Toma penetró en la helada sala del Dragón de Hielo presa de gran inquietud. Desde el principio había odiado esta ciudadela fría y muerta y a sus aún más espantosos moradores. Éste no era el Dragón de Hielo que había esperado encontrar; el Dragón de Hielo que gobernaba aquí estaba casi tan muerto como su reino, pero era mucho más poderoso que cualquiera de los otros Reyes. Algo se tramaba allí y Toma dudaba de que le gustara la respuesta cuando la encontrara. Se estremeció, y no sólo a causa del frío. El Dragón de Hielo yacía sobre los restos de un antigua estructura. Era una criatura delgada y cadavérica, pero seguía siendo mucho mayor que cualquiera de sus hermanos. «Un cadáver gigantesco», pensó el dragón de fuego; «estoy tratando con un cadáver gigantesco».
En un principio, nadie pareció hacer caso de su presencia. Un solitario soldado dragón montaba guardia no muy lejos, y si Toma no hubiera visto subir y bajar su pecho —aunque, eso sí, muy despacio y de forma apenas perceptible—, lo habría tomado por un espíritu congelado muy parecido a la criatura sin vida que le había salido al encuentro a su llegada. El centinela no le prestó atención, su mirada estaba clavada al frente como si contemplara algo que, al menos para Toma, no estaba allí.
Despacio, como si se alzase de la tumba, el Dragón de Hielo se agitó. Las enormes alas cubiertas de escarcha se desplegaron con un crujido que el dragón de fuego descubrió que lo producía la rotura de las espesas capas de hielo que se habían formado sobre el leviatán mientras dormía. Los ojos se abrieron, revelando un gélido tono azul muy parecido al color de la piel de un humano que llevara mucho tiempo congelado. Hizo pensar a Toma en algunos de los criados del Rey Dragón. Además era un color distinto; la última vez que visitó al monarca en esta sala, sólo hacía un día de ello, los ojos habían sido blancos como las nieves eternas del exterior.
El Dragón de Hielo lo estudió con una total falta de interés.
—¿Deseas algo de mí, Duque Toma?
No hablaban como iguales, eso era algo que el cadavérico dragón había dejado establecido inmediatamente desde su primer encuentro. El Dragón de Hielo era uno de los Reyes; Toma era simplemente un dragón cuyo deber era servir.
—Mi padre, vuestro emperador —empezó Toma con determinación. Su única autoridad consistía en su relación con el Rey de Reyes. El Dragón de Hielo parecía curiosamente desacostumbrado a los placeres de la vida y los pocos miembros de sus clanes que Toma había encontrado mostraban una actitud similar. Era como si hubieran olvidado completamente lo que era la vida.
—¿Sssí? —Un vestigio de impaciencia escapó del Rey Dragón, y Toma se sintió satisfecho, ya que significaba que todavía persistía algo del antiguo Dragón de Hielo. Donde hay emoción, hay vida.
—Aún no he visto que mejore. Ha estado durmiendo. —Toma se maldijo interiormente. Empezaba a desequilibrarse—. Ha dormido como sugeristeis, pero no ha habido el menor cambio. Carezco del conocimiento y de las habilidades necesarias para descubrir cuál es su mal, pero creo que un poco más de calor no le haría el menor daño. Vos, no obstante, sois un Rey Dragón. Vine aquí por vuestro poder y experiencia; ¡vos debéis saber algo que pueda ayudar a su recuperación!
El Dragón de Hielo alzó violentamente la cabeza, y por un instante Toma pensó que el leviatán había recordado algo que serviría de ayuda, pero, con gran desilusión por su parte, resultó evidente de inmediato que su anfitrión estaba ocupado ahora en algo que no tenía la menor relación con el caso presente.
—¡Criaturasss essstúpidasss! —siseó el Rey Dragón, los ojos encendidos de cólera—. ¡Ahora no!
