Cabe apartó la mirada del montículo con un esfuerzo y la dirigió hacia Gwen. Los ojos de la joven se abrieron con un parpadeo y se encontraron con los suyos. El temor seguía allí, pero intentaba dominarlo.
—Levántame, Cabe. He... he de ponerme en pie.
La ayudó a incorporarse, y en cuanto hubo recuperado el equilibrio se apartó de él para avanzar tambaleante hacia el objeto motivo de su miedo. Se detuvo a cierta distancia y lo contempló con atención. Cabe permaneció donde estaba, pero alerta por si ella volvía a desvanecerse.
Gwen continuó con la mirada fija en el montículo, los ojos enrojecidos y muy abiertos y cubriéndose la boca con una mano.
—¡Es real! ¡Es real! —empezó a susurrar. Cabe se colocó a su espalda, e intentó tranquilizarla al tiempo que, también él, estudiaba el montículo.
—Sea lo que sea, está muerto. No hay nada que temer. Nada en absoluto.
Habría servido si hubiera sentido lo que decía, pero, a pesar de la ausencia de vida, la criatura seguía llenándole de un inquieto temor, y ahora sabía cuál era ese temor. Se trataba de la sensación de que la abominación iba a aspirar toda su esencia. Era un temor irracional, pero poderoso.
—No fue un sueño —murmuró para sí la hechicera—. No fue un sueño.
—¿Sueño? —Cabe recordó al punto toda la visión descrita por Gwen. El ataque de la criatura cavadora y el rescate del Rastreador. ¿Era ésta la cosa aparecida en aquel sueño? Se estremeció, y comprendió que era una suerte que la mayor parte siguiera enterrada bajo tierra. ¿Cuánto tiempo habría estado rondando alrededor de la Mansión? ¿Había penetrado realmente en la zona protegida por el antiguo hechizo? ¿Por qué había sido tan difícil de encontrar?
Se oyeron gritos a su espalda. Al parecer, uno de los sirvientes había visto desmayarse a Lady Gwen, y ahora varias figuras, tanto humanas como de dragón, se acercaban inquietas a los dos magos. Cabe los detuvo antes de que pudieran ver a la criatura; cuanta menos gente supiera aquello mejor. Distinguió entre los reunidos al dragón llamado Ssarekai y le llamó.
Ssarekai contempló el inmóvil montículo con gran excitación mientras se acercaba a Cabe.
—Mi señor, ¿qué es...?
Cabe no le dejó terminar.
—Supongo que manejas bien a las monturas dragón... o ¿irías más rápido bajo tu apariencia real?
—Los dragones de monta existen porque son más rápidos que el vuelo personal, mi señor. Carecemos de la resistencia necesaria para vuelos largos e ininterrumpidos y nos cansamos enseguida. Patrullar está bien, pero...
—Entonces coge uno y corre en busca de tu señor. Dile de mi parte que tenemos algo que precisa de su atención. Se lo describes si es necesario.
—Mi señor, el bosque... —Ssarekai suspiró y cerró la boca al darse cuenta de que Cabe se disponía a interrumpirle de nuevo.
—¿Viajará la noticia más rápido de lo que tú puedes cabalgar... y llegará con tanto detalle? ¿Cuántos se habrán enterado antes de que le llegue a él?
El dragón meneó la cabeza, pero comprendió.
—Saldré de inmediato.
—Gracias. —Mientras Ssarekai se alejaba, Cabe miró a los otros e hizo una mueca. Quizá se excitaba demasiado por algo que podría no ser nada; todo lo que tenía de momento era una criatura muerta y aquel sueño tan real de Gwen.
Los otros aguardaban expectantes, murmurando entre ellos sobre cuál podría ser la causa del desvanecimiento de la dama. A algunos se les ocurrió interrogar a Ssarekai, y Cabe se dio cuenta de que no había ordenado exactamente al dragón que permaneciera callado, pero, al parecer, Ssarekai daba tal mandato por sentado, ya que ignoró todas las preguntas y siguió corriendo.
—Un Rastreador.
—¿Qué? —Cabe giró en redondo, esperando ver cómo el ser-pájaro saltaba sobre él desde la copa de un árbol. Pero no había nada que ver, sólo a Gwen arrodillada cerca del gigantesco cadáver, estudiándolo sin tocarlo.
