Morgis salió a la carga, dispuesto a enfrentarse sin ayuda a un número indefinido de oponentes. Era esperar demasiado que todo el mundo hubiera sido víctima de la trampa de Haggerth, sería suficiente con que D’Rak hubiera sufrido las consecuencias.
Permaneció allí inmóvil varios segundos, el lado derecho virtualmente ciego ya que temía retirar la mano. No había nadie contra quien luchar. Se veía a un piratalobo, caído boca abajo, pero tenía el aspecto de llevar bastante rato muerto, a manos quizá de Troia, aunque lo más probable es que hubiera sido a manos del Grifo. Otro, un guardián, estaba de rodillas y mirando sin ver, la boca abierta en una lastimera expresión de sorpresa… quizás ante la causa de su propia ruina. El dragón no prestó más atención al desgraciado excepto para consignarlo como una amenaza menos. Claro está, que no tenía la menor idea de cuántas otras amenazas reales le aguardaban.
D’Rak estaba allí en alguna parte, y eso era lo que importaba. Sin dejar de protegerse ojos con la mano se acercó al lugar donde suponía se encontraban Troia y Haggerth, con la esperanza de que alguno de los dos le avisaría de cualquier peligro inminente.
Tropezó contra algo cubierto de metal, que se apartó de él con la misma presteza con que él se apartó de ello.
—¡Rep… reptile! —Era una voz pastosa, como si quien hablaba lo hiciera a cámara lenta, pero se trataba sin la menor duda de D’Rak.
El dragón lanzó un juramento. ¡Había ido a tropezar con la única persona que podía matarlo con poco más que una mirada! Sin poder ver más que a medias no era fácil combatir… ¿Y dónde estaba Freynard? ¿Había visto por accidente lo que fuera que el Supremo Vigilante ocultara bajo su velo?
—¡Haggerth! ¡No me mires!
—¡No… no puede… no puede oírte…! —masculló D’Rak—. ¡Sus… sus oídos… toda su cabeza… ya no fun… ya no funcionan!
—¿Muerto?
Morgis apartó la mano. Que el rostro del Supremo Vigilante pudiera afectarlo después de muerto era algo que ya carecía de importancia; lo que era importante era que alguien más había sufrido a manos del gran guardián… y esta vez estaba muerto. No sabía qué pensar en cuanto a la suerte de Troia; ¿el grito lo había dado por ella o por el humano de más edad? ¿Y por qué no lo había derribado D’Rak con algún conjuro?
Morgis no se encontró cara a cara con sus peores pesadillas hechas realidad, que era lo que esperaba. Lo que vio fue a la figura desplomada contra la pared, la cabeza vuelta a un lado, y supo por qué. Junto al cuerpo inmóvil, Troia forcejeaba, aflojando poco a poco sus ligaduras. Se le ocurrió que a la joven no le vendría mal alguna ayuda, y empezó a avanzar hacia ella, pronunciando su nombre. Troia levantó la cabeza, y en su rostro apareció una repentina expresión de terror. Se quedó perplejo por un segundo o dos… y entonces comprendió con creciente espanto que, después de todo, había caído bajo el hechizo de D’Rak.
Sin vacilar, gritó el nombre de su padre e hizo que su espada describiera un gran arco, sin importarle demasiado si daba contra algo, esperando distraer la concentración del gran guardián. Cuando su hoja se hundió con fuerza en algo que no era piedra, algo que lanzó una exclamación ahogada y luego se convirtió en un peso muerto, dio las gracias al Dragón Azul por haber guiado su mano, y, rápidamente, sacó la espada del cuerpo. Morgis dio un paso atrás y se volvió a tiempo de ver cómo la figura vestida de negro caía a sus pies sin vida.
No era D’Rak. Lo supo al instante: aunque el gran guardián se encontraba delante de él, estaba a varios metros de distancia. Con una mano sostenía el talismán de cristal; con la otra, se sostenía él para no caer. El cuerpo caído a los pies del dragón era el de otro soldado, con toda probabilidad el que había estado montando guardia antes.
El mismo D’Rak parecía estar vivo a medias. La parte inferior de su rostro colgaba inerte, y el guardián parpadeaba sin cesar, como si el sombrío y nebuloso día fuera demasiado brillante para sus ojos. Su piel estaba lívida como la de un cadáver. Pero lo que era más importante ahora, es que se encontraba solo.
