El Dragón Verde apareció sin avisar. Nadie, ni siquiera los miembros de su propio clan, lo supo hasta que llamó desde el otro lado del hechizo de protección. Lo acompañaba Ssarekai, que había adoptado un aire de importancia por estar en tan augusta compañía. No estaban solos. A juzgar por las crestas, seis dragones reales del clan del Dragón Verde estaban allí. Cabe identificó sólo a uno con el rango de duque, pero enseguida se dio cuenta de que alguien tenía que quedarse al mando cuando el monarca estaba fuera. Los otros actuaban como comandantes.
El dragón echó una rápida mirada a la muchedumbre que empezaba a congregarse a su alrededor.
—Queríais verme por algo de gran importancia. Casualmente, yo deseo veros por el mismo motivo.
Sus primeras palabras no resultaban muy alentadoras, pensó Cabe.
Mientras los dragones menores iban pasando, los habitantes de la Mansión observaron por primera vez el bulto que uno de ellos llevaba a la espalda. Era del tamaño de un hombre y no había duda sobre lo que se ocultaba en su interior. Cabe y Gwen intercambiaron una mirada y luego volvieron a mirar el fardo. Desde luego no resultaba nada alentador, se repitió Cabe.
El Dragón Verde desmontó y entregó las riendas de su bestia a Ssarekai, quien se inclinó todo lo que pudo en señal de sumisión, cosa que le resultó bastante difícil puesto que todavía no había desmontado. El monarca se dirigió directamente hacia los dos magos y su forma de andar indicaba que estaba alterado. Muy alterado.
—Bien —dijo nada más llegar junto a ellos—. ¿Empezáis vosotros o empiezo yo?
—¿Qué... quién es ése? —consiguió farfullar Gwen.
—No lo sé. —A juzgar por el tono de su voz, eso preocupaba al dragón al menos tanto como la presencia del cadáver, en dondequiera que lo hubiera hallado—. ¿Se me permite incluir a otro miembro de nuestro grupo?
Cabe asintió.
El Dragón Verde chasqueó los dedos para llamar a un individuo cuya presencia no había advertido nadie hasta entonces. Un tipo alto y estrecho que recordó a Cabe al hombre que había fingido ser su padre durante tantos años, el amigo de Nathan que, además, poseía sangre elfa. Su nombre auténtico había sido Hadeen algo más, eso había dicho Gwen. Éste era otro Hadeen, aunque más aún. En éste la sangre era ciento por ciento de elfo.
—Éste es Haiden, uno de mis... ojos en el norte.
La similitud de los nombres sobresaltó a Cabe, pero sospechó que no existía más parentesco entre este elfo y Hadeen que la sangre de aquella raza más antigua.
Haiden hizo una reverencia. Era, al igual que Hadeen, totalmente diferente de los espíritus más diminutos con que Cabe se había encontrado en el pasado. Cabe sabía que los elfos más altos se tomaban muy a pecho la cuestión de establecer una clara distinción entre ambos tipos. Al igual que muchos humanos, encontraban que sus primos de menor estatura resultaban algo fastidiosos.
—Dama del Ámbar, Cabe Bedlam. —Levantó los ojos para mirarlos, con admiración a Gwen y con un ligero respeto a Cabe, no tan sólo porque era el nieto de Nathan Bedlam, sino porque sus cabellos eran hoy plateados casi por completo. Estaban así desde que estableciera contacto con la criatura y ambos hechiceros habían decidido que existía una conexión entre ambas cosas.
—Fue la gente de Haiden a quienes envié a explorar las fronteras del territorio de mi hermano.
—¿Los Territorios del Norte? —se le escapó a Cabe.
Los Territorios del Norte y su monarca eran la clase de cosas de las que había oído hablar en los cuentos de terror de su infancia. Nadie excepto los Reyes Dragón tenían tratos con los habitantes de aquel mundo helado.
—Sí, los Territorios del Norte. —El monarca miró a Cabe con desasosiego—. Fue allí donde encontraron esto.
