A los horrorizados ojos de Cabe les pareció que la espada tenía el doble de la longitud de un hombre adulto. Desde la empuñadura, dos cuernos, muy parecidos a los de un carnero, se arrollaban hacia fuera, dando a la espada un aspecto diabólico. Tenía por nombre Espada Negra, una creación del hechicero loco Azran Bedlam, y era maligna. Cabe lo sabía muy bien, ya que no sólo había empuñado él la demoníaca espada, sino que también era hijo de Azran.
—Tu sangre es mía —siseó la figura que empuñaba ahora el juguete de Azran.
La figura avanzó sin dificultad en dirección al joven mago, el cual, en su pánico, no parecía saber cómo mantener el equilibrio. Cabe retrocedió tambaleante, alejándose de la enorme figura acorazada, mientras intentaba recordar un conjuro, y encontrar la forma de salir de aquella inanimada extensión de barro cocido denominada Tierras Yermas.
No sabía cuánto tiempo llevaba corriendo. No importaba. Al final, su enemigo había permanecido con él.
Su perseguidor rió burlón, contemplándolo con las llameantes órbitas escarlatas que eran la única parte de su rostro que no quedaba enterrada en las lóbregas profundidades de su yelmo de dragón. Un yelmo falso, además, ya que la cara oculta en su interior no era tanto el rostro de su perseguidor como lo era la complicada cresta en forma de cabeza de dragón. En ese mismo instante, los relucientes ojos incrustados en aquel rostro reptiliano lo observaban con creciente ansiedad.
Se trataba de un dragón, una de las criaturas que gobernaban las tierras conocidas colectiva e individualmente como Reino de los Dragones. Es más, era uno de los principales entre los que gobernaban, y que ahora había decidido dedicar su atención personal al humano. Sólo había doce como él y sólo a uno de ellos llamaba señor aquel dragón.
Cabe estaba a merced de un Rey Dragón.
Algo lo agarró por el pie y fue a caer sobre aquella tierra centenaria, dura como la piedra. Quedó momentáneamente cegado cuando se volvió en dirección al implacable sol. Cuando su visión se aclaró al cabo de unos instantes, vio lo que lo había derribado.
Una mano. Una mano enorme en forma de garra que había surgido de la misma tierra. Incluso ahora, ésta se negaba a soltarlo.
Cabe se debatió denodadamente y sólo al cabo de unos segundos recordó la amenaza mayor que se cernía sobre él. Se acordó, cuando la única sombra visible en kilómetros cayó sobre él, y entonces ya casi era demasiado tarde.
—Tu sangre es mía —repitió el Rey Dragón con un siseo de satisfacción. Tenía el mismo color marrón pálido de la tierra que pisaba y esto carecía de sentido para Cabe.
La espada diabólica se precipitó sobre él, fallando por milímetros al conseguir el joven hechicero rodar a un lado a pesar de la mano que sujetaba su tobillo.
Su nueva posición le llevó a estar cara a cara con un largo hocico y unos ojos estrechos y salvajes. Una criatura que recordaba a un armadillo, pero ningún armadillo era tan grande. El ser ululó y luego se alzó de debajo de la tierra, descubriendo una figura más alta y voluminosa que la de cualquier humano y unas manos en forma de zarpa idénticas a la que sujetaba a Cabe por el pie.
—¿Quieres que deje que te descuarticen miembro a miembro? —inquirió dulcemente el Rey Dragón—. ¿O prefieres el beso de la espada, Cabe Bedlam?
Cabe intentó recordar un conjuro, pero, una vez más, fracasó. Algo había roto los vínculos con su poder. Estaba impotente y desarmado.
En su mente, de improviso, apareció una imagen; una imagen de odio y temor. La imagen de su padre, Azran. Aparecía tal y como Cabe lo había visto la última vez: apuesto, con una barba bien cuidada y los cabellos mitad negros, mitad color de plata, como si se hubiera teñido una parte de la cabeza. El color de plata era la marca del mago humano y Cabe poseía tal marca en sus cabellos, un amplio mechón que parecía dispuesto a devorar el color oscuro del resto de su melena.
