Mientras contemplaba las recias murallas de la ciudad, murallas que parecían más altas que dos dragones adultos y extraordinariamente lisas —la escalada estaba descartada—, el Grifo pensó muy seriamente en abandonar y exigir al Draka que le condujera de vuelta a Penacles.
La ciudad marítima de Irillian siempre había tenido murallas; lo sabía desde hacía tiempo, pero nunca habría pensado que fueran tan increíblemente altas ni que su superficie fuera tan lisa que pudiera compararse sólo a la de una perla perfecta. La comparación era más apropiada de lo que se imaginaba. Después de todo, el Dragón Azul podía utilizar todos los recursos de los Mares Orientales.
—El pájaro mira los muros de la ciudad con ojos desorbitados; ¿piensa acaso realmente el pájaro intentar la estupidez de escalar las murallas?
Incluso en la oscuridad, el Grifo se dio cuenta de que el anfibio acuclillado ante él sonreía todo lo que le permitían sus mandíbulas. Sus plumas se erizaron de rabia, pero mantuvo el control. Al fin y al cabo, el Draka había cumplido su misión tal y como había prometido; y no sólo eso, sino que, gracias a los senderos que la criatura se había negado a explicar, había recorrido en pocas horas lo que de otro modo le hubiera llevado días.
—¿Tienes otro modo de hacerlo?
—El pájaro debe ser un pez; ¿se atreve acaso a ser un pez?
—¿Un pez?
El Draka señaló la reja que tenían detrás. Con las manos palmeadas, retiró gran parte de la acumulación de plantas putrefactas.
—El pájaro es fuerte; ¿posee el pájaro acaso un estómago también fuerte?
No era necesario preguntar a qué se refería; el retirar generaciones de vida vegetal podrida liberó un hedor aún peor de lo que el Grifo habría imaginado posible.
—Por lo que veo, esto es parte del alcantarillado.
El Draka asintió, lanzando una risita gutural ante los apuros de su acompañante.
—El Draka no sigue adelante; ¿cree el pájaro acaso que podrá encontrar el camino?
«¡Cobarde!», pensó el Grifo con ironía. La peste era tan fuerte que casi consiguió hacerle desistir de seguir adelante. Años y años de basura putrefacta, la mayor parte de ella pescado, habían proporcionado al alcantarillado un olor único y poderoso. Sin embargo, no tenía elección. Tenía que seguir.
—Draka. —La criatura levantó los ojos hacia él—. ¿Por qué quieren ayudarme los Rastreadores? ¿Por qué dejó el Dragón de las Tormentas que atravesara su territorio? Conocía mi presencia allí.
El Draka meneó la cabeza como lo haría un padre ante la pregunta tonta de un hijo pequeño, y respondió:
—El Dragón de las Tormentas hace lo que el Dragón de las Tormentas quiere; ¿cree acaso el pájaro que esas criaturas arrogantes obedecen a los Rasthadors?
Aunque sentía un gran interés, el Grifo no tenía tiempo de interrogar a la criatura sobre la relación exacta que existía entre los dragones y los Draka.
Su guía alzó una mano palmeada como para indicar un punto de gran importancia.
—Los hombrecillos se diferencian en muchas cosas importantes; ¿cree el pájaro que eso no sucede con los Rasthadors?
Lo cual quería decir que no todos los Rastreadores aprobaban aquella ayuda y que el pájaro-león debía ponerse en marcha. El Grifo asintió para dar a entender que comprendía y, tomando una última bocanada de aire, penetró en la alcantarilla. El túnel era un palmo más alto que él y su anchura era la mitad de la altura de su cuerpo. Un agua salobre le cubrió hasta los tobillos.
La reja se cerró a su espalda, y al volverse vio que el Draka volvía a colocar el follaje muerto con gran cuidado. El Grifo ladeó la cabeza al tiempo que lanzaba una risita sarcástica; qué furioso se pondría el Dragón Azul si supiera que sus enormes defensas podían ser atravesadas en cualquier momento por una criatura como el Draka, lo cual no implicaba ningún menosprecio a las habilidades del anfibio. Desde luego, él sería el último en negarlas.