Dos dragones transportaron el bulto hasta el pequeño grupo. Uno de ellos empezó a desatarlo, pero Gwen le detuvo alzando una mano. Un cierto número de sirvientes se había reunido a su alrededor, tal y como sucedió cuando Cabe descubrió a la criatura. La hechicera paseó la mirada de su esposo al Rey Dragón.
El Dragón Verde bajó los ojos hacia el bulto y luego miró a los dragones y humanos allí reunidos; por último devolvió su atención a los señores del lugar.
—La decisión es vuestra. En mi opinión deberían enterarse de esto. El desgraciado que hay dentro es sólo uno de muchos.
Cabe asintió con la cabeza y Gwen indicó al dragón que continuara.
Casi lamentaron su decisión. El cadáver estaba perfectamente conservado y la expresión del rostro del hombre —de lo que quedaba de él— revelaba que no había tenido una muerte dulce. Haiden, que con toda seguridad había visto el cuerpo varias veces, se volvió de espaldas al cabo de un momento. Muchos de los allí reunidos se apartaron y no tardó en dejarse oír un preocupado murmullo. El Dragón Verde y Cabe lo estudiaron con gran atención, mientras que Gwen, incapaz de soportarlo, desviaba la mirada una y otra vez.
Al final, la hechicera se atrevió a acercar una mano.
—Está frío. Más frío que... la muerte.
Cabe comprendió de inmediato a lo que se refería, aunque no debido al énfasis de sus palabras. Fue porque, como había sucedido con la criatura, veía mentalmente otra época, otro lugar, y cosas parecidas a la monstruosidad muerta. También habían existido cadáveres como aquél en la memoria de su abuelo. Entonces no había comprendido su significado, pero ahora sabía que habían sufrido el mismo fin que los clanes de dragones de las Tierras Yermas.
—No lo toques —musitó Cabe, por fin. Aunque no tenía intención de hacerlo, Gwen inquirió de todos modos:
—¿Por qué?
—No te gustaría. Es... es como la ausencia de toda fuerza vital. Como si todo, incluida el alma, hubiera sido arrancado y reemplazado por... nada. Nada en absoluto.
Gwen apartó la mano, temerosa de rozar con sus dedos el cuerpo de forma accidental.
—¿Qué le ha sucedido? ¿Quién era?
—Un pirata-lobo. Mirad la cimera del yelmo. —Cabe recordó una conversación mantenida con el Grifo después del enfrentamiento definitivo con Azran. La historia del encuentro del pájaro-león con el Dragón Negro y los siniestros piratas-lobo y cómo el Grifo había percibido que existía una conexión con los saqueadores venidos del otro lado de los Mares Orientales. Les relató lo que sabía.
El Dragón Verde fue el más interesado.
—He oído una o dos cosas sobre ellos.
—Lo que era no importa ahora —observó Cabe mientras se inclinaba junto al cadáver. Sin que se diera cuenta, su comportamiento y aspecto cada vez se parecían más a Nathan Bedlam—. Lo que sí importa es lo que le sucedió.
—Estaba, como he mencionado, en los Territorios del Norte. ¿Haiden?
—Mi señor. —El elfo hizo una reverencia—. Era un grupo de al menos tres jinetes. No encontramos ningún rastro físico de los otros, excepto algunas huellas de antes del ataque y algunos objetos desperdigados cerca de éste. Los que los mataron fueron muy concienzudos en la limpieza posterior. Por algún motivo, a éste no lo vieron. Quizá porque fue arrojado a una distancia considerable.
—¿Qué? —Gwen se obligó a volver a mirar el cuerpo. El pirata no había sido un hombre pequeño—. ¿A qué... a qué distancia?
Haiden hizo una mueca, recordando el cálculo hecho por los elfos.
—Bastante lejos. Creemos que como mínimo uno de... los atacantes... debía de ser tan alto como los árboles.