—No quisiste ser mío, hijo; por lo tanto, serás de ellos. —Azran sonrió benevolente por el simple hecho de que estaba completamente loco.
Como siguiendo una orden suya, el Quel surgido de la tierra lo sujetó por las muñecas. Cabe se resistió, pero la extraordinaria fuerza de la criatura era excesiva para él.
Oyó la respiración áspera del Rey Dragón y la figura de la armadura tapó el sol por segunda vez. El señor dragón le escupió, con la espada lista para descargar el golpe mortal.
—¡Con tu muerte, traigo la vida a misss clanesss!
Cabe sacudió la cabeza con incredulidad. Ahora sabía cuál de los Reyes Dragón se alzaba ante él: uno que no debería estar allí.
—¡Estás muerto!
El Dragón Pardo, señor de las Tierras Yermas, lanzó una carcajada y hundió la Espada Negra en el pecho de Cabe...
~ ~ ~
—¡Ahhh!
Cabe despertó de su sueño sobresaltado, y se encontró frente a frente con los ojos de otro dragón, lo cual le provocó un segundo grito. El dragón se agachó y se escabulló con toda la rapidez que le permitían sus cuatro patas.
La luz brotó de todas partes, bañando la habitación con su resplandor, y tuvo una fugaz visión de una cola verde y coriácea que desaparecía por una puerta entreabierta. Una mano le sujetó el hombro, y apenas si consiguió ahogar un tercer grito.
Gwen se inclinó sobre él, con su larga maraña de cabellos color rojo fuego, a excepción de un grueso mechón plateado. A pesar de que la habitación volvía a estar en penumbra, sus ojos esmeraldas capturaron su atención mientras intentaba calmarle. Cabe se preguntó por un instante cómo conseguía aparecer siempre tan perfecta. No se debía todo a su magia, que a su manera era mayor que la de él y desde luego mucho más refinada.
—Era una de las crías, Cabe. Todo está bien. La pobre criatura debe de haberse escapado. Probablemente se habrá comido el enrejado.
Se movió hasta colocarse frente a él y el joven vio que había hecho aparecer una túnica verde oscuro para cubrirse. La llamaban Dama del Ámbar porque el padre de Cabe la había encerrado dentro de esta sustancia hacía varias generaciones, pero igualmente se la podría haber llamado Dama Verde o Señora del Bosque, tal era su amor por la naturaleza y por el color que mejor la representaba.
Cerró la puerta con un rápido gesto. Esta vez se necesitaría más que el cabezazo de un dragón curioso para abrirla.
—No.
Cabe sacudió la cabeza, a la vez para aclararla y para corregir la idea errónea que ella se había formado sobre sus gritos. No cesaba de repetirse que aquello no eran las Tierras Yermas. Era una habitación del palacio del Grifo, señor de Penacles, la ciudad del conocimiento situada en la parte sudeste del Reino de los Dragones. Él y Gwen, amigos y aliados de aquel gobernante no humano, estaban allí como invitados del monarca.
—No es por eso por lo que he gritado..., no la primera vez, al menos. He...
¿Cómo describir lo que había soñado? ¿Se atrevería? También Gwen había sufrido a manos de Azran y de los Reyes Dragón. Sin embargo, la clase de sueños que él había estado padeciendo últimamente —sueños en los que estaba indefenso, desposeído de sus propios poderes— podía muy bien dar a entender que estaba tan loco como su padre. ¿Comprendería ella?
