A pesar de los incidentes del primer día, la vida en la Mansión se desarrollaba con relativa tranquilidad. Hay que reconocer, desde luego, que los dragones y los humanos que allí vivían mantenían una paz difícil, pero era todo lo que podía esperarse, y no era extraño, por tanto, que las dos razas se mantuvieran aparte siempre que les era posible. A Cabe, el mero hecho de que nadie hubiera intentado matar a nadie de momento, le bastaba para llenarle de felicidad. Nada se sabía sobre la visión de que había sido víctima Gwen. Los espías del Dragón Verde en el bosque no informaron de nada extraño. Apenas si se encontraban indicios de actividad por parte de los Rastreadores, pero tanto Cabe como Gwen sabían que eso no significaba nada; los seres-pájaro eran una raza sigilosa y muy experta en cubrir sus rastros.
No obstante, una de las noticias transmitidas por el monarca del Bosque de Dagora sí interesó a Cabe. Aquí y allá, aparecían partes del bosque que estaban muertas o moribundas. El motivo aparente era el frío extremo; sin embargo, el invierno estaba aún lejos y apenas si afectaría al territorio del Dragón Verde cuando por fin llegara.
Cabe estaba de pie en el jardín, los ojos fijos en el bosque, aunque, en realidad, no lo veía. Su mente estaba en otra parte. Ya había decidido en una ocasión que convertirse en mago le volvía a uno paranoico. Quizá se preocupaba de forma excesiva, pero no podía quitarse de la cabeza las extrañas heladas. Hostigaban sus recuerdos, tanto los suyos propios como los transmitidos por su abuelo, y se sentía casi seguro de que existía una conexión entre aquéllas y otro breve incidente acaecido no hacía mucho. Se trataba del viento helado que él y Gwen habían sentido en el mismísimo palacio del Grifo. El frío no había sido sólo físico; había penetrado hasta sus mismas almas.
Curiosamente, eso le hizo pensar en sus sueños. Le era imposible decir el porqué, pero presentía que también existía una conexión con ellos.
Esbozó una triste sonrisa. Era una idea demasiado absurda. La expulsó de su cerebro y empezó a pasear por el jardín con la esperanza de quitarse de la cabeza tan irritantes rompecabezas.
Vio unos cuantos dragones y humanos trabajando para limpiar lo que el equivalente a toda una vida de crecimiento vegetal sin trabas y de abandono general había ocasionado en los jardines de la Mansión. Los dragones parecían estar bastante tranquilos, no obstante el hecho de que sus poderes eran casi inexistentes entre los confines del hechizo de protección, algo nuevo para ellos. No podían cambiar a su aspecto de dragón si no abandonaban la zona. Y entonces, seguramente el hechizo les impediría regresar a menos que recuperaran el aspecto humanoide. Las complejidades del hechizo le asombraban a veces y se sentía muy agradecido por su existencia, en especial cuando estallaban las disputas entre los dos grupos.
La Mansión resultaba ya casi habitable. El jardín, el lugar donde se había alzado la prisión de ámbar de Gwen, estaba casi limpio de hierbas. Era el único lugar de la Mansión donde dragones y humanos se relacionaban libremente. Existía una sensación de paz en el jardín que Cabe no había percibido en su anterior visita, muy posiblemente porque se había visto asaltado por dragones, vapuleado por pedazos de cristal arrojados mediante poderes mágicos, y atacado por Rastreadores. Resultaba difícil creer que se tratara del mismo jardín.
En un principio, no habían sido las noticias del Dragón Verde lo que le había llevado allí tan de mañana, sino otra pesadilla; esta vez se había encontrado huyendo inútilmente de su omnipresente padre por encima de innumerables montañas y a través de cientos de profundas y húmedas cavernas. Cada vez, Azran le había estado esperando. Cada vez, le había atacado con una de sus diabólicas espadas. La Espada Negra, que incluso Cabe había llevado durante un tiempo, había resultado bastante terrible. La enigmática cosa que su padre había llamado la Innominada... Cabe no quería ni pensar en aquella espada. Al final, había demostrado ser ella la dueña de su padre. Eso era lo que sucedía con las espadas diabólicas. Era por eso por lo que sólo los dementes como Azran Bedlam las creaban.