Cabe no levantó la vista del cuerpo.
—¿Cómo es eso?
—Cuando uno de nosotros se encaramó a la copa de uno, para tener una mejor vista de los alrededores, encontró restos de pelo. Mientras volvía a bajar, observó rastros en todo el tronco en los que no había reparado antes.
—¿De qué color?
—Blanco. Un color blanquecino, como de una criatura que fuera un muerto viviente.
Gwen palideció mientras Cabe se erguía, y volvía la cabeza para dirigir una rápida mirada al lugar donde se encontraba el montículo con la criatura.
—Entonces, ¡se trata de la misma cosa!
«Eso no lo sabes», quiso responder Cabe, pero sabía que tenía razón. Lo sabía con una convicción mayor incluso que la de ella.
—Esos tres no fueron las únicas víctimas —añadió el elfo de mala gana.
Los magos le miraron boquiabiertos.
Haiden miró a su señor, quien asintió despacio. Aspiró con fuerza, se obligó a mirar de nuevo los tristes despojos del pirata-lobo, y empezó a decir:
—Los territorios más septentrionales se encuentran en pleno invierno.
—Pero si ni siquiera ha terminado el verano —protestó Gwen.
—Puede que sí, mi señora. En los dominios donde los clanes del Dragón de Hierro se aferran todavía a la vida, los enanos de las colinas han excavado túneles hacia las profundidades de la tierra. Los mismos dragones se han desplazado hacia el sur para reunirse con sus hermanos en Esedi, donde los clanes del Dragón de Bronce todavía mantienen su preponderancia. Muchos no sobrevivieron al viaje y algunos, simplemente..., murieron, como éste.
—La confusión se ha visto acrecentada en gran medida por el hecho de que ninguno tiene ya rey —añadió el Dragón Verde.
Los Reyes Dragón de aquellas dos regiones habían intentado lo inconcebible: rebelarse abiertamente contra el emperador. Casi todo el ejército, incluidos los monarcas rebeldes, había perecido bajo las garras del Dragón Dorado.
—¿Qué se sabe de los humanos? —inquirió Cabe de inmediato. En todas las situaciones las demás razas siempre pasaban por alto a los humanos, en algunos casos debido, posiblemente, a los celos.
Haiden se encogió de hombros.
—Hay humanos en la costa del territorio del Dragón de Hierro, en las orillas de los Mares de Andrómaco.
Aquél era el nombre que se daba a los mares occidentales. Andrómaco era el demonio que se suponía había instigado a los dioses para que crearan el mundo, por razones que nadie conocía. Se había dado ese nombre a aquellos mares porque eran mucho más turbulentos que los de la zona oriental.
—No puedo decir qué les ha sucedido a ellos ni a nadie del nordeste —siguió Haiden—. Mis hermanos y hermanas dicen que el frío ha llegado más allá de Talak, y se abre paso hacia el interior de las Llanuras Infernales y las tierras de Irillian. También dicen que lo sigue algo, algo a lo que no pudieron acercarse lo suficiente para distinguirlo.
—No siento lástima por Talak —comentó el señor del Bosque de Dagora—. Que el rey humano Melicard se congele junto con los demás; pero ¿las Llanuras Infernales? Haiden, no lo mencionaste antes.
El elfo pareció contrariado.
—Perdonadme, mi señor. Me temo... que la falta de sueño empieza a afectarme.
—¿Cuánto hace de eso?
—No he dormido desde que descubrí a éste. —Señaló al cuerpo congelado—. Reventé dos monturas para conseguir traéroslo lo antes posible. Me siento avergonzado.
—Eres un súbdito leal, Haiden —dijo el dragón meneando la cabeza—. Cuando hayamosss acabado aquí, debesss descansar. Me temo que te necesitaré pronto.
Haiden pareció aliviado.
Los ojos del Dragón Verde llamearon.