El aposento se convirtió de improviso en el centro de una terrible tormenta de nieve. Toma lanzó una exclamación de sorpresa, y se envolvió con fuerza en su capa en un débil intento de protegerse de los elementos. Los copos de nieve revolotearon por todas partes con fuerza, acompañados de truenos y relámpagos. El viento lo arremolinaba todo con tal violencia que el dragón de fuego no podía ver nada; sólo escuchaba el aullido del viento y, por encima de él, la voz enfurecida de su benefactor que rugía su frustración sobre algún desgraciado.
La tormenta cesó con la misma espontaneidad con que se había iniciado, y Toma constató sorprendido que apenas si había durado un minuto.
Sacudiéndose la nieve y la escarcha del rostro, el dragón de fuego levantó los ojos hacia el señor de los Territorios del Norte. Un momentáneo resplandor rodeó al Dragón de Hielo, pero su duración fue tan breve que Toma no lo hubiera detectado de haber parpadeado; también se dio cuenta de que su anfitrión parecía más lleno de energía una vez desaparecido el resplandor.
La enorme cabeza se volvió hacia él y Toma no pudo evitar retroceder unos pasos. Todavía no había vuelto a su forma de dragón y tampoco deseaba hacerlo. Era demasiado difícil evitar la pérdida de calor corporal cuando estaba bajo su apariencia real, y si el Dragón de Hielo quería realmente matarlo...
—Alguien invade mis dominios..., con brujería, además —afirmó de pronto el enorme dragón—. Mis hijos se ocuparán de ellos. Tendrán un buen plato que saborear.
Sintió el helado aliento de su anfitrión y la frente se le llenó de escarcha. El Dragón de Hielo miró más allá de la sala y luego al dragón de fuego; al parecer el incidente acaecido momentos antes había quedado olvidado.
—Puedes estar seguro, Duque Toma, de que mi lealtad está junto al trono. Todo lo que hago aquí es en su nombre, por lo que él representa. Mi emperador recibirá toda la atención que precise. Ya lo verás. Ahora, debo descansar un poco más.
—Si se me permite... —empezó Toma. Los ojos del Dragón de Hielo se entrecerraron hasta convertirse en dos líneas.
—¿Hay algo más que desees?
El dragón de fuego contempló los fríos ojos muertos de su anfitrión y movió la cabeza negativamente. Conocía perfectamente los signos de peligro. Este no era el momento de sacar a colación ningún tema. El Dragón de Hielo, satisfecho, volvió a apoyar la cabeza sobre las ruinas. Toma las observó entonces con atención por primera vez; los escombros habían sido un templo anteriormente, decidió. Un templo que aún guardaba algo, ya que había un pozo o un agujero en su interior y sobre éste descansaba el espectral leviatán.
El Rey Dragón le miró siniestramente con un ojo, luego lo cerró. Toma giró sobre sus talones y abandonó la sala, dándose cuenta de que sus anteriores temores acerca de que sucedía algo habían sido totalmente acertados. De hecho, sospechaba que había subestimado en gran medida lo mal que estaban las cosas aquí. Todo su viaje había sido una pérdida de tiempo y ahora, además, era muy posible que su propia existencia estuviera en peligro.
El problema era que ponía muy en duda que el Dragón de Hielo fuera a permitirle abandonar vivo los Territorios del Norte.
* * *
De una forma u otra, el señor del Bosque de Dagora los condujo por un camino secreto que les ahorró la mitad de tiempo de viaje. La Mansión fue apareciendo lentamente ante ellos y por último pareció materializarse de golpe. Cabe contempló con asombro el edificio y se preguntó cómo habría adquirido un tamaño tan considerable. Sus recuerdos del lugar eran de sólo unos meses atrás y, aunque su visita había sido corta y agitada, estaba seguro de que habría advertido todo aquello.
La Mansión era una espléndida combinación de naturaleza y construcción. Gran parte había sido edificada en el interior de un árbol enorme, y el resto, una parte casi tan grande como aquélla, eran construcciones adosadas realizadas por artesanos diestros y cuidadosos. Poseía varios pisos de altura y en muchos lugares resultaba difícil descubrir dónde se mezclaban exactamente la naturaleza y la mano de obra. Las enredaderas cubrían algunos lugares dándoles una apariencia descuidada, pero la mayoría de ellos tenían el aspecto como si alguien hubiera vivido allí el día anterior.