Esperaba alguna palabra de despedida del Draka, pero era una esperanza provocada por los muchos años pasados en compañía de los humanos, ya que su guía se limitó a alejarse arrastrando los pies, para regresar, quizás, a su hogar. El Grifo se dijo que si sobrevivía, cosa que jamás daba por sentado, iría a ver lo que las bibliotecas subterráneas de Penacles decían sobre los Draka y su relación con los Reyes Dragón.
Se preguntó si los Reyes Dragón habrían servido alguna vez a los Rastreadores. No resultaría extraño, entonces, que los dragones habitasen a menudo en antiguas residencias de los seres-pájaro.
Los olores de la alcantarilla empezaban a exigir su atención y comprendió de repente que a lo mejor tardaría horas en salir de allí. El pensamiento hizo que el pelaje y las plumas se le erizasen con una sensación de repugnancia, y se puso en marcha sin más vacilaciones, menos preocupado por encontrar a D'Shay que por encontrar un lugar seguro que le permitiera abandonar aquel mundo subterráneo. Cuanto antes mejor.
Su andadura iba precedida y seguida por numerosas ondas mientras chapoteaba túnel abajo, y por si el olor no fuera suficiente, empezaba a costarle recordar la última vez que había estado, si no seco, al menos mínimamente húmedo.
Llevaba varios minutos en las profundidades del sistema de alcantarillado cuando cayó en la cuenta de que ya no estaba protegido por el hechizo del Draka. Sus pensamientos empezaron a girar entonces en torno a la traición, la negligencia y, por fin, el desconcierto. Si era una trampa, se trataba de una trampa complicada y confusa. No había motivo para una charada así; podrían haberle cogido mucho antes.
Siguió adelante, pero sin conseguir quitarse de encima aquella duda machacona, reforzada por la idea de que, en realidad, no podía decir que comprendiera el funcionamiento de la mente de los Rastreadores. Por lo que sabía, una trampa tan retorcida era algo normal en ellos. De lo que no existía duda era de que eran impredecibles.
Una extraña ondulación en el agua le informó que no estaba solo en las alcantarillas.
Algo se deslizó por un túnel lateral, pero, a la lóbrega luz que se filtraba por algún que otro respiradero ocasional, sólo consiguió divisar lo que podrían ser los cuartos traseros y la cola. La cola era increíblemente larga y, con toda probabilidad, más gruesa que su brazo, y, a menos que la criatura fuera cola en su mayor parte —y la breve ojeada a las patas traseras no respaldaba tal suposición—, el compañero temporal del pájaro-león le doblaba casi en tamaño.
Esperó que se tratase de un herbívoro, o, como mínimo, algo que se diera por satisfecho con las ratas y otros pequeños carroñeros que vivieran allí abajo. Fuera lo que fuese, no tardó en resultar evidente que no iba en su dirección, lo que le permitió lanzar un suspiro de alivio, aunque se mantuvo vigilante por si su visitante tenía algún compañero o familia.
El horrible olor parecía disminuir a medida que pasaba el tiempo, aunque también podría ser que empezaba a acostumbrarse a él. La luz no abundaba, precisamente; en más de una ocasión dio un traspiés, pero por fortuna nunca llegó a caer de bruces sobre la porquería. En una ocasión, el objeto causante del traspiés resultó ser un cadáver —humano, de dragón o de lo que fuese—, pero el Grifo no tenía la menor intención de averiguar su auténtica identidad. Entraba dentro de lo posible que lo que hubiera matado a aquella criatura, llevándose al mismo tiempo casi toda la parte inferior del cuerpo, estuviera aún por allí.
El Draka no le había dado ninguna orientación, y el Grifo dio por sentado que significaba que debía encontrar una salida segura tan pronto como le fuera posible. Ya había dejado atrás dos, pero en ambos casos el óxido las había cerrado herméticamente y abrirlas hubiera precisado más ruido del que estaba dispuesto a hacer. La tercera puerta estaba en mejores condiciones, pero se vio obligado a ignorarla porque no cesaban de pasar pies por su parte superior.