—La criatura. El montículo de piel. Quiero ver lo que habéis encontrado. —Y dirigiéndose al dragón que había desatado el horrible bulto, añadió—: Vuelve a taparlo. Nadie se acercará a él a menos que yo lo diga. Es posible que todavía pueda revelarnos algo, y la verdad es que no es necesario que esté al descubierto, trastornando aún más a la gente. Haiden, tú nosss acompañarásss.
—Mi señor. —Era difícil decir si la palidez del rostro del elfo era natural o debida al agotamiento o a la repugnancia por lo que había visto últimamente.
Gwen se había dado ya la vuelta. No se sentía demasiado ansiosa por volver junto al cuerpo de aquella abominación, pero quería que el monarca dragón la viera por sí mismo; quizá la reconocería y sabría qué hacer. Cabe y el Rey Dragón la siguieron a poca distancia, el primero enfrascado en los recuerdos de otro, el segundo silencioso y meditabundo. Haiden permaneció a una respetuosa distancia.
—Sabéisss —siseó el dragón— que las heladas que ha padecido mi territorio ssson sólo el principio. Tengo la impresión de que estas ligeras sssalpicadurasss son lasss primerasss señalesss de que la magia se extiende cada vez másss hacia el sssur. He intentado ponerme en contacto con mi hermano en el norte. No ha contestado; a susss ojosss soy... un traidor.
Cabe comprendió que era mejor no hacer ningún comentario al respecto.
La curiosa pareja formada por un dragón y un humano montaba guardia cerca del lugar, sus diferencias minimizadas por el aburrimiento y la curiosidad sobre la naturaleza exacta de lo que debían custodiar. El dragón fue el primero en oírlos y adoptó de inmediato una posición firme. El hombre, que decía algo en aquellos momentos, le imitó a los pocos segundos.
Cabe les ordenó que descansaran. El Dragón Verde adelantó a Gwen y se acercó al agujero que ésta había creado. Le echó una primera ojeada a la bestia y se detuvo justo a su lado. Se acuclilló y extendió una zarpa vacilante en dirección a la cosa.
—¡No! —Era Cabe quien había gritado, creyendo que el Rey Dragón tenía intención de tocar aquella monstruosidad. El dragón le miró y alzó la mano para indicar que no pensaba hacer tal cosa.
Los dos magos llegaron junto a él.
—Creo que esto... esto fue en una ocasión una bestia inofensiva que cavaba túnelesss. Su especie era bastante común hará algún tiempo, pero ahora se han vuelto muy escasosss.
Gwen no podía creer lo que oía.
—¿Esa cosa era inofensiva?
—Desde luego no tal y como era antesss de morir. Esto esss, como vosss decísss, una «cosa». Una horrible abominación. Alguien ha pervertido su naturaleza. Sólo estando cerca de ella, siento cómo intenta chupar mi... esto es magia antigua, muy antigua. Magia de Rastreador al menos, diría yo. Es sorprendente la gran cantidad de ésta que flota por todasss partesss últimamente. Podría casi pensarse que esos pájaros vuelven a estar en movimiento. —El tono de voz del dragón indicaba que consideraba aquello algo más que una posibilidad.
—Fue horrible —murmuró Cabe sin darse cuenta.
—¿Hummm? —El Dragón Verde levantó los ojos hacia él.
—Lo siento. —El joven hechicero parpadeó, confuso—. Nada.
El otro se incorporó y le dirigió una mirada airada.
—Las Tierras Yermas. Estáis recordando las Tierras Yermas.
—No...
—Me contasteis lo que ocurrió con vos y Nathan Bedlam, Cabe. Sé que recordáis cosas que le sucedieron a él. Cosas como la Guerra del Cambio y las Tierras Yermas.
—¡No se dieron cuenta de qué era lo que habían liberado!
El Rey Dragón pareció elevarse por encima de Cabe. Estaba claro que la acorazada figura luchaba con varias emociones. Por fin, el dragón lanzó un suspiro muy humano.
