20

Durante los primeros temblores de lo que pronto se convertiría en un terremoto, D’Shay aguardó en silencio, pensativo, mientras contemplaba los resultados del trabajo de los guardianes. Una torre de vigilancia ya se había desplomado, y los soldados que intentaban asaltar las murallas de la ciudadela lanzaron vítores al verlo, pero el gran piratalobo no se quedó del todo satisfecho. Por el momento, la pronosticada «victoria en cuestión de minutos» tardaba en llegar más de lo que debiera. El tinte gris se había extendido ya a casi todo su brazo, y ahora era una de las piernas la que empezaba a mostrar las primeras señales. Señales de deterioro. Señales de que su cuerpo no duraría mucho más. Necesitaba a uno de los Supremos Vigilantes; ellos sabían cómo controlar la Puerta. Ellos o los no-gente, pero forzar a estos últimos a hacer algo que no quisieran era poco menos que imposible. Sin embargo, por algún motivo desconocido, estaban dispuestos a ayudar al Grifo más allá de lo marcado por su acostumbrada neutralidad. La verdad era que, desde la llegada del Grifo al continente, los seres sin facciones se habían convertido casi en aliados del País de los Sueños en sus esfuerzos por ayudar al enemigo de D’Shay.

«Deben de saber más que yo», pensó. «Deben de saber de Qualard más que los hechos superficiales. Saben algo sobre los orígenes del Grifo y qué es lo que lo convierte en una amenaza de tal magnitud para el Lord Devastador».

Pero ¿qué?

Por el momento, los dos sirvientes que había traído con él le ayudaban a mantenerse. Lo mejor era conservar las energías. Había pensado en la posibilidad de liberar a aquellas porciones de los tzee, de devolverlos de nuevo a la colonia de criaturas, pero lo más probable era que entonces se volvieran contra él y, en su estado, podría ser fatal. Sin embargo, mientras siguieran siendo sus esclavos no podía utilizar sus facultades para pasar del País de los Sueños al mundo exterior.

Toda la estructura de Sirvak Dragoth estaba cubierta de grietas y fisuras, y parte del suelo donde se alzaba la ciudadela había cedido. A ese ritmo, se dijo D’Shay con acritud, la enorme fortaleza se desplomaría sobre sus hombres antes de que consiguieran traspasar las defensas y aplastar a sus habitantes. Si Sirvak Dragoth caía, lo más probable era que los Supremos Vigilantes murieran… lo cual quería decir que él también moriría.

¡Aún no!

Cuando menos, atraparía al Grifo, y si para hacerlo tenía que arrastrarse hasta el corazón de la batalla, lo haría.

Su antiguo prisionero, Freynard, tenía que estar en la ciudadela. Si no estaba allí es que los tzee lo habían transportado al mundo exterior. En cualquier caso, D’Shay no conseguía localizarlo, y no le ayudaba nada el hecho de que, al haber perdido el contacto directo con el Devastador, sus propios poderes se vieran muy disminuidos.

Le pareció oír hablar a alguien, pero cuando se volvió no vio a nadie cerca. Irritado ante su propio nerviosismo ordenó a los dos criados que le ayudaran a regresar a su tienda. En esos momentos no podía hacer nada, nada en absoluto, hasta que Sirvak Dragoth cayera «dentro de otros pocos minutos».

«Tzee…».

—Deteneos —ordenó, y los tres se detuvieron en seco.

«Tzee…».

¡Eran ellos! Apenas perceptibles, sí, pero los tzee habían regresado. ¿Por qué?

—¿Qué queréis de mí ahora?

«Tzee… ayudan… ayudaran…».

D’Shay ocultó su creciente excitación. Si los tzee estaban dispuestos a ayudarle, era porque querían algo a cambio. Alguna cosa no marchaba… Su voz era muy apagada, apenas audible en ocasiones.

«Tzee… ayudan… poder…».

