Era casi mediodía del día siguiente cuando por fin consiguió cruzar lo que sabía que era la frontera entre las tierras de los dos Reyes Dragón. No se apreciaba ningún cambio repentino en el paisaje, ni existía ninguna señalización que proclamara la soberanía de un dragón sobre el otro; fue, simplemente, algo que el Grifo percibió, lo cual significaba que allí había poderes en juego que iban más allá de los cinco sentidos normales. Poderes sutiles, se dijo, pero tendidos a lo largo del terreno como una enorme tela de araña. Incluso antes de iniciar el viaje, ellos ya sabían que se acercaba, o más bien que alguien había invadido las tierras de Irillian. El Grifo no pudo por menos que maravillarse ante el hechizo que envolvía aquellas tierras; superaba en mucho lo que había esperado. Se trataba de un hechizo tan poderoso que sospechó no formaba parte de la ciencia de los Reyes Dragón, que era mucho más antiguo, algo que se remontaba quizás a los Rastreadores o a una de las razas que los habían precedido, como los Quel.
Fuera cual fuese el caso, su misión parecía desesperada. Sin duda D'Shay se estaría riendo de él en aquellos instantes. Sin embargo, tenía que continuar. No podía decir por qué estaba tan decidido y, cada vez que intentaba pensar en ello, volvía el dolor de cabeza. No desaparecía hasta que apartaba aquel interrogante de su mente.
—El pájaro parece perplejo; ¿piensa acaso el pájaro esperar a un dragón?
Las palabras fueron pronunciadas en un tono que evocaba el siseo de un dragón, pero iban acompañadas por un sonido de agua escupida, como si el que hablaba hubiera tragado algún líquido. El Grifo escudriñó la zona, pero todo lo que vio fueron los cenagosos campos de hierbas altas, varios estanques de diferentes tamaños y algunos árboles de los pantanos.
—El pájaro está ciego; ¿necesita acaso el pájaro una mano que le guíe?
Algo tiró de su mano derecha y el Grifo se apartó de un salto, aterrizando en posición de combate con las afiladas garras bien extendidas. Sus ojos se entrecerraron al ver la cosa que se deslizaba fuera de las aguas del más profundo de los estanques.
Era y no era un dragón. Era más parecido a un anfibio, una salamandra quizás. El Grifo se maldijo por pasar por alto lo evidente. El Dragón Azul era un ser marítimo; no debiera sorprenderle que entre sus sirvientes se encontraran todo tipo de criaturas acuáticas.
Así que era eso. Esperó que otras se unieran a la primera. Sin duda intentarían dominarle por mayoría numérica, ya que aquella criatura apenas le llegaba a la altura del hombro y aunque parecía resbaladiza carecía de buenos músculos. Al igual que los dragones, tenía escamas y un tono verdoso.
No se le unieron otras. La criatura aguardó expectante, el largo hocico dirigido hacia el Grifo, posiblemente aspirando su olor.
—El pájaro salta a un lado y a otro como un polluelo ansioso en busca de comida; ¿piensa acaso atacar el pájaro?
Sus frases resultaban casi absurdas y parecían fluir con ritmo. Permanecía en cuclillas.
La criatura suspiró y sus enormes ojos parpadearon.
—El pájaro, además, es mudo; ¿piensa acaso quedarse aquí hasta que los dragones vengan a por él?
—¿Dragones?
—El pájaro habla; ¿piensa hablar más, acaso?
El Grifo bajó las manos, pero no retrajo las garras.
—¿Qué eres? ¿Eres uno de los sirvientes del Dragón Azul?
Una larga lengua bífida surgió veloz de la boca de la criatura acuática y capturó un insecto que pasaba.
—El pájaro se equivoca, naturalmente; ¿acaso no ha oído hablar de los Rasthadors?
—¿Rasthadors? —El pájaro-león se sintió intrigado ante aquel título desconocido. Tal vez...— ¿No será... Rastreadores?
La criatura lanzó un bufido.
—La gallina mojada dice «Rastreadores»; ¿no conoce acaso su nombre correcto?
