14

—¿Qué voy a hacer contigo, D’Altain?

D’Shay extendió el brazo, cogió al traidor guardián por el cogote, y lo lanzó contra la pared opuesta. D’Altain se estrelló contra ella con un golpe sordo. Gracias a la armadura y al talismán no sufrió serios daños.

Al fondo de la habitación los dos grifos se arrojaron contra los barrotes de sus jaulas y empezaron a gritar sin tregua. D’Altain quería que dejaran de chillar la palabra matar, pues sabía que no se encontraba en una situación demasiado cómoda. D’Shay podía salvarlo de la venganza de D’Rak, pero quizá para poderlo castigar él mismo.

El piratalobo se inclinó y tiró del desdichado para ponerlo en pie.

—Lo vuelvo a repetir. ¿Qué voy a hacer contigo? Has fracasado de forma lamentable, has destruido el valor que tenías para mí al precipitarte en tu actuación, me has costado la vida de otros que había infiltrado entre los guardas de confianza del mismo D’Rak. ¿Puedes decirme qué he de hacer contigo?

—Mi señor. —D’Altain ya no pensaba en su reputación; ahora suplicaba incluso—: Mi señor, os he servido bien antes. Siempre os he informado de dónde, qué, y cuándo. Siempre habéis mantenido vuestra situación de privilegio ante el Gran Maestre. ¡Por favor, mi amo, sé que os he fallado en esta tarea, pero todavía puedo seros útil! ¡No puedo regresar!

—No, no puedes.

D’Shay sonrió y soltó al traidor. Al hacerlo, observó que su piel cada vez más gris empezaba también a escamarse. Había aguardado más de lo necesario, con la esperanza de disponer las cosas de forma que quedara indefenso durante el cambio. Ya no podía contar con ello. Por un instante consideró la posibilidad de utilizar a D’Altain, pero el aramita era demasiado insustancial para trabajar con él. Se consumiría demasiado pronto.

Todavía tenía a su prisionero. Todo dependía del Grifo… ¡que no aparecía por ninguna parte!

—Estoy de acuerdo —continuó, observando la ligera expresión de alivio que se pintó en las facciones de su antiguo espía—. No puedes regresar. Debes quedarte aquí.

—¡Gracias, mi señor!

D’Shay miró a la espalda del hombrecillo, al lugar donde dos de sus sirvientes sin vida aguardaban. A una señal tácita, éstos avanzaron y sujetaron por los brazos al sorprendido guardián.

—¡Lord D’Shay! ¿Qué es lo que hacen? Sus ojos se volvieron de repente hacia las jaulas que encerraban a los dos grifos mascota del pirata-lobo; unos guardas parecidos a los que lo mantenían prisionero soltaban a las bestias en aquellos momentos. Los animales chillaban llenos de jubilosa ansiedad. El aramita se debatió con desesperación, pero fue inútil.

—Me has servido bastante bien en el pasado, D’Altain, pero tu actual fracaso es inaceptable. De modo que voy a servirte… como última golosina antes de que mis criaturas disfruten del plato principal. El Grifo. —D’Shay estiró el brazo y arrancó el talismán y la cadena del cuello del otro—. No lo vas a necesitar.

Observó con satisfacción e interés clínico cómo sus guardas arrojaban al desventurado guardián en medio de las dos fieras salvajes, pero D’Altain resultó menos estimulante que su último prisionero. Mientras los dos grifos continuaban con su espantoso juego sintió un contacto helado en la mano. Bajó la vista y advirtió que el cristal ya no resplandecía con el poder de los guardianes; ahora no era más que un guijarro mate. Lo arrojó al suelo y lo aplastó con el talón de la pesada bota.

Habría sido más agradable si el cristal hubiera sido el gran guardián en persona. D’Rak había dejado de ser una molestia constante; se había convertido en una amenaza que casi competía con el Grifo por la supremacía. Un asesinato era impensable. El Devastador esperaba más de aquellos que le servían. Incluso un asesinato afortunado reduciría probablemente la estima que le tenía su amo. No, primero tenía que humillar al rival ante sus colegas, despojarlo de su prestigio y, por lo tanto, de su rango. Eso satisfaría al señor de los aramitas.