Era difícil de descifrar al principio, pero D’Shay lo comprendió al fin. Volvían a necesitar poder. Algo había hecho pedazos a los tzee, los había fragmentado literalmente de modo que lo más probable era que esa fuera la colonia coherente de mayor tamaño que quedaba. A cambio, le ayudarían.

—Si deseáis hacer tratos conmigo, os quiero donde pueda veros. ¡Manifestaos! —Despidió a los dos sirvientes. Por el momento tendría que depender de sus propias fuerzas; no podía demostrar más debilidad de la necesaria.

«Tzee… esfuerzo…».

—¡Hacedlo, o dejaré que os disipéis aquí mismo! —Era una acción bastante arriesgada, desde luego. Si los tzee no obedecían, sería D’Shay quién se «disiparía»; pero tenía que conocer hasta dónde llegaba su poder sobre aquellas criaturas.

Poco a poco, una masa confusa y agitada, oscura como la noche, creció ante sus ojos. De un diminuto punto que danzaba ante sus ojos, empezó a expandirse y expandirse hasta que, por fin, se convirtió en una nube viviente de energía y materia… pero no tan grande como la recordaba el piratalobo.

—Así que alguien ha humillado a los poderosos tzee. ¿Ha sido D’Rak?

«Tzee…».

Fue todo lo que respondió la nube, pero de algún modo D’Shay sintió que su rival había tenido algo que ver.

—¿Dónde está él ahora?

El gran guardián no podía estar en el País de los Sueños. Lord Petrac estaba muerto, los tzee no le ayudaban, y los nogente… bien, eso era obvio.

«Tzee… Qualard…».

Aunque estuvieran fragmentados, los tzee seguían siendo una entidad. Lo que las entidades más pequeñas, abandonadas, veían y oían, pasaba también a conocimiento de la entidad que había huido.

—¿Qualard? —La sorpresa y comprensión evidentes en la voz de D’Shay fueron suficientes para hacer retroceder precipitadamente a la nube unos cuantos centímetros.

¡Qualard! ¡Todo empezaba a encajar ahora! Un intento desesperado de salvar al País de los Sueños mediante el cumplimiento de su misión después de tanto tiempo… pero, bien mirado, ¿qué tenía el tiempo que ver? Lo que el Grifo buscaba seguía allí, esperando.

—¡Volved aquí! —espetó a los tzee. La nube se adelantó despacio, todos los ojos con aspecto abatido como los de niños a punto de ser castigados. Se detuvo a la altura de sus ojos, a menos de medio metro de distancia—. ¿Dónde está el prisionero que me robasteis? ¿Dónde está Freynard?

«Tzee… no Dragoth… no… aquí…».

—¿Lo entregasteis a los aliados del Grifo?

«Tzee…».

—Pero ¿ahora ya no está allí?

«Tzee… no…».

—Entonces está con el Grifo. En Qualard.

«Tzee… no… sa…».

—No os preguntaba a vosotros.

Mientras los amonestados tzee flotaban impacientes, la mente de D’Shay trabajaba a toda velocidad. No tenía tiempo de regresar a Canisargos, y dudaba incluso de que ir allí fuera una buena idea en aquellos momentos. Con él supuestamente atrapado en el País de los Sueños era probable que la posición del gran guardián se hubiera fortalecido. D’Shay era consciente de que podía regresar y encontrarse con que sus aposentos privados habían sido saqueados por los hombres de los guardianes.

Clavó los ojos en los tzee y, como si éstos lo percibieran, la nebulosa masa intentó encogerse sobre sí misma.

—Tenéis que transportarme a Qualard. Visualizaré mentalmente la localización exacta.

«Tzee… necesitan… poder…».

D’Shay negó con la cabeza. En realidad carecía de poder para dar, pero eso no debían saberlo los tzee.

—Después de que me hayáis dejado en mi punto de destino.

«Tzee…».

—No tenéis a nadie más que quiera tener tratos con vosotros… y en vuestro estado actual no puede decirse que seáis una amenaza para nadie. ¿Bien?

«Tzee… ssssí…».

