«¿Puedes oírme?».
La voz le susurró burlona a través de la zona consciente de su mente, y él enterró en el acto sus intenciones, no por temor sino para evitar el pesado proceso de tener que volver a empezar de cero. Sobre todo en ese momento en que la situación parecía prometedora.
«Sé que me oyes. Deja de fingir que duermes».
Suspiró y le contestó:
«Te oigo. ¿Por qué motivo molestas mis pensamientos? Decidiste no volver a hablarme desde el último incidente. ¿Por qué ahora? ¿Te preocupa algo?».
Sintió más que escuchó el gruñido de respuesta y, por algún motivo, le hizo gracia.
«¿Cómo te haces llamar ahora? ¿Devastador, verdad? Un nombre tan salvaje para una mente tan diminuta».
«Una mente lo bastante grande para atraparte mientras jugabas tontamente con tus experimentos», respondió el Devastador triunfante.
«Te lo concedo. También te concedí una confianza que traicionaste».
«Ganaré esta partida, lo sabes».
«Todavía persistes en esa ilusión, ¿no?». El durmiente visualizó una enorme cabeza que se agitaba entristecida, y se lo reveló al que llamaban el Devastador: «Esto no es un juego. Esto no es una competición. Los otros lo sabían y tú también lo sabes».
«Los otros se han retirado. Sólo me falta eliminar a tus últimos y débiles peones».
«Me das lastima. Devastador. Estaba equivocado. Tu nuevo nombre resulta realmente apropiado para ti. Espero que te siga gustando cuando ya no tengas tus ilusiones para distraerte».
«¡Basta!». El grito psíquico fue suficiente para proporcionar al prisionero un efímero dolor de cabeza… o algo semejante. «No sé por qué me he molestado en hablar contigo».
«Quizás empiezas a darte cuenta de que eres mortal», sugirió el prisionero, pero comprendió al instante que el Devastador ya se había retirado.
Con un suspiro, el durmiente volvió a su descanso, mientras aquella parte consciente de su mente imaginaba ya el siguiente paso para obtener la libertad.
* * *
Aunque por fin había anochecido daba la impresión de que Canisargos no era una ciudad que se sosegara con la oscuridad. Las multitudes se redujeron, pero no de forma significativa. Antorchas, farolas de aceite e incluso cristales iluminaban la población. Gritos y música llenaban el aire, y los comerciantes seguían voceando sus mercancías bajo la luz de las lámparas, mientras las patrullas armadas crecían en tamaño, señal de que las celebraciones nocturnas a veces se desmandaban.
Si esto era realmente un ejemplo de cómo era la vida en la capital de los aramitas, no era extraño que éstos no cesaran de intentar extender su imperio. Lo poco que el Grifo y Morgis habían visto indicaba que abastecer a Canisargos de todo lo que necesitaba era una tarea de jornada completa.
—Essste imperio no caerá víctima de susss enemigosss —siseó Morgis en voz baja—. Más bien, se consumirá a sí misssmo.
—Es una posibilidad pero dudo que eso suceda lo bastante pronto como para que nos ayude a nosotros.
Se habían perdido, y ambos lo sabían. Con gran consternación por su parte, los dos fugitivos acababan de descubrir algo importante sobre las calles de Canisargos: quienes las proyectaron debían de ser maestros en el arte de crear laberintos insuperables. Les parecía imposible que los ciudadanos de la capital pudieran moverse por ella con tanta seguridad. Ni el Grifo, que se enorgullecía de sus habilidades, estaba seguro de por dónde habían pasado ni de la dirección que debían tomar. Calles que conducían directamente a la meta escogida se desviaban de improviso a la derecha o a la izquierda o, en una ocasión, incluso de regreso casi en la misma dirección de la que ellos venían. Habría sido más rápido moverse por los tejados, pero las patrullas aéreas seguían pasando sobre sus cabezas cada pocos minutos. Era un milagro que no los hubieran capturado todavía. Jinetes montados en grifos pasaron en dos ocasiones a escasos metros de ellos, atemorizando a los habitantes y advirtiendo a toda patrulla que encontraban de la existencia de dos forasteros. De momento, los pirataslobo atacaban ya a cualquiera que les pareciera demasiado sospechoso.