—Un Rastreador. —Gwen hablaba en voz baja. Incluso alterada como estaba, no quería extender todavía más el pánico entre los otros—. Había un Rastreador en mi visión. Me pregunto qué le sucedió. ¿Por qué me salvó?
Un punto que Cabe ni siquiera había considerado. Si la criatura del montículo era real, ¿por qué no el Rastreador? ¿Y por qué había rescatado a Gwen y luchado contra la monstruosidad que yacía ahora ante ellos?
—Tenía que ser real, Cabe. Tendría que haber un Rastreador aquí. —Se puso en pie, sin que sus ojos se apartaran ni un momento del cadáver, pero sin permitir que su cuerpo lo tocara.
—¿Qué te hace decir eso?
—La visión. Debió de tratarse de una transmisión involuntaria por parte del Rastreador. Distorsionada, puesto que ni ve ni siente como nosotros. ¿Recuerdas?
Lo recordaba. Recordó al Rastreador que se había acercado a él mientras estaba prisionero de su padre. Los Rastreadores habían servido a Azran, pero le habían odiado más que ningún humano, y aquel Rastreador había intentado convencer a Cabe de que acabara con Azran si le liberaba. Cabe, que apenas si conocía sus propios poderes en aquellos momentos, se había negado. El Rastreador no le habló ni una sola vez durante todo aquel tiempo; había tocado su cabeza con las manos y revelado sus pensamientos mediante emociones e imágenes. Imágenes de Azran asesinado en mil formas diferentes y horribles. Cabe jamás había mencionado aquello a Gwen; era lo que le había hecho rehusar, aparte el hecho evidente de que carecía de confianza, ya que no de capacidad.
—Sigo estando segura de que el Rastreador murió mientras acababa con esta cosa, Cabe. Tengo la impresión de que eso es lo que hizo que yo perdiera el conocimiento.
—¿Por qué tú? ¿Por qué querría hablar contigo?
Ella seguía sin apartar los ojos de la criatura, mientras se abrazaba a sí misma como si estuviera helada.
—Me enseñaron a sentir la tierra, Cabe, mejor incluso que aquellos que pasan sus vidas aquí. Percibo cosas que tú no percibes. Sospecho que el Rastreador proyectaba su mensaje al azar, posiblemente a cualquiera de los suyos que estuviera cerca. Quizás el «rescate» no fue real en ningún caso; puede que fuera la forma como yo percibía los pensamientos del Rastreador. Lo que sí sé es que sus acciones me salvaron, fuera o no ésa su intención. La verdad es que... no son más que conjeturas mías.
Cabe asintió. Los ruidos procedentes de los reunidos eran cada vez más fuertes y cercanos y se volvió hacia la gente.
—Regresad a lo que estabais haciendo. Tú y tú. —Señaló a un humano que sabía que era un soldado y a uno de los dragones que lucía una cresta—. Esta zona queda prohibida a todo el mundo hasta que llegue el señor de Dagora. Ocupaos de ello.
¿Qué clase de mentalidad estaba desarrollando, se preguntó algo más tarde, que incluso en medio de aquel caos seguía intentando mejorar las relaciones entre su gente y los dragones? Escoger un humano y un dragón para proteger una zona que habría podido rodear con un hechizo olía más a estupidez que a cualquier otra cosa, pero se mantuvo firme en su idea. «Utiliza el potencial del peligro para unirlos», le había susurrado algo desde el fondo de su mente.
¿Un consejo de Nathan?
Otra cosa se empeñaba en intentar salir a la superficie. Algo en relación con la criatura. En realidad, aún no había entrado en contacto con ella, pero, al contrario que Gwen, el deseo de hacerlo empezaba a crecer en su interior. Sentía que debía saber algo sobre ella. Tocarla, no obstante...
El Dragón Verde tardaría un poco en llegar. Incluso viajando a la velocidad máxima, mañana sería lo más pronto que podría llegar. Podría haber pedido a Gwen que interrogara a los habitantes del Bosque de Dagora, pero sospechó que sabrían muy poco, excepto, quizás, el camino seguido por la criatura, y el que nadie hubiera intentado advertirlos con anterioridad abonaba esta creencia. Esta criatura había sido un topo, un cavador, y con toda probabilidad había pasado inadvertida la mayor parte del camino.
—Deberíamos destruirla —oyó decir a Gwen.
—No, hasta que el Dragón Verde haya tenido oportunidad de verla.