—Tú… —Se confirmaba lo que había observado Morgis; el lado derecho de la boca de D’Rak no se movía cuando hablaba—. ¡Tú… tú eres tan difícil de matar… de matar… como el pájaro!
Morgis seguía sin tener idea de lo que le había sucedido a Freynard, pero era una cuestión secundaria mientras se enfrentaba a lo que quedaba de Lord D’Rak. Bien gracias a su fuerza de voluntad o a la protección del cristal, D’Rak había conseguido sobrevivir a la estratagema… al menos en parte. Su mente se había visto sometida a una tensión que el dragón, que sólo había vislumbrado el rostro de Haggerth en una ocasión aquella vez en Sirvak Dragoth, no podía entender por completo. No era extraño que no hubiera matado a Morgis en el acto. El aramita apenas si podía mantenerse en pie, y mucho menos concentrarse. Era evidente que el gran guardián había confiado en que el hombre que le quedaba conseguiría colocarse detrás del hechizado dragón y eliminarlo por la espalda. Pero o bien el poder mental de D’Rak estaba demasiado debilitado o había subestimado a Morgis. Fuera como fuese, no era probable que el gran guardián pudiera reunir energías suficientes para volverlo a hacer.
El dragón empezó a sonreír despacio, mostrando a D’Rak todos sus afilados dientes de depredador.
—Ahora es mi turno.
D’Rak levantó su talismán, como si el cristal fuera lo único que pudiera detener al duque.
—No… aun no. ¡Mientras… mientras con… controlo el Ojo del Lobo, no!
El guardián sonrió desafiante a Morgis… y de improviso la sonrisa se esfumó, al tiempo que, primero la incomprensión y luego el pánico se reflejaban en su rostro.
—¡No puedo… sentirlo! ¡No puedo… no puedo localizar el Ojo!
—Es una lástima.
Morgis levantó la espada. No sentía el menor escrúpulo en matar a D’Rak allí mismo. El aramita era uno de los jefes de los pirataslobo, y Morgis no dudaba de que el sendero para acceder a aquella posición de poder era aún más sangriento de lo que imaginaba.
—¡Idiota! —Por su barbilla resbalaba un hilillo de saliva que caía sobre el peto de su armadura. Sus ojos eran muy elocuentes; ¿por qué lo había abandonado su señor ahora?—. Mátame y matarás a tu…
Después de que D’Rak cayera, Morgis se inclinó sobre él y le abrió la mano, retirando de ella el talismán. Se incorporó y lo examinó. Igual que el último que había visto, estaba opaco y frío.
Por si acaso, el duque lo tiró a sus pies… y lo trituró bajo la bota. Luego, como una medida de protección adicional, que se le ocurrió sin saber cómo, separó de un tajo la cabeza del piratalobo de su cuerpo. Hecho esto se dirigió hacia Troia, quien por fin había conseguido deshacerse de sus ligaduras y se inclinaba hacia Haggerth. La cabeza del Supremo Vigilante estaba tapada por la capucha de su capa.
—¿Cómo está?
—Muerto. —La muchacha estaba exhausta. Un rastro de sangre, todavía fresca, descendía desde su boca a la barbilla, consecuencia de la cólera de D’Rak— Fue una acción refleja. Ro… rodé a un lado cuando se quitó el velo, pero vi cómo sostenía su… su cristal para poder protegerse. No queda mucho más que contar. D’Rak era un gran guardián.
—No fue suficiente para salvarlo. Estaba medio loco y medio paralizado, lo cual no quería decir que no fuera peligroso —Morgis escudriñó la zona—. ¿Es esto todo? ¿Hay más?
La joven acarició levemente la cabeza de Haggerth y murmuró algo, luego se puso en pie.
—Había uno más, estoy segura. D’Rak utilizó su cristal para capturarnos, pero luego hizo que sus hombres nos ataran. Como es natural conté cuántos eran por si conseguía liberarme. Creo que había otro soldado. Por ahí…
Morgis arrugó el entrecejo. Por ahí era donde había estado Freynard. Tiró del brazo de Troia para acercarla a él.
—Tienes que hacer algo por mí.
—¿Qué?