Una nueva patrulla, formada al menos por veinte hombres, bloqueó su única salida. El capitán, que se parecía en exceso a D’Haaren, interrogaba en aquellos momentos a uno de los hombres azules del norte; detrás del jefe de la patrulla, un guardián joven, el aburrimiento pintado en su rostro, acariciaba distraídamente el objeto que pendía sobre su pecho. Era una imagen que el Grifo había observado en más de una ocasión esa noche. La mayoría de los guardianes parecía hacer lo menos posible por ayudar en la búsqueda. Con tantos como había, tendría que haber sido casi imposible que los dos fugitivos llevaran tanto tiempo en libertad. El pájaroleón sospechó que D’Rak les debía de haber dado órdenes a tal efecto. El gran guardián quería que sus dos ex huéspedes siguieran sueltos por la ciudad… Pero ¿por qué razón?
Quería que llegaran hasta D’Shay; hasta ahí era razonable. Pero debía de haber otros motivos. D’Rak no era el tipo de persona que se sienta y espera a que uno de los enemigos de su rival lo libre de él. No, el gran guardián era una persona a quien le gustaba estar segura. El pelaje y las plumas de la espalda del Grifo se erizaron. Si conseguía acabar con D’Shay, ¿no estaría despejando el camino para un ser igual de diabólico? Mientras ambos se peleaban entre ellos y el Gran Maestre parecía dispuesto a aguardar el resultado de la contienda, la máquina de guerra de los pirataslobo se movía despacio. Pero la cosa cambiaría si alguien tomaba el mando. La situación pronto dejaría de estar estancada; el País de los Sueños iba perdiendo.
Sabía poco acerca de las regiones más remotas de aquel continente, pero supuso que no existían otros enemigos lo bastante poderosos como para oponerse a los aramitas… Y cuando esto terminara volverían sus garras de nuevo hacia el Reino de los Dragones.
Por fin, el capitán finalizó su interrogatorio y, con el aspecto de quien ha tenido un día muy pesado, ordenó a sus hombres seguir adelante. Una leve mueca burlona apareció en el rostro del joven guardián, lo cual no hizo más que confirmar lo que pensaba el Grifo. D’Rak tramaba algo.
Se escuchó un estruendo horrible a su espalda, y el pájaroleón giró en redondo, dispuesto a enfrentarse con lo que no podía ser más que un Corredor enviado en pos de sus huellas.
Morgis le dirigió una mirada avergonzada.
—No puedo evitarlo. No hemos comido desde hace casi dos días, y el estómago de un dragón no tiene escrúpulos cuando ha estado en movimiento sin parar.
Ante la mención de la palabra comida, el estómago del Grifo empezó también a agitarse. Desde luego había pasado bastante tiempo; sólo recordaba haber comido en dos ocasiones durante su estancia en el País de los Sueños, y las dos veces el menú estaba compuesto de unas pocas frutas. Aunque tanto el dragón como él podían seguramente aguantar días sin comer, quizá fuera una buena idea hacerse con algo mientras podían. Era imposible saber lo que sucedería si llegaban —o más bien cuando llegaran— a la fortaleza del Gran Maestre. Lo mismo podían morir que tener éxito. En cualquier caso, no les perjudicaría fortalecer sus reservas de energía, siempre y cuando encontraran una forma de conseguir comida que no los pusiera en peligro. Al Grifo no le gustaba la idea de que lo capturasen porque alguien lo hubiera visto robando algún artículo medio podrido de la parte trasera de una posada infame.
Volvió a examinar la calle. Empezaba a haber menos gente, y parecía que algunos de los establecimientos se decidían a cerrar. Era comprensible; incluso los posaderos tenían que dormir alguna vez, además de hacer un poco de limpieza después de un día de trabajo.