La hechicera la miró con repugnancia.
—Sí, claro, pero me altera. Sigo... sigo teniendo la impresión de que quiere absorberme.
Absorberla. Esa era la sensación que Cabe había tenido. No era una criatura corriente; era algo que había sido pervertido por algún poder. Aquella criatura era una abominación de la naturaleza, de la vida misma.
¿Tendría Toma algo que ver en ello?
Cabe meneó la cabeza. Era una posibilidad, pero sólo eso; además, existían otras amenazas aparte del dragón. Demasiadas.
«Si la tocara, lo sabría», pensó.
Antes de que se diera cuenta de lo que sucedía, su mano se encontraba ya casi sobre ella. Sobresaltado, la apartó de inmediato. Gwen, que se había girado, volvió la cabeza y jadeó:
—¡Cabe! ¡No la toques!
Por un breve espacio de tiempo, el antiguo Cabe regresó, inseguro y reacio a realizar una acción potencialmente tan peligrosa. Entonces su rostro se endureció, recordando cada vez más a otro, a un rostro que Gwen conocía muy bien, puesto que en una ocasión había amado tanto a esa persona como ahora amaba a su nieto.
Cabe murmuró algo en voz apenas audible y la hechicera sintió un tirón sobre sus poderes. El tirón aumentó de fuerza, amenazando con separarla de ellos por completo. Fuera cual fuera el conjuro, era mucho más poderoso que cualquier otro que ella hubiera lanzado jamás.
La palma de la mano del joven mago se posó sobre el pelaje blanco como la nieve de la criatura.
Para Cabe fue como si alguien hubiera abierto una puerta al pasado y un acontecimiento se desarrollara ante sus ojos. Se encontraba en las Tierras Yermas, pero estaban exuberantes de vegetación, muy parecidas a como lo estaban hoy en día. No obstante, lo que veía había sucedido mucho tiempo atrás.
Se encontraba en la Guerra del Cambio y él era Nathan Bedlam.
Había otros junto a él. Yalak, a quien no gustaba lo que estaba a punto de suceder, pero se había abstenido en la votación. Tyr el Alto, envuelto en su capa como un sacerdote; él sí que aprobaba totalmente aquella medida. Salida la Sombría, una mujer diminuta poseedora de un tremendo poder. Basil, el auténtico guerrero del grupo; era a él a quien tocaba mantener al enemigo a distancia si aparecía antes de que se lanzara el conjuro.
Había otros seres presentes también, pero acechaban bajo tierra. Cosas horribles, tan retorcidas que ya no se parecían en absoluto a lo que habían sido en otra ocasión. Un conjuro que Nathan y sus compañeros no olvidarían jamás; su mayor vergüenza.
La imagen se desvaneció y fue reemplazada por otra de las Tierras Yermas que se parecía más a como las había conocido Cabe. Lo que quedaba de vida se marchitaba a toda velocidad. De una forma u otra, Cabe-Nathan sabía que algunos de los clanes del Dragón Pardo habían conseguido sobrevivir; los Amos de los Dragones habían sido demasiado humanos para utilizar por completo el viejo conjuro. No obstante, incluso la proporción utilizada podía resultar excesiva; en aquellos momentos la voracidad empezaba a avanzar hacia el exterior, en busca de nuevas tierras, y lo más horrible era que Cabe-Nathan, como epicentro del conjuro, sentía aquella misma voracidad.
Se habían convertido en un grupo exhausto y andrajoso. Salicia estaba muerta, desgarrada por la voracidad al intentar detenerla ella sola. Cabe-Nathan sintió una sensación de repugnancia en su interior al darse cuenta de que había aumentado en poder con su muerte, con la... la...
La revelación se negó a manifestarse.
En la siguiente imagen, los Amos de los Dragones fusionaban su poder, en busca de un modo de hacer virar el caudal para que cayera sobre las criaturas que habían pervertido, ya que sólo si cesaba la voracidad podían tener alguna esperanza de destruirlas a todas. Yalak tenía los ojos llenos de lágrimas; lo había previsto todo menos la muerte de Salicia; eso era lo que más le dolía. Basil sostenía a Tyr, amigo fiel hasta el final.