El terreno que la rodeaba era tan fascinante como la misma Mansión. Sus creadores, en lugar de desbrozar de vegetación la zona, la habían aprovechado de tal modo que constituía un todo armónico con la Mansión. Si fueron los Rastreadores quienes construyeron aquello, como Gwen creía, se revelaba un aspecto de los seres-pájaro que nadie más había visto antes.
A su derecha, Gwen, que iba a lomos de su propio corcel, emitió una débil exclamación ahogada. Los recuerdos que la joven revivía no eran precisamente recuerdos en los que Cabe deseara hacer hincapié, puesto que sabía muy bien alrededor de quién giraban la mayoría de ellos. No importaba que ella lo amara y lo amara enormemente; Nathan fue su primer amor y un amor trágico además. Había pasado de Nathan a Cabe sin apenas un intervalo entre ambos, atraída al principio por las similitudes, para verse atrapada más tarde por las diferencias.
Sin embargo, Cabe no podía evitar sentir algo de celos.
El Dragón Verde tiró de las riendas de su dragón para detenerlo y desmontó. Todo el grupo se detuvo tras él y aguardó. Resultaba claro que el Rey Dragón estaba tramando algo. Unos cuantos humanos murmuraron inquietos, pero Cabe los acalló con un gesto.
El Dragón Verde alzó la mano, cerrándola, y gritó algo que ni Cabe ni Gwen pudieron oír. A los pocos instantes, los bosques que los rodeaban se llenaron de dragones del tipo humanoide. Cabe, temiendo que el Rey Dragón hubiera mentido todo el tiempo sobre su parte del juramento, se preparó para un rápido, pero sangriento conflicto. Sorprendentemente, fue Gwen quien lo contuvo. Se volvió sorprendido hacia ella, pensando, por una milésima de segundo, que era otro de los peones del Rey Dragón, pero ella corrigió rápidamente el malentendido.
—Lo siento, Cabe, pensamos que lo mejor sería esperar hasta llegar aquí.
—¿Pensamos?
—El Grifo, el Dragón Verde y yo.
De repente se sintió rodeado de enemigos, debido a que su nombre era Bedlam.
—¡No se trata de eso! —añadió ella de inmediato, capaz, evidentemente, de leer en su mente—. Se decidió que tendríamos el mismo número de criados dragones. De esta forma, ambas razas aprenderán.
—¿Dragones?
Los dos grupos intercambiaron recelosas miradas. Los humanos murmuraron entre ellos, no apeteciéndoles en absoluto la idea de dormir en una guarida de dragones. Y éstos, por su parte, sabían que los amos de la Mansión eran magos humanos de gran poder y que su propio señor ponía el bienestar de sus súbditos en manos del nieto del más poderoso de los Señores de los Dragones, lo cual era igual que decir que los entregaba en manos de su peor pesadilla.
—¿Cabe?
Este asintió finalmente. Los dos poco dispuestos grupos empezaron a mezclarse cuando Gwen desmontó y empezó a supervisar la descarga y la organización. La tensión era tan grande que casi podía verse, pero nadie quería enojar a los dos magos o al Rey Dragón. Cabe bajó de su caballo y se dirigió hacia el bosque, intentando, de alguna forma, hacerse con la situación. Se había acostumbrado —por así decirlo— a las crías, pero todo un clan parecía demasiado.
Sin que supiera cómo, se encontró de repente frente al Dragón Verde. Cabe ni se había dado cuenta de que el Rey Dragón hubiera desmontado, y no tenía la menor idea de cómo había llegado allí.
—Me parece, a pesar de las diferencias entre nuestras razas, que comprendo alguno de vuestros temores. Es por eso por lo que me hago responsable de las acciones de cualquiera de los miembros de mi clan, Bedlam. Suceda lo que suceda, yo compartiré el castigo. Quiero que lo sepáis.