—Durante la Guerra del Cambio sucedieron muchas cosas de las que tanto dragones como humanos nos sentimos avergonzados. Pido disculpas, en especial considerando lo que sospecho que ocurre en los Territorios del Norte.
—El Dragón de Hielo conoce el hechizo, el mismo hechizo que mi abuelo utilizó —asintió Cabe—. Eso es lo que creo.
Gwen, que había vivido en aquellos días, se llevó una mano a los labios.
—¡Rheena!
—Las diosas del bosque no nos servirán de gran ayuda ahora —observó el dragón en tono seco—, y me temo, Cabe, que mi hermano del norte sabe más de lo que sabían los Amos de los Dragones.
—¿Cómo es eso?
—Lo que Nathan Bedlam descubrió era sólo un fragmento del hechizo completo. Ese puede ser el motivo de que tardaran tanto en conseguir detenerlo. Lo que yo sé de nuestros predecesores (y muy especialmente de los Rastreadores) es más de lo que saben la mayoría de los que los estudian, y lo digo sin prejuicios. Nathan sabía que éste no era el hechizo completo, pero lo que existía servía a sus propósitos.
Cabe abrió los ojos desmesuradamente.
—Tal como lo decís parece como si lo supieseis de antemano.
El Rey Dragón bajó la mirada.
—Así es. Esperaba que no lo utilizaría, pero sabía que en aquellos momentos no tenía mucho donde elegir. Estaban perdiendo. Los clanes de Pardo eran fieros, cada dragón luchaba hasta la muerte. Incluso la hechicería puede verse en dificultades ante fanatismo semejante. Cuando descubrí que Nathan Bedlam había seguido adelante y utilizado el hechizo, sentí indignación, tanto por mi inactividad como por el hecho de que los Reyes Dragón le habíamos obligado a ello. Habían existido posibilidades de paz, pero el Consejo las rechazó. Nosotros no tratábamos con los humanos, nosotros gobernábamos.
—¿Qué hay del Dragón de Hielo? ¿Cómo entra él en esto?
—Ya conocéis los Territorios del Norte. —El monarca les dirigió una rápida mirada, asegurándose de que realmente asintieran antes de seguir adelante—. Lo que probablemente no sabéis es que, de todas las ruinas de los Rastreadores (y dejaron muchas, ya que fueron una raza muy numerosa), las que se encuentran en las montañas de ese erial son las más antiguas. Veréis, la región de los Territorios del Norte es el auténtico lugar de origen de los seres-pájaro.
Los ojos de Gwen escudriñaron los árboles, como si pensara que los Rastreadores pudieran estar escuchando. Aquellos seres siempre la inquietaban.
—¿Vivían en esa tierra helada?
El Dragón Verde lanzó un cloqueo, pero sin el menor rastro de humor en su voz.
—Ya habéis visto en lo que se convirtieron las Tierras Yermas. Eso fue nada más que una parte. Antiguamente, al menos eso creo, los Territorios del Norte habían poseído una vegetación más exuberante y llena de color que este mismo bosque. Hasta que los Rastreadores crearon el hechizo. Fue entonces cuando la desolación empezó a extenderse.
Ninguno de los magos pudo decir nada. Las imágenes de su mente resultaban demasiado abrumadoras, demasiado horribles para las simples palabras.
—Pero hay algo peor —continuó el Rey Dragón, y en su voz se percibía también un amago de temor—, y es que los Territorios del Norte son el resultado de un hechizo incompleto. No conozco las circunstancias, pero al parecer los Rastreadores prefirieron escoger lo que pudiera sucederles a ellos antes que ver cuál podría ser el resultado final de su experimento. Detuvieron el proceso, pero demasiado tarde para muchos.
—Y ahora quizás el Dragón de Hielo haya completado el hechizo.
Cabe volvió la mirada hacia el norte, aunque estando tan al sur no esperaba poder distinguir el final del Bosque de Dagora, y mucho menos las Montañas Tyber y los Territorios del Norte situados más allá. Talak estaba también por allí, en alguna parte.