Cabe-Nathan estaba en pie de espaldas a ellos, ojeroso, lleno de remordimientos. Si hubiera sabido la naturaleza de lo que había liberado, jamás lo habría sugerido. Era mucho mejor que el conjuro permaneciera encerrado para siempre en lo más recóndito de su subconsciente; era mucho mejor que perdieran la guerra contra los Reyes Dragón que volver a dejar libre aquella voracidad.
Los montículos de tierra avanzaban hacia ellos; algunos eran tan grandes como las colinas polvorientas de aquella región. Los Amos de los Dragones se prepararon.
Unas enormes garras cavadoras surgieron a la superficie y una montaña de muerte blanca se alzó de la tierra.
Cabe se estremeció violentamente cuando aquello que había sido Nathan lo arrebató de los horrores del lejano pasado para devolverle a los terrores del presente. Sin embargo, estos nuevos recuerdos habían sido extraídos de una criatura sólo remotamente inteligente, aunque mucho más vieja que las liberadas por los Amos. Los recuerdos eran imágenes fragmentadas, muy parecidas a las comunicaciones de los Rastreadores, lo cual no era una sorpresa, si se tenía en cuenta que, con toda probabilidad, habían sido los mismos seres-pájaro los que habían dado vida a los primeros miembros de la especie a la que pertenecía aquella monstruosidad. Un último y desesperado esfuerzo para derrotar al enemigo, pero los Rastreadores se dieron cuenta de que las abominaciones que estaban a punto de liberar eran mucho más que una amenaza; que era mejor enterrarlas en la tierra helada y esperar que jamás hubiera necesidad de ellas. Mejor dejar que las tierras cayeran bajo el dominio de... ¿de los Draka? Los Rastreadores esperarían durante siglos, si era necesario.
Ante Cabe aparecieron más imágenes inconexas. Largos períodos de sueño, de oscuridad, de una apenas perceptible y persistente voracidad. El despertar en medio del frío, el escuchar la voz áspera del nuevo amo. La jubilosa convicción de que pronto existiría la posibilidad de aplacar primero la voracidad, si conseguían aplacar la de su amo.
Unos pocos habían recibido la libertad. Todo lo que debían hacer era obedecer a los seres fríos, a los servidores muertos del amo.
¡Desobediencia! La voracidad había sido demasiado fuerte y existía vida en el sur, ¡pero Aquel A Quien Servían se había enterado y castigado a la mayoría de los desobedientes! ¡Aún no era la hora, les había gritado enojado! Era mejor huir en dirección al horrible calor que enfrentarse al castigo impuesto por aquel ser. Allí había vida. Vida con la que alimentar la voracidad...
Cabe cayó de espaldas como si le hubiera atravesado un rayo.
Gwen llegó junto a él en un instante. Sus manos recorrieron todo su cuerpo en busca de algún daño; pero él sabía que estaba ileso... simplemente estaba agotado, sin energías. Como si los mismos recuerdos de la criatura hubieran sido suficientes para extraer la vida de su cuerpo. No había sido Cabe quien había decidido romper el contacto; las imágenes le tenían como hipnotizado.
Fue Nathan quien rompió la comunicación, y casi había sido demasiado tarde. Fue aquella parte de Cabe, que era también una parte de su abuelo, la que se dio cuenta de que la bestia era un conducto y que, incluso muerta, retenía algo de esta aptitud.
Si se le hubiera concedido un poco más de tiempo, le hubiera absorbido toda la esencia, todo para aquel a quien, incluso en la muerte, todavía intentaba servir.
Muerte, frío y magia del calibre más peligroso y poderoso. Las imágenes le explicaban muchas cosas. Aquella criatura, comprendió Cabe, había sido liberada por el Dragón de Hielo para alimentar un conjuro más potente, pero ¿cuál? Entonces, recordó las heladas.
* * *
Cuando Toma despertó se encontró con una siniestra figura blanquecina que aguardaba de pie cerca de su aposento. Uno de los pocos miembros del clan del Dragón de Hielo que había conseguido ver. Al igual que su señor, el guerrero estaba delgado como un cadáver que llevase mucho tiempo muerto. Los ojos, de un brillante azul hielo, eran los de un fanático, un reflejo del mismísimo Dragón de Hielo. Toma no encontraría aliados entre sus primos en aquel lugar. Lo cierto es que no parecían más que extensiones de su señor.
