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Irillian era una ciudad próspera gracias a la pesca. Con guerra o sin ella, todas las regiones vecinas demasiado alejadas de los Mares Orientales para pescar por sí mismas compraban las abundantes capturas traídas por sus pescadores.

Mientras decenas de embarcaciones se dirigían a mar abierto en busca de la primera captura del día, una solitaria embarcación avanzaba en dirección opuesta. Todos los pescadores evitaban aquel rumbo, ya que conducía a las Fauces de Aquias, las inmensas cavernas, sumergidas en parte, que constituían la entrada al mundo submarino de aquel a quien el Alguacil de Irillian llamaba señor. El Dragón Azul.

Bajo la débil luz que precede a la aurora, apenas si era posible distinguir a las tres figuras de la embarcación. Una era el barquero, una figura envuelta en una capa empapada tejida a partir de las plantas sacadas de los mares. Los pasajeros sabían que él o ella o ello no era un ser humano ni lo había sido probablemente, y la verdad es que tampoco les importaba. El barquero llevaba a cabo su función sin una queja y así era como debía ser. No había motivo para pensar en aquel ser; además, ambos hombres habían visto cosas más raras durante su larga vida.

Los dos pasajeros eran como hojas en una misma rama. Ambos llevaban una armadura peluda, negra como una noche sin luna, y sobre sus cabezas, ajustados yelmos con un amplio protector nasal y una estilizada cabeza de lobo. Una cola peluda bajaba desde la parte posterior de la cabeza de lobo hasta alcanzar y superar en más de un palmo la parte inferior del yelmo. Ambos eran guerreros veteranos; sin embargo, los dos tenían la apostura que sólo tienen aquellos que han nacido para mandar. Uno era algo más bajo que el otro y su rostro estaba bien afeitado. El otro, en apariencia su superior, lucía una barba corta y bien cuidada, una perilla.

El barquero condujo el bote hasta la orilla sin ayuda, con una sorprendente demostración de agilidad y fuerza, pero a la vez sin revelar ni una sola parte de su persona, incluidos manos o pies. Los dos piratas-lobo desembarcaron y contemplaron en silencio cómo el barquero volvía a hacerse a la mar.

D'Shay se alzó el yelmo y secó la humedad marina del rostro.

Nos han descubierto, D'Laque.

Su compañero le imitó a la vez que preguntaba:

¿Cuándo, Lord D'Shay?

Al menos hace una semana, quizá dos.

¿Puede ser que esté ya aquí, entonces? D'Laque paseó la mirada por la playa.

Es posible, pero no lo creo. Ese animal es un buen cazador y desconfía demasiado de su presa para moverse de esa forma. No, creo que está cerca, pero no aquí todavía. Estará explorando, quizá.

D'Laque observó a su superior con atención.

Lo decís como si se tratara de una especie de juego entre los dos. Él es una cuestión secundaria; lo que más necesitamos en estos momentos es un lugar permanente para nuestros barcos. Los Jefes de Manada empiezan a impacientarse, incluso D'Zayne, y eso que él, de entre todos, es quien debería reflejar vuestros deseos.

La idea no pareció afectar a D'Shay.

Ejecutaremos esa misión, amigo mío, pero piensa en lo bien que nos recibirán si llevamos la cabeza del Grifo de vuelta con nosotros. La noticia de que había sobrevivido no gustó nada a los Jefes de Manada. La... destitución de D'Morogue... es buena prueba de ello. Se suponía que aseguraría nuestro éxito, si no lo has olvidado.

El otro pirata-lobo tragó saliva con dificultad. A nadie le gustaba pensar en lo poco que los Corredores habían dejado del indefenso D'Morogue. Los piratas con mando que fracasaban en una tarea encomendada por los Jefes de Manada de tal importancia jamás aumentaban de graduación y en general acababan formando parte del festín de los Corredores. Se había eliminado el nombre de D'Morogue de la lista de los Comandantes de Manada, reemplazado la designación de casta D' por la R', y se le había arrojado, atado y amordazado, al interior de las guaridas de los colmilludos Corredores.

