Morgis y Freynard, a pesar de no estar dispuestos todavía a considerarse «camaradas» o «amigos», habían alcanzado al menos un punto en el que cada uno respetaba las habilidades del otro. De vez en cuando, en parte para evitar que el aburrimiento de su tarea los abrumara, comentaban la forma de ser del guerrero y cómo eran las pequeñas cosas, las que siempre parecían ser el factor decisivo en las batallas más importantes.
Acababan de empezar a discutir la Guerra del Cambio, la guerra que todavía provocaba alteraciones en la actual sociedad draconiana y humana —debido principalmente a las actuaciones de Cabe Bedlam y del Grifo— cuando Freynard descubrió algo y llamó la atención de su compañero en voz baja pero apremiante. Morgis, recuperando el equilibrio por lo que consideró la «centésima maldita vez», corrió a su lado a tanta velocidad como le fue posible.
—¿Qué es? —siseó en voz baja. No parecía haber nadie por allí, pero si el ser de sangre caliente pensaba que lo mejor era hablar cuchicheando, Morgis no lo discutiría. Freynard señaló un líquido oscuro y congelado que salpicaba algunos de los cascotes. Hundió un dedo en él y luego lo levantó para que el dragón lo viera.
—Sangre.
—Un animal, quizá. —Ni el dragón creía lo que decía. Sería el primero que veían desde su llegada a aquel lugar, donde no había ni pájaros.
Los ojos de Freynard se encontraron con los del duque.
—¿Lo seguimos, señor?
Morgis era consciente de que, tal y como estaban las cosas, el capitán no tenía por qué reconocer su rango. No obstante, la demostración de respeto le satisfizo e inconscientemente devolvió cortesía por cortesía.
—Como os parezca oportuno, capitán Freynard.
—Va en dirección a Troia y el Supremo Vigilante. Deberíamos echar un vistazo.
—Haggerth se llama. Sí. Quién sabe, a lo mejor encontramos lo que buscamos de camino.
—Sea lo que sea. —Freynard esbozó una sonrisa.
El rastro continuaba un poco al azar varios cientos de metros, pero sin dejar de ser lo bastante marcado como para seguirlo sin inconveniente. Dado el límite de tiempo de que disponían, se atrevieron a apresurar aún más la marcha. Por eso casi se dan de bruces con los cuerpos antes de verlos.
Eran cuatro cadáveres. Tres figuras destrozadas que podían identificarse como aramitas y otra que Morgis reconoció y que lo hizo vacilar a causa de su increíble tamaño. Se estremeció un instante, pero se dijo que era culpa del viento.
Por lo visto, casi toda la sangre provenía de los pirataslobo. La cosa que los había matado, el grifo, mostraba varias cuchilladas en los costados, pero no eran las cuchilladas lo que había acabado con ella. El dragón se acercó al animal y lo examinó de la cabeza a la cola. Algo no encajaba en su estructura interior… como si huesos y órganos no estuvieran en el lugar correcto.
Guardianes.
—¡Freynard! —profirió en voz baja. El capitán levantó los ojos que examinaban con curiosidad a un pirata a quien le faltaba casi toda la parte central del cuerpo—, ¡buscad a un guardián!
Mientras Freynard buscaba al hombre, Morgis se dirigió hacia un cuerpo destrozado que yacía sobre un tramo levantado de calle. Un brazo había desaparecido, y el rostro era una masa informe —al parecer le habían arrancado el yelmo de lobo de la cabeza—, pero el uniforme recordaba al que llevaban los soldados de la fortaleza de los guardianes. Estaba mejor cuidado. Un poco más ostentoso que los otros, incluido un diminuto símbolo sobre el pecho el cual, una vez le hubo limpiado la sangre, descubrió que era un pequeñísimo cristal.
Una mano se posó sobre su hombro. Se puso en pie como una exhalación, la espada levantada sobre su cabeza, y entonces reconoció al humano.
—¡Acabaréis sin cabeza si convertís esto en una costumbre!