—Corta las cabezas de los otros piratas-lobo. No… no sé muy bien por qué, pero siento que es importante. Entretanto, tengo que encontrar al capitán Freynard. ¿Lo harás?
Ante su sorpresa, la mujer pareció sacar fuerzas de su petición.
—Claro que lo haré. Es lo correcto.
—¿Lo correcto?
—No puedo explicarlo —sacudió la cabeza—. Simplemente lo sé. Como te pasa a ti.
—Es curioso.
Espada en mano, la abandonó a su desagradable tarea y se dirigió con cautela al otro extremo de la pared donde había visto por última vez al hombre del Grifo. Sabía que Freynard no estaba en las mejores condiciones físicas para esta aventura, pero tampoco había desfallecido. A Morgis ahora ya no le preocupaba su lealtad; ahora le preocupaba un soldado a quien había llegado a respetar.
Al principio no vio nada. Parecía que Freynard no hubiera estado nunca allí. Entonces el dragón vislumbró algo que se movía en unos cascotes cercanos; se acercó a lo que posiblemente eran los restos de un banco de piedra o una mesa y apartó uno de los pedazos.
Era Freynard, pálido como si acabara de morir. Tenía los ojos abiertos, pero no pareció reconocer al dragón, ya que se encogió como si esperara que lo matara. Morgis lo sujetó por los hombros y lo zarandeó.
—¡Freynard! ¡Maldita sea, soy yo! ¡El Duque Morgis!
—¿Morgis? —El capitán lo miró de una forma extraña, luego pareció recuperar el dominio de sí mismo—. Lo siento. No estaba en mis cabales.
—¿Qué sucedió aquí? ¿Os atacaron? El hombre miró a su alrededor, como si viera todo aquello por vez primera. Poco a poco, se explicó:
—El guarda me vio. Luchamos… perdí la espada después de herirlo. Me persiguió hasta aquí, entonces todo se derrumbó.
—¿Dónde está el pirata-lobo?
—Debajo de eso.
Freynard señaló un nuevo montón de mármol y roca situado a su izquierda. Una bota y parte de una pierna sobresalían apenas en medio del montón; no había la menor duda de que el aramita estaba muerto.
Morgis ayudó al humano a ponerse en pie.
—Haggerth está muerto.
—¿Haggerth? ¿Muerto?
—Pero también D’Rak.
Eso hizo aparecer una amplia sonrisa en el rostro del capitán.
—¡D’Rak muerto! ¡Los guardianes no tienen jefe ahora!
El dragón meditó esas palabras.
—Sí, supongo que es una consideración importante. Pero lo más importante en estos momentos es recoger a Troia y encontrar al Grifo. ¡De repente Qualard se está convirtiendo en el lugar más popular del continente!
Al dar la vuelta a la pared, vieron a Troia, ocupada en la tarea encomendada por Morgis, y Freynard empezó a temblar.
—¿Qué está haciendo?
La mujergato se había encargado de los otros cuerpos tal y como le había pedido al duque y ahora se encontraba frente al único superviviente, el guardián que se había vuelto loco. Antes de que Morgis pudiera dar una explicación, la mujer ya había cortado la garganta del pirata-lobo.
Freynard empezó a forcejear. Tenía más energía de la que Morgis creía.
—¡Detenedla!
Morgis lo sujetó con fuerza. Troia se volvió al oír el ruido, con la espada levantada para cortar la cabeza del aramita. Mientras inmovilizaba al capitán, el dragón le gritó:
—¡Córtala! ¡Ahora!
Con una precisión que denotaba habilidades que el dragón no habría imaginado que ella poseyera, separó la cabeza del cuerpo con un solo golpe.
—¡Soltadme! —Freynard casi consiguió desasirse. Morgis le hizo volverse de modo que estuvieran cara a cara y explicó rápidamente:
—¡Tenía que hacerse, capitán! ¡No creo que pueda explicarlo, y dudo de que Troia pueda hacerlo tampoco! ¡Sólo sabemos que tiene que hacerse!
El hombre que sujetaba entre sus manos empezó a temblar de pies a cabeza, luego se dejó caer pesadamente.
—Como digáis entonces. Si creéis que era necesario, mi señor, aceptaré vuestra palabra.