Mientras miraba cómo D'Shay volvía a colocarse el yelmo, D'Laque no pudo evitar preguntarse por qué aquél no había ascendido a Comandante de Manada. No había duda de que todo el mundo sabía de su autoridad extraoficial. Ni un solo Comandante de Manada se movía si D'Shay no estaba de acuerdo, y ningún Jefe de Manada aprobaba nuevas estrategias en el frente a menos que estuviera seguro de que D'Shay no opondría ninguna objeción importante. Aquí, al otro lado de los mares, era un hombre a quien incluso la asamblea de Jefes de Manada respetaba; sin embargo, no era uno de ellos, a pesar de su superioridad.

¿Deseabas alguna cosa, D'Laque? inquirió el aristocrático pirata. No se había dignado dirigir ni una sola mirada en dirección a su compañero.

No. D'Laque negó rápidamente con la cabeza. Nada, D'Shay.

Bien. Pensé que a lo mejor habrías cambiado de idea sobre lo de acompañarme. Sé lo mucho que temes al Gran Guardián D'Rak. D'Shay desvió la mirada de las aguas y contempló a Irillian. La ciudad seguía enterrada aún en las sombras de la preaurora, pero ya podían oírse las primeras señales de vida. Pronto, tendremos un tesoro que ofrecer a los Jefes de Manada. Barcos nuevos, tierras nuevas, riquezas, aliados, y el último gran escollo en nuestra guerra con el País de los Sueños servido en bandeja. Por fin.

D'Laque ocultó la expresión preocupada que apareció en su rostro. Tenía la impresión de que estaba a oscuras con respecto a ciertas decisiones y que no iba a averiguarlas hasta que no fuera demasiado tarde para hacer algo al respecto. Sospechaba que D'Shay necesitaba capturar al Grifo o de lo contrario perdería una valiosa influencia. Eso sería justamente lo que D'Rak desearía.

Eso también dejaría a D'Laque indefenso frente al señor que había traicionado a escondidas.

* * *

Piratas vestidos de negro y con yelmos de lobo. Atormentaban los sueños del Grifo, ocupaban todos sus pensamientos, y cuanto más se acercaba a su destino, peor se volvía la situación. No había forma de que pudiera dar la vuelta ahora. Ésta era su oportunidad de capturar e interrogar al pirata-lobo D'Shay. No era la primera vez que llevaba a cabo una misión de esta índole; había habido varias durante sus años como mercenario. De todos modos, ésta era diferente. Se daba cuenta de que ahora estaba obsesionado. Conocía incluso lo engañoso que podía resultar tal sentimiento; la obsesión conducía por lo general a la muerte y a menudo se trataba de la muerte de la persona obsesionada. Sintió un breve martilleo en la cabeza y, por un momento, se interrogó sobre esa obsesión y su repentino aumento; pero entonces, el martilleo desapareció y reapareció la decisión de seguir adelante. Olvidó por completo su confusión.

Sacudió la cabeza y luego se dedicó a estudiar el mapa de las tierras de Irillian o mejor dicho, de las tierras del Dragón Azul una vez más. Algunos lugares quedaban condenadamente lejos, se dijo.

Levantó la mirada. El paisaje que lo rodeaba era un caos. Por un lado se veían campos y árboles que prosperaban como si nada los hubiera perturbado durante generaciones, mientras que por el otro existían también aquellos enigmáticos y dispersos cráteres, como si algo hubiera sucedido allí en el pasado.

Para llegar a Irillian por tierra había que pasar por los inexplorados dominios del Dragón de las Tormentas. Al Grifo se le erizaron las plumas y el pelaje. El Dragón de las Tormentas era uno de aquellos Reyes que no daban a conocer gran cosa sobre su auténtico poder. El pajaro-león no se había encontrado nunca con él durante la Guerra del Cambio ni durante los años que siguieron a ésta a pesar de que el leviatán y él eran vecinos. Todos sus conocimientos se limitaban a una fugaz ojeada a Wenslis, la ciudad humana situada en el extremo occidental de estas tierras y a la vez el núcleo habitado de importancia más cercano a Irillian, lo cual no significaba gran cosa. Wenslis estaba tan alejada del puerto marítimo como lo estaba de Penacles, pero, aunque habría resultado un lugar excelente en el que detenerse, habría añadido varios días a su viaje al obligarle a desviarse de la ruta más rápida y corta.