Se llevó la mano a la cabeza. Sin necesidad de mirar, sabía que la mayor parte de su cabellera era plateada; en general, así era después de una pesadilla particularmente fuerte. Una vez más, se encontraba con una conexión entre ambos acontecimientos, pero sin una causa. Frunció el entrecejo. Ya era bastante malo que las pesadillas hubieran vuelto a empezar después de haberle abandonado justo tras el inicio de su viaje hasta allí; era casi como si le hubieran seguido la pista como perros de presa.
El joven mago se sentó en un banco y levantó los ojos al cielo. Una vez más, rememoró lo sencilla que había sido su existencia antes de que los Reyes Dragón fueran en su busca.
De repente se oyó el siseo producido por una profunda aspiración. Ningún humano podía producir sonido semejante. Se puso en pie de un salto, las manos listas para lanzar un hechizo de protección; cualquier hechizo.
Había un dragón agachado frente a él, dispuesto a ser fulminado por el poderoso hechicero por atreverse a aparecer ante él.
—¿Quién...? —Cabe aspiró con fuerza y volvió a empezar—: ¿Quién eres? ¿Por qué te deslizas furtivamente por ahí?
—Milord —siseó el dragón—, sssoy sssólo alguien que osss sssirve. No me he acercado a hurtadillasss. No osss vi hasssta que casssi doy de brucesss contra vosss.
El mago le estudió con atención; de pies a cabeza no se diferenciaba de cualquier otro dragón humanoide. Cabe se corrigió rápidamente: claro que había una diferencia, algo que se dio cuenta había visto en la mayoría de los otros dragones macho que ahora le servían.
—Tu cimera —dijo, indicando el casco sin adornos—. ¿Dónde está?
A pesar de que todavía estaba algo oscuro, no le cupo la menor duda de que el dragón le miró con curiosidad.
—No ssse me permite llevar cimera. Sssoy un criado.
—¿Criado?
—Realizamosss lasss tareasss indignasss de los señoresss dragón.
Así pues, comprendió Cabe, existía otra casta más. Ante todo estaban los Reyes Dragón y las hembras reales; luego venían los que estaban en la categoría de Toma o Kyrg, pertenecientes a la aristocracia draconiana en virtud de haber nacido en una nidada real. Éstos pasaban a formar parte del ejército, eran los guerreros.
El dragón aguardaba, algo molesto sin duda por la curiosidad del humano, supuso Cabe.
—¿Qué era lo que hacías aquí fuera?
—Me iré si mi presencia os perturba, mi señor. —El criado hizo intención de dar media vuelta.
Cabe se sorprendió a sí mismo con un gesto inesperado: posó una mano sobre el hombro del dragón para detenerle. La criatura se volvió bruscamente y Cabe, seguro de que iba a perder la mano, la retiró a gran velocidad.
El dragón se limitó a mirarle interrogante.
—¿Alguna otra cosa, mi señor?
—No dije que te fueras. Sólo pregunté por qué estabas aquí.
El otro pareció incómodo.
—Es más fácil pensar aquí.
Cabe asintió.
—¿Sobre qué?
—¿Qué se espera de nosotros? Únicamente los dragones reales han tenido un auténtico contacto con los de vuestra raza, mi señor. Sois (perdonadme) criaturas peculiares y débiles, inferiores a nosotros; al menos eso es lo que se dice, mi señor. —Cabe se dio cuenta con irónico regocijo de que aquella última frase había sido añadida apresuradamente, al darse cuenta el dragón de que insultaba a su nuevo amo.
—¿Cómo te... tienes un nombre?
Ahora fue el dragón quien se sintió insultado.
—¡Desde luego! No soy un dragón menor. Me llamo Ssa-rekai Disama-il R...
Cabe alzó una mano para silenciarlo.
—¿Es muy largo el nombre completo de un dragón?
Le pareció apreciar algo parecido a una sonrisa, aunque en un dragón podría haber tenido un significado diferente.
—El sol se habrá alzado por completo antes de que haya terminado. Todos los miembros del clan merecedores de honor quedan incorporados en el nombre.
A tenor del gran número de años que hacía que gobernaban los Reyes Dragón, Cabe sospechó que el dragón no mentía sobre el tiempo que haría falta para repetir su nombre. Otro dato significativo que había ignorado sobre sus nuevos sirvientes.
—Te llamaré Ssarekai.
—Esss sssatisfactorio, mi señor. Así esss como me llaman los de mi raza.