Mientras el piratalobo los observaba, los tzee parecieron condensarse hasta formar una masa más compacta y espesa, como si se preparasen para sacrificar una parte de la colonia misma. No llamaban a la Puerta sino que creaban un portal propio, algo que el País de los Sueños les permitía hacer. Ese era el único poder auténtico que poseían los tzee. Sin embargo, por ser una parte del País de los Sueños, sin duda adquirían sus habilidades de lo que fuera que había creado a la Puerta en primer lugar. D’Shay desechó la teoría de su mente. Ahora no era el momento de preocuparse por algo que nada tenía que ver con su supervivencia. Sintió que los tzee tocaban sus pensamientos por un instante, pero sólo para obtener la información que precisaban sobre el punto de destino. Ahora ya no tendría que esperar más que unos segundos.

Tzee… Puerta… deprisa…

Un portal que brillaba amenazador se materializó junto a uno de los guardas sin vida. D’Shay levantó la vista en dirección a los tzee; hacían un tremendo esfuerzo para conseguir mantener tanto el portal como la propia existencia, y dudó que consiguieran ambas cosas durante mucho tiempo. Ordenó a los dos sirvientes que penetraran en el agujero y, mientras miró en derredor. La victoria estaba asegurada aquí, y nadie se daría cuenta por el momento de que el oficial al mando no estaba allí, cuando el oficial en cuestión era D’Shay, conocido por sus excentricidades. Todo lo que en aquellos momentos importaba a los aramitas era la victoria sobre éste, su mayor escollo. Ni se daban cuenta de por qué luchaban en realidad.

Lanzó una carcajada, no sin un dejo de amargura, se dio la vuelta, y penetró en el portal.

La última persona en atravesar el portal resultó hasta cierto punto una sorpresa. Penetró a toda velocidad, rodó hacia adelante, y después de dar una voltereta se quedó en posición de firmes, aunque un poco tambaleante, espadín en mano.

Morgis tenía la espada lista y habría despachado rápidamente al recién llegado si el Grifo no le hubiera sujetado la muñeca.

—¡No! ¡El capitán Freynard es uno de mis hombres! El dragón lo miró dubitativo.

—¿Uno de vuestros hombres? ¿Aquí, al otro lado de los Mares Orientales?

—No tengo tiempo de explicarlo. Basta decir que ha sido prisionero de D’Shay.

—¿Lo ha sido? —Morgis seguía sin estar convencido—. ¿Entonces cómo escapaste? Este D’Shay no me parece a mí un tipo descuidado.

Freynard abrió la boca para hablar y luego vaciló. Al cabo de unos segundos hundió los hombros, meneó la cabeza y dijo despacio:

—No sé cómo escapé, Majestad. Sólo recuerdo una repentina neblina oscura… y luego me encontré vagando por el bosque, las ligaduras sueltas, no muy lejos del lugar al que llamáis Sirvak —Dragoth. Dos de esas… de esas cosas sin rostro me cogieron y…

—Y terminaste en el interior de la fortaleza —acabó por él el Grifo—. Me da la impresión de que alguien te quería lejos de D’Shay, pero no muerto. Esa neblina oscura me suena a los tzee, pero no recuerdo que fueran tan poderosos.

—Ni yo —añadió Haggerth.

—Sigo sin confiar en este tipo. El Grifo se revolvió contra él:

—Entonces ponéis en duda mi decisión y también la lealtad de un hombre que siempre ha estado dispuesto a dar su vida por mí… aunque yo no haya querido nunca que sucediera tal cosa.

—De todos modos lo haría —repuso Freynard en voz baja.

—Esperemos que no tengas que hacerlo jamás. Bien, ¿duque Morgis? Me gustaría continuar con esta misión.

El dragón lanzó un sonoro siseo, pero asintió.

—Y, ¿por dónde empezamos?

Los ojos de todos se posaron largamente sobre lo que los aguardaba.