Cabe asintió despacio, nada reconfortado. El Dragón Verde le tendió una mano-garra de cuatro dedos cubierta de escamas, que el mago contempló durante unos instantes antes de estrechar. El apretón del Rey Dragón fue fuerte y áspero y Cabe dio las gracias en silencio a la deidad, fuera ésta quien fuese, que cuidaba en aquellos momentos de sus dedos.
—Lady Gwendolyn no os necesitará por el momento, creo. Por favor, dad un paseo conmigo. Me gustaría discutir algunas cosas.
Intentó leer en los llameantes ojos que se ocultaban tras el yelmo de dragón, pero eran tan enigmáticos como todo lo que se refería a ese dragón de fuego. Cabe volvió la cabeza en busca de Gwen, pero no se la veía por ninguna parte.
—Los criados saben qué hacer y ambos bandos se mantendrán todo lo apartados que les sea posible de momento, de modo que no hay por qué preocuparse. Vuestra compañera está alterando los hechizos que rodean la Mansión. El hechizo de protección original se estaba deteriorando. Cuando haya terminado, sólo aquellos que gocen del permiso de los señores de la Mansión podrán pasar.
Al ver que Cabe no pensaba, aparentemente, hacer ninguna pregunta en particular, el señor del Bosque de Dagora añadió:
—Incluso yo precisaré permiso. Vuestro hogar estará protegido.
¿Las fronteras le estarían cerradas al Rey Dragón? Tenía sentido, puesto que el hechizo no podía diferenciar entre uno u otro Rey y tanto el Dragón de Plata como el de las Tormentas residían en la vecindad. Al igual que el Dragón de Cristal, pero nadie conocía las intenciones de este último.
—Por favor, Bedlam. Essse no esss el motivo por el que he venido a hablar con vosss. Sssi pudiéramos dar un paseo y disfrutar del bosque.
El señor dragón empezó a pasear por los límites de los terrenos de la Mansión y él lo siguió. Le era imposible decir dónde se encontraban aquellos límites, pero su inhumano compañero parecía saber muy bien cuándo no debía alejarse demasiado hacia la izquierda o cuándo había que dar la vuelta.
—Existe —empezó a decir el Dragón Verde de improviso— resentimiento entre los dragones y los que llevan el nombre de Bedlam. La verdad es que esto es subestimar los hechos en realidad; en mis clanes existen algunos que se han atrevido incluso casi a desafiarme por completo porque ahora hay un Bedlam viviendo en mi reino.
Siempre resultaba reconfortante saber que el bosque estaba lleno de amigos, pensó Cabe, irónico.
—En más de una ocasión sostuve discusiones con el Amo de los Dragones Nathan, como ya sabéis, y sospecho que he resultado contaminado por la humanidad mucho más que mis hermanos. Incluso mi forma de hablar ha degenerado.
El Rey Dragón calló y volvió la cabeza en dirección a Cabe. El fiero rostro de dragón situado sobre el yelmo parecía listo para darse un atracón con el humano, pero las palabras de su dueño contradecían esa imagen.
—He aprendido a dar la bienvenida a lo que los otros llaman la amenaza humana. Jamás fuimos numerosos ni imaginativos en la forma como lo son los de vuestra raza. Nuestro dominio es de estancamiento; me da la impresión de que nada habría impedido nuestra caída.
Tanta franqueza proveniente de quien se suponía que era un enemigo hereditario hizo dar un traspiés a Cabe, que intentaba no perder palabra y, por lo tanto, no prestaba la menor atención al camino. El dragón no pareció advertirlo.
—Lucháis entre vosotros, mentís, destruís, huís y robáis. Pero a pesar de ello, os habéis convertido en nuestros superiores. También creáis, miráis más allá del futuro, os negáis a ceder ante lo imposible, y os volvéis a levantar después de una derrota. Nosotros sólo podemos rozar estas cualidades de momento, y es por eso por lo que he solicitado que a las crías se las eduque de la forma más humana posible. Para darle a mi raza una segunda esperanza. Para dar a ambas razas un lugar en estas tierras.