—¿Cuál es tu función?
—Adiestro y cuido los dragones menores que se utilizan como montura... aunque... —vaciló— últimamente me he sssentido interesado por losss caballosss.
Cabe hizo una mueca, malinterpretándole.
—No has de tocar los caballos. No están aquí para servir de comida.
—Se dice que son un poco duros, mi señor, pero yo me refería a ellosss como... como a animalesss de monta. Un caballo veloz posee muchasss ventajasss sobre una montura dragón, mi señor.
En la mente de Cabe empezó a tomar cuerpo una idea. Una idea que quizá podría mejorar las relaciones entre los dos grupos y aliviar sus propias preocupaciones.
—¿Te has puesto en contacto con el humano que adiestra los caballos?
El dragón negó con la cabeza.
—Ven a verme esta tarde —repuso Cabe, sonriendo para sí a la vez que sentía que, por una vez, había tenido una idea algo brillante— Iremos juntos. Quiero que os conozcáis.
—¿Debo hacerlo, mi señor? —Ssarekai se estremeció.
—Sí. —Cabe deseó haber sonado lo bastante categórico.
—Como deseéis. Sssi me excusáisss, mi señor, tengo deberes que realizar. El día ssse ha vuelto de repente muy atareado.
—Entonces ve.
Cabe le observó alejarse, satisfecho de sí mismo para variar. Quizás empezaba por fin a saber cómo manejar aquella situación. Quizá finalizarían las pesadillas si conseguía aprender a utilizar sus propias habilidades.
Tomó nota mentalmente de recordar su cita con el dragón y también solicitar del personal, en su totalidad, que dejaran de llamarle «mi señor» con tanta insistencia. Sonaba a hipocresía.
Algo se movió cerca de la puerta del jardín. En un principio, Cabe pensó que Ssarekai había regresado, pero entonces se dio cuenta de que la figura era demasiado pequeña y no exactamente la de un dragón.
¿Un elfo? Existía más de un tipo —algunos eran altos como un hombre; otros, pequeños como un enano— y los árboles de Dagora servían de hogar a muchos de ellos.
—¿Quién es? ¿Quién anda ahí?
Se oyó como si alguien aspirara con fuerza bruscamente y al cabo de un instante la figura pasó corriendo por entre los arbustos. Cabe lanzó un juramento y la persiguió. Recordó el temor de Gwen de que lo que fuera que había visto hubiera conseguido entrar antes de que ella terminara el hechizo. Si algo había entrado realmente, entonces todo el mundo podía estar en peligro.
Vislumbró de nuevo la figura. ¿Una criatura? Los destellos del sol empezaban a penetrar a través de los árboles. No podía ser una criatura; la figura aparecía deformada, demasiado estrecha y encorvada de una forma curiosa.
Todavía existían dos Reyes Dragón cuyas fronteras rozaban las del Dragón Verde. Uno de sus secuaces, quizá...
Se encontraba cerca del límite del hechizo cuando el diminuto intruso giró de improviso hacia él. Impelido por el impulso, Cabe no pudo parar y se dio de bruces contra la figura.
Pudo oírse un sibilante gimoteo y un revoltijo de brazos y piernas, y el mundo de Cabe empezó a girar enloquecido. De su boca brotó un torrente de frases enriquecidas por sus años de estancia en la posada.
Cuando el mundo dejó por fin de girar, Cabe se encontró boca arriba, y cara a cara con... ¿un dragón?
La criatura se debatió entre sus brazos, pero, a pesar de su asombro, sus manos la sujetaron con fuerza. Era un dragón, y no lo era. El rostro estaba hundido y resultaba más humano que el de cualquier otro macho. Faltaba el yelmo de dragón y no había ningún yelmo falso; la cabeza era como una muñeca fea e inacabada, una muñeca que siseara y gimiera atemorizada.
Una de las crías. La mayor. Una cría real, pero capaz de alterar su aspecto como ningún otro dragón que hubiera visto. Era más parecido a lo que hacían las hembras de la especie, imitaba mucho mejor la apariencia humana que los adultos.
—Tú —consiguió articular por fin— vas a ser un problema.
—Prrroblemmma —repitió él.
Entonces sí que estuvo a punto de soltarlo. Por el Dragón Verde sabía que los dragones crecen con rapidez y deben aprender ciertas cosas esenciales antes de que transcurran esos pocos años de crecimiento. El cambio de aspecto era la más importante de esas cosas esenciales. El habla era la otra, y una que había olvidado.