—El Dragón de Hielo no sabía nada del hechizo antes de que Nathan lo descubriera —afirmó Cabe, categórico.
Lo ojos de Gwen y del dragón de fuego se posaron en él y entonces el Rey Dragón asintió despacio.
—Eso es lo que parece.
—Entonces yo... nosotros... él... fue responsable de esto.
—Se hubiera descubierto de todos modos.
—Quizá, pero tal como están las cosas, la responsabilidad sigue siendo de mi familia.
Gwen fue la primera en comprender la expresión de sus ojos, puesto que era idéntica a la del primer hombre que había amado. Era una expresión llena de determinación. La determinación de penetrar en las fauces del mismísimo Dragón de Hielo si era eso lo que debía hacerse para arreglar las cosas. Comprendió lo que pensaba hacer.
—¡Cabe, eso sería una temeridad! ¡Hemos de saber más!
—No tenemos tiempo. Lo sé. Lo poco que recuerdo me lo grita a la cara. ¡El Dragón de Hielo está preparado!
El Rey Dragón comprendió entonces también lo que Cabe planeaba, pero, al contrario de Gwen, encontró que lo que el hechicero pensaba hacer era necesario.
—Haiden os guiará. Me ocuparé de ello.
—Sólo necesito que me guíe hasta la frontera. Seguiré solo desde allí.
El elfo arrugó la frente, pero se abstuvo de decir nada.
—Yo iré contigo —interpuso Gwen de improviso, y alzó una mano al ver que Cabe iba a protestar—. Hay otros que pueden cuidar de las crías, y espero que mi señor dragón se ocupará de la seguridad de los que habitan aquí. Los recuerdos que has heredado de Nathan están incompletos; yo puedo ayudar. Además —añadió con una torva sonrisa—, nadie va a separarnos de nuevo si puedo evitarlo.
—No intentéis persuadirla, Bedlam. Mientras estéis fuera, propagaré la noticia entre los gobernantes tanto humanos como dragones; incluso informaré a Talak, si es necesario. Esto es algo que está por encima de nuestras diferencias. Me da la impresión de que mi hermano el Dragón de Hielo intenta crear un reino, un Reino de los Dragones, en el que él y sus helados clanes serán los únicos gobernantes. Los Reyes Dragón no aceptarán eso.
—Entonces está decidido —añadió Cabe, fingiendo más seguridad en sí mismo de la que en realidad sentía.
A pesar de todo, en su interior había mucho todavía del joven sirviente de posada, de aquel que hubiera preferido dar la espalda a tal peligro y dejar que otros se ocuparan; pero Cabe sabía que eso ya no estaba en su mano. Era él quien debía ocuparse. La verdad es que no había nadie más que pudiera hacerlo.
—Mañana saldremos en dirección a los Territorios del Norte... y en busca del Dragón de Hielo.
* * *
Toma completó el conjuro y aguardó.
La pared que tenía delante se agrietó un poco, como si alguien hubiera venido agua caliente sobre su gélida superficie, pero nada más.
«Todavía poseo mi poder», pensó con frialdad, «pero aquí lo han vuelto ineficaz. Estoy prisionero de la locura».
Le habían separado de su padre. El Dragón de Hielo se negaba a decir qué había sucedido, pero Toma sospechaba que o bien él o su padre iban a formar parte de aquella depravación muy pronto. Quizás ambos.
—Duque Toma.
El dragón de fuego se volvió y se encontró con uno de sus primos septentrionales, antorcha en mano, de pie en la entrada de su nueva habitación. Después de haber contemplado lo que se escondía en el fondo del pozo, Toma había intentado convencerlos de que su señor estaba loco y que provocaría su propia destrucción; pero no pareció importarles. Estaban tan carentes de emociones como su amo.