Qualard había sido una metrópoli gigantesca, con elevadas torres e imponentes murallas. Lo que quedaba ahora hablaba más de lo mucho que se había perdido que del tamaño que hubiera tenido la ciudad. Incluso después de dos siglos de verse expuesta al desgaste de las fuerzas de la naturaleza —y eso sin contar el terremoto inicial que la había destruido (y que podía o no haber sido obra del Devastador, el Grifo se sentía escéptico sobre este punto) —, las ruinas de Qualard seguían siendo imponentes. Muchas estructuras ya no eran más que enormes montones de cascotes inidentificables. Casi todo lo que era de madera se había podrido tiempo atrás, pero suelos de mármol y columnas —lo que no había quedado hecho pedazos— se veían por todas partes. Muchas paredes, cosa bastante sorprendente, seguían todavía en pie. Unas cuantas calles eran aún transitables hasta cierto punto aunque una o dos terminaban en profundas simas. Una parte de la ciudad se había levantado del suelo al menos cinco metros; unos pocos edificios, sin sus cimientos, se mantenían todavía también en pie. A su derecha, un profundo barranco era todo lo que quedaba de un edificio, a excepción de una piedra angular.

Nadie habló al principio. Trola fue la primera en romper el silencio y susurrar al fin:

—¡Cómo debió de ser ese día!

—Fue terrible —musitó el Grifo en voz apenas audible y entonces se sobresaltó al darse cuenta de lo que acababa de decir.

—Tú estabas aquí cuando sucedió.

Él la miró. A pesar de la frase que se le había escapado, su mente seguía en blanco, sin ningún recuerdo de lo ocurrido, sólo que había sido terrible.

El lugar en el que se encontraban debió de ser una plaza, pues quedaba un espacio relativamente despejado a su alrededor. El pájaroleón giró en redondo en un intento de orientarse mediante los espectros de memorias perdidas.

—Si no me equivoco, estamos cerca del centro de la ciudad.

Sus palabras los devolvieron a la tarea que los había llevado allí y también les hizo darse cuenta del viento helado que soplaba entre las ruinas de la antigua capital aramita. Haggerth se sujetó la parte inferior del velo y lo mantuvo en su lugar con una mano mientras utilizaba la otra para asegurar una de las esquinas —que llevaba un pequeño lazo— a un corchete de la túnica. Cuando tuvo ambas esquinas así aseguradas, meneó la cabeza y emitió un comentario sobre algunas de las regiones más desagradables de la otra vida tal y como él la imaginaba.

Troia tenía el pelaje erizado. Su respuesta al comentario del Supremo Vigilante era irrepetible, pero transmitió a la perfección su punto de vista.

Cuanto más tiempo permanecieran allí inmóviles, más les afectaría el frío reinante. El Grifo se convenció de que se encontraban cerca del lugar al que quería ir; no recordaba Qualard, pero tenía la sospecha de que su diseño se parecería al de Canisargos… y así era. Eso confirmó lo que había dado por sentado antes de su primer intento de llegar allí: que encontraría lo que buscaba aproximadamente por la misma zona en que el Gran Maestre tenía su fortaleza en la capital actual.

—Dado el tiempo de que disponemos —empezó—, vamos a tener que separarnos.

—Es una imprudencia, ¿no creéis? —siseó Morgis.

—En cualquier otro momento, sí. En esta ocasión, no podemos elegir. Debemos darnos prisa. Existen tres zonas probables. Troia, Supremo Vigilante, si no tenéis ninguna objeción, me gustaría que buscaseis por allí. —El Grifo indicó una extensión bastante estable situada algo más allá a su izquierda.

—No quiero dejarte —protestó Troia—… no quiero dejarte aquí.

—Aquí no hay nada más que ruinas. No hay vida, no hay peligro a no ser ladrillos que se desmoronen. —Sacudió la cabeza con un rápido gesto, como si no tuviera la menor preocupación aunque en realidad las preocupaciones lo abrumaban —. Morgis, me gustaría que el capitán Freynard y vos buscarais por el norte allí donde empieza a hundirse. Acaso haya túneles por debajo. Si alguien encuentra algo, que regrese aquí. En el peor de los casos, nos encontraremos… —Levantó la cabeza. La luz del sol no era común en aquella región, las nubes oscurecían el cielo—. Intentad calcular una media hora. Freynard se aclaró la garganta.