Troia arrojó la espada junto al decapitado guardián y se acercó a ellos. Parecía más tranquila que antes.
—Quizá la necesites —sugirió el dragón con calma. Ella sacudió la cabeza desafiante y extendió las uñas.
—Me quedaré con lo que mis antecesores me legaron. Freynard contempló sus manos vacías.
—Yo necesito una. Olvidé recuperar la mía.
—Escoged.
Los ojos del capitán se clavaron en los restos del gran guardián.
—¿Tenía una espada? Morgis lo miró de reojo.
—Es posible, aunque no la utilizó. No creo que tuviera la fuerza física ni la capacidad de coordinación necesaria para levantarla.
El capitán se apartó del dragón y se encaminó al lugar donde estaba el cuerpo de D’Rak. Morgis aprovechó ese momento para hablar con Troia.
—He estado pensando. Empiezo a creer que el Grifo decidió que podía ser demasiado peligroso para nosotros el lugar al que pensaba ir. Recuerda que se aseguró de quedarse solo. Es una corazonada, lo admito, pero se podría decir que he aprendido de él.
—¿Realmente piensas que nos envió tras pistas falsas?
—Exactamente… Y a juzgar por lo sucedido aquí, puede que tenga serios problemas. Creo que le sigue la pista un grifo auténtico y el Dragón de los Abismos sabe muy bien que D’Shay podría… olvídate del «podría…» estará ahí.
—¿D’Shay? —Freynard había regresado sin que ninguno de los dos lo oyeran llegar. Llevaba sujeta al cinto una espada larga y estrecha. Era casi demasiado larga, más parecida a una espada de doble empuñadura que a una larga.
Morgis la miró primero a ella y luego al capitán.
—¿Dónde encontrasteis eso? Estoy seguro de que la recordaría.
—Le aparté la capa —repuso Freynard, encogiéndose de hombros— y allí estaba. Preferí no dar vueltas al asunto. Me gusta más que la espada corta que tenía.
—¿Tenéis fuerzas suficientes para manejarla?
—¿Os gustaría ponerme a prueba? —Una sonrisa astuta iluminó por un instante el rostro del humano.
—No, a juzgar por la forma en que me miráis. Se escuchó un trueno. Ya se habían acostumbrado al viento, incluso al frío, pero esto era una novedad. Ni siquiera sonó como un trueno normal; continuó retumbando durante lo que les pareció una eternidad, antes de apagarse poco a poco.
—¡El Grifo! —susurró Trola.
—Creo que tienes razón —asintió el dragón rápidamente—… ¡y creo que a lo mejor es tarde para él!
—¡No! ¡Me niego a creer eso!
—No importa si el capitán, tú o yo lo creemos, porque vamos a ir tras él de todos modos. ¿Alguna objeción?
No hubo ninguna. Tenían temores, pero se los guardaron para sí.
El trueno, más que verse amortiguado por el pesado techo que tenían sobre su cabeza, pareció retumbar por los pasillos. El Grifo hincó una rodilla en el suelo, las manos sobre sus oídos. Ante él, el Devastador rió burlón, su risa se fundió con tanta perfección con el trueno que era difícil saber dónde terminaba una y empezaba el otro. Finalmente, no obstante, sólo quedó la risa que acabó por apagarse.
Los ojos del Devastador lo atravesaron llameantes.
«Convocaré a los elementos y haré que cada uno de ellos te destroce… Sin embargo, no te dejaré morir. Atacaré tu cuerpo y lo arrojaré a mi colección, donde te dejaré por toda la eternidad, sin poderte mover, entre los huesos de aquellos a los que he destruido. Me implorarás que te libere, pero yo, puesto que carezco de compasión, jamás te lo concederé».
Le martilleaba la cabeza, y se sentía reseco, casi momificado, pero, sin embargo, el Grifo se negó a rendirse. A pesar de todas sus bravatas, de sus salvajes amenazas, el Devastador todavía no lo había tocado. ¿Por qué? Estaba atrapado y sin salida. No era probable que el dioslobo estuviera simplemente jugando con él.
«Suplica misericordia… no te la concederé, pero puede hacerme gracia. Vamos. A lo mejor me tocas un punto sensible de mi… alma». El demente dios volvió a reír, pero ¿no era una risa algo forzada?