Todavía podía verlo. Una masa... enorme... de pelaje blanco que nunca dejaba de moverse. Carecía de garras, de ojos, de colmillos afilados; ni siquiera tenía patas. Sin embargo, le asustaba más de lo que ninguna otra cosa le había asustado jamás. Comprendió que sólo estar cerca de aquello era poner en peligro su vida. La cosa podía percibir su presencia, percibir la vida que alentaba en su interior, y eso era lo que quería. Su vida. Deseaba absorberla y desechar la envoltura como si se tratara de la cáscara sobrante de un huevo.
Incluso allí, tan lejos, podía sentir cómo se agitaba.
El otro dragón seguía inmóvil en la entrada. El Duque Toma volvió a mirarle por fin y preguntó:
—¿Qué sucede ahora?
—Se requiere vuestra presencia en la cámara real.
Otros tres de aquellos dragones helados, uno con una antorcha, se materializaron detrás del primero. Toma no tenía elección.
—Muy bien. —¡Si al menos su magia funcionara! ¡Aquello era una locura! Un invierno eterno significaría también la muerte de los dragones, ¿es que no se daban cuenta?
Con dos guardias delante y dos detrás, no había mucho que pudiera hacer. Las heladas salas relucían a medida que las antorchas iluminaban las profundidades de las cavernas de hielo. Cada pisada resonaba eternamente. Toma se dio cuenta de que durante todo aquel tiempo aún no había visto ninguna hembra de dragón ni ninguna cría. Sólo había un puñado de dragones menores, y esas criaturas acostumbraban a criar en vastas cantidades, a menos que se las controlara de forma estricta.
Se preguntó de improviso en qué forma las habrían controlado.
Como un cadáver de cuerpo presente, el Dragón de Hielo volvía a estar echado sobre el pozo, los ojos cerrados. Al contrario de Toma, parecía extraer energía del monstruo del fondo, de la cosa que insistía en llamar su reina.
El dragón levantó la cabeza cuando los cinco se acercaron. A cada lado, un servidor de hielo se erguía como una estatua de mármol.
—Aaahh, Toma. Qué amable al venir tan deprisa.
—Sencillamente no pude evitarlo —replicó el dragón, enojado.
Uno de los dragones hizo intención de ir hacia él, pero el Rey Dragón meneó la cabeza.
—Dejadle. A pesar de su comportamiento un tanto ofensivo, siente la misma dedicación por la raza que nosotros. ¿No es así, sobrino?
«¡Mi locura no puede compararse en nada con la vuestra!», quiso gritarle Toma, pero se lo pensó mejor. En lugar de ello, hizo una ligera inclinación y respondió:
—El reinado de los Reyes Dragón ha ocupado siempre un lugar primordial en mi mente, mi señor.
—Es lo que pensé. Por eso espero que me perdonarás con el paso del tiempo. Sé que al final comprenderás que lo que hago es lo correcto (la única acción correcta) en lo que se refiere a nuestra raza. Este sistema asqueroso de ciclos (una raza aplastando a la anterior para luego ser ella aplastada por la siguiente) debe cesar. La humanidad jamás gobernará el Reino de los Dragones; ¡no sobrevivirán a un nuevo año!
Los ojos del Dragón de Hielo brillaron. Era el mayor signo de vida que Toma había visto en el monstruo desde su llegada. Se volvió hacia uno de los sirvientes carentes de vida e hizo un gesto con la cabeza. Éste y su socio se dirigieron hacia el reducido grupo de dragones y Toma dio por sentado que le había llegado la hora de ser arrojado a lo que fuera aquella cosa. Maldijo en silencio a todos aquellos a los que consideraba responsables de su presencia allí: Cabe Bedlam, la Dama del Ámbar, Azran Bedlam, el Grifo, los cobardes Reyes Dragón y a todo el mundo excepto él. Incluso culpó a su padre.
Recibió una gran sorpresa pues cuando, en lugar de llevarle al pozo, los sirvientes se limitaron a sujetarle por los brazos. No tenían que haberse preocupado de tomar tal medida; Toma sabía que sin su magia estaba indefenso. Ni siquiera podía cambiar a su forma auténtica.