El Grifo montó en cólera. La curiosa forma de hablar de la criatura empezaba a crisparle los nervios.
—¿Son lo mismo? Mueve la cabeza afirmativa o negativamente, por favor.
La criatura asintió con la cabeza.
—¿Tú les sirves?
—¿No sabe el pájaro que todos los Draka sirvieron en una ocasión a los Rasthadors; piensa acaso que todos traicionaron a sus señores?
Empezaba a resultar desconcertante. Los Rastreadores —o Rasthadors— demostraban una actividad inusitada. Quizás el haber permanecido esclavizados por Azran durante tanto tiempo los había animado a volverse más activos que en el pasado. Quizá ya no se daban por satisfechos con observar simplemente el mundo que en una ocasión les había pertenecido.
—¿Me vas a ayudar?
La criatura asintió.
—¿A petición de los Rastreadores?
—El ser mojado...
—Sí o no será suficiente.
El anfibio volvió a asentir. Mediante una serie de preguntas el Grifo consiguió hacerse con la historia, más o menos. Los Draka, como se denominó la criatura, habían sido creados para servir a los Rastreadores o Rasthadors; era evidente que el nombre se había alterado en algún punto del nebuloso pasado. En aquellos momentos quedaban aún menos Draka que Rastreadores y la mayoría permanecían ocultos, a menos que se los llamara, pero los seres-pájaro habían enviado a aquél a esperar la llegada del Grifo. Los Rastreadores conocían la existencia del hechizo centinela que protegía la región; la conocían porque el hechizo era uno de los suyos.
Gran parte de las cosas dichas por el servidor apenas si tenían sentido para el pájaro-león, pero lo que sí comprendió fue que el Draka lo conduciría por el camino más seguro hasta que llegaran cerca de Irillian. Lo que no le quiso decir fue qué era lo que preocupaba tanto a los Rastreadores, que habían decidido tratar con un extraño.
—¿Qué sucederá con el hechizo centinela? Sabrán donde estamos en cada momento.
—El pájaro cree que Draka es estúpido; ¿cree el pájaro acaso que los Rasthadors no están preparados para combatir su propio hechizo?
La criatura, que seguía en su posición de cuclillas, extendió una mano palmeada, mostrando un símbolo dibujado en la palma.
—Un Draka leal no será visto jamás por las crías del nido de sabandijas.
Fue expresado con toda la franqueza de que el anfibio era probablemente capaz, y estaba lleno de insinuaciones a acontecimientos pasados que al Grifo le habría gustado discutir.
—El pájaro vuelve a estar callado; ¿significa acaso que podemos ponernos en marcha? —La criatura parecía claramente molesta por tener que perder tanto tiempo.
El Grifo abrió el pico y luego volvió a cerrarlo. Si los Rastreadores venían en su ayuda, no pensaba rechazar tan poderosa alianza. No obstante, sabía que, con mucho, sería una alianza temporal, puesto que los Rastreadores siempre darían prioridad a sus propios intereses, y el Grifo sospechaba que tales intereses no coincidían con los de los humanos.
El Draka se puso en marcha con un movimiento que parecía un cruce entre andar y saltar. El terreno era blando y húmedo y resultaba difícil mantener el equilibrio. El Grifo deseó que su misterioso guía estuviese en lo cierto y fuera invisible al hechizo con que el Dragón Azul había envuelto sus dominios. Casi deseó que D'Shay hubiera estado allí para ver cómo desaparecía su presa. Era un pensamiento sin importancia, pero muy agradable, y se aferró a él durante gran parte del viaje.
En la primera hora de trayecto, pasaron junto a varios ríos, dos o tres lagos, una marisma y, por fin, un río enfurecido. El Draka era muy específico con respecto al sendero a seguir, hasta tal punto que regañó al Grifo por acercarse demasiado a uno de los lagos. El pájaro-león estuvo a punto de preguntar dónde estaba el peligro, pero entonces el lago empezó a borbotear y el Draka ordenó al Grifo que mantuviera el pico bien cerrado. Al cabo de unos segundos, el borboteo cesó, y el anfibio le hizo una señal para que siguiera adelante.