También evitaría posibles repercusiones. Sabía que algunos de los hombres de D’Rak vivían como si sus vidas dependieran de la salud del gran guardián; sabía que eso era cierto en algunos casos, pero, si bien el hecho lo libraría de algunos personajes molestos, también lo dejaría sin otros aliados que podían serle útiles en el futuro.

Algo se tramaba y le disgustaba estar tan poco enterado de lo que era. Las cosas parecían escapársele de las manos. No le sucedía en el pasado. Ahora, realmente empezaba a preocuparse por su existencia y su posible brusco final. También le preocupaba el hecho evidente de que su señor, el Devastador, últimamente empezaba a distanciarse de su siervo preferido, y eso sí era señal de algo.

¿Significaba que el Devastador pensaba en D’Rak como en su nuevo favorito? D’Shay se estremeció ante la idea de verse abandonado por su señor. No quería terminar de la misma forma que el Gran Maestre; era difícil decir si la no existencia era peor.

—¡He sido un estúpido! —masculló para sí.

Los guardas sin vida aguardaban pacientes sus órdenes. Los grifos, por su parte, se dedicaban a asearse tras el banquete. Eran comedores rápidos y voraces. Del difunto D’Altain sólo quedaban restos de armadura, arrancados como se arranca la piel a una fruta.

—Un estúpido —repitió en voz más baja aún. Permitió que otros hicieran su trabajo, cosa que generalmente había evitado en el pasado. Quizá se debiera a sus propios fracasos en el Reino de los Dragones. Quizá fuera ése el motivo, se dijo, de que hubiera empezado a depender tanto de los demás. No había más que un ser en quien podía confiar: él mismo. Lograría que otros le obedecieran, pero al final, tendría que ser su mano la que empuñara la espada. Eso era lo que lo había encumbrado hasta su posición actual; eso era lo que debía hacer para mantener su poder. Había sido aún más estúpido que D’Altain al no darse cuenta de ello.

Mientras contemplaba cómo conducían a los grifos de regreso a sus jaulas —su voracidad saciada por el momento—, se preguntó dónde estaría el Grifo ahora. Otros jugadores tomaban parte en aquel juego, el gran juego del Devastador. No se trataba sólo de D’Rak y los Supremos Vigilantes de Sirvak Dragoth. Sabía, por ejemplo, que más de un bando utilizaba a los molestos tzee. Si él…

D’Shay se interrumpió. Los tzee. Vaya, ésa era una posibilidad que no había considerado…

* * *

«Tzee…».

Eran más poderosos de lo que el Grifo creía posible.

«Tzee…».

Había caído de rodillas. A un lado, Morgis luchaba por mantenerse en pie, pero sus piernas temblaban, y, en cuestión de segundos, se reunió con el Grifo en el suelo. Jerilon Dane, a quien el Grifo suponía cómplice del ataque, se retorcía no obstante en el suelo víctima de la violencia de la nebulosa entidad múltiple. Sólo Lord Petrac, por supuesto, y Troia permanecían indemnes. La Voluntad del Bosque hablaba con la mujer en voz baja, explicándole por lo visto los motivos de lo que hacía. El Grifo observó con ojos nublados cómo ella discutía. Las palabras eran ahogadas por el incesante murmullo que le entumecía la mente, y sólo pudo imaginar lo que estaban diciéndose. De lo que sí se daba cuenta era de que Troia se encontraba en un terrible dilema. Por un lado, adoraba al Supremo Vigilante como a alguien especial, alguien por encima de las insignificantes emociones que la mayoría de los seres permitían que controlaran sus vidas. Por otro lado, se daba cuenta de que lo que Lord Petrac hacía iba en contra de cuanto le habían enseñado en Sirvak Dragoth.

El Grifo cayó al suelo, golpeándose el pico contra él. Jerilon Dane había dejado de moverse. Morgis todavía se debatía débilmente, y, lo más probable, era que durase un poco más que el Grifo. El pájaroleón dedicó una última mirada a Troia. Por lo visto la discusión había terminado. Con un movimiento de su cayado, el Supremo Vigilante la envió a otro lugar. Al Grifo le consoló saber que Lord Petrac se preocupaba por ella y no le haría daño.

Todo a su alrededor se volvió negro.

