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Los gélidos vientos de los inmensos Territorios del Norte hacían flotar en el aire las capas de los dos jinetes, como intentando arrebatarles su única protección real. Uno de los jinetes no prestaba la menor atención al viento a pesar de que éste amenazaba a menudo con tirarle del lomo de su montura. La figura del otro jinete, oculta por la envolvente capa al igual que la de su compañero, dirigía la mirada de vez en cuando al primero buscando alguna respuesta para, al cabo de unos momentos, devolverla otra vez al infinito mundo blanco que se extendía ante ellos, y en especial a la irregular y peligrosa cordillera de picos cubiertos de hielo que se alzaba en el horizonte.

El primer jinete espoleó a su caballo, sabiendo que si conseguía convencerlo, el otro lo seguiría. No obstante su apremio, sólo logró un ligero aumento de velocidad, pues los animales habían sufrido mucho y eran, de hecho, lo que quedaba de los seis con los que se había iniciado el viaje.

La lentitud de movimientos de los corceles lo enojaba, mas no había tenido mucho donde elegir. El tipo de montura que hubiera deseado habría perecido ya, al no ser tan resistente a las frías temperaturas de los Territorios del Norte como los caballos que él y su acompañante montaban. Se sentía ya harto del frío, harto de la nieve y del hielo, pero ¿qué otra elección tenía? Los otros luchaban entre ellos, peor aún, estaban muertos o se habían convenido en traidores, lo que era la misma cosa a sus ojos. Masculló con tanta rabia, que trastornó a ambos animales y tardó algunos minutos en tranquilizarlos. Su compañero no hizo ningún movimiento a pesar del nerviosismo de su montura. No tenía la menor necesidad de hacerlo, porque el otro jinete le había atado las piernas a su propio caballo. Era necesario.

Siguieron adelante, y a medida que se acercaban cada vez más a las montañas, la cólera del jinete se transformó en incertidumbre. ¿Quién podía asegurarle que obtuviera ayuda allí? Aquella tierra estaba gobernada por el más tradicional de los de su especie y esa tradición chocaba con sus propios deseos, que aspiraban a gobernar a los suyos y a las otras razas. Según las leyes que regían el nacimiento de los de su raza, resultaba inelegible, y debería haberse dado por satisfecho siendo el jefe guerrero de su padre y duque gobernante de su clan. Sin embargo, no era así, pues sabía que su poder era mayor, mucho mayor, que el de muchos de los hermanos de su padre. Si no fuera por unas pocas marcas de nacimiento... El terraplén nevado que tenía delante se alzó, y siguió alzándose.

Se alzó sobre él y su compañero, ocultando el paisaje. Al terraplén nevado le salieron ojos, unos ojos de un pálido azul hielo, y le salieron también unas garras enormes diseñadas para escarbar en el suelo helado y que podían desgarrar con gran facilidad la carne blanda.

Se trataba del primero de los centinelas de aquel a quien buscaba.

Al parecer, tenía dos posibilidades entre las que elegir. O bien matar al centinela, o que éste lo matara, y ninguna de las dos resultaba particularmente inteligente. Los caballos empezaron a dar vueltas y a corvetear. Gracias a su destreza, el jinete consiguió evitar que su propio animal lo arrojara fuera de la silla y sólo la cuerda que sujetaba su montura a la otra impidió que perdiera a su compañero. El otro jinete se balanceó adelante y atrás como un muñeco, pero sus manos también estaban atadas a la silla de la montura, evitando que cayera.

El jinete que llevaba el mando alzó la mano y la cerró con fuerza. Desde luego no podía permitir que ninguno de los dos muriera, lo cual quería decir que tenía que detener al guardián.

Empezó a murmurar en voz baja, sabiendo que precisaría un hechizo muy poderoso para rechazar a aquella criatura, y, en cambio, le habría costado mucho menos destruirla.

¡Detente!

El hechicero se paró, suspendiendo pero no cancelando su ataque mágico. Miró con atención a través de la tormenta de nieve que el guardián había originado al levantarse, y por fin descubrió a la figura situada frente a él, a la derecha. El mago parpadeó.

Aquel ser avanzó rígidamente hacia él, sosteniendo en una mano un bastón que estaba seguro de que controlaba a la enorme bestia de las nieves. Una piedra azul brillaba intermitentemente en la parte superior del bastón. La figura que lo sostenía no era humana.