Tras lo que calculó serían más de dos horas, encontró una salida útil y desierta. El Grifo se aseguró atisbando por un respiradero antes de trepar a la superficie. Después de llegar hasta allí, no tenía ninguna intención de dar media vuelta y pasar más tiempo en las alcantarillas. La experiencia vivida hasta el momento era más que suficiente.
Flotaba una ligera brisa marina que irritaba su organismo. El mar siempre le traía a la memoria aquel día lejano, un recuerdo del pasado demasiado profundo para olvidarlo. Su figura magullada sobre la playa, la mente no se recuperó jamás por completo; había tenido suerte al no haber flotado hasta las costas de Irillian. La historia del Grifo habría terminado antes de empezar.
Se encontró en una calle no muy alejada de la orilla. Unas figuras se movían despacio a lo lejos. El Grifo se pegó a una pared al reconocer quiénes eran. Guardias. Una patrulla quizás.
Esto era una locura, lo sabía. Una locura, pero muy estimulante. La caza siempre lo era, a pesar de los obstáculos. Era una de las cosas que encontraba a faltar como gobernante, y una de las razones por las que a veces pensaba en dejar Penacles en manos de Toos.
En un principio, se sintió tentado de regresar a las alcantarillas y ver si podían llevarle más cerca del lugar donde los mapas indicaban que estaba la residencia del Alguacil. Si alguien sabía dónde podía hallarse D'Shay, ése era el ayudante humano del Rey Dragón. El Grifo dudó de que tuviera muchos problemas para entrar; la seguridad en aquella ciudad estaba mucho más descuidada que en la suya.
Para poder moverse por la superficie, tendría que cambiar de aspecto. Era arriesgado; incluso el cambio inherente, como el que él y los dragones eran capaces de realizar, alteraba las líneas y los campos de poder, o el espectro, si se creía en aquella teoría de la magia. Existía la posibilidad de que el Dragón Azul estuviera lo bastante atento como para percibirlo. De todos modos, sería más fácil que intentar moverse furtivamente por la ciudad o, peor aún, regresar a la alcantarilla para un segundo encuentro con los perfumes de la ciudad.
El Grifo dobló una esquina y cambió.
Lo realizó en menos de un minuto. Echó una ojeada al otro lado de la esquina, pero ya no se veía a los guardias. Envolviéndose en la capa, salió de su escondite. No sabía con seguridad cuánto tiempo faltaba para el amanecer, pero sabía que tenía más que suficiente para conseguir llegar a un lugar seguro; a pesar de lo imbuido que había estado en su «obsesión», se había acordado de buscar en los mapas lugares seguros, lugares que los centinelas y otros considerasen demasiado evidentes para comprobarlos minuciosamente.
Durante los primeros minutos se encontró sólo con algunas personas, juerguistas noctámbulos y personas que realizaban sus dudosos negocios de noche. Unos cuantos iban embozados como él, lo cual le dio a entender que aquél no era uno de los mejores distritos de Irillian, cosa que iba en su favor.
Pasó una patrulla, pero tan lejos de él que ni siquiera le vieron. El peor momento lo tuvo cuando una criatura bastante desastrada que creyó era del sexo femenino, se le acercó tambaleante y ofreció enseñarle trucos que habrían requerido una flexibilidad asombrosa por ambas partes. Su primera negativa no fue escuchada y sólo se deshizo de ella mediante una moneda. Para su sorpresa, descubrió que el alboroto no había molestado a nadie. Al parecer, el distrito era mucho más sórdido de lo que había imaginado en un principio.
Su decisión de localizar la casa del Alguacil para hacerse con la información que precisaba se desvaneció al doblar la siguiente esquina. Hablaba mucho en favor de los años pasados por el Grifo como mercenario y como rey el que no se detuviera en seco boquiabierto. Los seis piratas-lobo que abandonaban con paso vacilante la taberna le hubieran descubierto al instante.