Los Reyes Dragón. Pensó en el que había aparecido en su sueño y volvió a estremecerse. Las reptilianas criaturas intentaban ahora recuperar de las sabandijas humanas el poder del que habían disfrutado. Aunque su poder había sido absoluto en una ocasión, siempre hubo pocos dragones de los considerados inteligentes y, por lo tanto, habían permitido que los primeros humanos se ocuparan de tareas de comercio y labranza, y hasta es posible que los hubieran adiestrado para ello. A partir de ese momento, ya no hubo forma de detener a aquella nueva raza; y no fue hasta que ya era demasiado tarde cuando los Reyes Dragón se dieron cuenta de que quizás habían adiestrado a sus propios sucesores; y los dragones no tenían la menor intención de entregar el poder sin luchar. Si no hubiera sido porque eran pocos en número e incluso necesitaban a los humanos, los señores reptilianos hubieran iniciado mucho tiempo atrás una auténtica guerra de genocidio. Lo único que había contenido por su parte a los humanos había sido el increíble y salvaje poder de los dragones, que compensaba con creces su reducido número.
Gwen lo miró, viendo el vivo retrato de la preocupación y la paciencia, y Cabe decidió quitar importancia a su sueño. Era algo de lo que debía ocuparse por sí mismo. De modo que, obligando a su voz a adoptar un tono parecido al enfado, dijo:
—Me gustaría encontrar algo que consiguiera mantener a esos dragones menores encerrados el tiempo suficiente para permitirnos llegar a la Mansión. Se escaparán con demasiada frecuencia durante el viaje y es de suma importancia que no perdamos ni uno solo.
—¿Otro sueño? —La preocupación de su voz resultaba tan evidente como la de su rostro. No le había sido difícil ver a través de su pobre intento de engañarla y se negaba a que cualquier otra cosa la apartara de la cuestión.
Cabe hizo una mueca y se pasó una mano por la cabellera, allí donde el mechón plateado que los identificaba a él y a su amada como magos competía por el dominio con los mechones más oscuros. Últimamente, el mechón de la cabellera de Cabe parecía haber adquirido vida propia; resultaba difícil adivinar qué color iba a mostrar de un día para otro. Unas veces era totalmente plateado, otras tendía hacia un predominio de su color de pelo original.
Aunque podía resultar muy divertido para algunos, la verdad es que aquello preocupaba profundamente al joven mago. Las variaciones habían empezado poco después de que él y Gwen se casaran, hacía ahora dos meses. Ella no sabía a qué atenerse y él tampoco podía deducir nada de los recuerdos del archimago Nathan, su abuelo, quien le había legado, al nacer, gran parte de su propio espíritu y poderes.
—Otro sueño. Este podría convertirse en el poema de un bardo. Aparecían el Dragón Pardo, mi padre Azran y uno de aquellos Quel. El único que faltaba era Sombra.
—¿Sombra? —Gwen enarcó una ceja, algo que, en opinión de Cabe, hacía maravillosamente—. Podría ser. Ese maldito hechicero sin rostro puede haber escapado de donde sea que el Grifo dijo que le había llevado el Caballo Oscuro.
—No lo creo. Caballo Oscuro era un demonio poderoso y si alguien podía mantener a Sombra atrapado en el Vacío, ése era él.
—Tienes demasiada fe en ese monstruo.
El joven suspiró, no deseando verse involucrado en la misma discusión inútil que siempre sostenían con respecto a aquellos dos personajes. Tanto Caballo Oscuro como Sombra eran para Cabe figuras trágicas y únicas. Caballo Oscuro era un corcel incorpóreo, parte del Vacío mismo. Sombra era un hechicero que había sido demasiado codicioso en tiempos pasados; había intentado hacerse con el control de los aspectos «buenos» y «malos» de los poderes, dos partes antagónicas de la naturaleza, pero en lugar de ello se había convertido en un peón de ambas fuerzas, un inmortal que servía al bien durante una vida y realizaba las acciones más diabólicas en la siguiente. En cada reencarnación buscaba acabar con la maldición. Por ese motivo, Sombra había intentado utilizar a Cabe como conducto en un poderoso conjuro, y sólo Caballo Oscuro había conseguido salvar al joven hechicero, pero al parecer esta acción le había costado su libertad. Lo más triste era que Sombra y su equino habían sido amigos íntimos durante las vidas más agradables del primero.