«Ojalá no me esperes a cenar, D'Shay», pensó el Grifo con ironía, «porque llegaré tarde». Si los mapas que había conseguido sacar de las bibliotecas resultaban correctos, el trayecto no mejoraba. Al parecer, estas tierras estaban llenas de ciénagas, y la peor de ellas se cruzaba en su camino y era tan grande que no tenía el menor sentido intentar rodearla.

Lochivar no había sido un lugar muy agradable, pero en gran parte se debía a las Brumas Grises, que entumecían la mente. Pero estas tierras se volvían más pantanosas cuanto más se adentraba uno en ellas.

Ese era el Reino del Dragón de las Tormentas.

Como si este último pensamiento hubiera sido una señal, el cielo empezó a encapotarse con increíble velocidad, y se dejó oír el aullido del viento. Enrolló rápidamente los mapas, los devolvió a su estuche y cargó el caballo. Aquél no era lugar para verse atrapado por una tormenta, no junto a aquellos árboles. El mapa marcaba un saliente a la derecha, a una hora de camino quizás. Allí estaría alto y seco si conseguía llegar antes de que empezara a llover.

Su montura, que había aprendido a confiar en su jinete hacía ya tiempo, le dejó escoger el camino y el paso. El Grifo le envidió tal confianza, deseando con todas sus fuerzas no traicionarla haciéndola caer en algún agujero escondido o en la guarida de algún dragón menor hambriento.

Las dos lunas estaban ocultas y ahora era ya casi tan oscuro como si fuera de noche. Los cascos del caballo chapoteaban en la hierba cada vez más mojada y el Grifo comprendió que se acercaba a la ciénaga antes de lo que sus mapas indicaban. Rezó para que el camino no resultase demasiado impracticable antes de que llegaran al saliente, siempre y cuando no hubiera interpretado mal los mapas con respecto a su situación.

Se escuchó un retumbo en el cielo.

Pequeñas criaturas, apenas entrevistas, revolotearon, corrieron y saltaron a su alrededor. ¿De dónde habían salido todas aquellas condenadas cosas? Incluso a despecho de sus antecedentes como cazador, había tenido muy mala suerte en sus intentos por conseguir comida. Era como si la tormenta que se aproximaba sacara la caza del interior mismo de la tierra.

O algo los perseguía, comprendió algo tarde al ver la enorme y horrenda cabeza que emergía del cenagoso terreno.

El caballo buscó enloquecido un suelo más seco que le permitiera controlar la velocidad, pero sólo encontró hierba resbaladiza y barro, y el Grifo estuvo a punto de salir despedido de la silla cuando su montura giró casi en redondo.

El dragón menor volvió los ojos medio ciegos en dirección a aquel alboroto. El Grifo pensó que debía ser un animal viejo. Uno más joven se habría lanzado ya tras él, las fauces abiertas, las zarpas completamente extendidas. Por su parte, el anciano dragón empezaba a darse cuenta de que aquella cosa grande que tenía delante era la comida que buscaba; mucho más grande y sabrosa que las diminutas criaturas de los pantanos que se veía obligado a comer.

Los cielos parecieron abrirse cuando los primeros rayos cayeron a la tierra. El dragón levantó la vista y se estremeció, olvidando por un instante a su presa. El breve pero brillante fogonazo reveló al Grifo que su adversario tenía un enfermizo color verde moteado. Era un animal muy viejo y probablemente moribundo, pero era evidente que todavía viviría lo suficiente para causarle problemas.