El río resultó más problemático. Parecía evidente que el Draka lo hubiera cruzado a nado y, a pesar de su aversión a introducirse en una masa de agua mayor que un estanque, el Grifo hubiera hecho lo mismo. Sin embargo, el Draka parecía pensar que era una mala idea.
—Demasiados Regga —fue la respuesta que obtuvo finalmente del anfibio. El Draka no se molestó en explicar qué eran los Regga, excepto que habían estado a punto de tropezarse con uno en el lago.
El guía del Grifo localizó una pequeña concentración de agua y empezó a arrojar agua sobre su piel para impedir que se resecase. Miró primero al río y luego al pájaro-león.
—Los Regga vigilan la tierra; ¿vigilan acaso los senderos nebulosos? —murmuró para sí.
—¿Qué son los...?
Recibió un siseo por respuesta. El Draka le dirigió una mirada furiosa con sus enormes ojos redondos y le conminó con un gesto a que permaneciera en completo silencio.
—Senderos nebulosos —murmuró de nuevo tras algunos segundos de meditación. A los ojos del Grifo, la criatura parecía confusa, como si hubiera tomado una decisión de la que no estuviera muy segura. Como si...
Empezó a martillearle la cabeza, y esta vez intentó aferrarse a aquella sensación, a pesar de lo molesta que era. No estaba satisfecho de la forma como había estado actuando últimamente. Durante todos sus años como soldado y gobernante, jamás había tomado tantas decisiones repentinas.
El Draka eligió ese momento para llamar su atención y todos sus pensamientos se desvanecieron al recordar lo urgente que era el llegar a Irillian. El martilleo cesó.
—El pájaro no habla; ¿piensa acaso el pájaro que eso es posible?
El Grifo asintió. No muy satisfecho, el Draka, no obstante, volvió a ponerse en marcha, pero alejándose del río. El Grifo vaciló. Quizá no conociera el terreno como la criatura, pero sí sabía que tenían que cruzar el río si querían llegar a Irillian. El pájaro-león estuvo a punto de abrir la boca para hablar, pero decidió dejar hacer al anfibio de momento. No podía ser tan estúpido de creer que no sabía por dónde ir; por lo tanto, la criatura tendría una ruta alternativa en mente. Algo referente a «senderos nebulosos»...
Casi habían perdido de vista el río cuando el Draka se detuvo en seco frente a un diminuto estanque. Ranas y cangrejos minúsculos se movían por la zona, y por la superficie resbalaban chinches de agua. Sin duda no tenía ni medio metro de profundidad en su parte más honda. Aunque el Grifo no veía motivo para detenerse allí, su guía parecía muy satisfecho, hasta el punto que empezó a hacer dibujos en la superficie del estanque.
Justo cuando iba a hablar, el Grifo se quedó boquiabierto. El fondo del estanque empezó a relucir como si en realidad no estuviera allí. Parpadeó y ya no estaba allí. En su lugar, vio una escalera tan larga que no parecía tener fin. Era muy vieja y hecha de toscos peldaños de piedra muy sencillos, pero no dejaba de ser una escalera.
—El sendero está abierto; ¿desea seguirlo el pájaro o acaso prefiere esperar a los Regga o a cualquier otro sirviente del ser azul?
La melena del Grifo se erizó.
—¿Ahí abajo? No respiro demasiado bien en el agua, amigo mío.
—El Draka no es estúpido; ¿puede el pájaro decir lo mismo, acaso?
«Es decir», pensó el pájaro-león, «la escalera te protegerá, idiota». ¿Dónde tenía la cabeza?
Su guía dirigió una rápida mirada al río. El Grifo siguió su mirada y vio que la superficie se llenaba de espuma.
—¡Regga! —siseó el anfibio, olvidándose de su habitual sonsonete.
Empujó a su acompañante en dirección a la escalera. El Grifo no discutió, pero no pudo evitar moverse con cierta inquietud; parecía como si estuviera cubierta de agua, y su primer paso no hizo nada por mejorar la situación. Su bota se posó sobre el primer escalón con un chapoteo. El Draka lo empujó para que siguiera. Entretanto, el río borboteaba con más fuerza, como si algo intentara hacer su aparición.