Uno de los problemas era que el hombre azul seguía todavía por allí. Parecía haber adquirido un interés obsesivo por la zona una vez concluida su conversación con el capitán de la patrulla. El Grifo se preguntó si no sería un informante o algo parecido.
Pero el hombre azul se convirtió en una cuestión secundaria cuando ante su vista apareció una figura muy familiar. El Grifo se aplastó contra la pared y Morgis lo imitó al momento.
—¡Uno de los Seres Sin Rostro! —Morgis se llevó la mano a la espada.
—¡No! ¡Lo dejaremos en paz a menos que se nos eche encima!
—¡No confío en ellos! ¡No me importa si ayudan al País de los Sueños!
—Yo tampoco confío en ellos, pero no pienso enfrentarme a algo que puede moverse con libertad en ambos territorios. Quienquiera o lo que sea que sean los no-gente, pienso evitarlos… Al menos hasta que me haya ocupado de lo que me ha traído aquí.
Estaban convencidos de que el rostro en blanco se volvería hacia ellos, pero el Ser Sin Rostro se detuvo frente al hombre azul y contempló fijamente a la sobresaltada figura. A los pocos segundos de sufrir el detenido examen de la encapuchada criatura, el hombre azul salió corriendo. El Ser Sin Rostro lo contempló (se supone) con calma hasta que desapareció de su vista, luego siguió su camino sin lanzar siquiera una ojeada en dirección a las dos ocultas figuras que lo vigilaban.
—No puedo evitar tener la impresión de que sabía que estábamos aquí —rezongó Morgis inquieto.
—Esperemos que no fuera así.
El Grifo asomó la cabeza por la esquina para echar un vistazo. De momento la zona estaba desierta, debido probablemente en parte a la breve presencia del espectro sin rostro. Al otro lado y a su derecha había un lugar bastante prometedor llamado La Mesa del Devastador. El pajaroleen no podía imaginar a un dios tan salvaje como el Devastador utilizando una mesa —ni tampoco un cuchillo y un tenedor— pero se dijo que un local con ese nombre tendría por fuerza que servir buenas comidas.
Lo cual significaba una mejor calidad en sus desperdicios.
Era ahora o nunca.
—¡Vamos!
Atravesaron la calle a toda velocidad, las capuchas bien echadas sobre sus rostros. Cualquier mirón que no estuviera medio borracho se daría cuenta de que eran forasteros. Pero tuvieron suerte; la calle seguía vacía. No se atrevieron a respirar hasta estar al otro lado. El Grifo se dirigió entonces hacia la parte trasera de la posada. El montón de basura los decepcionó. Los carroñeros se ocupaban ya de las pocas piezas que valían la pena, y el resto apestaba a podrido. Después de aspirar la peste que flotaba alrededor de los desperdicios, el Grifo llegó a la conclusión de que era mejor así.
—¿Bien? —El dragón se detuvo a su espalda, olfateó, y sacudió la cabeza con repugnancia—. No importa, ya me doy cuenta.
Algo se agitó entre el montón de basura. Algo del tamaño de un perro pequeño, pero que no se parecía a ningún perro que el Grifo hubiera visto jamás. En algunas cosas recordaba a una rata, pero el rostro era chato y ninguna rata tenía dientes como los de aquella criatura.
—Bien limpio, podría no ser mal bocado —sugirió Morgis con tranquilidad.
La criatura lanzó un agudo ladrido, y otro le contestó no muy lejos. El Grifo recordó su nombre.
—Verlok.
—¿Verlok?
—Fueron la idea de algún idiota para librar a las ciudades de las ratas. Tuvieron éxito, pero ahora tienen a los verloks.
Un tercer verlok surgió de detrás del montón de basura. Era más grande que los otros dos.
—Estos verloks… —Morgis posó la mano sobre la empuñadura de su espada—, ¿viven en colonias muy grandes?
El mismo ladrido agudo surgió de todos los montones de basura distribuidos por el callejón.
—Bastante grandes. —El Grifo sacó su espada con sumo cuidado. El dragón lo imitó—. Retrocedamos fuera de aquí. No podemos luchar contra los verloks si nos atacan muchos de ellos a la vez.