—Dijisteis que buscara a un guardián. El último cuerpo pertenece a uno, creo. El único guardián que recuerdo se llamaba D’Laque, pero tenía algo parecido a esto. —Allyn Freynard abrió la mano para mostrar un pequeño cristal en forma de colmillo. Al contrario de los que Morgis había visto, éste estaba opaco y frío. Sospechó que ésa era una forma de saber que el guardián estaba muerto; la otra era echar una mirada a lo que quedaba de él.
—Había rastros de sangre —continuó el capitán, los ojos puestos no en su compañero sino en la zona circundante—, El que seguimos hasta aquí, y otro que sigue en la dirección por la que íbamos.
—En dirección al Supremo Vigilante y la hembra del Grifo.
—¿Es realmente su compañera?
—Yo lo sé, aunque ellos aún no se hayan dado cuenta.
—Entonces… —Freynard se incorporó—, mi deber es protegerla también. Sigamos.
El rastro de sangre, por desgracia, siguió apenas un poco más antes de esfumarse. Alguien había tenido por fin el buen sentido de o bien curar la herida o, si carecía de poder para hacerlo, vendarla. Eso no los detuvo. Estaban más preocupados por encontrar a los otros dos que a cualquier superviviente que quedara aún de la patrulla aramita. De ellos ya se ocuparían después, cuando supieran que todos estaban a salvo.
Después de trepar unos minutos más por las viejas ruinas de Qualard, Morgis se detuvo levantando una mano. A Freynard le pareció que el duque escuchaba algo que él no podía oír.
Así era en efecto.
—Oigo voces que vienen de esa dirección… y me parece que una de ellas pertenece a alguien a quien tenía muchas ganas de volver a ver.
No dio explicaciones sobre este último comentario, se limitó a hacer una señal al capitán para que siguiese adelante. Con el sigilo propio de dos supervivientes, se acercaron más.
Las voces, en especial una, se hicieron audibles aunque fuera casi imposible entender lo que decían. Morgis estaba a punto de seguir adelante cuando Freynard lo sujetó por el brazo y señaló a su izquierda.
Un único aramita, sin lugar a dudas un soldado de la fortaleza de los guardianes por lo que pudo ver el dragón, montaba guardia en busca de intrusos. Parecía nervioso, algo muy comprensible si acababa de sobrevivir al ataque de un grifo. Morgis buscó con la mirada otro camino que los llevara más cerca. No era que sintiera miedo de un solitario centinela o de D’Rak; pero lanzarse a la carga no salvaría a Trola y al Supremo Vigilante si estaban prisioneros, cosa que parecía probable. Adoptar el aspecto de un dragón tampoco ayudaría; estaría demasiado expuesto a un ataque del gran guardián mientras efectuaba la transformación. Después de todo, no era algo que pudiera hacerse en secreto.
Descubrió una ruta posible, un lugar donde, al parecer, dos grandes edificios se habían desplomado juntos; el tiempo y la erosión los había fundido casi en una masa única, pero todavía existía un túnel —en realidad era más bien una abertura— entre los cimientos. Tendrían que arrastrarse, pero no era eso lo que lo inquietaba. El túnel apenas si era lo bastante grande para que él pudiera pasar, y cualquier pirata-lobo que los descubriera antes de que hubieran conseguido atravesarlo podría matarlos sin que pudieran hacer resistencia. No habría forma de defenderse mientras estuvieran en su interior.
Sin embargo era casi su única posibilidad. Morgis señaló el túnel y murmuró:
—Ahí.
Freynard asintió y lo siguió mientras el dragón se abría paso hasta la abertura. Morgis no perdió el tiempo; se arrodilló, sosteniendo la espada frente a él y empezó a arrastrarse.
Una vez en el interior, el duque descubrió que el túnel se extendía mucho más de lo que había imaginado y los llevaría más cerca de los aramitas de lo que esperaba. Allí dentro, las voces llegaban con más fuerza, aunque con cierto eco, y las palabras eran más o menos comprensibles.
—… ¡Dragoth! ¡Iría… me decís dónde está ahora el Grifo!