Había querido evitar el uso de la magia por temor a que atrajera al Dragón de las Tormentas o a uno de sus secuaces, pero ahora ya no tenía tiempo de preocuparse por ello. Viejo o no, el dragón era una amenaza que no podía evitar. Como mínimo, lo más probable era que perdiera su caballo si intentaba rodearle; por muy viejo y débil que estuviera, la criatura sólo necesitaba dar un zarpazo para decorar el paisaje con pedacitos de montura y jinete.

La bestia adelantó una enorme zarpa en dirección a ambos, y estuvo a punto de caer de bruces al hundirse ésta profundamente en el barro. El dragón lanzó un rugido de enojo e inició la ardua tarea de intentar sacar la pata otra vez, acción que fue acompañada por un sonoro borboteo producido por el barro que luchaba por conservar su captura.

Los ojos del Grifo se iluminaron. Levantó las dos manos, apretando las piernas con fuerza contra los costados de su caballo para mantener el equilibrio.

Era un hechizo sencillo que quizá pasaría inadvertido. Fundamentalmente, lo que hacía era permitir que la tierra absorbiera el agua con mayor rapidez. Al menos, eso era lo que esperaba estar haciendo; generaciones de experiencia no convertían necesariamente a un mago en señor de los elementos. Todo lo que significaba era que sabía cómo manipular los poderes para obtener el resultado final deseado.

Y esta vez funcionó. El dragón menor posó la enorme zarpa sobre lo que él sabía que era terreno seguro, y se encontró con que se hundía aún más que en el otro sitio. La bestia aulló de rabia y el Grifo apenas si pudo evitar que su caballo se desbocara y fuera a parar también al lodo.

La criatura luchó en vano para liberar aquella pata, introduciendo las otras tres en el barro mientras tiraba de la cuarta. Ahora, estaba atrapada sin remedio. Siseó y lanzó una mirada malévola al Grifo, como si se diera cuenta de que era él la causa de su desgracia. Cuando abrió las fauces, el pájaro-león alzó un puño en un conjuro defensivo para repeler el fuego, pero nada salió de ellas. El dragón era demasiado viejo, estaba demasiado agotado. De haber sido más joven, podría haberse liberado o lanzado una llamarada con la suficiente longitud e intensidad como para causar algún daño al pájaro-león, pero no era ése el caso. Despacio, con gran cautela, el Grifo instó a su caballo para que rodeara el costado derecho de aquel obstáculo que se debatía impotente.

Empezaba a llover. El Grifo agitó la melena con repugnancia. Odiaba la humedad y aún más la lluvia. Existía un lugar para la limpieza, pero no era éste. Mascullando una maldición en voz baja contra el Dragón de las Tormentas, miró en dirección al lejano saliente. El viejo dragón dejó de debatirse, bien porque estaba cansado o porque comprendía que, por el momento, era mucho mejor que no se moviera. El lodo le llegaba ya al vientre.

El Grifo empezó una vez más a obsesionarse con sus problemas, a la vista de que la lluvia seguía cayendo con creciente furia y el suelo amenazaba con tragarse a caballo y jinete. Aunque de todas formas, pensó malhumorado, no le serviría para mantenerse seco y caliente por la noche.

La elevación no parecía estar más cerca. Si eso era alguna indicación, el Grifo sospechó que iba a ser un viaje muy largo, muy lento, y muy húmedo.

Para su desdicha, sus sospechas resultaron totalmente ciertas.

Habían transcurrido ya unos cuantos días cuando, por fin, se encontró a sólo un día de viaje de la frontera entre los dominios del Dragón de las Tormentas y los de su acuático hermano. No obstante, al Grifo le parecía como si hubieran transcurrido más de cien. La lluvia sólo había amainado en una ocasión durante todos los días que había empleado en cruzar aquel país y eso quería decir que había tardado más de lo previsto en su travesía. Tanto el pájaro-león como el caballo estaban hartos de lluvia y barro. Resultaba increíble que pudiera crecer algo allí antes de anegarse, se dijo el Grifo. ¿Qué clase de vida debía de ser la de los habitantes de Wenslis?