Curiosamente no estaba del todo inconsciente. O bien soñaba. Si se trataba de un sueño, era uno muy insustancial, flotaba en la nada, un lugar muy parecido al vacío, pero negro como el carbón. Su cuerpo se negaba a funcionar, cosa que le preocupó hasta que se dio cuenta de que, puesto que se trataba de un sueño, en realidad no importaba.

De improviso comprendió que ya no estaba solo.

«Grifo».

Intentó hablar, pero las palabras no surgían. De todos modos, de alguna forma supo que el otro lo comprendía.

Se produjo una brillante llamarada, y allí apareció él.

Más imponente que cualquier hombre que el Grifo hubiera conocido. Más fornido y más alto, con una figura que denotaba años de duros conflictos. Era un guerrero, no un hombre que simplemente llevase una armadura, una armadura negra como el ébano y adornada con piel. El rostro lo llevaba cubierto por un yelmo de lobo que le cubría el rostro y dejaba sólo los ojos al descubierto, ojos abrasadores, que lo escudriñaban todo. No había nada que tuviera visos de humanidad en aquellos ojos.

«Grifo».

—Te… oigo. —El pájaro-león se sobresaltó ante el tono de su propia voz.

«Soy el Gran Maestre de la Manada».

El Gran Maestre de la Manada. Un gobernante tan enigmático como el Dragón de Cristal, el Rey Dragón que, al final, asestó el golpe definitivo a su hermano loco, el Dragón de Hielo. Pero, aparte de esta similitud, no podía meterlos en el mismo casillero. El Grifo sentía que podía confiar en el Dragón de Cristal, mientras «confianza» no era una palabra que asociara con la figura que flotaba ante sus ojos. La confianza no cuadraba con el Gran Maestre. Ni con la mano que conducía a los pirataslobo.

«Divertido».

El Gran Maestre sabía lo que pensaba, de modo que el Grifo le dejó ver más, mucho más.

«Me siento tentado de retirar mi oferta. Escúchame, inadaptado».

Su cuerpo en el sueño se erizó ante el insulto, pero apañe de eso no pudo moverse más que para preguntar:

—¿Qué oferta?

«Te daré el premio que hace tanto tiempo te esquiva».

—¿Qué premio? —Varias posibilidades pasaron por su mente.

«Puedo darte a… D’Shay». ¡D’Shay!

—No estoy precisamente en condiciones de recibirlo.

«Acepta y te liberaré. Coge a D’Shay, haz con él lo que quieras, y regresa al otro lado del mar».

—Para siempre, supongo.

«Si».

—No me pienso molestar en comunicarte mi decisión. Ya sabes cuál es.

Había ido allí en busca de su pasado y a observar hasta qué punto los pirataslobo eran una amenaza para el Reino de los Dragones, en especial para aquella región que había llegado a significar tanto para él. El Grifo descubrió entonces que su enemigo no estaba muerto, como creía, y la noticia añadía un tercer propósito a su visita. Pero, de todas formas, no era el propósito principal y le era tan imposible abandonar el continente sin haber cumplido esas tareas como abandonar a los habitantes del País de los Sueños a manos de las siniestras hordas del Devastador. La muerte de D’Shay no era el objetivo más importante, aunque el Grifo era el primero en reconocer que la idea podía a veces convertirse en una obsesión.

«¡Inadaptado! ¡Estúpido mortal! Te… te…».

La imagen del Gran Maestre pareció fundirse. El rostro de lobo creció, se convirtió en algo vivo y se separó de la materia en rápida descomposición que había sido el comandante supremo de los aramitas. Un enfurecido rostro lobuno se lanzó a lo alto, creciendo y creciendo hasta que las fauces fueron lo bastante grandes como para tragarse entero al Grifo. Una lengua enorme y roja se balanceaba entre las mandíbulas abiertas y la saliva caía a borbotones.

«¡Has tenido tu oportunidad! /No podrá decirse que no te la ofrecí! ¡Yo ganaré este juego, no obstante, y puesto que no has tenido el suficiente sentido común, serás aplastado igual que el resto! ¡Serás mío, vivo o muerto! ¡Entonces él ya no podrá librarse de sus ataduras! ¡Habré ganado el juego!».