Estás en los dominios del Dragón de Hielo. Su voz carecía de inflexión y recordaba al viento arremolinado. Además, había algo en la figura, algo que se hizo difícil de ver hasta que se encontró prácticamente encima del hechicero. Sólo una cosa impide tu muerte... y es que perteneces a la misma especie que mi señor, ¿no es así, dragón?

El jinete levantó una mano y echó hacia atrás su capucha. Al hacerlo, descubrió el yelmo de dragón que hubiera debido resultar evidente con capucha o sin ella. La capa mágica que lo había ocultado le permitía viajar de incógnito a través de las tierras de los hombres; no obstante, esa función ya no era necesaria allí.

Sabes quién soy, criado, y sabes que tu señor querrá verme.

Eso ha de decidirlo el Dragón de Hielo.

¡Dile que es el Duque Toma quien aguarda! siseó el dragón de fuego.

La declaración no impresionó a aquel criado de aspecto peculiar. Toma lo estudió con atención y sus ojos se abrieron de par en par al descubrir la auténtica naturaleza de aquel ser. Su estima por los poderes del Dragón de Hielo creció, y el insistente temor que le inspiraba el Rey Dragón, guardado en el fondo de su mente, desbordó repentinamente sus barreras mentales. ¡Nigromante!

El criado se volvió. Era un ser de hielo, la caricatura de un hombre convertida en algo aún más horrible que ésta, porque la estructura que le daba forma, su esqueleto, era una figura congelada en su interior. El cuerpo, era imposible saber si de hombre, dragón, elfo o cualquier otra cosa, se meneaba en el interior del hombre de hielo como una marioneta contorsionada. Las piernas se movían al unísono con las piernas; brazos con brazos; cabeza con cabeza. Era como alguien que llevara un traje que lo cubriera por completo; excepto que, en este caso, era el traje el que llevaba a aquel alguien. Toma se preguntó qué habría ocurrido allí durante los meses transcurridos desde su huida de la batalla, entre los magos humanos, los malditos Bedlam. El pensar en los Bedlam Azran y Cabe reforzó la resolución del dragón, pues éste sabía que Cabe había vencido y que los Reyes Dragón se encontraban sumergidos en el caos. El Dragón Negro estaba recluido en sus dominios; Lochivar, y las Brumas Grises que cubrían aquella región, eran tan débiles que se había hablado de enfrentarse por fin con este rey en particular.

El sirviente levantó el bastón en dirección a la colosal bestia, que había permanecido en silencio e inmóvil desde su alzamiento inicial. La punta del bastón señalaba hacia el lugar en que Toma calculaba que debía de estar la cabeza de la gigantesca criatura.

El leviatán empezó a hundirse de nuevo en la nieve y el hielo. Entonces, los caballos de los dos dragones, que apenas si estaban bajo control, se dejaron llevar por el pánico y el Duque Toma se vio obligado a levantar la mano para trazar un dibujo en el aire, con lo cual los caballos se tranquilizaron.

Volviéndose de nuevo hacia los dos visitantes, el criado señaló al compañero de Toma.

¿Y él? ¿También desea visitar a mi señor?

Él no desea nada repuso Toma, obligando al otro caballo a acercarse. Luego levantó la mano para sujetar la capucha de su acompañante, y la echó hacia atrás de modo que pudiera verse con facilidad el rostro y el color del otro dragón. No tiene mente con la que desear el más nimio de los favores. Sin embargo, es el señor de tu amo, soberano de tu señor, Rey de Reyes, y se le atenderá y cuidará hasta que se haya recuperado. ¡Es el deber de tu amo!

Casi idéntico a Toma en la forma excepto en altura y color, el Dragón Dorado miraba al frente con expresión idiota. Un hilillo de baba le caía por la comisura izquierda de la boca y la lengua bífida aparecía y desaparecía entre sus labios oscilantemente. No quería, o quizá no podía, regresar a la forma de dragón, y por eso Toma también había mantenido su aspecto semihumano de guerrero. Eran dos caballeros cubiertos por una armadura de escamas con yelmos rematados por intrincados rostros de dragón, sus auténticos rostros. Desde el interior de aquellos yelmos, unos ojos rojos contemplaban el exterior; en cuanto a su armadura, a pesar de ser más dura que cualquier cota de mallas, lo que los cubría no era ninguna vestimenta, sino su propia piel. Mucho tiempo atrás, sus antepasados podían quizás adoptar alguna otra forma, pero el contacto continuado con los humanos y el comprender las ventajas de la forma humanoide habían convertido aquella segunda forma en algo que se aprendía desde el momento mismo de nacer. Era algo tan natural para ellos como respirar.