No había nada que Cabe pudiese decir que hubiera resultado suficiente en ese momento. Los dos siguieron andando, apartándose cada vez más de los límites de la Mansión. En sus días de mozo de taberna, Cabe jamás hubiera podido imaginarse a sí mismo andando codo con codo con uno de los espantosos Reyes Dragón.
Se quedó inmóvil de repente, y el dragón lo miró con curiosidad.
—Hay algo...
—¡Gwen!
Cabe se dio la vuelta a toda velocidad y empezó a correr, sin importarle si el Dragón Verde lo seguía o no. Ella estaba en peligro. Por un breve segundo, su mente había entrado en contacto con la de él. No podía decir qué tipo de peligro la amenazaba; Cabe sólo había percibido pánico, nada más.
Cruzó de un salto una pequeña elevación y sintió un hormigueo por todo el cuerpo. Duró apenas un instante y pensó que debía tratarse de la barrera. Tras él se escuchó un grito enojado, y el Dragón Verde pronunció su nombre. No obstante la urgencia que sentía, Cabe se detuvo y volvió la cabeza al instante.
El señor dragón permanecía inmóvil al otro lado de la elevación, las manos ejerciendo presión contra el aire. Al parecer, Gwen había alterado ya el hechizo de protección y ahora el Rey Dragón no podía entrar en los terrenos de la Mansión sin ayuda. Cabe recordó la forma como había dejado entrar en una ocasión al diabólico Cabello Oscuro.
—¡Entrad libremente, amigo!
Las palabras no eran las mismas que había utilizado entonces, pero el significado era muy claro. Vio que el dragón daba un traspiés hacia adelante, y, satisfecho, se volvió y reanudó la carrera. El Rey Dragón ya lo atraparía o bien se encontraría con él allí, donde fuera...
Cabe no dejó de correr, pasando junto a grupos de humanos y dragones sorprendidos. Estaba seguro de ir en la dirección correcta. Gwen le había contado en una ocasión que a veces las relaciones estrechas entre magos creaban un nexo. No siempre era un nexo fijo, pero había veces en que uno percibía las necesidades del otro, como le había sucedido a él ahora.
Antes de darse cuenta, ya había dejado atrás los terrenos inmediatos a la Mansión. La barrera debía de estar cerca. ¿Dónde?
Gwen yacía hecha un ovillo en el extremo exterior de lo que Cabe hubiera denominado el jardín. Se dio cuenta de que se hallaba cerca del lugar donde había estado su prisión de ámbar. Estaba sola y boca abajo junto a una hilera de arbustos muy crecidos. Cabe se precipitó hacia ella y la volvió de espaldas con suavidad. De memoria, proyectó su mente hasta lo que percibía como un espectro de color y manipuló una de las bandas de tenue color rojizo. El hechizo se extendió sobre Gwen, y un suspiro de alivio escapó de sus labios cuando consiguió determinar que, al menos en el terreno físico, no había sufrido el menor daño.
—No hay nada aquí.
Cabe se estremeció. Inmerso como estaba en sus preocupados pensamientos, no había oído acercarse al Dragón Verde.
—Parece no estar herida, pero...
—Lo sabremos cuando despierte —terminó por él el dragón—, cosa que parece estar haciendo ya.
Gwen empezaba a moverse. Tiritó y abrió los ojos despacio. Cuando su mirada encontró a Cabe, el alivio que se pintó en sus ojos resultó casi sobrecogedor.
—Tuve miedo... —La hechicera calló como insegura de la causa de su miedo.
—¿Qué sucedió?
—El hechizo. Lo completé, ¿verdad? —De repente volvía a estar muy asustada.
—Sí. —Cabe no pudo evitar mirar a su alrededor. ¿Se habría deslizado algo allí dentro antes de ello?
—No hay nada acechando aquí dentro que yo pueda percibir —añadió el Dragón Verde—. He estado buscando desde que Cabe sintió que estabais en peligro.