—No se trata de Sombra —decidió finalmente Cabe—, y antes de que lo sugieras, también dudo de que ése sea el estilo de Toma. Creo que tiene que ver con lo que yo soy: un mago, un hechicero, lo que sea. Esto resulta todavía muy nuevo para mí. A veces mis temores renacen. ¿Sabes lo que es sentirte tan seguro de ti mismo como..., como lo estaba Nathan, el Amo de los Dragones, y de improviso retornar a mi personalidad inexperta cuando estoy en plena ejecución de algo?
Ya estaba. Lo había dicho. Volvía su inseguridad y la confianza en sí mismo que había obtenido al ser el legado de Nathan Bedlam retrocedía a toda velocidad. Cabe suspiraba por regresar a aquellos días en que era ayudante de un posadero, antes de que el Dragón Pardo lo escogiera como sacrificio para devolver a las Tierras Yermas la exuberante vegetación que éstas habían poseído en una ocasión.
Gwen se inclinó hacia adelante y lo besó con suavidad.
—Sé lo que es eso. Yo también tengo esos temores. Los sentí cuando Nathan se enteró de la muerte de su hijo mayor a manos del menor, Azran. Los experimenté a lo largo de mi adiestramiento y durante la Guerra del Cambio hace más de cien años, hasta el día en que ese cerdo de Azran me metió en mi prisión de ámbar hacia el final de aquella guerra. Todavía los siento ahora. Cuando dejas de tener dudas sobre tus habilidades, es cuando acostumbras a cometer el error fatal. Puedes creerlo, esposo.
Se escuchaban los gritos de hombres y mujeres y Cabe se dio cuenta de que ya hacía rato que gritaban. No eran los gritos de hombres en plena batalla ni de gente atacada, sino más bien las maldiciones de aquellos que intentaban conducir a un dragón menor atemorizado de regreso a su corral.
—¿Realmente hemos de hacer esto? —El pensar en lo que intentarían con la llegada del nuevo día era casi tan aterrador como las pesadillas.
Gwen le dirigió una mirada que no permitía la menor discusión.
—El Grifo hizo un juramento al Dragón Verde y nosotros somos los más indicados para asegurarnos de que se cumpla. Cuando estemos seguros de que podemos mantener a prudente distancia al Duque Toma y a los Reyes Dragón que quedan, entonces podremos trasladarlos a otro lugar. En estos momentos, la Mansión es el mejor lugar para las crías del Dragón Dorado. Además, me parece que el Grifo tiene otras preocupaciones que no son precisamente los Reyes Dragón.
Los gritos se apagaron, lo que hacía suponer de que la díscola criatura volvía a estar bajo el control de sus cuidadores. Cabe se preguntó cómo se estarían comportando los otros dragones. Entre las crías había siete dragones mayores, la especie de la que habían salido los Reyes Dragón. Éstos eran dragones inteligentes, el auténtico enemigo por lo que se refería a la gran mayoría. Los dragones serpiente, los dragones menores, y otros parecidos, no eran más que animales, aunque eso sí: devastadores.
No sentía el menor cariño por esas bestias, pero tampoco podía abandonarlas. El Dragón Verde, señor del Bosque de Dagora y el único Rey Dragón que de momento había firmado la paz con la humanidad, deseaba que se los criase tan humanos como fuera posible. El Grifo, señor de Penacles, había estado de acuerdo, pero sólo si, además, las crías recibían idéntica educación por parte de los suyos, una decisión que asombró y agradó a la vez al monarca reptiliano. El Grifo, que parecía haber recibido muy poca o ninguna educación, al menos por lo que sabía Cabe, estaba decidido a que los dragones supieran tanto sobre su propia herencia como sobre la de la humanidad. Era un experimento grandioso, y que debía tener éxito si se quería que el país estuviera definitivamente en paz.