Sin dejar de aullar, la enloquecida imagen desapareció. El Grifo, mentalmente agotado, perdió el conocimiento, pero no antes de que su cerebro hiciera hincapié en un detalle de interés. Si lo que había visto era cierto, el Gran Maestre no era tan sólo un recipiente para el Devastador sino que, a juzgar tanto por sus palabras como por el tono de voz, el dios viviente de los pirataslobo tenía miedo.

Tenía miedo de él.

* * *

Despertó en un pastizal. Miró a su alrededor somnoliento en busca de Troia y sintió una punzada de temor al no verla. Entonces recordó el estanque. Era su lugar favorito, claro. A diferencia de los felinos a los que tanto se parecía, a Troia le encantaba el agua; sin duda estaría nadando en aquellos momentos.

El Grifo se alzó entre las hierbas y levantó los ojos hacia el hermoso cielo matutino. Unas cuantas nubes blancas y esponjosas salpicaban el cielo, pero aparte de eso era como contemplar un brillante despliegue de seda azul. No recordaba haber visto jamás nada tan hermoso…

… y tampoco podía recordar cómo había llegado a estar allí con Troia…

… que era lo único que importaba. Ella lo debía de estar esperando. Bostezó. Fue mucho más fácil ahora que había cambiado a la forma humana; aunque había algo raro en esa transformación, pero le preocupó sólo durante unos segundos. De nuevo fue Troia quien le hizo olvidar todo lo demás. ¿Y por qué no? ¿Qué otra cosa necesitaba aparte de ella? Tenían el campo, los árboles, el estanque, y la comida que se les facilitaba… ¿qué otra cosa podía querer?

El ex monarca decidió que un buen baño le sentaría bien. Eliminaría las telarañas de su excesivamente abotagado cerebro. Se quitó la túnica y la arrojó a un lado. Nadie la cogería. No había nadie alrededor.

¿Morgis?

Meneó la cabeza. Nadie más. Sólo Troia.

El estanque apareció ante sus ojos, un brillante círculo, casi perfecto, de aguas nítidas. Unos cuantos árboles crecían a uno de los lados, y alguien había construido una diminuta plataforma que podía utilizarse para zambullirse de cabeza… ¿quién?

No importaba porque en ese preciso instante, ella apareció en la superficie del agua. Se sacudió, lanzando al aire miles de gotas de agua, y aspiró con fuerza para llenar sus pulmones de aire fresco. Se había quitado las ropas impuestas por las convenciones de Sirvak Dragoth, y la perfección de su rostro y cuerpo hicieron que el Grifo se cuestionara la increíble casualidad que los había unido… fuera ésta cual fuera.

Recorrió a la carrera el resto del camino, arrojando prendas de su vestimenta mientras lo hacía, aterrizó en la plataforma, y, justo cuando parecía que iba a precipitarse en el agua, dio un salto en el aire. No fue una zambullida perfecta, pero consiguió un objetivo secundario. Oleadas de agua volaron por todas partes, pero sobre todo fueron a caer sobre Troia, empapándola de nuevo. La joven farfulló algo y palmeó el agua alegremente.

El Grifo salió a la superficie, correspondiendo a la sonrisa de ella con la suya. Entonces algo de gran tamaño chocó contra su pierna. Era algo largo y musculoso, en absoluto parecido a los pececillos que habitaban en el estanque. Volvió a notarlo, y la satisfacción que sentía volvió a dejar paso a la incómoda sensación de que algún inconveniente lo acechaba.

Anillos de piel escamosa se arrollaron a sus piernas, se ciñeron con fuerza, y le hicieron perder el equilibrio. Cayó de espaldas en el estanque mientras Troia lo miraba sin comprender. Por suerte, el Grifo tuvo tiempo suficiente de tomar una buena bocanada de aire.

Con las garras listas para atacar, intentó averiguar qué era aquella criatura, y, sobre todo, dónde tenía la cabeza. Era un tipo de serpiente, y no recordaba haber visto nunca ninguna allí. El Grifo le lanzó un zarpazo, pero el agua obstaculizó su rapidez de reflejos y la criatura tuvo tiempo de echarse a un lado, sus uñas apenas si la rozaron.

—¡Grifo!

Una cabeza alargada de reptil se materializó a su espalda. El cuerpo de la serpiente se enroscó a su antebrazo mientras la cabeza se retorcía hacia adelante para poder verlo mejor.