—¿Qué sucede? ¿Qué quieres? —Toma le mostró los dientes para dar a entender que no sentía miedo, sólo desdén por aquella mediocre representación de un dragón. El guerrero hizo caso omiso de su expresión. A los forasteros se los toleraba mientras así lo deseaba el Dragón de Hielo; aparte esto, no eran nada. Incluso Toma lo sabía.
—Mi señor desea hablar con vos. —La voz del dragón carecía de inflexión, de vida. Los servidores de hielo poseían más vida en comparación.
Aquello no era lo que Toma había buscado. Aquellos no eran aliados, sino amenazas a su existencia y a la de su padre. Una y otra vez, el Dragón de Hielo había hecho promesas con respecto al Dragón Dorado, promesas que Toma veía ahora como se tornaban en amenazas. Lo que el señor de los Territorios del Norte veía como una ayuda era exactamente lo contrario de lo que el dragón de fuego había venido a buscar.
«¡Locura! Estoy rodeado por una enfermedad», se dijo. «Una enfermedad más peligrosa que un centenar de Amos de los Dragones.»
Miró a su padre, pero no había ningún cambio. El Dragón Dorado yacía inmóvil, su figura humanoide tendida sobre un lecho de pieles con más pieles todavía envolviendo su cuerpo.
Toma se levantó en silencio y siguió al otro dragón. Este le condujo por los mismos pasillos que había recorrido en innumerables ocasiones y que ya conocía tan bien como su propia mente. Ahora tenía prohibido deambular por ellos solo y ése era otro cambio que le preocupaba. Fuera lo que fuera que el Dragón de Hielo esperaba conseguir, se acercaba el momento. Quizás era ya demasiado tarde para que Toma escapase —si es que escapar era lo que debía hacer, pues era posible que existiera todavía alguna forma de trocar los planes de su anfitrión para que sirvieran a sus necesidades—. Por algo Toma no se había convenido en un poder a la sombra del trono de su padre, a pesar de carecer de las estúpidas marcas de nacimiento que predestinan el futuro de un dragón.
Finalmente, los dos penetraron en la cámara central. Por una vez, el gigantesco leviatán no estaba encaramado en la parte superior de las ruinas, y Toma pudo ver entonces lo que había estado siempre oculto. Se trataba de los restos de un edificio —un templo, sí— y había un agujero. Un agujero enorme. Mucho mayor de lo que Toma hubiera imaginado. El templo entero debía de haber cubierto aquel agujero.
Mientras contemplaba el agujero sintió que un escalofrío le recorría el cuerpo; era un escalofrío que taladraba el alma, y desvió la mirada rápidamente, encontrándose cara a cara con su anfitrión.
—Eso te intriga, ¿verdad? —No había curiosidad en aquella voz, ni ninguna emoción. Era como si hubiera preguntado a Toma qué le parecía el tiempo.
Había otro cambio también. El Dragón de Hielo había adoptado un aspecto humanoide, y parecía un guerrero dragón que llevara siglos atrapado en el hielo. La cimera había adquirido características perturbadoras y Toma no consiguió distinguir ninguna de las facciones contenidas en el falso yelmo. La figura del dragón estaba tan cubierta de hielo que parecía casi uno de sus espectrales criados.
Con un ligero esfuerzo, Toma consiguió recuperar la voz.
—Sí, admito sentir cierta curiosidad. Admito que siento curiosidad por algunas cosas, aunque a estas alturas ya no espero obtener respuestas relacionadas con ellas.
El Dragón de Hielo dejó escapar una risita seca, pero el breve alarde de emoción sólo sirvió para que Toma se pusiera aún más en guardia. Su anfitrión fingía vitalidad ante el dragón de fuego, pero el señor de los helados Territorios del Norte tenía tanto sentido del humor como una nevada.
—Has hablado como el Toma que conozco. No obstante, ahora puedo responder a algunas de tus preguntas, puesto que ha llegado el momento del Invierno Definitivo.
—¿El qué?
—El Invierno Definitivo; la respuesta al problema de los humanos. El frío que los barrerá para siempre del Reino de los Dragones.
Al mirar a su alrededor, Toma se dio cuenta súbitamente de que otros cinco dragones se habían unido a su guía, todos ellos situados estratégicamente cerca del invitado de su señor. Toma no era ningún estúpido; conocía sus posibilidades de sobrevivir a una batalla. Lo mejor era seguir representando el papel de espectador.
—Admito mi ignorancia, señor. Habladme de vuestro Invierno Definitivo.