Paso vacilante, quizá sea una descripción equivocada. Era cierto que estaban ebrios, pero no tan borrachos que hubieran bajado la guardia por completo. Sus uniformes estaban en buen estado y estudiaban los alrededores con mirada aguda. Uno de ellos farfulló algo sobre no apresurarse; el barco no zarparía hasta el amanecer. Otro, al parecer un oficial, regañó al primero.
—La serpiente tiene el pelaje erizado —recordó el oficial a sus compañeros, sin darse cuenta de la imagen extravagante creada por sus palabras—. Ha decidido que debemos sacar el barco del puerto con la salida del sol.
—¿Qué sucede con el Zorro? —Por la forma en que uno de los otros piratas hizo la pregunta, el Grifo tomó esta última palabra por un nombre propio, y no simplemente por el del animal.
—Ese tipo astuto se quedará aquí, junto con el guardián. Algo se trama, y me parece que eso marcará la diferencia entre quedarnos aquí y tener que regresar a enfrentarnos al Jefe de Manada sin otra cosa que unas bodegas vacías.
Un escalofrío recorrió a los seis simultáneamente. Ninguno estaba ansioso por encontrarse ante sus superiores.
Poco más se dijo aparte de eso. La mención del llamado Zorro y del peligro de presentarse ante sus superiores con las manos vacías había desanimado al grupo. En aquellos instantes todos se sentían ansiosos por regresar al barco e iniciar los preparativos; si efectuaban una buena demostración ante el señor de Irillian, ello podría servir a sus esfuerzos por conseguir un puerto allí. El Grifo consideró continuar con la ruta fijada o seguir a las seis figuras de negro. Finalmente se decidió por lo último.
piratas-lobo estacionados de forma permanente en Irillian. La idea no le gustó al pájaro-león. No tenía que pensarlo demasiado para adivinar quién era el Zorro; D'Shay sería la persona al mando, igual que lo había sido en sus tratos con el Dragón Negro en Lochivar.
No obstante, había algo en el estado de ánimo de los piratas que insinuaba una alteración en las circunstancias. De vez en cuando hablaban del hogar como si las cosas no salieran como se esperaba. El enemigo al que sólo mencionaban utilizando pintorescas metáforas seguía firme, y se mencionó que aquel puerto no era más que una medida de emergencia por si las cosas se ponían realmente mal para los aramitas, que era como los piratas-lobo se llamaban a sí mismos.
¿Aramitas? El nombre despertó un recuerdo dormido en lo más profundo de la memoria del Grifo. Los conocía, sabía cosas sobre ellos, pero, lo que supiera, no acababa de venirle a la memoria. Maldijo en silencio y continuó siguiendo a las seis figuras.
Se dirigían a los muelles. El pájaro-león aflojó el paso; ahora podía observarlos desde más lejos y así reducir las posibilidades de que pudieran descubrir que los seguía. Detrás de él, se escuchó el sonido de una bota al rozar contra una piedra.
El Grifo no se volvió, no mostró la menor señal de que hubiera oído nada. En lugar de ello, siguió andando en pos de los aramitas, pero más despacio que antes. Cuando doblaron una esquina, aguardó hasta contar veinte y luego continuó.
Los piratas le llevaban ya una cierta delantera. El Grifo miró a su alrededor y sonrió.
Uno o dos minutos más tarde, una figura oscura dobló la esquina silenciosamente y se detuvo. El grupo quedaba oculto entre las sombras de la noche, pero el que los seguía debería resultar visible. Al momento, la figura miró a lo alto, pero, si esperaba ver a su presa colgada de una de las paredes, recibió una desilusión.
Se abrió una mano y un cuchillo apareció de súbito en ella. La figura se pegó a una pared y dio un paso al frente. Una cuchilla mucho más larga y afilada que la suya centelleó ante sus ojos y fue a apoyarse sobre su yugular.
El Grifo extendió una mano desde detrás del prisionero y le quitó el cuchillo.
—Me buscabas, creo —susurró—. Me doy cuenta de que no eres un rufián vulgar, así que puede que trabajes pan nuestros seis amigos. ¿Algo que decir?
—Urk.