—¡D’Rak! —musitó Morgis, con cólera apenas reprimida.
—Parece como si a cada momento que pasa, te preocupases más… ¿Algo va mal? —La otra voz era sin lugar a dudas la de Haggerth. ¿Estaría Troia también allí?
—Tenemos que seguir —le recordó Freynard. Morgis gruñó por lo bajo y siguió adelante.
—Nada va mal —decía D’Rak, pero su voz estaba cargada de tensión—. ¿Qué podría ir mal cuando Sirvak Dragoth debe de estar cayendo en estos mismos instantes, vosotros dos sois mis prisioneros, y el Grifo no tardará en serlo? Incluso D’Shay ha dejado ya de ser un problema.
—¿Qué hay en Qualard, D’Rak? ¿Qué hay aquí que tu dios y tú teméis tanto que habéis intentado borrar todo recuerdo suyo de nuestras mentes?
Llegaron al otro extremo del túnel y vacilaron. Alguien que llevaba un pesado par de botas pasó cerca de allí y los dos retrocedieron de nuevo. Otro soldado. Morgis aguardó hasta que las pisadas del centinela se hubieron perdido en la distancia y luego se arrastró muy despacio fuera del túnel. Un muro que había resistido el paso del tiempo se extendía a uno y otro lado. Morgis comprendió que D’Rak y los otros se encontraban detrás de él. Freynard se le reunió y pareció captar la situación al instante.
La voz del gran guardián se elevó ligeramente por encima de la pared.
—No es algo que necesitéis saber allí donde vais a ir… a menos, Supremo Vigilante, que estés dispuesto a cambiar el acceso al País de los Sueños por ese secreto y tu miserable vida.
—No lo sabes. ¡No lo sabe, maestro Haggerth! Morgis hizo un gesto de asentimiento al capitán. Trola sí estaba allí… y sin rendirse, le satisfizo advertir. Eran muchas criaturas que se derrumbaban cuando se enfrentaban a la muerte. Dragones incluidos. Se oyó un sonoro crujido y un gemido de dolor.
—Lo sabré muy pronto, criatura inadaptada. Ya sé muchas cosas en estos momentos. Por ejemplo, no es un objeto lo que busca vuestro amigo sino un ser, un ser encerrado aquí hace mucho, mucho tiempo, por el Lord Devastador en persona… vuestro dios, vigilantes.
—¡Lo que dices no puede ser cierto! —Al parecer, Haggerth empezaba a perder el control.
El dragón arrugó el entrecejo; había pensado que aquel hombre era más fuerte, más seguro de sí mismo. Este no era el Haggerth que siempre parecía encontrar solución cuando otros, como Mrin/Amrin no lo conseguían.
—¡Al final los matará! —Freynard casi no articuló las palabras para no alertar a los otros de su presencia.
—Deberías estar agradecido de que el velo oculte mi rostro, pirata-lobo, ¡de lo contrario es posible que mi cólera te matara de golpe!
El dragón y el hombre se miraron boquiabiertos. Haggerth sabía que iba a morir, pero igual que Troia, seguía luchando… y, en aquel momento, sólo le quedaba un arma.
Morgis se señaló a sí mismo y luego a su espalda. Luego señaló al capitán e indicó en dirección opuesta. Freynard asintió. Atacarían por ambos lados. El dragón levantó tres dedos y formó un cero, para indicar que contara hasta treinta una vez que estuvieran ambos en posición. En el caso de que el guardián no cayera en la trampa, ellos atacarían igualmente. Antes de separarse, Morgis articuló una última palabra: «D’Rak».
Freynard asintió otra vez. No importaba lo que pasase, uno de ellos tenía que matar al gran guardián.
Silencioso como un gato, el dragón se deslizó con rapidez hacia el extremo del muro.
D’Rak se reía, pero cuando se calmó lo suficiente para hablar, sus palabras destilaban veneno.
—¡No me sorprende que lo llamen el País de los Sueños! Te has estado ocultando tras tu pañuelo demasiado tiempo para mostrarte arrogante en un momento como éste. ¿Crees que invocas misterio o poder con ese pedacito de tela tuyo?