De todos modos, la climatología no era su único problema. En dos ocasiones, le habían sobrevolado dragones, evidentemente en misión de patrulla y quizá buscándole a él en particular. Sabía que los Reyes Dragón tenían ojos y oídos en su reino, y no había contado con que su partida se mantuviera en secreto. Pero sí había esperado estar más cerca de las afueras de Irillian cuando eso sucediera.

Frente a él se extendían más terrenos pantanosos cubiertos de vegetación y una ciénaga más. Hasta aquel momento, había tenido suerte. Ninguna de las dos patrullas le había descubierto, pero ahora se enfrentaba también a los ojos vigilantes de los criados del Dragón Azul. Si tenía muchísima suerte, pensó agriamente, a lo mejor una patrulla de cada bando le descubriría y las dos se matarían entre ellas en la contienda por ver quién se llevaba el trofeo. Sabía lo mucho que cada uno de los Reyes deseaba su muerte y el prestigio que ésta acarrearía tanto a la patrulla como al Rey.

Suspiró, sabedor de que nada conseguiría hasta que se pusiera en marcha.

El caballo avanzaba con cautela por el sendero medio hundido, sabiendo por la experiencia de los últimos días que incluso el pedazo de terreno de aspecto más firme podía resultar traicionero a veces. El Grifo sabía que con toda probabilidad se quedaría sin caballo en algún punto del viaje, seguramente en Irillian si conseguía llegar tan lejos, pero estaba decidido a hacer todo lo posible para que, llegado el caso, el animal fuera encontrado «de forma accidental» por alguien que le cuidara bien. Se daba cuenta de que se trataba de una idea tonta y romántica, pero era intrínseco en él recompensar a aquellos que habían demostrado su valía, fueran hombres u otra cosa. Un buen halcón o corcel era a veces más valioso y más noble que cien soldados.

Empezaba a nublarse otra vez. Las nubes parecía como si poseyeran vida propia, con tanta perfección se reunían sobre su cabeza. Consideró la posibilidad de que le siguieran, pero decidió que no era más que su paranoia. La lluvia volvió a caer. Él caballo lanzó un bufido, enojado, al igual que el Grifo.

Se escucharon truenos. Brillaron los relámpagos. El Grifo se había acostumbrado ya a ambas cosas; ninguna de ellas le había desviado lo más mínimo, por el momento, de su objetivo.

El rayo cayó a menos de veinte metros de él. La sacudida lanzó a su caballo fuera del sendero y dentro del terreno pantanoso. El animal relinchó asustado, pero su jinete tenía sus propios problemas, ya que un pie se había quedado enganchado al estribo y la pierna del Grifo estuvo a punto de verse aplastada. Sólo sus reflejos inhumanos le permitieron soltarse a tiempo.

El caballo aterrizó de costado con un fuerte chapoteo y el Grifo se vio cubierto por una oleada de barro.

Cayó un nuevo rayo, esta vez más cerca.

Sí que le seguían.

Ahí estaban ya, entrando y saliendo de la capa de nubes. Al menos eran dos, quizá más; era difícil decirlo, porque sólo se veía a dos de ellos cada vez. No recordaba gran cosa sobre los clanes del Dragón de las Tormentas, excepto que no les gustaban los extraños en sus tierras y que eran capaces de producir algo muy parecido a un rayo auténtico.

¿Por qué esperar hasta ahora? ¿O acaso le acababan de descubrir? No sabía por qué, pero no lo creía así. Algo se tramaba.

El caballo intentaba incorporarse sin éxito, pero el lodo resultaba demasiado resbaladizo para sujetarlo. El Grifo hizo intención de dirigirse hacia él, mas en aquel momento un sonido que conocía muy bien le hizo levantar rápidamente los ojos hacia el cielo.

Uno de los dragones se lanzaba hacia él, las fauces abiertas mostrando un aterrador despliegue de dientes.