Aspirando con fuerza, el Grifo empezó a correr escaleras abajo.
El agua se cerró sobre su cabeza y por un instante sintió una sensación de humedad. Casi le entró pánico, pero entonces el agua desapareció, y se encontró doce peldaños más abajo de una caja de escalera amurallada. Al mirar arriba, el antiguo mercenario no vio otra cosa que un techo. Las escaleras parecían descender directamente desde él, y no había a la vista ninguna abertura. Volvió su atención a los peldaños que descendían, y que terminaban unos cinco metros más abajo en lo que probablemente era un pasillo.
—Las escaleras no se mueven; ¿cree el pájaro que se moverán por él?
Del sobresalto casi estuvo a punto de bajar de golpe todos los peldaños. El Draka estaba en los peldaños superiores, observándole con su malévola sonrisa. Prácticamente estaba sentado en la escalera, tal era su postura.
—¿Dónde estamos? El nombre nada más, por favor.
El anfibio lanzó un bufido, pero se limitó a decir:
—Los senderos nebulosos.
—¿Una especie de portal?
Esta vez, el Draka se limitó a gruñir. Le hizo un gesto para que siguiera y empezó a andar tras él. El Grifo siguió la escalera hasta el final y luego se detuvo. Ante él se abría un único pasillo, que, aunque no tenebroso —o como había imaginado, completamente a oscuras—, no resultaba muy seductor. Amenazador era la palabra que habría utilizado.
No le costó adivinar cómo había obtenido su nombre aquel sendero; a menos de dos metros de allí, todo el pasillo se desvanecía en una neblina blanca tan espesa que se preguntó si no tendría que abrirse paso a mandobles. Lo peor era que parecía llamarle, invitarle a entrar.
A su espalda, escuchó cómo el Draka soltaba un bufido burlón, y de pronto unas manos húmedas lo empujaron hacia adelante. La neblina le envolvió.
Las paredes, el techo, todo desapareció. El Grifo se preguntó por un instante cómo encontraría el camino a través de la niebla, pero entonces vio una silueta borrosa delante de él en medio de la niebla. La figura le hizo una señal para que la siguiera, despacio primero, más impaciente después al ver que no se movía. El Grifo comprendió que la figura se había colocado delante e intentaba guiarle. Siguió a la criatura, pero, a pesar de hacer todo lo posible, no conseguía alcanzarla. Pensó en gritar su nombre, pero no estaba seguro de que ello no atrajese a algún residente de aquella región que no quisiera conocer.
Su guía siempre conseguía estar justo delante. El Grifo nunca veía más que un brazo o una espalda borrosos. El pájaro-león dudó de que pudiera encontrar el camino de vuelta si perdía de vista al Draka.
No podría decir con seguridad cuánto tiempo estuvo andando. Dos o tres horas quizás. El Grifo confiaba que al menos estuviesen ya lejos del río. Fueran lo que fuesen los Regga, parecía que el Draka sentía un gran respeto por ellos. Un respeto que hacía que los evitara.
El sendero estaba inmerso en un silencio sobrenatural. El Grifo ni siquiera oía sus propias pisadas. Intentó incluso golpear el suelo con una bota, pero todo lo que consiguió fue un sonido ahogado que únicamente podría oír alguien que estuviera justo a su lado. El silencio y la falta de imágenes hicieron que volviera a sus pensamientos.
Su deseo de llegar a Irillian se había reducido a poco más que una sombra de sí mismo. El Grifo empezó a meditar sobre los peligros de penetrar en una ciudad controlada directamente por un Rey Dragón. La ciudad marítima de Irillian era una de las ciudades humanas más leales que existían. En realidad no podía culparlos. El Dragón Azul siempre había tratado a sus súbditos con imparcialidad y no se le podía condenar por las acciones de sus hermanos. Los Reyes Dragón no hacían más que lo que querían; el único ser que tenía algún poder sobre ellos era su emperador, y nadie, excepto quizá Toma, sabía si seguía vivo o no.