—No tan alto. Tengo instrumentos más afilados que este cuchillito que apoyo contra tu garganta. —Aflojó un poco el contacto del arma.
—El con... conocimiento es una cosa pe... peligrosa.
—¿Eh? —El Grifo hizo girar a su prisionero bruscamente—. ¿Dónde oíste eso?
El nombre, que parecía y olía como un pescador, cerró la boca con fuerza.
El Grifo asintió; había comprendido.
—Pero sólo si se utiliza mal. Esa es la respuesta que esperabas, ¿verdad? Tiene que ser. Toos lo inventó.
—¡Sin nombres, estúpido! —siseó el hombre—. ¿No te han enseñado eso?
—Tienes razón. —El Grifo estudió al hombre con atención. Al parecer, era uno de sus espías. Su nariz, ahora que tenía una, se arrugó ante el olor a pescado. Evidentemente, hacer de espía significaba que uno no tenía que bañarse muy a menudo, si es que uno se bañaba—. ¿Por qué me seguías?
—No lo hacía, idiota. Los seguía a ellos. Ordenes. Te vi y me di cuenta de que ningún rufián en su sano juicio iría tras seis de esos perros. Tenías que ser alguien como yo. ¿Cómo conseguiste colocarte detrás de mí? ¿Quién te ha puesto tras ellos? —Resultaba evidente que la opinión que el hombre tenía del Grifo empeoraba por momentos. El pájaro-león se sintió tentado de decirle quién era, pero se lo pensó mejor.
—Es mi secreto —respondió el Grifo con una fina sonrisa. Con su agilidad, incluso como humano, no había tenido ningún problema en escalar un lado del edificio y descender por el otro, detrás del que le seguía.
—¿Es un secreto el motivo de que estés en mi misión?
—Tengo mi propia misión, que es encontrar al que se llama D'Shay. Ellos me servían de guía.
Los ojos del pescador se abrieron de par en par.
—No quisiera esa misión por nada del mundo, pero estás equivocado, mi veloz amigo, con respecto a ése. Nadie le ha visto desde hace días, excepto, quizás, el amo y señor de esta ciudad.
—Yo... —El Grifo enmudeció. Se le ocurrió que podría encontrar información sobre su adversario en la playa.
¿En la playa? Meneó la cabeza. ¿De dónde había salido aquella idea?
Un conocido martilleo se adueñó de su cabeza. El sucio pescador-espía le tomó del brazo.
—¿Estás bien?
«Ahora no», pensó el Grifo lleno de furia. «¡Ahora no!» ¡Le habían localizado mucho antes de lo que esperaba! Quizá su anterior transformación había sido advertida.
—¡Ojo del huracán! —musitó el otro, aturdido—. ¡Te estás... convirtiendo en algo!
El pájaro-león bajó los ojos hacia su mano al tiempo que intentaba luchar contra el tirón mental. Empezaba a perder su forma humana y, a los ojos de su acompañante, eso significaba que los poderes de Irillian le habían descubierto.
«Ve a la playa por tu propia voluntad, entonces», tronó algo en su cabeza. «Nada te sucederá. Has llegado hasta aquí. ¿Retrocederás ahora?»
—¡Vete! —chirrió el Grifo. Su anónimo asociado asumió que aquello se refería a él y salió disparado. En otras circunstancias, el Grifo se hubiera sentido decepcionado por el comportamiento del hombre, pero en aquellos momentos era mejor que se hubiera ido.
«Ven a la playa. La playa situada frente a las cavernas marinas.»
De pronto su mente volvió a ser la suya. Miró sus manos y se palpó el rostro; la transformación se había completado. Volvía a ser la criatura que, durante su primer enfrentamiento en el Reino de los Dragones, había provocado que todo un pueblo huyera despavorido.
«Ya vengo», transmitió a su supuesto señor, «y mi mente ha de seguir siendo la mía, o de lo contrario...».
No recibió respuesta.
No le resultó difícil encontrar la orilla ni tampoco aquella playa en particular, pero al Grifo le preocupaba que cada vez faltase menos para la salida del sol.