—¿Qué fue, entonces, Gwen?
La joven parpadeó.
—El suelo no está revuelto. La cosa... no esta aquí... Tampoco el Rastreador.
—¿Qué cosa? ¿Qué Rastreador?
—Existe eso —sugirió el dragón. Siguieron su mirada hasta una estatua situada cerca de la parte superior de la Mansión. Se trataba de un Rastreador en pleno vuelo. Existían otras estatuas parecidas desperdigadas alrededor de la Mansión y de sus terrenos que, como sucedía con ésta, resultaban asombrosamente reales.
—No, no pudo ser eso —repuso Gwen con el entrecejo fruncido—..., creo. Eso no explicaría la abominación que vi.
—¿Qué aspecto tenía? —inquirió Cabe con suavidad. Ella se estremeció.
—Enorme. Toda cubierta de piel blanca y con enormes zarpas como si fuera una criatura de las que hacen agujeros. Juro que hizo pedazos la zona.
Cabe y el Dragón Verde examinaron los alrededores, pero no vieron nada. El joven mago levantó la vista hacia el señor dragón.
—Esss posible —empezó el reptiliano monarca— que, al rehacer los antiguos hechizos, hayáis liberado un poco de antigua magia de los Rastreadores, a lo mejor algo ideado para espantar a los extraños.
La hechicera no pareció convencida.
—¡Luchaban el uno contra el otro! ¡Era como si sintiera los pensamientos del ser-pájaro, incluso su muerte! No obstante, consiguió..., sí, consiguió matar a esa cosa.
El dragón efectuó una muy convincente imitación de un encogimiento de hombros humano.
—No se me ocurre ninguna otra razón. Nadie másss parece haberlo observado.
—¿Me estoy volviendo loca, entonces? ¿Es eso lo que queréis decir?
—En absoluto. Creo que mi teoría esss..., es válida. No perfecta, quizá, pero válida.
Gwen clavó la mirada en el infinito.
—Estaba tan segura, pareció tan real...
A su espalda se habían reunido unos cuantos dragones y humanos. La curiosidad —y tal vez la incertidumbre— los había unido como no lo había conseguido nada hasta entonces. Cabe los miró y arrugó el entrecejo; ésta no era forma de empezar.
—Todo va bien —gritó—. Es el cansancio, nada más. Seguid desempaquetando.
Los criados se dispersaron poco a poco, pero Cabe se dio cuenta de que no estaban completamente satisfechos. ¿Qué otra cosa podría haber dicho?
Gwen intentó incorporarse y Cabe y el Rey Dragón se apresuraron a ayudarla. La joven seguía con los ojos fijos a lo lejos.
—Juraría que..., que en un momento dado el Rastreador incluso me salvó la vida. No creo que por motivos altruistas sino porque era necesario. Recuerdo que caí, que algo me agarró..., y luego perdí el conocimiento.
—Olvídalo de momento —sugirió Cabe—. Necesitas descanso. Más tarde, podemos volver a discutirlo.
—Supongo que sí.
El Dragón Verde posó una mano enguantada sobre su brazo.
—Por vos, Rosa de Fuego, avisaré a mis criados para que investiguen esta zona. Aunque los Rastreadores son muy astutos, existe una probabilidad de que mi gente descubra si ha habido alguno por aquí.
—No es necesario —respondió ella, moviendo negativamente la cabeza.
—Yo creo que sí lo esss.
Gwen sonrió, pero las piernas se le doblaron y habría caído si no la hubieran sujetado los brazos de Cabe, quien, junto con el Rey Dragón, la ayudó a llegar hasta la Mansión sin que ella protestara.
Si hubieran dedicado un poco más de tiempo al estudio del terreno que rodeaba el lugar donde había caído la Dama del Ámbar, probablemente no habrían encontrado nada; pero también era posible que, de haber mirado con un poco de atención los matorrales, habrían podido distinguir las dos plumas que el peso de Gwen había hundido entre las ramas. Plumas de un pájaro muy grande, o, quizá, de algo más.