La tarea de cuidar de ellos, al menos por el momento, había recaído en Cabe y Gwen. Además de lo mucho que el Grifo agradecía la ayuda de los poderes de ambos magos en sus esfuerzos por levantar un pueblo que no era el suyo, sabía también lo importante que era este proyecto a largo plazo y quiénes eran los más apropiados para sortear los posibles peligros. Mientras Toma viviera, las crías corrían el peligro de caer en sus manos y verse corrompidas en favor de su causa. Ninguno de los magos serían meras niñeras. Si el Dragón Dorado estaba muerto o moría más adelante, la única esperanza de Toma era colocar a otra marioneta en el trono del Emperador Dragón...
Existían tres potenciales marionetas.
—¿Cabe?
—¿Hummm? —No se había dado cuenta de que no le estaba prestando atención.
—Cuando menos, considera esto un ensayo para cuando sea de verdad. Perplejo, la miró intrigado. Gwen sonreía perversa.
—¿Ensayo para qué?
—Tonto. —Se acomodó junto a él—. Para cuando tengamos nuestros propios hijos.
Gwen rió por lo bajo al ver la expresión de su rostro. A pesar de que físicamente parecía mayor que ella, gracias a las propiedades de la prisión de ámbar en que ella había permanecido, había muchas cosas en las que aún era un ingenuo.
Era una de las cosas que más le gustaban de él. Una de las cosas que le habían diferenciado de su primer amor, Nathan Bedlam. La hechicera posó un dedo sobre sus labios para impedir que hiciera ningún otro comentario.
—Se acabó la charla. Vuelve a dormirte. Tendrás mucho tiempo para pensar en ello una vez que la caravana se ponga en marcha.
Él le sonrió y extendió las manos bruscamente hacia arriba. Tomando entre ellas el rostro de la joven, acercó su boca hasta la de él, y mientras se besaban, Gwen hizo desaparecer la luz.
* * *
Penacles era posiblemente la mayor ciudad del Reino de los Dragones habitada por humanos, a pesar de que sus soberanos jamás habían sido humanos. Desde tiempos inmemoriales la habían gobernado sin interrupción los señores dragones que habían escogido el púrpura como su color identificativo. Siempre había habido un Dragón Púrpura, y por ese motivo se había creído que siempre lo habría. Los Señores de los Dragones y el inhumano mercenario llamado Grifo habían conseguido finalmente cambiar aquella situación, y era ahora el Grifo quien gobernaba en el lugar conocido como la Ciudad del Conocimiento. Gracias a sus esfuerzos, Penacles alcanzó nuevas cimas, pero, debido a este éxito, los enfurecidos e intrigantes Reyes Dragón se dedicaron a espiarlo sin tregua. Aún no se habían recuperado de la Guerra del Cambio, sostenida contra los hechiceros humanos, pero no por eso cesaron de vigilarlo. Aguardando. Aguardaron hasta que el Duque Toma reavivó las hostilidades entre ambas razas para conseguir sus propios fines. Ahora, ni los comerciantes considerados antes como intocables, aquellos que tenían tratos tanto con dragones como con humanos, estaban a salvo.
Era sólo una de sus muchas preocupaciones. El Grifo, seguido por los guardias que el general Toos, su segundo en el mando, había exigido que lo acompañaran siempre, avanzó majestuoso hacia el lugar donde Cabe y Gwen supervisaban los últimos detalles de la carga. Observarlos a ambos producía la aterradora sensación de que se observaba a la hechicera y a su primer amor, Nathan Bedlam. El muchacho (cualquiera cuya edad estuviera por debajo de los más de doscientos años del Grifo podía ser considerado como un muchacho) se parecía tanto a su abuelo que el pájaro-león se sentía tentado muchas veces a llamarlo por el nombre de éste, y lo que realmente lo refrenaba era el temor de que Cabe le respondiera. Algo de Nathan habitaba literalmente en su nieto, y aunque incapaz de describirlo, el Grifo sabía que estaba allí.