Tan concentrado estaba el dragón en las palabras del aramita que no oyó el tintineo de la piedra contra el metal. Estaba sólo a medio camino del final del muro cuando el centinela volvió la esquina. Ambos se quedaron paralizados con la decisión y los reflejos embotados por el exceso de confianza: el soldado porque había pasado por allí más de una docena de veces antes y Morgis porque todo parecía estar cronometrado.
El centinela abrió la boca para dar la alarma. Morgis saltó sobre él, arrebatándole la espada que cayó a cierta distancia.
—¡Deja que te muestre lo que vale tu poder! —rugió D’Rak desde el otro lado de la pared. El guarda se escapó de las manos del dragón, y gritó:
—¡Alerta!
Morgis lo atravesó cuando intentaba recuperar la espada, luego corrió hacia el extremo del muro, dirigió una rápida mirada a su espalda, y vio que Freynard desaparecía por la otra punta en el mismo instante que el grito consternado de D’Rak, «¡Por la sangre del Devastador!», tapaba cualquier otro ruido. El grito fue seguido por una exclamación de rechazo. Una exclamación surgida de los labios de Troia.
Morgis lanzó una maldición, se protegió los ojos y dobló la esquina a toda velocidad preguntándose qué acabaría antes con él, si el filo de una espada o una mirada accidental a una de las dos personas a las que intentaba salvar. Esperó que fuera la espada; al menos eso se lo podrían explicar a su progenitor… si es que quedaba alguien vivo para contarlo.
—¡Eso es, viejo amigo, retrásalo! ¡Retrásalo tanto como te sea posible! —La risa de D’Shay parecía más bien un cacareo, un cacareo enloquecido.
El costado derecho del Grifo goteaba sangre allí donde una de las zarpas del animal lo alcanzó durante el ataque inicial. La mascota de D’Shay estaba acostumbrada a presas más lentas, no a algo cuya velocidad rivalizaba con la suya. Por desgracia, a pesar de esa rapidez de movimientos, era imposible escapar al monstruo. El Grifo sabía que si volvía la cabeza un segundo aquella bestia acabaría con él.
De todos modos, la lucha no era tan desigual. Él todavía empuñaba su espada corta aunque le hubiera gustado haberla cambiado por una de más alcance. La criatura de D’Shay ya había recibido una cuchillada en el pecho, y no parecía muy ansiosa por recibir la segunda. Los dos describían círculos por toda la zona con el poderoso piratalobo como única audiencia… audiencia parcial además.
El hecho de tenerse que mover permitió por lo menos al Grifo la oportunidad de estudiar a D’Shay. Lo que vio lo dejó anonadado: D’Shay se moría. La mitad o más de la mitad visible de su piel estaba gris, y parte de ella empezaba a pelarse. Uno de sus brazos colgaba inerte contra el costado y, cuando D’Shay se decidía a moverse, lo hacía con cierta vacilación, como si no estuviese muy seguro de su propia habilidad para funcionar.
—¿Por qué no pruebas otro conjuro? ¡Quizás el último sólo falló!
¿Fallar? No era probable, se dijo el pájaroleón. La mascota de D’Shay había sido alimentada para llegar a ser lo que era, pero también se la había reforzado por medio de magia, protegida con un escudo mágico, y dotada de capacidad para anular sus poderes hasta tal punto que de momento éstos habían demostrado ser inútiles. Un plato especial que D’Shay había preparado durante generaciones por si se daba la rara casualidad de que su adversario regresara.
Los adversarios habían sido dos. El Grifo dedicó un breve recuerdo de gratitud al santo patrón que lo protegía por haber permitido que D’Rak tuviera la desgracia de encontrarse tan cerca de las criaturas, librándolo así de una parte de sus problemas. Dos bestias como ésta ya haría rato que se estarían disputando sus restos.
—Será agradable descansar sin preguntarme cuándo puedes reaparecer. Todavía recuerdo la última vez que estuvimos aquí.