—¡Grifo! ¡Basssta de tonterías! Su mano estaba alzada, y esta vez no habría ningún error. Un zarpazo decapitaría a la serpiente. Un solo zarpazo.

—¡Grifo, idiota! ¡Miradme! ¡Despertad! ¡Soy Morgisss! ¿Morgis? El Grifo meneó la cabeza. No conocía a ningún Morgis… sí… ¡no! Atrapado entre recuerdos contrapuestos, no prestó atención al hecho de que, en realidad, a esas horas ya se tendría que haber ahogado; pero la serpiente no perdió un segundo en utilizar su confusión para hacérselo notar.

—¡Esssto esss una ilusssión! ¡Una ilusssión de Lord Petrac! ¡Habéisss estado bajo el agua demasiado tiempo! ¿No osss daisss cuenta de que esto es una falsssa realidad?

—¿Falsa?

Se escuchó a sí mismo pronunciar la palabra y entonces recordó que tendría que haber sido imposible hacerlo. Parpadeó y vio que el mundo parpadeaba a su vez; del estanque pasó a una sala apestosa, polvorienta y largo tiempo abandonada y de allí al estanque de nuevo. Luego volvió a encontrarse en la sala. El estanque. La sala. Con un chillido arrojó la ilusión del estanque de su mente… y con ella, la ilusión de Troia.

Se encontró de espaldas sobre el suelo con las feas y medio ocultas facciones de Morgis frente a sus ojos. El dragón lo miraba con más preocupación de la que el Grifo había creído posible que un ser de su raza pudiera sentir por un extraño.

—Ya ha conseguido liberarse. Tú lo has sacado.

El Grifo torció el cuello hasta conseguir ver a la segunda figura: Jerilon Dane, con un aspecto bastante desaliñado por cierto. El ex piratalobo tenía los ojos hundidos, y su piel estaba lívida allí donde quedaba cubierta por una fina capa de pelo negro.

—¿Qué… ha sucedido? ¿Cuánto tiempo he estado inconsciente?

—Esas son dos buenas preguntas —observó el antiguo comandante de los piratas-lobo—. Puedes culpar a los tzee por lo primero. Ellos… eso… o lo que sea que son los tzee. Parece ser que nuestro «buen amigo». Lord Petrac les ha concedido más poder… pero les ha hecho utilizarlo para atraparnos, no para matarnos. En cuanto a la segunda pregunta, ninguno de nosotros tiene la respuesta, al menos de momento.

—Más de un día, si nos guiamos por el pelo que le ha crecido al aramita en el rostro —añadió Morgis.

El Grifo cerró los ojos unos segundos, buscando la oscuridad para poder reorganizar sus pensamientos. Recordó la conversación con el Devastador. Eso no fue un sueño. De todos modos dejó el incidente a un lado acosado de nuevo por los falsos recuerdos del estanque y el tiempo pasado junto a Trola.

—¡No volváisss a dejarosss atrapar!

Una mano cubierta de escamas lo abofeteó, e, instintivamente, sacó las uñas para defenderse. Poderosas manos lo sujetaron entonces por las muñecas para inmovilizarlo. El Grifo abrió los ojos con un tremendo esfuerzo y vio a Morgis, los largos y afilados dientes apretados con fuerza, que lo zarandeaba con violencia.

—El Supremo Vigilante debe de haberle dado algo muy especial —observó Dane casi como si hiciera un diagnóstico.

—El estanque… —El pájaro-león sacudió la cabeza. «No existía», se dijo. «Fue un falso sueño». Rechazó aquellos recuerdos, esta vez para siempre.

—Estoy mejor. Dejad que me levante.

Morgis se hizo a un lado y, sin soltar las muñecas del Grifo, le ayudó a ponerse en pie. El ex monarca miró a su alrededor. Se trataba de la misma sala a la que los había llevado Jerilon Dane. Se volvió hacia el aramita.

—¿Cómo escapaste?

—No puedo atribuirme ese honor. Fue tu reptiloide compañero el primero en conseguir escapar del mundo imaginario que la Voluntad del Bosque había creado para cada uno de nosotros.