En el patio, la gente se volvió para mirar. El Grifo en sí mismo resultaba una aparición sorprendente, ya que era tal y como daba a entender su nombre. Ataviado con ropas amplias, diseñadas para no dificultar sus asombrosos reflejos, casi parecía humano de cuello para abajo, eso si se prescindía de las manos en forma de garras tan parecidas a las de un ave de presa, y de las botas, que no conseguían ocultar por completo que sus pies y sus piernas poseían una gran similitud con las de un león. Su rapidez de movimientos no era tan sólo producto de sus años como mercenario, sino que se debía también a que, como la salvaje criatura cuya apariencia poseía, era en el fondo un depredador. Cada una de sus acciones era un desafío a aquellos que se atrevieran a oponérsele.
Sin embargo, era la cabeza la que captaba toda la atención. Más que una boca, tenía un pico grande y afilado capaz de desgarrar la carne con facilidad, y, en lugar de una cabellera normal, tenía una melena parecida a la de un león que terminaba en plumas como las de un águila majestuosa. Y sus ojos. No eran ni los ojos de un ave de presa ni tampoco los de un ser humano, sino los de algo situado entre ambos. Algo que hacía que incluso los soldados más valientes dieran media vuelta asustados si el Grifo así lo deseaba.
Cabe y Gwen se volvieron justo antes de que llegara junto a ellos, bien debido a algún poder que los hizo percibir su proximidad o bien por alguna mirada fortuita que dirigieron a los rostros que los rodeaban. El pájaro-león se sintió complacido al observar que los dos magos no demostraban el mismo temor que los demás. Tal y como estaban las cosas, ya tenía demasiados admiradores y muy pocos amigos. Hizo un gesto a los guardias para que retrocedieran, y se reunió con los dos jóvenes.
—Veo que ya casi lo tenéis todo dispuesto —dijo, estudiando la larga caravana.
Cabe, con aspecto agotado a pesar de lo que el Grifo habría considerado una noche de descanso, hizo una mueca.
—Debiéramos haber acabado hace ya mucho rato, Lord Grifo.
—Os lo he dicho una y otra vez; vosotros dos no tenéis por qué llamarme nunca «lord». Somos amigos, espero. —Ladeó la cabeza ligeramente en un gesto que concordaba con su aspecto de ave.
Gwen, en radiante contraste con su esposo, sonrió, e incluso el rostro fiero del Grifo se dulcificó ante su sonrisa.
—Claro que somos vuestros amigos, Grifo. Os debemos demasiado por lo que habéis hecho.
—¿Vosotros me debéis a mí? Parece que habéis olvidado todo lo que habéis hecho aquí y ahora incluso nos quitáis esas crías de encima. Yo estoy en deuda. Dudo de que pueda alguna vez ser capaz de recompensaros adecuadamente.
—Eso es una estupidez —decidió finalmente Cabe—. Si somos tan buenos amigos, entonces nadie le debe nada a nadie.
—Mucho mejor. —Pero a la vez que el pájaro-león asentía, un desagradable pensamiento penetró en su mente. «Podrían estar mintiendo. Podrían estar ansiosos por alejarse de la monstruosidad que gobierna sobre sus compatriotas.»
—¿Pasa algo? —inquirió Cabe posando una mano sobre el hombro del Grifo, que el monarca tuvo que hacer un esfuerzo para no apañar.
—Nada. Cansancio, supongo.
«Qué pensamientos tan estúpidos», se dijo. No tenía motivos para pensar tales cosas. Conocía a aquellos dos jóvenes demasiado bien; eran honrados en cuanto a sus emociones.
—Deberíais descansar más, Grifo. Incluso vos necesitáis reposo.
—El trabajo de un rey no termina nunca.
—Sí que termina, cuando éste se desmorona por falta de descanso.
El Grifo lanzó una risita ahogada.
—No os detendré más tiempo. El sol está ya muy alto y sé que queréis poneros en marcha. —Dirigió una mirada en dirección a la caravana—. ¿Qué tal se comportan vuestros pupilos hoy?
Gwen indicó la carreta situada algo más allá de sus caballos. En su interior, varias figuras reptilianas se enroscaban unas sobre otras totalmente dormidas. Además de por el color, resultaba imposible decir dónde terminaba una criatura y dónde empezaba la otra. Detrás de esta carreta había otra igualmente llena.