Fue un error. Había preguntado exactamente lo que el Dragón de Hielo quería que preguntara. Después de todo no había representado el papel de tonto. Había sido un tonto.
—Haré algo mucho mejor que eso, Toma. Te lo mostraré.
Unas garras heladas y poderosas le sujetaron con fuerza. Pensó en cambiar de aspecto y recuperar el suyo auténtico, para luchar contra ellos, pero algo se lo impidió. Algo le impidió cambiar de aspecto.
Estaba atrapado.
—Tranquilo, sobrino. Mis guerreros te sujetan tan sólo por si se da el caso excepcional de que te falte el valor antes de mirar abajo. Quiero que veas lo que he descubierto. ¡Quiero que veas lo que he forjado para gloria del Reino de los Dragones!
«¡Locura!», exclamó la mente de Toma. No quería acercarse a aquel pozo. No quería ver lo que había allí abajo, pero parecía faltarle la energía y los guerreros del Dragón de Hielo lo arrastraron casi de la misma forma en que Azran lo había remolcado tras derrotarlo en las Montañas Tyber. En aquella ocasión, Toma sólo había sentido cólera y vergüenza ante su derrota. Ahora, aquí, sentía temor por lo que los humanos denominaban el alma.
La escalinata del templo estaba casi tan derruida como el mismo edificio. Se iba desmoronando a medida que los dragones ascendían, y Toma se encontró contando cada escalón de piedra, como si se dirigiera a su propia ejecución, lo cual era también una posibilidad. Sin embargo, el Dragón de Hielo no tenía ningún motivo para mentirle; quizá su anfitrión sólo deseaba que viera lo que había en el fondo del pozo. La idea no tranquilizó al dragón de fuego; no sentía el menor deseo por ver el contenido del agujero. No cuando con cada nuevo escalón el frío aumentaba en intensidad.
Por fin llegaron a la cima. Sus «compañeros» parecieron dispuestos a no seguir adelante y Toma casi suspiró aliviado. Eso fue antes de que cuatro de los criados espectrales surgieran de alguna parte. En el interior de cada uno de ellos había una infortunada criatura; al menos una de ellas era un dragón, pero no de estos clanes. Las macabras marionetas reemplazaron a los dragones en su papel de guardianes y la procesión se puso de nuevo en marcha en dirección al pozo. Ni siquiera forcejeó, a pesar de la voz que gritaba en su interior para que opusiera alguna resistencia. Comprendió, con cierto retraso, que se hallaba bajo algún hechizo poderoso de su anfitrión, más poderoso de lo que había imaginado que pudiera ser el Dragón de Hielo.
Se detuvieron en el borde del pozo y fue entonces cuando el Dragón de Hielo habló:
—Asómate, Duque Toma. El agujero es profundo y sólo si estás directamente encima podrás ver mi sorpresa. Ten la seguridad de que mis criados evitarán que puedas caer en él.
Toma se habría negado de haber podido elegir; pero tal como estaban las cosas, dos de las espectrales criaturas le inclinaron hacia adelante hasta que la parte superior de su cuerpo quedó tendida sobre el agujero. Los ojos del dragón de fuego estaban fuertemente apretados.
Al darse cuenta de que no le arrojaban al interior de inmediato, se arriesgó a abrir los ojos unos milímetros. De los milímetros pasó a abrirlos de par en par, luego los cerró de nuevo instantáneamente; una ojeada fue todo lo que necesitó. Una ojeada, incluso desde aquella altura, era más de lo que hubiera querido.
Toma se dio cuenta de que las cosas estaban mucho peor de lo que auguraba aquello, ya que entonces el Dragón de Hielo volvió a hablar y sus palabras resultaron casi tan espeluznantes como la sensación provocada en el dragón de fuego por la cosa del fondo del pozo.
—¡Es mi reina, cría de mi hermano! ¡Es el futuro de esas sabandijas peludas que se han alzado para desafiar nuestro dominio! ¡Un futuro muy corto e irrevocable! ¡A través de ella y de sus hijos lanzaré un invierno sobre el Reino de los Dragones como nunca se ha conocido! ¡Un invierno definitivo! ¡Un invierno que cubrirá para siempre la Tierra!
Y mientras le arrastraban lejos del pozo, Toma advirtió con nerviosismo que, por una vez, el Dragón de Hielo había hablado con auténtica emoción.