—Lord Petrac… —el nombre del Supremo Vigilante, pronunciado por el dragón se transformó en una palabra obscena —… no comprende a los míos. En cuanto se dio cuenta de que yo carecía de respuestas para sus preguntas intentó instalarme en un mundo idílico. —El duque lanzó una ronca carcajada—. No sabe cómo puede reaccionar un dragón ante un mundo idílico. Tenía que escapar de allí antes de que me volviera loco. Sabía que yo jamás habría escogido un lugar como el que él había creado.

—Sus gritos me sacaron del mío. Yo he recibido entrenamiento como guardián y comprendo un poco este tipo de trampas. En cuanto la reconocí, escapar resultó fácil. Desperté justo cuando él se levantaba para ir en tu ayuda.

—Vuestro sueño os tenía atrapado con más fuerza —continuó Morgis—. Lord Petrac querría estar muy seguro de vos.

El Grifo le dio la razón con la cabeza, no deseando dar explicaciones sobre lo que el Supremo Vigilante había creado para él. Hizo un esfuerzo por controlar su creciente enojo; a pesar de los pesares, estaba seguro de que Petrac se había mostrado benévolo, que había reconocido un creciente lazo entre Troia y él y lo había llevado a su conclusión definitiva para poder mantener al Grifo bajo control.

De todos modos, el Grifo no se sintió más indulgente. Lord Petrac tenía que responder de muchas cosas, en especial del pacto…

—Morgis. —El dragón lo miró expectante—. ¿No recordáis nada de lo que dijisteis antes de que él nos atacara?

—Nada.

—Yo ya se lo había preguntado —interpuso Dane—. No recuerda nada.

—Interesante.

El pájaroleón les relató entonces su encuentro con el Devastador. Dane palideció aún más, y empezó a dirigir furtivas miradas a su alrededor como si esperara que su antiguo señor se materializara en toda su gloria en cualquier momento. Morgis, por su parte, escuchó con creciente interés.

—Lo que decísss… —Se interrumpió, para corregir su pronunciación—. Lo que decís tiene sentido aunque no se me ocurre ningún motivo por el que un dios deba temer a un mortal.

—Me temía lo suficiente como para ofrecerme a D’Shay en bandeja.

—Tendríais que haber aceptado. Nada me habría gustado más.

—A cambio, tendríamos que haber partido de vuelta al Reino de los Dragones. No puedo abandonar este continente en manos de ese sanguinario dios lobo y su horda de fieras amaestradas.

—El País de los Sueños caerá —confirmó Jerilon Dane —. Hace dos años no lo habríamos afirmado, excepto para aplacar a la población y proteger nuestras posiciones. Ahora, a pesar de que mi campaña fue una farsa —el antiguo pirata-lobo mostró una expresión resentida aunque no explicó la razón—, el País de los Sueños va perdiendo poco a poco su realidad. Dentro de tres, quizá cuatro años, el único País de los Sueños que existirá será aquel que permanezca en el recuerdo del victorioso consejo de guerra.

—Olvidas una cosa —añadió el Grifo enojado—. La alianza de Lord Petrac.

—¿Con los tzee?

—Con D’Rak. ¿Qué crees que puede haber ofrecido al gran guardián para sellar un trato así?

—¡La única cosa que asegurará la posición del aramita entre los suyos! ¡Sirvak Dragoth! —exclamó Morgis, comprendiendo al instante.

—Sirvak Dragoth y sus colegas vigilantes. Sospecho que la recompensa que Petrac recibirá a cambio será el control de lo que quede del País de los Sueños. Un pequeño coto propio donde podrá recostarse y pensar que se ha salvado una parte del territorio que debía proteger gracias a sus valientes esfuerzos… olvidando, claro está, a todos aquellos que hayan tenido la desdicha de no encontrarse entre los supervivientes escogidos por él.

El Grifo estudió a sus dos compañeros. Parecían dispuestos a hacer cualquier cosa que él decidiera. Se preguntó si podrían hacer algo sin sus poderes. Suspiró. ¿Qué otra elección tenían?

Se volvió hacia Jerilon Dane, que conocía Canisargos mejor que cualquiera de ellos dos.

—Tenemos que encontrar una forma de salir de esta ciudad, rápido. ¿Tienes alguna idea?

La expresión que apareció sobre las ya sombrías facciones del ex piratalobo dijeron al Grifo más de lo que éste deseaba saber.

Cerró los ojos mentalmente agotado.

—Entonces, tengo una propuesta…