El Grifo se obligó a ponerse en pie. Se le había caído la espada. No importaba. Era estúpido pensar que pudiera tener el menor efecto sobre el Devastador. ¿Qué salida le quedaba entonces?
«Ninguna, inadaptado».
Sintió un agudo dolor punzante en el pecho, y lo primero que pensó fue que el Devastador lo atacaba. No obstante, era un dolor demasiado leve, y, al ver que no aumentaba, comprendió qué era lo que lo provocaba.
«¿Te matan tus temores. Antiguo? Cede a ellos; ¡morirás con más facilidad!».
«¿Recuerdas cómo era?», inquirió con curiosidad un viejo recuerdo. «¿Eres todavía el mismo?».
Recuerdos. Restos de recuerdos. Introdujo la mano en su camisa y sacó un único silbato diminuto. Hacía tiempo tuvo tres. Su única herencia. Cada uno representaba, para un guardián, parte de su herencia. El pájaroleón jamás había utilizado éste, temeroso de lo que podría descubrir. Uno había convocado aves de todas partes, una bandada increíble que acabó con un asalto de los clanes del Dragón Negro. Otro llamó a Trola, un felino por naturaleza, como era él. Pero ¿qué era esta tercera y última pieza de su herencia?
«¡Tu única herencia es la muerte. Grifo! ¡Inclínate ante mi! ¡Inclínate ante mi voluntad o te desgarraré hasta convertirte en sanguinolentos pedazos de carne, que me comeré cuando me venga en gana!».
Acaso esas palabras estaban pensadas para asustarlo aún más, pero tuvieron el efecto contrario. El Devastador amenazaba en demasía, pero se seguía conteniendo… Y el temor del dioslobo, el temor que el Grifo había percibido la última vez, era ahora más evidente que nunca.
Se llevó el silbato al pico. No importaba que no fuera tan efectivo para soplar como una boca humana. Igual que en la anterior ocasión, lo único importante era conseguir que el aire pasara a través de él.
«¡Detente!».
Una breve nota, llena de curiosidad. Era una nota interrogativa, como si él fuera un enigma, un ser sin una personalidad definida que pudiera considerarse propia.
La oscuridad dentro de la oscuridad, aquello que era el Devastador, pareció apartarse bruscamente. Los ojos seguían ardiendo coléricos, pero la incertidumbre y el temor seguían estando también a flor de piel.
El túnel quedó bañado en una brillante luminosidad: el Devastador gruñó y luego aulló como un cachorro apaleado. Un portal —la Puerta misma— se materializó en una de las paredes. Como antes, la Puerta parecía mucho más alta de lo que permitía el pasillo. También había cambiado; no sólo en su aspecto físico básico. La oxidación había desaparecido; los goznes volvían a sostener los batientes, y las criaturas que pululaban por su estructura lo hacían con renovadas energías, con una animación de la que carecían la última vez.
Como si no fueran más que uno, los dos enormes batientes se abrieron e hizo acto de presencia el primero de media docena por lo menos de los Seres Sin Rostro, los nogente.
La gente del Grifo.
El pasado no volvió a él de forma súbita. Algunos recuerdos encajaban, pero parecía que otros se empeñaran todavía en permanecer enterrados. Sin embargo, ahora no podía negar que había sido uno de ellos, se había desplazado por los siglos ajustando cosas aquí, instigando otras ahí, ayudando en distintos lugares… pero sin tomar jamás partido realmente.
Hasta que el Devastador osó hacer lo inconcebible. Miró a la nebulosa figura. Esta se acobardó, pero siguió adoptando una falsa máscara de poder.
«¡Hago lo que deseo hacer! ¡El juego es mío; es demasiado tarde para cambiar eso! ¡He ganado! ¿Lo oyes? ¡He ganado! ¡Las reglas son las mías, y las cambio cuando me parece!».
—¡Tú me hiciste! —El Grifo dio un paso al frente anonadado.
Al acercarse, la oscuridad que era el Devastador retrocedió aún más al interior del túnel. Los Seres Sin Rostro se mantenían en silencio. A pesar de no hacer nada, su mera presencia servía de ayuda. Daba al pájaroleón la comprensión que precisaba, como el motivo de que hubieran dejado de lado sus costumbres para ayudarlo a él más de lo que nunca habían ayudado a otro. A pesar del cambio, él seguía siendo uno de ellos.