Una mano de cuatro dedos aplastó su rostro y por un momento olvidó que era un dragón de fuego lo que sujetaba. La cría empezaba a perder el miedo. Cabe sabía que las crías le consideraban el jefe del clan, al menos hasta donde comprendían el significado del término. Él era quien mandaba, a pesar de su aspecto extraño.
El joven dragón le volvió a aporrear y esta vez recordó que no era una criatura humana lo que sujetaba, ya que una de las uñas de la cría le arañó la mejilla.
—Se acabó el juego —masculló.
Rodó sobre sí mismo y, apretando al enfurecido dragón contra su pecho —a expensas de su ropa— se incorporó...
Y descubrió el irregular montículo situado detrás de los árboles.
—Quieto —farfulló a la cría distraídamente. Avanzó hacia el montículo y sintió un hormigueo; había traspasado la barrera. Abrazó fuertemente al dragón, pero sólo consiguió que se debatiera aún más.
Aquél, se dijo con pesar, no iba a ser un buen día.
El montículo, irreconocible de momento, se extendía más allá de los límites del hechizo. En cualquier otra ocasión, Cabe no habría observado su presencia o lo habría considerado parte del paisaje; sin embargo, visto de cerca, podía advertir que había algo —algo enorme— enterrado allí. Cabe siguió plantado sin moverse, con la cría debatiéndose todavía en sus brazos —y farfullando de vez en cuando algo que sonaba parecido a «prrroblemmma»—, y consideró si debía ir en busca de ayuda.
—¿Cabe?
La voz de Gwen, dulce pero autoritaria de todos modos, llegó procedente del jardín.
—Cabe, ¿dónde estás?
Aquello le decidió. Se metió al enojado dragón bajo el brazo y regresó a la Mansión. El camino de vuelta parecía más arduo y largo que antes, pero probablemente se debía a que había estado demasiado ocupado persiguiendo al «diabólico infiltrado» que llevaba ahora bajo el brazo para darse cuenta.
Gwen, vestida con un traje de caza color esmeralda, le esperaba en el jardín, y no estaba sola. Había otra mujer con ella, que mostraba la incomparable belleza que sólo una cierta madurez puede ofrecer y ataviada con un refulgente traje. Cabe estaba seguro de que hubiera recordado a una mujer así en el grupo y de repente se dio cuenta de por qué no podía. Era un dragón. Tragó saliva sintiéndose incómodo.
—¿Buscabais esto? —preguntó como sin darle importancia y alzó al bostezante jovencito.
El dragón hembra lanzó una ahogada exclamación de alivio y tomó a la cría, la cual se le abrazó al instante. Gwen sonrió y le contempló con cierto orgullo, cosa que hizo que Cabe se sintiera más como un estudiante que ha complacido a su maestro favorito que como un mago hecho y derecho.
La hembra de dragón le miraba también, pero de otra forma. Si había algo que les gustase más que sujetar a machos entre sus brazos, era el poder, y Cabe representaba una oportunidad de obtener ambas cosas. Este la ignoró tanto como le fue posible sin parecer maleducado.
Por fortuna, Gwen hablaba en aquellos momentos:
—Las hembras se alejaron sólo un instante para controlar a unos cuantos de los otros jovencitos, y aprovechó ese momento para irse. —Contempló la figura humanoide de la cría con interés—. Ahora veo cómo. Extraordinario.
—Más que extraordinario. Mira el rostro.
Ambas mujeres lo hicieron y Cabe se sintió satisfecho al ver que la expresión de codicia se desvanecía, aunque apenas durante un instante, del rostro de la hembra de dragón.
—¿Habíais visto esto antes? —preguntó Cabe.
Ella se sirvió de la pregunta para dirigirle una mirada que nada tenía que ver con la situación presente, pero que insinuaba otras posibilidades; al ver que el rostro de Cabe permanecía impasible, se decidió por fin a contestar:
—Jamás, mi señor. Había oído hablar de ello de vez en cuando, pero se trataba sólo de viejas historias. Se dice que el Duque Toma hizo algo parecido, pero no sé de nadie más.
—Toma. Tenía que ser él.
Gwen asintió.