Cuanto más pensaba en ello, más se asombraba de su repentina decisión. Cuando el martilleo que anteriormente le había impedido seguir con aquella línea de pensamiento no lo consiguió esta vez, comprendió por fin lo que había sucedido.
Al igual que un pez cogido en el anzuelo, habían jugado con él y le habían conducido a la red, y las garras que sujetaban la red pertenecían, sin duda, al señor de Irillian.
En aquel instante habría querido dar media vuelta, pero entonces se dio cuenta de que su guía había desaparecido mientras su mente vagaba por estas cuestiones. Dio un paso adelante, tropezó, al extender los brazos para detener la caída encontró resistencia. Piedra, pero no una pared. La neblina empezó a disiparse.
Sus ojos encontraron otra escalera, esta vez ascendente, y su primer pensamiento fue que de algún modo había andado en círculos en medio de la niebla. Miró a su alrededor buscando al Draka y vio que la criatura surgía en aquel momento del sendero nebuloso.
—¿Cómo fuiste a parar detrás de mí?
—El Draka estaba siempre detrás; ¿acaso...?
El Grifo no le dejó terminar.
—Estabas delante. ¡Me condujiste aquí!
—El Draka ha estado siempre detrás del pájaro; ¿no conoce el pájaro acaso a los habitantes de la neblina?
—¿Los habitantes de la neblina?
Con un bufido, el anfibio adelantó pesadamente al Grifo y empezó a subir la escalera. Se volvió hacia su pupilo el tiempo suficiente para decir:
—Sigue.
Estaba claro que el Draka no pensaba dar detalles sobre los habitantes de la neblina, y el Grifo llegó a la conclusión de que, probablemente, era mejor que no averiguara más. Posiblemente había peligros en aquel sendero que no le habría gustado conocer.
Se detuvo un instante cuando el Draka desapareció de la escalera; luego se dio cuenta de que la salida era igual que la entrada que habían utilizado antes. Cobrando animo, siguió hacia arriba, intentando ignorar el techo con el que su cabeza parecía estar a punto de chocar. El techo —y la escalera— desaparecieron justo cuando la parte superior de su cabeza iba a tocar la piedra. El Grifo se encontró entonces de pie cerca de un túnel húmedo y oscuro.
Y maloliente, también.
El Draka aguardó impaciente mientras se orientaba.
—¿Dónde estamos?
—Destino —farfulló la criatura. Le gustaba tanto el hedor como al pájaro-león, y hablar significaba tener que respirar más.
—¿Destino? —De haber tenido una nariz que arrugar, el Grifo lo hubiera hecho. Dónde...
El túnel formaba parte de un sistema de alcantarillado, un sistema de alcantarillado enorme. El Grifo dirigió su mirada hacia arriba. Una pared gigantesca rodeaba casi todo lo que abarcaba su visión. Seguía hasta perderse de vista. Una ciudad, pues. Olfateó y reconoció al menos parte del origen del hedor. Pescado podrido. Más que eso. Un olor que recordaba con disgusto del pasado. El olor del mar.
—¡Irillian!
El Draka asintió despacio.
—Destino —murmuró otra vez.
* * *
—¿Dónde está?
D'Shay estaba furioso, casi como enloquecido, y D'Laque sabía muy bien que no era el momento de contestarle, al menos no con la respuesta inútil e innecesaria que tenía que darle. El Grifo, simplemente, había desaparecido. El cristal que controlaba el hechizo que cubría todo Irillian y sus terrenos adyacentes estaba en blanco por lo que se refería al pájaro-león. Las pocas cosas que mostraba eran las ocasionales patrullas de dragones que cruzaban la frontera procedentes de los territorios del Dragón de las Tormentas. El señor de Irillian las toleraba siempre y cuando no permanecieran en sus dominios más que algunos minutos.
—No se le encuentra —tronó una voz parecida al sonido de las olas al estrellarse contra las rocas.
D'Laque pestañeó y rezó para que su superior no dijera algo que ofendiera a su anfitrión. Pero la boca de D'Shay estaba bien cerrada mientras intentaba recuperar el control sobre sus emociones. No estaba tan loco como para morder a quien, en definitiva, era un aliado más que potencial.