La velocidad a la que venía resultaba asombrosa. La distancia entre él y la tierra disminuía por momentos. El señor de Penacles se vio obligado a alejarse de su caballo de un salto y aterrizar una vez más en el pantano. Sabía que nada podría salvarlo ahora. No había tiempo para utilizar un conjuro, ni siquiera para sacar los diminutos silbatos que llevaba alrededor del cuello para tales situaciones de vida o muerte. Su única esperanza era que el dragón, de alguna forma, errara el blanco. Unas milésimas no serían suficientes; las garras del dragón le arrancarían probablemente gran parte de la espalda.

Se oyeron gritos procedentes tanto del dragón como del caballo y, poco después, oleadas de agua maloliente lo cubrían todo, incluido el pájaro-león. Transcurrieron unos momentos y, como continuara sin sentir nada, el Grifo rodó sobre el suelo con cuidado para ver qué sucedía. Abrió los ojos de par en par al darse cuenta de que su suerte había cambiado de modo considerable.

El dragón había atacado, pero al caballo, no al jinete. La valerosa montura colgaba inerte de las garras del dragón que se elevaba en dirección a la capa de nubes. Por el ángulo del cuerpo, el Grifo supo que el animal ya estaba muerto.

Seguía lloviendo, pero ni la mitad que antes del ataque. El Grifo permaneció allí inmóvil, con el agua hasta las rodillas, y meditó sobre lo que acababa de suceder. Los dragones le habían robado la montura, pero le habían dejado ileso. Muy extraño. Era casi como si su intención fuera que continuara viaje, pero no sin saber que el Dragón de las Tormentas le había permitido pasar.

Curioso.

Encontró el sendero y se quedó allí, como si desafiara a los dragones a regresar. No lo hicieron. Se le permitía continuar. Salía de un fuego para meterse en otro. Consiguió localizar una alforja, pero nada más. Ahora ya no tenía raciones y sólo unos pocos objetos esenciales. La idea de que alguien intentaba manipularle aumentó; no obstante, si querían que siguiera adelante, la verdad es que no podían haberlo planeado mejor.

Después de todo aquello, habría sido más inteligente regresar. Le esperaban y eso sólo podía significar problemas. Todo él le gritaba que regresase a Penacles... sin embargo, descubrió que no podía. Cada vez que en su mente aparecía la idea de regresar a casa, la imagen de D'Shay en Irillian se alzaba de nuevo y aplastaba cualquier otra idea. Con un suspiro, se echó la alforja sobre un hombro y miró en dirección a la ciudad portuaria. Si tenía suerte, quizá llegaría a la ciudad marítima antes de morir. Los dominios del Dragón de las Tormentas eran pantanosos; los del Dragón Azul estaban salpicados de incontables lagos, estanques, ríos y cualquier otra masa acuífera en que pudiera pensarse. La marcha hubiera sido difícil incluso con un caballo. A pie, resultaría casi imposible ir a buen paso; la mayor parte del viaje requeriría rodear lugares en lugar de cruzarlos.

El Dragón Azul no tenía demasiados motivos para temer un ataque a su frontera occidental. Se mirara como se mirara, el mismo terreno constituía una defensa natural: un ejército quedaría atascado allí. Sólo los cielos parecían despejados y libres, pero el Grifo sospechó que también estaban defendidos. El señor de Irillian era muy concienzudo.

Por un instante, el Grifo pensó en los diminutos e insignificantes restos de alas de su espalda y lo que podrían haber conseguido de estar desarrolladas. Sólo unos pocos conocían su existencia. Inútiles para volar, las consideraba tan sólo como otro defecto y por lo tanto las ocultaba; pero era en momentos como éste cuando realmente deseaba poder poseer todos los atributos de la criatura a la que tanto se parecía. Descartada la posibilidad de volar, el pájaro-león consideró la de arriesgarse a un teletransporte, pero, puesto que no tenía forma de saber qué había más adelante, los riesgos tendían a pesar más que las ganancias. Podría muy bien acabar en el fondo de un lago o en medio de un pantano; o algo peor.

El Grifo se acomodó la alforja sobre el hombro y empezó a andar.