Pero también era más. Al parecer el Devastador no era el único arbitro. Lo que fuera que había hecho para tomar a uno de los seres sin facciones y convertirlo en una parodia del auténtico animal que representaba había alterado algún tipo de poder. Si existía una regla que no podía romperse, era ésta: había quienes no podían ser tocados. Carecían de nombre real, pero aquellos que necesitaban saberlo lo sabían. El dioslobo conocía el castigo pero lo había olvidado en su obsesión por el «juego».
El Grifo extendió una mano en dirección a las sombras. Escuchó un jadeo y el Devastador volvió a retroceder.
—No tienes poder sobre mí, después de aquella primera vez. Ese es el motivo de que me temas más que a los otros guardianes. No puedes tocarme directamente; tienes que hacerlo a través de tus agentes, razón por la cual sedujiste originalmente a Shaidarol. Tú sabías lo que yo era aunque los Supremos Vigilantes no lo supieran.
«¡Mentiras! ¡Te permito vivir porque he ganado y puedo ser magnánimo! ¡Mira! ¡Fíjate! ¡Te concedo la libertad!».
El pájaroleón miró a su espalda, sin preocuparle en absoluto que el Devastador pudiera destruirlo. No podía. Los poderes del dios-lobo eran limitados, lo más probable era que hubieran quedado limitados desde el día en que consiguió atrapar a uno de los suyos allá abajo.
—Tienes a un rival ahí abajo, ¿no es así? A alguien que protegía el País de los Sueños. Por eso resistieron tanto tiempo. —Volvió a avanzar.
La oscuridad, las sombras, todo lo que era el Devastador, se esfumaron en medio de un largo aullido. Incluso el hedor a carne podrida desapareció, como si jamás lo hubiera habido. La ilusión podía resultar muy real… y no todo el poder del Devastador era ilusión. Tenía un control limitado sobre los muertos, es verdad, pero ésa no era su arma principal. Primero y ante todo, era el amo del miedo, y ese miedo había creado un imperio en su nombre.
Se dio la vuelta y contempló a sus hermanos. A pesar de su falta de facciones percibía su tristeza. La existencia del pájaroleón no era el propósito que ellos habían escogido ni para el que habían sido creados, y dudó de que pudiera alguna vez averiguar a fondo lo sucedido.
«Yo sé un foco de eso… si quisieras liberarme. Antiguo».
Como si fuera una señal convenida, los Seres Sin Rostro empezaron a marchar a través de la Puerta. No se volvieron para mirar atrás, y él comprendió que lo consideraban perdido para siempre, puesto que había decidido actuar activamente. Ellos habían quebrantado sus propias reglas para ayudarle, sintiendo que lo merecía, pero el resto era cosa suya.
«Eso es mas o menos cierto. Ni yo puedo decir con certeza lo que creen».
—¿Quién eres? —gritó, los ojos fijos en la Puerta que se desvanecía—. ¿Qué eres? ¿Otro dios?
«Según tu terminología… casi. Digamos que pertenezco… a un grupo superior aunque ese que se llama a sí mismo el Devastador no nos considere como tales».
—¿Dónde estás?
«Aún no has decidido si vas a liberarme. ¿Qué puedo hacer para demostrar quién soy? Te ayudé en Canisargos. Habría hecho mas, pero no podía sin despertar sus sospechas. Soy mas susceptible a sus poderes que vosotros, los seres pequeños. Es un buen chiste éste. Me lo tengo merecido por subestimarlo, pero había permanecido tan quieto desde que recuperara su libertad… Por lo menos, me debes el que te haya salvado la vida hace unos instantes».
—¿Cuándo? El Devastador no hizo otra cosa más que intentar asustarme.
«No hablo de él, sino de uno de sus perritos falderos, el que se llamaba D’Rak… ¿o has olvidado cuando tocó tu mano? Realmente tenía intención de que murieses cuando lo hiciera él».
Era cierto; lo había olvidado. Ahora, sin embargo, no parecía importar. El Grifo, a falta de alguien a quien mirar, contempló el techo.
—Pareces ejercer más poder que el Devastador, y, sin embargo, ¿no puedes escapar?
