le era imposible poner en palabras la mayoría de las cosas que le enfurecían. De todos modos, sabía qué era lo que lo encolerizaba más.

No podía hacer nada. No podía cambiar de aspecto y no tenía poder ni para encender una ramita. Eso era lo que hacía falta ahora. Un fuego ardiente y purificador que le liberara y destruyera aquel enorme carámbano. Y vengarse del señor de los Territorios del Norte.

El dragón meneó la cabeza. La cólera no le conduciría a nada. A pesar de lo fácil que resultaba entregarse a ella. Necesitaba escapar, recuperar un cierto poder. También precisaría de aliados. El Dragón de Plata lo secundaría si sabía que su emperador estaba prisionero allí. El Dragón Azul también podría ayudarle. Los otros resultaban más dudosos. El Dragón de las Tormentas hacía lo que el Dragón de las Tormentas quería, tanto si eso coincidía con los deseos de sus hermanos como si no. El Dragón Negro era un inadaptado, un fracaso. El Dragón de Cristal... de éste Toma no sabía nada; había acudido a los primeros Consejos, hablado poco y marchado cada vez sin despedirse. Era un enigma en el que Toma no podía confiar, aunque eso no le había impedido utilizar la forma de aquel Rey Dragón para poder espiar al Consejo y conseguir que sus palabras fueran escuchadas por aquellos que, de otro modo, lo hubieran despreciado.

El Dragón de Plata y el Azul, entonces. Podrían ser aliados. Empezaba a vislumbrar un plan, pero necesitaba escapar. Toma siseó con frustración; ése era el problema con el que se encontraba desde el principio. Su lógica giraba en círculos, debido, posiblemente, a que su cerebro estaba medio congelado.

Se oyó un sonido parecido a un aleteo, pero Toma no le prestó atención. Al igual que la mayoría de los Reyes Dragón, Hielo tenía servidores que se ocultaban en las sombras cosas innominadas que volaban y chirriaban o que se arrastraban y siseaban y no le interesaba ninguno.

Toma contempló la solitaria antorcha que colgaba de la pared de enfrente. Su anfitrión había declarado que estaba allí para evitar que el dragón de fuego tuviera que esperar a oscuras, pero Toma sospechaba que se trataba de alguna ocurrencia, de algún resto de emoción en el Dragón de Hielo, y que la antorcha podía ser una especie de tortura. Aquella llama le habría podido liberar en unos momentos, pero estaba fuera de su alcance.

«¡Me van a sacrificar a alguna abominación para que un monarca demente pueda satisfacer su deseo de morir!», pensó Toma, enloquecido. Aún no había empezado a hablar en voz alta consigo mismo, pero sabía que no tardaría en hacerlo, siempre y cuando los sirvientes sin vida no vinieran a buscarle antes.

Algo volvió a aletear, y esta vez una sombra pasó junto a él. Toma parpadeó y abrió los ojos desmesuradamente. Ante él, allí donde un momento antes no había nadie, se encontraba un Rastreador. Lo contemplaba con ojos arrogantes, como decidiendo si valía la pena molestarse por el. Entonces, el ser-pájaro extendió el brazo hacia la antorcha, la sacó de su soporte y la acercó a la cabeza del dragón.

Toma tuvo una visión de sí mismo quemándose vivo, ya que incluso los dragones de fuego poseían sólo una tolerancia limitada al fuego aplicado directamente; pero, en lugar de ello, el Rastreador echó hacia atrás la antorcha y alzó la zarpa libre, para colocarla sobre el rostro de Toma.

Su mente se llenó de imágenes; de él mismo, que huía de la ciudadela en busca de ayuda en el sur. Toma casi estuvo a punto de gritar su asentimiento antes de darse cuenta de que todo lo que pensase lo leería la mente del Rastreador.

Satisfecha al parecer, la criatura acercó la antorcha a la muñeca derecha del dragón. El hielo chisporroteó y Toma forcejeó para liberarse antes incluso de que lo consiguiera su muñeca. El tiempo transcurría con una lentitud horrible, cada segundo era una invitación a ser descubiertos. Por fin, Toma consiguió soltar su brazo derecho, y mientras luchaba con el grillete que le sujetaba la muñeca izquierda, el Rastreador liberó sus tobillos.

Cuando hubo terminado, el ser-pájaro le entregó la antorcha e indicó una de las paredes. Toma no observó nada. Impaciente, el Rastreador le quitó la antorcha y señaló con ella hacia arriba; esta vez, el dragón de fuego sí lo vio: un agujero situado cerca del techo, el camino secreto que había utilizado evidentemente la criatura para infiltrarse en la residencia del Dragón de Hielo. Toma tenía que utilizar aquel agujero como medio de huida.

Cuando Toma se volvió de nuevo hacia el Rastreador, se encontró solo, y la antorcha colocada en su lugar original. Toma maldijo por lo bajo, esperando casi despenar y encontrarse sujeto todavía a la pared. Por fin, se encogió de hombros. Si era un sueño, como mínimo escaparía de sus captores en cierta forma. A lo mejor lo encontrarían allí más tarde, tan idiotizado como su padre.

El pensar en su padre y señor hizo que Toma vacilase, antes de darse cuenta de que ninguno de los dos quedaría libre si intentaba llevarse al Dragón Dorado con él. Lo mejor sería regresar con ayuda. El Dragón de Hielo no estaba listo aún para sacrificar a su propio emperador; el momento tenía que ser el adecuado. Después de todo, su anfitrión seguía siendo tradicional.

Decidido, Toma se encaramó por la pared; las afiladas manos se le helaban al clavarlas profundamente en el hielo, y deseó que su salvador le hubiera llevado con él, ya que eso lo hubiera simplificado todo. La forma de pensar de los Rastreadores resultaba tan frustrante como la misma raza.

Alcanzó el agujero y penetró en su interior. No dudaba que los sirvientes irían pronto a buscarle, y una nueva preocupación penetró en su mente al darse cuenta de lo fácil que les resultaría seguirle a través del túnel.

Una vez introducido todo el cuerpo en el agujero, se contorsionó como pudo para ver si había alguna forma de bloquear la entrada, y se encontró con que ya no existía la entrada. Una sólida pared de hielo eliminaba todo rastro de su paso, y sin duda cualquier señal desde el exterior de que existiera el túnel.

Ahora ya no podía volverse atrás. Lanzó un gruñido y empezó a arrastrarse hacia adelante. La mente inundada de innumerables pensamientos: cómo podía haber desaparecido una raza tan ingeniosa como la de los Rastreadores; cómo conseguiría él recuperar sus poderes; y qué posibilidades tenía de adelantar, sin que le vieran, a las jaurías itinerantes de las abominaciones buscadoras de espíritus del Dragón de Hielo.

Sobre todo, lo que deseaba saber era cuánto tiempo tendría que arrastrarse a fuerza de brazos, proceso que, sabía, no tardaría en hacer que los músculos de éstos empezaran a quejarse.