—Tendremos que vigilar a esta cría con mucho cuidado. Todos nosotros. Es una cría real con un potencial sorprendente en vista de que su capacidad para alterar su aspecto es ya mejor que la de un adulto.
Ningún dragón macho podía adoptar más que una forma aparte de la auténtica de dragón, y ese otro aspecto era siempre el de un guerrero de armadura, tal vez porque había sido la primera escogida por anteriores Reyes Dragón. Las hembras podían convertirse en diferentes mujeres, pero siempre mantenían ciertas características físicas que las hacían parecer hermanas de sus anteriores formas. Hasta allí llegaba la capacidad de cambiar de aspecto de los dragones, excepto en el caso de uno llamado Toma. Se había descubierto que Toma era capaz no sólo de adoptar su propio aspecto de guerrero, sino que también en más de una ocasión había copiado el aspecto de uno u otro Rey Dragón y participado en secreto en reuniones del Consejo. Toma reconocía, sin embargo, no poder mantener tal aspecto de forma permanente; aun así, era mucho más de lo que incluso los Reyes Dragón eran capaces de hacer.
Las dos mujeres iniciaban el regreso a la Mansión cuando Cabe recordó el montículo. Dejó que la hembra de dragón se marchara con su pupilo, pero rogó a Gwen que se quedara y, cuando estuvieron solos, la condujo al lugar donde recordaba haber visto aquella cosa.
—¿Qué es?
—Creo (no es más que un presentimiento), creo que he encontrado algo que deberías ver.
—Si seguimos más adelante, quedaremos fuera de la protección del hechizo, Cabe —dijo ella paseando la mirada a su alrededor—. ¿Qué es lo que me has de enseñar?
—La verdad es que no lo sé. —Pero si sabía, no obstante, que había algo en el túmulo que le preocupaba.
Gwen le siguió en silencio. Tardaron más de lo normal en llegar al montículo, porque Cabe, de repente, descubrió que le resultaba difícil recordar con exactitud dónde lo había visto, cosa que no debería ser así. Entonces, por casualidad, bajó la mirada y descubrió el lugar donde las plantas habían quedado aplastadas por el peso combinado de su cuerpo y el de la cría. Miró hacia los árboles y, tras un detenido examen, acabó por descubrir de nuevo el montículo. El que hubiera estado a punto de pasársele por alto le inquietó aún más.
—Ahí.
Señaló en su dirección y, sin pensar en la barrera, siguió adelante. Gwen le siguió, tras cierta vacilación, jurándose a sí misma que llamaría la atención a Cabe si aquello resultaba no ser nada.
Mientras se acercaban, Cabe sintió un leve escalofrío que rozó incluso su alma. Hizo que se detuviera por un instante, pero la curiosidad resultó más fuerte. Gwen también se detuvo, pero por otro motivo; aquella elevación del terreno le despertaba recuerdos. Terribles recuerdos recientes.
—Cabe. —Su voz estaba teñida de creciente aprensión.
Él la miró, preocupado.
—Retrocede.
Mientras él hacía lo que le indicaba, ella levantó los brazos y los movió. La tierra empezó a salir despedida del montículo, como si algún ser invisible estuviera cavando.
Cabe arrugó la frente. Gwen aguardaba llena de nerviosismo, mordiéndose el labio mientras quedaban al descubierto los primeros indicios de algo. Interrumpió el conjuro de inmediato y, ante la sorpresa de Cabe, se adelantó a toda velocidad para examinar el hallazgo. Se detuvo muy cerca, pero no lo tocó. Cabe no podía culparla por ello; aquella cosa despedía tal sensación de irrealidad que casi deseó apartarse de ella.
A los pocos momentos, Gwen se incorporó, con una expresión que le asustó.
—¿Qué sucede?
Al principio no le contestó, se limitó a quedarse allí sacudiendo la cabeza, asustada y llena de repulsión a la vez por lo que se ocultaba debajo de la tierra.
—¿Gwen?
—Es mi visión, Cabe —musitó por fin la hechicera—. Es..., es esa abominación que vi en mi visión. ¡Sé que lo es!
Cuando ella se desplomó, se sintió tan sorprendido que apenas si consiguió sujetarla antes de que se diera contra el suelo. Sus ojos se dirigieron por encima del cuerpo inerte de la joven hasta la cosa blanquecina que el hechizo de su esposa había desenterrado en parte.
Se estremeció de nuevo.