—Lo siento —lo interrumpió el Grifo, los ojos fijos en el animal que tenía delante—, pero mi memoria está un poco confusa en cuanto a la última vez.
—Basta con decir que yo habría muerto por tu culpa. Muerto, de no haber sido por el Lord Devastador.
—¿Cómo es eso? ¿Qué sucedió? —Al pájaro-león se le ocurrió de pronto una idea, una idea absurda que tenía que ver con una situación similar a ésta. Tenía que mantener a D’Shay distraído mientras él se concentraba.
—Eso me gustaría que te lo preguntaras en la tumba.
—De momento ya sé algo sobre a quién tenéis prisionero ahí abajo.
La mascota de D’Shay le asestó un nuevo zarpazo; el Grifo rechazó el golpe con la espada, pero el brazo empezaba a pesarle y la pérdida de sangre a causa de la herida reducía su velocidad de reflejos. No podía perder rapidez de movimientos; en ese momento menos que nunca.
—¿Ah, sí?
—Lo bastante para saber que no fue el Devastador quien arrasó esta ciudad.
D’Shay no se echó a reír. Cuando volvió a entrar en su campo de visión, el Grifo observó que empezaba a mostrarse un poco inquieto y no sólo a causa de lo que fuera que lo estuviera matando.
—Entonces creo que he llegado aquí justo 'a tiempo. Pensaba que apenas si recordabas nada, pero ahora creo que quizá sepas incluso dónde te equivocaste la última vez y cómo puedes enmendarlo.
El pájaroleón estaba casi dispuesto a admitir su auténtica ignorancia sobre aquel punto, cuando descubrió de improviso que sí lo sabía. El descubrimiento estuvo a punto de costarle la vida, porque el grifo se le echó encima y apenas si consiguió esquivar sus zarpas. Fue, sin embargo, un movimiento poco afortunado, ya que aterrizó con el costado herido, y el agudo dolor hizo estragos en sus funciones motoras. La espada se le escapó de los dedos acerados, y la bestia avanzó hacia él lanzando un agudo graznido. Con los ojos anegados en lágrimas rodó a un lado y logró ponerse en pie con un supremo esfuerzo.
La espada yacía entre las patas traseras de la mascota de D’Shay.
—Creo que la conclusión es inminente ahora —dijo D’Shay con una sonrisa que se ensanchaba por momentos—, El último de los inadaptados, de los seres especiales. Lo único que lamento es que nunca estaré realmente seguro del lugar del que procedías. ¿Supongo que no recuerdas eso?
El Grifo sacudió la cabeza, tanto para aclarársela como para responder a la pregunta de su enemigo.
—Una lástima.
D’Shay gritó una orden. La bestia se preparó para saltar, sabedora ahora de que la presa estaba casi a su merced. Ni siquiera con las garras tenía el Grifo la menor posibilidad contra esa demencial versión de sí mismo. También tenía un cuchillo, pero no le parecía probable que pudiera hacer más daño que sus garras.
«Ahora o nunca». Rezó con la esperanza de ser escuchado.
—¡Mata! —gritó el pirata-lobo.
—¡Matar! ¡Matar!
La enorme criatura saltó sobre él, apuntando al lado sano. Sabía por instinto que su presa se vería obligada entonces a depender del lado más débil, y un momento de indecisión provocado por el dolor era lo único que el hábil cazador necesitaba.
Sin embargo, el Grifo no se movió ni en una ni otra dirección. Más bien se dejó caer al suelo, una acción que, en circunstancias normales, habría significado su muerte. La bestia habría aterrizado, girado, y lo habría atrapado mientras él todavía intentaba ponerse en pie. Es decir, si hubiera aterrizado donde esperaba que lo hiciera.
Detrás del lugar donde él había estado, la Puerta se materializó como por ensalmo, los batientes abiertos, y recibió al desprevenido grifo. El animal rugió su sorpresa, rugido que se vio interrumpido cuando el grifo desapareció en su interior y el portal regresó al lugar de dónde había venido. Todo sucedió en cuestión de segundos.
No podía creer que hubiera ocurrido realmente.