—¿Hay algo que no funciona acaso con el hechizo? ¿Es que ya no cubre todo el terreno? —Ambas preguntas fueron realizadas con gran educación y sólo D'Laque percibió el sarcasmo que se ocultaba tras ellas.
«Que el Devastador nos proteja si pierde el control», pensó el pirata-lobo.
El Rey Dragón alzó la enorme cabeza, cuyo hocico goteaba todavía. El Dragón Azul se encontraba a gusto en los Mares Orientales y era allí donde realizaba la doble tarea de gobernar la tierra y las aguas de Irillian. Era más lustroso que sus hermanos y más parecido a una serpiente que a un dragón. Sus garras eran palmeadas para permitirle nadar y era de cuerpo mucho más largo que cualquier otro Rey Dragón, aunque esa longitud no le convertía en el mayor en lo que se refería a la masa. Sus ojos parecían desprovistos de color a no ser aquel que las aguas decidieran reflejar en ellos. Esto desconcertaba a D'Laque, quien tenía entendido que otros Reyes Dragón poseían características que hacían que el Dragón Azul resultase bastante vulgar y ordinario en comparación, cosa que no era así en absoluto.
—El hechizo es perfecto; lo lancé yo mismo.
—Entonces, ¿dónde está?
El dragón le miró con frialdad.
—Existen otros poderes además del de los Reyes. Puede que haya, durante un tiempo, algún impedimento. Se le encontrará.
—Hay que hacerlo.
D'Laque se encogió. El Dragón Azul se inclinó hacia adelante hasta que su cabeza quedó a muy poca distancia de los dos hombres. El pirata dio un paso atrás, atemorizado por el tamaño. La habitación se llenó de improviso de los aromas del mar.
—La captura del Grifo es tan importante para mí como para ti, hombrecillo. Me ha de responder al menos de la muerte de uno de mis hermanos reales.
D'Shay se dio cuenta por fin de su situación. Asintió con un rápido movimiento de cabeza y luego añadió con una inclinación:
—Perdonadme, mi señor. Hay ciertas pasiones que normalmente controlo, pero estos últimos días me resulta más difícil hacerlo. Os pido disculpas si he sido impertinente.
Nadie creyó en la disculpa, y menos aún el Rey Dragón, pero la aceptó, con una inclinación de cabeza que llevó su hocico a pocos centímetros de sus «huéspedes».
El Dragón Azul se echó hacia atrás y cerró los ojos como si meditara. Los dos piratas-lobo estaban familiarizados ya con aquella práctica, pues la habían observado innumerables veces. Era la manera que tenía el Dragón Azul de organizar sus ideas, de decidir qué cuestiones eran las de mayor importancia. En apariencia, parecía trivial. Sin embargo, el Dragón Azul era el que gobernaba con más firmeza de todos los Reyes, excepto uno.
Era éste el que le preocupaba ahora.
—No hay noticias de los Territorios del Norte. Vuestro agente y mis guías ya no existen.
D'Shay miró a D'Laque, quien replicó con un carraspeo:
—Si D'Karin estuviera muerto, lo habríamos sabido.
—¿Hummm? —El dragón pareció encontrar aquello ligeramente cómico—. Ah, sí, vuestros pequeños distintivos. Artilugios insignificantes comparados con la grandeza de mi raza.
Esta vez, fue D'Laque quien estuvo a punto de perder el control. Era un guardián especializado y llevaba con él un Diente del Devastador, que marcaba a cada pirata-lobo a las órdenes de su Jefe de Manada. Cualquiera señalado por un fragmento —un arañazo era más que suficiente, siempre y cuando manara sangre— quedaba sincronizado con él. Los Jefes de Manada los utilizaban para mantenerse en contacto con sus espías y personal. Bastaba con pensar en la persona en cuestión. Los guardianes, perfectamente sincronizados a causa del continuo mareaje, actuaban como vigilantes. Si algo le sucedía al fragmento, el guardián reaccionaba como si le hubieran robado una parte de su propia alma. Ni que decir tiene que D'Laque y los suyos eran muy susceptibles con respecto a sus deberes. D'Shay posó una mano sobre el brazo de su compañero.