—La escapada de anoche los ha agotado. Deberían dormir al menos durante parte del viaje de hoy.
—Si es que alguna vez os dejo iniciarlo. —El Grifo extendió la mano y tomó la de la Dama del Ámbar. Sus facciones se contorsionaron, luego se difuminaron, y cuando se volvieron a materializar, eran humanas. Según la mayoría de los modelos humanos, se hubiera podido considerar el nuevo rostro del Grifo como bastante atractivo. Sus facciones eran, muy apropiadamente, afiladas como las de un halcón, de la clase que las jovencitas imaginan en sus héroes. El Grifo besó el dorso de la mano de Gwen.
—¿Debería estar celoso? —inquirió Cabe inocentemente.
La hechicera lanzó una leve risita, como un campanilleo; al menos eso les pareció a los dos varones situados junto a ella.
—Si no lo estás, quizá debería buscar un motivo para que lo estuvieses.
—Aquí es donde yo definitivamente me separo de vosotros —dijo el Grifo.
Retrocedió y sus facciones recuperaron su apariencia normal. Gwen le dirigió una sonrisa y luego hizo que Cabe la ayudara a montar en su caballo. Cabe montó acto seguido en su propio corcel y tomó las riendas que le tendía un bien adiestrado paje que había estado aguardando en silencio durante todo aquel tiempo.
Los miembros de la caravana se despidieron de los amigos y parientes que se encontraban allí, y Cabe miró a Gwen, quien asintió. Alzando el brazo, el joven mago hizo una señal al resto de los viajeros y luego espoleó su corcel. El Grifo agitó la mano una vez y luego se quedó inmóvil contemplando cómo se alejaban.
«Fracasará», comprendió. «El experimento fracasará. Las crías deberían regresar con los dragones. Con los suyos.»
Lanzó un juramento. ¡No era así como sucederían las cosas! ¡El experimento debía tener éxito! Reunía todas las posibilidades para tenerlo, ¿no era así? Sintió que la incertidumbre aumentaba. Curiosamente, no se veía limitada a esta única cuestión. Si su apreciación con respecto a los jóvenes dragones resultaba incorrecta, entonces también podía resultar incorrecta su apreciación con respecto a cualquier otra cuestión.
Se estremeció y comprendió con cierto retraso que no era a causa de lo que pensaba. ¡Hacía frío! Un frío intenso que entumecía cuerpo y mente, pero se desvaneció con la misma rapidez con que se había presentado.
—¡Mi señor! —Un paje, quizá de poco más de doce años de edad, se precipitó sobre el Grifo—. ¡El general Toos os busca! ¡Tal..., tal como lo ha dicho parece muy urgente, majestad!
—Podrá aguardar algunos minutos más.
Pensaba esperar hasta que la caravana se perdiera de vista. El pájaro-león se sentía asombrado de lo duro que le resultaba separarse de aquellos dos hermanos. Al ser a la vez gobernante y forastero, incluso después de todo aquel tiempo, saboreaba la presencia de los pocos amigos íntimos que poseía, y al estar el Reino de los Dragones en tal estado de confusión, existía siempre la posibilidad de que no volviera a verlos.
Cuando la caravana desapareció de su vista, el Grifo continuó aún inmóvil donde estaba, y fue sólo al oír que el mensajero se removía inquieto a su lado cuando recordó que uno de sus más viejos compañeros, quizás aquel que le conocía mejor, tenía noticias urgentes para él.
Suspiró y se volvió hacia el paje. Como era natural, el muchacho estaba asustado de encontrarse ante él. Probablemente era la primera vez que transmitía un mensaje a alguien tan importante.
—Muy bien, muchacho —dijo con su voz más amistosa, y relegó con energía las preocupaciones a un rincón de su mente—. Muéstrame dónde está Toos para que pueda reprenderlo por centésima vez por no observar la adecuada jerarquía en el mando. Después de todo, se supone que es él quien debe venir a mí, no al contrario.
El paje sonrió y, aunque fuera sólo por un instante, las preocupaciones del Grifo parecieron insustanciales.