El sirviente del Dragón de Hielo hizo una breve inclinación de cabeza en dirección al Rey de Reyes, reconociendo o mofándose de la soberanía del idiotizado monarca. Toma lanzó un sonoro siseo.

¡Bien! ¿Podemos seguir adelante, o acaso hemos de acampar aquí y esperar a que llegue la primavera?

La primavera no había llegado a los Territorios del Norte desde épocas anteriores al gobierno de los Reyes Dragón. Desde entonces, la región permanecía enterrada bajo un manto perpetuo de nieve y hielo.

La criatura se hizo a un lado e indicó con el bastón las montañas hacia las que los dragones cabalgaban.

Mi señor conoce vuestra presencia. Viene a vuestro encuentro. Esto, al menos, parecía impresionar al sirviente. No ha salido a la superficie desde que regresó del último Consejo de los Reyes.

¿La superficie?

El helado viento aumentó de intensidad, pasando de molestia constante a remolino aullante, caótico y tempestuoso, antes de que Toma pudiera siquiera volver a colocar la capucha sobre la cabeza de su padre. El frío que ya resultaba angustiosamente desagradable para un dragón de fuego, se hizo todavía más gélido, amenazando casi con hacer descender la temperatura de ambos jinetes por debajo del mínimo que podían soportar. La visibilidad se volvió nula, de modo que todo lo que Toma podía ver era nieve. Sólo gracias a la cuerda podía estar seguro de que el caballo de su padre permanecía a su lado.

Algo enorme fue a posarse frente a ellos. Toma reforzó el hechizo de control sobre los caballos.

Miiisss saludosss, Duque Toma, cría de mi hermano, mi rey. Mi hogar essstá abierto a ti y a sssu majestad.

El viento amainó, aunque no al nivel de antes, y la visibilidad mejoró, de modo que el dragón de fuego pudo ver a su anfitrión. Sus ojos se encontraron con una nueva sorpresa.

El Dragón de Hielo se alzaba gigantesco, las alas extendidas, las fauces totalmente abiertas. Era enorme, mayor en longitud incluso que el Dragón Dorado. Éste no era el Dragón de Hielo que había visitado al Rey de Reyes justo antes del caos. Ésta era una criatura en todos los aspectos mucho más espantosa que cualquiera de sus dos asombrosos criados. Flaco hasta el punto de resultar escuálido, tanto que se evidenciaba cada una de sus costillas, podría haberse tomado al Dragón de Hielo por cualquier criatura repulsiva surgida de entre los muertos. Incluso los ojos, que jamás parecían decidirse entre adoptar el color de la lividez cadavérica o el azul hielo, eran los de algo que contemplaba la vida según desconocidos modelos. Su propia cabeza era larga y enjuta, y de sus fauces brotaban de vez en cuando nubes de aire frío.

Se había producido una transformación en el señor de los Territorios del Norte durante los meses transcurridos desde aquella última visita. Éste no era el Rey Dragón que Toma había esperado encontrar, y casi sin el menor asomo de duda comprendió que tampoco era el que hubiera deseado.

Era demasiado tarde para retroceder y el dragón de fuego no habría podido hacerlo aunque hubiera querido. Esta criatura era su mejor esperanza de restituir a su padre en el trono, y por lo tanto, recuperar el sueño de Toma de gobernar en la sombra. La cuestión, no obstante, era hasta qué punto eran similares sus objetivos con los del Dragón de Hielo en aquellos momentos.

El helado leviatán extendió las alas recubiertas de hielo y sonrió a sus diminutos parientes como sólo un dragón puede sonreír. Sin embargo, no parecía existir la menor emoción tras aquella sonrisa. Nada.

Osss esperaba dijo al fin el Dragón de Hielo.