—Con el debido respeto, Majestad, pero descuidaría mis deberes si no me quedara junto a vos.

—Ya no soy tu señor. No tienes ningún deber hacia mí.

—En ese caso… —Freynard consiguió mostrar una sonrisa entre la maraña de su barba—… no podéis ordenarme que no os acompañe.

—Y si pensáis que voy a dejaros solo con él —dijo Morgis posando una poderosa mano sobre el hombro del capitán—, estáis loco.

El Grifo los separó antes de que la discusión se agriara más.

—Si ninguno de los dos puede seguir instrucciones…, y os lo pido en nombre del tiempo que se nos acaba de forma dramática mientras os dedicáis a parlotear…, quedaos aquí. Necesito gente dispuesta a trabajar, no a discutir.

Tras un breve silencio, ambos guerreros cedieron, y el pájaroleón lanzó un suspiro de alivio.

—¿Qué dirección tomarás, Grifo? —inquirió Haggerth.

—Sur. Ahora, se acabó la charla.

Se separaron de mala gana; Haggerth, obligado a animar a Troia para que lo siguiera; Morgis y Freynard vigilándose el uno al otro mientras andaban. El pájaroleón se negó a mirar a ninguno de ellos, giró sobre sus talones y avanzó con decisión hacia el sur. Se abrió paso por encima de pedazos levantados de calle y largas y estrechas grietas, y no se detuvo hasta estar a más de cien largos pasos del punto de partida. Descendió de un salto a un lugar en el que el suelo se había hundido en parte y se volvió para comprobar qué hacían los otros.

Ni a Morgis ni a Freynard se los veía. En cuanto se acostumbraran a la situación, empezarían a concentrarse en la búsqueda. Ambos eran guerreros veteranos y muy pragmáticos cuando todo había sido dicho y hecho.

Apenas si podía distinguir a Troia y a Haggerth. Como no estaba muy seguro de lo viejo o ágil que pudiera ser el Supremo Vigilante, había escogido para ellos el camino más sencillo. Mientras los contemplaba, primero Troia y luego el vigilante desaparecieron tras una elevación que acaso alguna vez fuera el primer piso de un edificio.

El pájaroleón esperó unos segundos hasta estar seguro de que ninguno iba a volver sobre sus pasos para reunirse con él. Entonces salió de su escondite, contuvo la respiración, y empezó a abrirse camino hacia… el este.

Sabía a dónde tenía que ir, de la misma forma que sabía que alguien podría ya estarlo esperando allí. Para matarlo o morir. El Grifo sabía esas cosas, las había sabido, desde el momento en que empezó a separar al grupo. También sabía un poco más sobre el secreto que se ocultaba allí.

No era una cosa lo que buscaba sino más bien un prisionero. Una… entidad… que el Devastador había aprisionado mucho antes de la existencia de los pirataslobo. Una entidad que aguardaba paciente, que aguardaba el momento oportuno, que sabía que podría obtener la libertad si tenía cuidado… Y ahora había llegado el momento, pero los agentes del Devastador también estaban allí. Es decir, al menos uno estaba.

Una corta escalada a una pieza arquitectónica irreconocible lo condujo a una zona relativamente despejada. Este había sido el palacio del Gran Maestre, gobernante mortal —de nombre— de los piratas-lobo. Se veían cascotes desperdigados por distintos lugares, pero la colocación de los fragmentos parecía un poco demasiado precisa. Tal y como sospechó, el montón de mayor tamaño se encontraba cerca de uno de los rincones más alejados. Se acercó al lugar e inició la tediosa tarea de retirar los escombros.