Tampoco D’Shay. Su sorprendido rostro estaba gris aunque era difícil saber si era a causa de lo que estaba acabando con él o a causa de lo que acababa de ver.
—¿Qué… has… hecho?
Su pregunta quedó sin respuesta, pues el Grifo estaba sacando ya todo el partido de la situación. Había rodado hasta una posición que lo dejaba frente a frente con su adversario, y un cuchillo había aparecido por milagro en su mano, listo para ser lanzado. D’Shay despertó entonces de su locura y empezó a gritar. Dos figuras cubiertas con pesadas armaduras se reunieron con él en el montículo, figuras que probablemente no eran humanas, supuso el Grifo.
D’Shay se volvió, su cuerpo se movía despacio, vacilando. El Grifo lanzó el cuchillo y apuntó, no a su espalda, que los dos guardas empezaban a cubrir, sino a su pierna. Uno de los guardas efectuó un tardío intento de interponer la suya, pero fue demasiado lento.
De no haber sido por su estado físico que lo hacía moverse con gran lentitud, el cuchillo habría pasado por encima de su hombro sin causar el menor daño, pero la hoja alcanzó a D’Shay en la desprotegida parte posterior de la pierna cerca de la rodilla. El piratalobo lanzó un grito, hizo un débil intento de agarrar el mango del cuchillo y, finalmente, desapareció de su vista. El Grifo, entretanto, recuperó la espada y se dispuso a enfrentarse a las dos figuras de armadura, descubriendo entonces que ambas habían dejado de moverse. Aguardó, sospechando alguna estratagema, pero los dos seres continuaron allí donde estaban, paralizados, sin llegar a completar el movimiento que estaban a punto de hacer cuando D’Shay cayó. Era evidente que la voluntad de D’Shay era su voluntad, eso era todo. Que no se movieran significaba que su amo estaba inconsciente… o muerto.
El Grifo decidió arriesgarse, envainó la espada y subió hasta lo alto. Con mucha cautela —pasadas experiencias con su adversario le habían enseñado a no confiar en nada— miró al otro lado.
El poderoso piratalobo yacía hecho un ovillo, desmadejado y muerto. Además de la herida del cuchillo, que al parecer le había provocado la rotura de la pierna al caer montículo abajo, tenía la cabeza vuelta en un ángulo inverosímil. Si era un truco, era excelente… no obstante, ya había visto morir a D’Shay en otra ocasión, de modo que prefirió no arriesgarse. Con la esperanza de no tener que lamentar su decisión empezó a descender hasta el cuerpo.
De no haber visto cómo sucedía y de no haber participado en la escena, el Grifo habría supuesto que alguien había matado a D’Shay hacía más de una semana. Tenía la piel casi completamente gris y hasta momificada en parte. Recordó algunas de las cosas mencionadas por Freynard, pero sólo sirvieron para confundirlo aún más. El antiguo mercenario se incorporó. Fuera cual fuera la función que había cumplido Shaidarol durante todos aquellos años al servicio del demente dioslobo, ese cuerpo ya no podría prestarle más servicios. Desenvainó la espada, la levantó por encima de su cabeza, y la descargó sobre el cuello con todas sus fuerzas.
Apenas si encontró resistencia; la espada se hundió en el suelo y la cabeza, medio descompuesta ya, rodó a cierta distancia. El Grifo arrastró el cuerpo unos cien metros más allá y, para acabar bien las cosas, lo enterró bajo pesados cascotes. Luego hizo lo mismo con la cabeza.
«Descansa en pedazos», no pudo evitar pensar, y luego añadió, «y quédate ahí».
Finalmente, el Grifo examinó su costado. Había dejado de sangrar y si se ponía la mano sobre la herida, dolía menos. Ahora que ni D’Shay ni su mascota podían interferir, podría utilizar sus poderes para curarse. Sería un proceso lento; todavía no se había recobrado de las heridas anteriores aunque hubiera intentado que nadie se diera cuenta. No era el momento de preocuparse por ellas. Era el momento de ocuparse en buscar la forma de entrar… ¿dentro de qué?