«Puede que necesite un bote», decidió el Grifo con un escalofrío. Con el paso de los años se había acostumbrado más o menos a ríos y lagos, pero el mar todavía le acobardaba. Recordó de improviso el sabor de la sal en su boca, el horror de luchar para conseguir respirar mientras toda el agua del mundo parecía intentar precipitarse al interior de sus pulmones.
No eran recuerdos que le fueran familiares. Eran recuerdos que había borrado a través de los años, y ahora el intenso terror de esa memoria también había regresado. Las plumas y el pelaje de su cuerpo se erizaron con violentos escalofríos.
Tenía miedo. Miedo de que esta vez los Mares Orientales acabaran con él. Miedo de que esto fuera lo que D'Shay había planeado durante todo aquel tiempo, aunque no era probable que fuera ése el caso. Si su adversario mental hubiera decidido atacar otra vez en aquel momento, no estaba seguro de que hubiera tenido la concentración necesaria para conseguir rechazarlo.
La noche se desvanecía. En cuanto amaneciera le atraparían. No había ningún lugar donde esconderse a menos que regresara a las alcantarillas, y dudaba que tuviera tiempo de llegar hasta ellas. Los pescadores iniciarían su jornada bastante antes de que los rayos del sol cayeran sobre el oleaje. Era la mejor época para la pesca en aquella región. Existía un refrán sobre ello, pero el Grifo apartó tales pensamientos triviales y se preguntó impaciente si no se había metido en las fauces del dragón por su propia voluntad.
Miró los botes que salpicaban la orilla, enormes masas negras en la oscuridad que parecían una invasión de tortugas gigantes dormidas, y luego devolvió la mirada a las aguas iluminadas por la luz de la luna.
«¿Y bien?»
Como respondiendo a su pregunta, un minúsculo punto negro apareció sobre las aguas, entre las aserradas cavernas allá a lo lejos y la playa en la que ahora se agazapaba. Se dio cuenta de que era un bote, pero no podía decir quién iba en él. Una figura solitaria, eso era todo lo que distinguía.
El bote aumentó nada más un poco de tamaño, hasta ser lo bastante grande para acomodar a seis o siete personas. Tenía una única vela, desplegada y llena a pesar de que el viento soplaba en dirección contraria. El barquero seguía siendo un misterio.
Cuando quedó claro que el bote no avanzaría más, la figura descendió de él y empezó a tirar, lo cual decía mucho sobre su fuerza física. Durante todo el tiempo, la figura miró —al menos el Grifo creyó que así era— en dirección a él. Finalmente, consiguió ver que el ser iba cubierto de pies a cabeza por lo que parecía un sudario; ni manos ni pies eran visibles. No era un simple pescador. Lo más probable era que ni siquiera fuera humano.
El Grifo se incorporó.
—¿Eres tú quien ha intentado llevarme de un lado a otro como si fuera una marioneta?
El indefinido barquero sacudió la cabeza e indicó al pájaro-león que subiera a bordo; cosa que éste hizo al punto, pues sabía que era una tontería intentar cualquier otra cosa, ¿y no era aquello lo que había querido todo el tiempo?
Una vez a bordo, el barquero, al parecer sin que le molestara el nuevo peso añadido, empujó la nave hacia el mar abierto. El Grifo se sentó y clavó los ojos en dirección a su destino. La embozada figura hizo girar el bote sin el menor esfuerzo y, de nuevo, la vela se hinchó con el viento, aunque el solitario pasajero no notaba la menor brisa.
—¿Cuánto tardaremos? —preguntó al barquero.
El ser no respondió, inmerso ahora en guiar la embarcación, de modo que volvió su atención a las cavernas marinas, a las que se dirigía el bote sin el menor titubeo. El Dragón Azul se había tomado muchas molestias para traerle hasta allí y, a juzgar por el tono de su último intento, eso quería decir que necesitaba al Grifo. Desesperadamente.
¿Por qué?
El pensar en qué podría preocupar a un ser como el Dragón Azul era casi tan atemorizador como la idea de penetrar en la ciudadela de ese mismo Rey Dragón.