Trabajó durante lo que calculó fueron diez minutos antes de que se notara el fruto de sus labores. El viento había arreciado, pero el antiguo mercenario apenas si se dio cuenta mientras contemplaba lo que había desenterrado. Una trampilla. Para la mayoría de los ojos, habría sido invisible, pero, gracias a una inspección cuidadosa, consiguió localizar los bordes. La puerta era desconcertante; no tenía un asa visible, y encajaba tan a la perfección que ni sus garras conseguían introducirse entre las junturas.

—Ahora no —masculló el Grifo—. ¡Ahora no, cuando al fin estoy tan cerca!

En cierta forma, liberar a lo que fuera que estuviera encadenado allí dentro era secundario al hecho de descubrir por fin su auténtico pasado. De habérsele dado a escoger, no obstante, se habría decidido por liberar a lo que allí hubiera. Un puñado de recuerdos no podían valer lo que vale la vida de una sola persona.

Un desprendimiento de piedras en miniatura en alguna parte a su espalda le advirtió que ya no estaba solo.

Con cuidado, como si no se hubiera dado cuenta, el Grifo abandonó su inspección del suelo de piedra, cruzando los brazos mientras se erguía. Daba la espalda a quien fuera que se hubiera acercado a él, de modo que al recién llegado le era imposible saber que una de sus manos descansaba ahora en la empuñadura de su espada.

El intruso volvió a moverse, produciendo otra diminuta avalancha de piedras. Esta vez no pudo ignorar el ruido, y su mano se cerró sobre la empuñadura.

—¡Matar! ¡Matar!

La aguda voz parecida a la de un pájaro lo sobresaltó tanto que a punto estuvo de no conseguir desenvainar la espada. Giró en redondo justo antes de que se iniciara el segundo grito. La sorpresa ya no constituía un elemento en esa empresa, ahora que ya sabía a lo que se enfrentaba. El grito de la criatura lo había decidido por él. La reconoció, no por las palabras. Más bien el Grifo había recordado los gritos de los de su especie cuando Morgis y él tuvieron que luchar contra ellos para huir de Canisargos.

Pero la sorpresa parecía tener aún una nueva carta que jugar, ya que el grifo que lo contemplaba era posiblemente el mayor que había visto jamás. Esta bestia era el doble de grande que aquellas en las que cabalgaban los centinelas. De no haber sabido lo salvaje que era el animal, casi le habría parecido majestuoso. Casi majestuoso, pues la sangre de su pico y plumas eliminaba todo tipo de ilusión al respecto.

La sangre estaba todavía bastante fresca.

Tenía un terrible desgarrón en un ala, desgarrón que explicaba por qué no se había lanzado desde lo alto y acabado con él antes de que hubiera tenido tiempo de reaccionar ante su presencia. Mostraba también otras heridas, la mayoría de poca importancia, pero se dio cuenta de que respiraba con dificultad, como si tuviera una lesión interna. La comprobación no le sirvió precisamente para animarlo. Si había algo más peligroso que un grifo, aparte de los dragones, era un grifo herido. Ésa era una de las cosas que él tenía en común con la criatura.

El monstruo intentó rodearlo, pero era difícil mantener el equilibrio sobre aquel terreno, y empezó a resbalar desde el montículo en que se encontraba. Extendió las alas, o más bien el ala, en un débil intento de volar. La imposibilidad de lograrlo sólo consiguió enfurecer aún más al grifo. Durante todo el tiempo no dejó de chillar la palabra que era evidente alguien se había esforzado duramente por hacerle aprender.

El pájaroleón intentó alcanzarlo con su poder y acabar con aquello en un momento, pero, ante su sorpresa, el animal poseía una especie de protección que desde luego no era en absoluto de origen natural.

—En un principio eran dos, sabes…

El ex mercenario retrocedió para no perder de vista al animal y al mismo tiempo enfrentarse también al recién llegado.

—¿Para qué los necesitabas? —El Grifo se volvió, intentando mantener a los dos dentro de su campo de visión—. Tú tienes más de animal salvaje que una docena de estos juntos, D’Shay.