«Las ligaduras que me sujetan fueron diseñadas para uno de nuestra raza. Hubo un tiempo en que aprisionaban a ese ser llamado el Devastador. Cuando vi en lo que se había convertido, nos preocupó que lo mismo pudiera sucedemos a nosotros, de modo que entregamos la —llamémosle la llave— a los únicos en los que todos podíamos confiar».
—Y, como uno de ellos, yo tenía la llave.
«La tienes».
—Entonces, dime qué debo hacer y te liberaré.
Casi pudo percibir la vacilación.
«Ahí esta el problema».
El Grifo se dio cuenta de adonde iba a parar. Entre sus recuerdos y los cabos que podía atar, la cuestión tenía sentido. Por desgracia.
—No puedes. No lo sabes.
«Todo lo que había que saber de la llave fue transmitido a los tuyos. De ese modo, se impediría que otros hicieran mal uso de ella».
—¿Qué sucedió la última vez? ¿Qué destruyó Qualard? —El pájaro-león lo sabía, pero deseaba confirmación.
«Te equivocas».
—¿Me equivoco? —Todo encajaba, o eso creyó.
«Información errónea, datos equivocados… el fuerte del Devastador. Qualard fue el lugar de origen de los pirataslobo. ¿Por qué supones que lo fue?».
Era ridículo. Perdía el tiempo hablando de historia con un ser invisible, mientras los aramitas debían de estar ya interrogando a los refugiados de Sirvak Dragoth y sus propios compañeros quizás estuviesen muertos.
«No perdemos el tiempo. Aquí dentro, el tiempo transcurre muy despacio. Una parte del castigo… la peor parte, puedes creerme. Además hace tanto que no he podido hablar con nadie».
¿Qualard lugar de origen de los pirataslobo? Tenía cierto sentido, pero por qué…
—Esta era la prisión del Devastador.
«Lo era. Los aramitas eran su forma de pasar el tiempo, pero, cuando finalmente solicitamos su liberación, su obsesión por ellos continuó. Yo quise saber por qué, ya que empezaba a alterar el sistema de vida en lo que vosotros ahora llamáis el País de los Sueños… y entonces descubrí que sus criaturas, sus mascotas, se dedicaban a hacer lo que él, físicamente, no podía hacer».
Los guardianes, los hechiceros del Devastador, habían capturado, siguiendo sus órdenes, a uno de los observadores sin rostro.
El dioslobo quería su propia llave… y no sólo de la prisión que había tenido que sufrir. Los no-gente podían hacer muchas cosas que a él le estaban vedadas, pero dada su naturaleza, era incapaz de controlarlos.
Sus leales seguidores podían… pero algo salió mal.
«Sí, escogieron, como vínculo mortal, posiblemente al animal mas difícil de controlar. Un grifo. Ni siquiera yo puedo decir el motivo. Lo descubrí todo y por eso vine a vuestro plano de existencia, a Qualard… y me encontré con que me esperaba. Tenía la llave de la prisión, y la utilizó. Yo… me resistí… y la ciudad quedó destruida. Pero obtuve el control de su llave. De ti. Ya conoces casi todo el resto».
—¿Los falsos recuerdos?
«En parte el hechizo que él… o mas bien, sus criaturas… lanzaron sobre el País de los Sueños, y en parte uno que los Supremos Vigilantes lanzaron por mí aunque les costó la protección contra el hechizo del Devastador».
«Todo este subterfugio para qué», pensó el Grifo y añadió en voz alta:
—¿Qué es lo que realmente teme del País de los Sueños? ¿Es simplemente porque no lo puede controlar?
«Para aquellos que se alimentan de poder, a lo que no pueden controlar le temen… y por lo tanto buscan destruirlo para demostrar su dominio».
—Creo que ya sé cómo liberarte, dondequiera que estés. Una parte de la neblina se ha disipado.
Percibió la satisfacción y el alivio que el otro no pudo ocultar, a pesar de su aparente tranquilidad.
«Entonces tengo una petición que tú, que eres tan uno de ellos como podría serlo cualquiera, puedes o no conceder».
El Grifo comprendió lo que deseaba y asintió. Aspiró con fuerza y se preparó.
—¿Estás listo?
«He estado preparado desde el día en que fui aprisionado. Estoy cansado de dormir». El Grifo llamó a la Puerta.