—Explica a nuestro anfitrión por qué no podemos aceptar lo que dice.
El otro pirata asintió con expresión torva.
—La muerte de D'Karin dejaría una sombra de su alma en el interior del Diente. Es la parte que cada uno de nosotros le debemos al Devastador y que le entregamos de buena gana al morir. Cuando pienso en D'Karin, sólo hay vacío; es invisible para nosotros, sí, pero ni he visto ni he sentido que esa parte de su alma pasara al interior del Diente.
El Dragón Azul lo contempló ahora con cierto interés.
—Me gustaría ver ese... diente... alguna vez. Quizá sea parecido a una Copa del Diablo, un hechizo para atrapar las almas de nuestros enemigos.
—¡No es nada parecido! —gritó D'Laque. La repentina mirada de cólera que recibió del enorme rostro del Rey Dragón le produjo tal escalofrío que su rabia se esfumó—. Viene del Devastador.
No sintiendo el menor interés por lo que consideraba la adoración de un pedazo de roca, el dragón retornó a sus anteriores pensamientos.
—Tanto si vuestro hombre está muerto como si no, él, al igual que el Grifo, queda oculto a nuestros ojos. No me gusta. Voy a sellar la orilla norte de mis territorios para que no pueda pasar nadie, y enviaré un emisario a mi hermano. Ahora no es época de juegos. Con el caos provocado por la aparición de ese nuevo Bedlam, ha habido demasiados engaños, demasiadas traiciones. Si los Territorios del Norte se han convertido ahora en una amenaza para la seguridad de mi reino, debo ocuparme de esta amenaza primero, y no puedo permitirme el ser vuestra puerta falsa al mismo tiempo.
—¿Qué? —exclamaron ambos hombres. D'Laque se volvió hacia su superior. D'Shay se mesó su bien recortada barba.
—Tenemos un acuerdo.
El dragón rió burlón.
—Hasta ahora, sólo he visto y oído vuestras necesidades. No he visto nada provechoso. Mi hermano el Dragón Negro tuvo tratos con vosotros, y mirad cómo les va a sus tierras ahora. No puedo permitirme perder el tiempo si mi gélido hermano se ha convertido en un peligro.
—El Grifo... —empezó D'Shay.
Su anfitrión los atravesó con la mirada y ambos piratas enmudecieron. El Dragón Azul los estudió, en especial a D'Shay, durante un tiempo antes de volver a hablar. Cuando lo hizo, fue con una sonrisa de complicidad.
—Dejad que os ofrezca un... trato. Tráeme al Grifo, hombrecillo, y reconsideraré tu petición. Sssí... Mi emisario a los Territorios del Norte debe llevar un presente a mi hermano. ¿Qué mejor presente para abrir las puertas que un trofeo como el pájaro-león?
D'Shay estuvo a punto de rechazar aquella segunda oportunidad, pero se lo pensó mejor. Existía alguien ante quien tendría que responder si fracasaba, y la muerte del Grifo, sin tener en cuenta quién fuera el responsable de ella, satisfaría enormemente a tal persona.
—Muy bien, mi señor. Os entregaré al Grifo. Sabemos que viene hacia aquí; la única cuestión es cuándo y a qué lugar de la ciudad. No tardaréis mucho en tener su cabeza.
El Dragón Azul volvió a lanzar su risita ahogada, ya que los auténticos deseos de D'Shay resultaban muy claros. El dragón remachó un nuevo clavo.
—No, pirata. No tan sólo su cabeza. Quiero todo el cuerpo, vivo y coleando. Más o menos ileso, de hecho.
El rostro aristocrático del pirata-lobo se ensombreció de forma considerable.
—Esa es mi oferta —continuó el Rey Dragón—. Tómala o déjala.
Al cabo de un momento, D'Shay asintió secamente, y sin decir una sola palabra más, se volvió y abandonó la caverna. D'Laque hizo una apresurada reverencia y le siguió.
El Dragón Azul contempló su marcha con tan salvaje sonrisa reptiliana extendiéndose por su rostro, que hubiera dado que pensar a D'Shay.