D’Shay, todavía fuera de su vista, lanzó una risita satisfecha y, ante la exasperación del pájaroleón, empezó a moverse de manera que animal y amo se encontraran siempre en un ángulo de ciento ochenta grados de distancia el uno del otro. El Grifo siguió girando, pero descubrió que, a pesar de su extraordinaria vista, necesitaría ojos en el cogote para poder controlar a ambos de forma simultánea.

—Lo tomaré como un cumplido. Sabes, esto realmente demuestra cómo puede cambiar la suerte a veces.

—¿En qué forma? —preguntó el Grifo, deseando que la suya mejorara lo antes posible.

—Cuando nos volvimos a encontrar después de tanto tiempo en la cueva del Dragón Negro… en Lochivar, ¿verdad?, yo daba por finalizado un compromiso con el señor dragón porque ya no podíamos permitirnos darle esclavos a cambio de un puerto para casos de emergencia.

Pensábamos que podríamos necesitar a aquellos hombres. Habíamos conquistado tanto territorio de este continente como considerábamos necesario y decidido que había llegado el momento de ocuparnos de los Supremos Vigilantes y de Sirvak Dragoth. Imagina nuestra sorpresa cuando, a pesar de mi ayuda, éstos no sólo nos contuvieron sino que nos forzaron a retroceder.

La bestia escogió aquel momento para gritar: «¡Matar! ¡Matar!».

D’Shay le chilló algo, un sonido más que una palabra, y el animal se calló. El piratalobo se disculpó:

—Tienden a ser criaturas impacientes.

—Lo comprendo. No se te puede negar que eres prolijo en tus explicaciones.

Casi pudo imaginar una sonrisa en el rostro lobuno de D’Shay.

—Me extenderé muy poco más. Quiero saborear esto. Hasta hace algunos minutos pensaba que iba a morir. Ahora estoy a salvo. Estaba atrapado en el País de los Sueños; ¿lo había mencionado? A los tzee, quienes debo admitir son más astutos de lo que imaginaba, les falló algún plan que tramaban, de modo que acudieron a la única persona que aún estaría dispuesta a tener tratos con ellos.

El Grifo dio un traspié, pero recuperó inmediatamente el equilibrio.

—Nunca se debe tener tratos con los tzee.

—Sí —repuso D’Shay, sin dejar de moverse—, ya lo aprendí. Pero ahora ya no hay por qué preocuparse. No tenían poder suficiente más que para crear un portal y transportarme aquí. En cuanto llegué, se desvanecieron por falta de poder… exactamente como yo esperaba. Eso es lo que les sucede a los traidores.

—Ojalá te hubieran dejado flotando en el Vacío por accidente.

—Eso te habría gustado, claro. Como te dije, la suerte cambia. El punto muerto continuó, y yo me dediqué a buscar nuevos puertos, en apariencia para aplacar el malestar del consejo, pero en realidad porque sabía que seguías vivo. Ya conoces el resto. El punto muerto llegó a su fin y nosotros quedamos en el lado de los vencedores. Tal y como lo veo ahora, tú y yo hemos intercambiado papeles. Tú tenías un país para respaldarte, y yo me vi obligado a moverme a hurtadillas; ahora, yo poseo el poder de un imperio, y tú, tú no eres más que una esperanza aislada. El depredador se ha convertido en la presa.

D’Shay dejó de moverse y, como si hubiera recibido una señal invisible, el grifo se detuvo también. Sus zarpas arañaron el inestable suelo, el pico abierto, hambre y rabia pintados en sus ojos enloquecidos.

—Me gustaría poder decir —añadió el pirata-lobo—, que la sangre procede de tus compañeros. Pero no lo diré. Eso ya llegará.

—¿D’Rak? —El Grifo se maldijo en silencio. Había confiado en que los alejaba del peligro.

—No, la suya, pero seguramente la de alguno de sus bufones. Él está aquí en alguna parte, pero no lo sabe todo. Una lástima. Estoy seguro de que le habría gustado la poesía de este instante.

La bestia lanzó un rugido, reaccionando a una nueva señal, y saltó sobre el Grifo.