Volvió a ascender el montículo, deteniéndose unos instantes para inspeccionar a los dos sirvientes de armadura. Aunque los trajes parecían vacíos, sabía muy bien que no era así. Estos seres eran porciones de los tzee que D’Shay había atrapado en secreto; carecían de conciencia propia y no respondieron a sus órdenes. Al final, el Grifo decidió dejarlos a merced de los elementos.
Sus ojos se clavaron en la localización aproximada de la trampilla, acción que estuvo a punto de resultar fatal, ya que su pie empezaba a descender la elevación cuando de improviso se dio cuenta de que tenía ante los ojos, no la bien camuflada entrada, sino un agujero cuadrado que se hundía en los cimientos del antiguo edificio. La sorpresa le hizo resbalar y descendió media pendiente (por fortuna apoyado en el lado sano) antes de conseguir detenerse. Completó el descenso de una forma más normal aunque era difícil evitar que los ojos se desviaran hacia la destapada entrada al mundo subterráneo de Qualard.
Una vez al pie de la elevación corrió hacia el agujero. Alguien, no sabía cómo, había retirado la losa. ¿El prisionero, quizá? Era dudoso, pero no podía comprobarlo. Por el momento no advertía la presencia del otro. Parecía que un muro impidiese el contacto.
Una hilera de escalones se hundía en la oscuridad. El Grifo se maldijo por no llevar una antorcha o algo parecido. Tendría que depender de su visión nocturna que, aunque excelente, no era en absoluto un sustituto de la luz.
Espada en mano, el pájaroleón descendió con cautela, casi como un pájaro que penetra a ciegas en las fauces del gato… o en este caso, del lobo. Avanzó despacio, dejando que sus ojos se acostumbraran a las tinieblas. El aire era seco pero respirable y bastante libre de polvo. Ninguna criatura, por pequeña que fuera, había convertido aquello jamás en su hogar. Era lo mismo que penetrar en una tumba que se acabara de sellar… Pero en este caso su ocupante todavía estaba vivo.
Había alguna luz, después de todo. Como en Canisargos, pequeños cristales salpicaban las paredes. Parecían irse despertando, como si los que tenía más cerca fueran despertando a los que estaban más alejados. Se le ocurrió que a lo mejor la tenue luz que llegaba de arriba había puesto en marcha una especie de reacción, pero entonces observó que los que quedaban atrás se apagaban gradualmente otra vez. Respondían a su presencia.
«La ciudad duerme sobre nuestras cabezas», le dijo un recuerdo.
—Los piratas-lobo nunca duermen —repuso antes de darse cuenta de que no hacía más que repetir algo que ya había dicho hacía muchísimo tiempo.
«¿Puedes hacerlo?», inquirió otro recuerdo, esta vez femenino al parecer.
Eso le dio que pensar. ¿Podía hacer qué? ¿Liberar al ser sepultado allí?
«¿Puedes morir sin aullar tu terror?».
¡Eso no era un recuerdo! Los cristales situados delante del Grifo se apagaron de repente, seguidos por los que tenía cerca y también detrás de él. Se vio sumergido en una oscuridad total, que sus ojos intentaron compensar sin lograrlo del todo.
El aire seco y puro dio paso a un aroma acre como el de un millar de años de carne descompuesta. Escuchó el ruido de huesos al quebrarse como si algo enorme los aplastara bajo sus imponentes garras. Un aliento cálido pareció barrer su rostro.
Dos ojos llameantes e inyectados en sangre lo miraron con intenciones asesinas desde el pasillo. Tuvo que levantar los ojos, ya que la cosa, su forma indistinguible en las tinieblas a excepción de aquellos ojos, se alzaba sobre él. El ser gruñó:
«Esta vez no es un sueño. Soy totalmente real, como puedes ver».
A su espalda, la luz que venía de la superficie se desvaneció y el Grifo oyó el golpe de la piedra al chocar contra la piedra. La entrada volvía a estar sellada.
Estaba atrapado… ¡y a solas con el Devastador en persona!