Las cosas resultaron aún más asombrosas cuando los cuatro dragones de hielo empezaron a subir los desmoronados escalones de la destrozada construcción de los Rastreadores. Cuando llegaron cerca de la cima, el Dragón de Hielo se apartó fuera del pozo para colocarse a un lado. Los dragones no se volvieron a mirar; siguieron avanzando hasta llegar al borde del agujero.
Toma sacudió la cabeza. ¡Aquello no podía estar ocurriendo! ¡Ellos no lo harían!
—Por la gloria de la raza —susurró el Dragón de Hielo, aunque sus palabras resonaron por todo el aposento.
Uno a uno, los cuatro dragones saltaron por el borde del pozo y se desvanecieron en sus profundidades. No se oyeron gritos, observó Toma con gran inquietud. Era como si... aquello fuera lo que desearan.
El Dragón de Hielo se dirigía ya a él.
—Existe lealtad, Toma. Existe esa fe que significará el final de nuestros supuestos sucesores. Estos cuatro, los últimos, se han entregado para que mi poder pueda crecer.
—¿Los últimos...? —Los ojos del dragón de fuego eran como dos soles llameantes y su boca se abrió con asombro, mostrando unos dientes largos y afilados diseñados para desgarrar y una lengua bífida que se agitaba nerviosa—. Todos vuestros clanes... hembras, guerreros y crías, ¿todos ellos?
—Los últimos dragones menores desaparecieron no hace más de una hora. Éstos eran mis guerreros más fieles, estos cuatro. Tenían que ser los últimos para que pudieran contemplar la culminación de mis investigaciones, investigaciones iniciadas en los días de la Guerra del Cambio.
Unas manos del más gélido hielo sujetaron a Toma con más fuerza aún, a pesar de que éste no había hecho el menor movimiento.
—He decidido que ha llegado el momento de soltar a todos mis hijos, mis prolongaciones, por todos los reinos, sobrino. Absorberán la vida de la tierra y me harán más poderoso. En estos momentos mi hechizo se extiende ya por los países septentrionales y llega incluso tan al sur que roza los bosques del maldito Dragón Verde. Con todos mis hijos sueltos, provocaré un invierno como nadie ha visto antes...
«... Y al que nadie sobrevivirá para poder presenciar otro igual.»
Nadie.
Toma siseó nervioso. Nadie. Ni siquiera los clanes del Dragón de Hielo, que ya no existían. No era un loco plan de conquista. Se trataba de la muerte para todo. Todo. Lo que le decía el Dragón de Hielo era que si los Reyes Dragón no podían gobernar, entonces nadie lo haría.
Tenía que escapar, tenía que encontrar ayuda. Todos sus sueños desaparecían y pronto se reuniría también él con ellos, estaba seguro, a menos que encontrara aliados poderosos; como Cabe Bedlam.
Lo que tenía que hacer primero era escapar de las heladas profundidades de las cavernas del Rey Dragón.
El Dragón de Hielo escogió este momento para alzarse en toda su estatura. Los criados obligaron a Toma a echar la cabeza hacia atrás, de modo que se vio forzado a contemplar el rostro del monarca, que era la imagen misma de la muerte, tan desprovisto de vida parecía.
El Dragón de Hielo siseó algo que, incluso con su atronadora voz, resultó ininteligible para Toma.
La cosa del pozo empezó a agitarse. Toma sintió por un instante el contacto de aquel poder de absorción, pero algo —su anfitrión, comprendió con cierto retraso— desvió su atención hacia otro lugar.
Toma lanzó un grito al oír cómo un millar de mentes hambrientas chillaban ante la conmoción que representaba sentirse despertadas y liberadas. Los dos sirvientes sin vida le sujetaron con más fuerza; una buena ocurrencia, porque estuvo a punto de perder el conocimiento.
«Es demasiado tarde», pensó a despecho de su vapuleada mente, «es demasiado tarde».