Morgis no discutió sus instrucciones, pero sí preguntó:
—¿Por qué dejan los piratas-lobo que estos bichos sigan viviendo? ¿Por qué no acabar con ellos? Pueden hacerlo.
—¿Por qué iban a molestarse? Las criaturas se ocupan de eliminar la basura… seguramente también se ocupan de aquellos desdichados cuya existencia ni el Gran Maestre conoce.
Las criaturas más cercanas a ellos se habían callado, pero se oían los gritos de otras, mucho más lejos.
—¡Están avisando a los demás! —exclamó el Grifo poniéndose alerta—. ¡Denuncian nuestra presencia!
—Grifo…
El pájaroleón se volvió despacio al escuchar la llamada de advertencia del dragón. Poco a poco iban saliendo verloks de los callejones que tenían detrás. Distinguió al menos dos o tres docenas de cuerpos borrosos, y sabía que debía de haber más.
Morgis tenía la espada desenvainada y la utilizó para hacer retroceder a un verlok particularmente arrogante. La criatura lanzó una retahíla de estridentes ladridos que era seguro atraerían sobre ellos a todos los soldados de Canisargos.
El Grifo paseó la mirada a su alrededor. No se había encendido ni una antorcha ni una vela. Daba la impresión de que los habitantes de los edificios cercanos estuvieran muertos a juzgar por el interés que demostraban por lo que sucedía en la parte trasera de sus comercios y hogares. Evidentemente, Canisargos era un lugar donde las gentes se ocupaban sólo de sus propios asuntos. De esta forma no se les podía responsabilizar de aquello que no veían… o eso era al menos lo que pensaban. Por una vez se alegró de que fueran tan indiferentes.
Aunque esa condición no solucionaba de todos modos el problema que tenían con aquellos bichos.
Muy despacio se fueron encaminando hacia la callejuela por la que habían venido. La memoria del Grifo se negaba a revelarle nada más sobre los verloks; al parecer sus recuerdos acudían sólo cuando eran absolutamente necesarios. Se preguntó si alguna vez alguno no acudiría cuando ya fuese demasiado tarde aunque probablemente no importaría: él ya no estaría allí para que le importara.
Los verloks no los siguieron por la callejuela, cosa que les proporcionó cierto alivio. Les dolía, en especial a Morgis, tener que retroceder ante tales criaturas, pero ambos tenían la suficiente experiencia como para saber cuándo se encontraban en demasiada desventaja. Nada ganaban quedándose allí y peleando. Era mejor que siguieran su camino por aquel laberinto llamado Canisargos con la esperanza de conseguir llegar por fin a su destino…
Y entonces…
El Grifo deseó poder saber cuáles eran los planes de D’Rak. O de D’Shay. Los dos buscaban una confrontación, pero en sus propios términos. D’Rak quería utilizar al pájaroleón como cebo; eso al menos era evidente. Sin embargo…
Una nueva oleada de estridentes ladridos llenó el silencio de las calles vacías, esta vez había un tono maligno en las voces. El Grifo oyó que Morgis lanzaba una exclamación de sorpresa a su espalda. No tuvo que preguntar el motivo; una sola mirada lo informó. Por razones que sólo ellos conocían, los verloks habían decidido seguirlos. Se veían ya más de dos docenas de ellos y muchos otros empezaban a doblar la esquina.
—¿Nos enfrentamos? No me sentaría mal un poco de carne fresca. —A pesar de sus palabras era evidente que el dragón no tenía el menor deseo de luchar contra la cada vez más numerosa manada.
—No. Seguiremos adelante.
—Un buen plan.
Salieron a la calle principal, que seguía totalmente vacía, y escudriñaron la zona. Morgis señaló una calle a su derecha.
—¿Por ahí?
—Qué remedio. —El pájaro-león indicó a su izquierda. De todas las rutas posibles salían verloks en cantidades tales que habrían hecho huir despavoridos a los habitantes locales y no se los habría podido tachar de cobardes.
Por temor a que les cerrasen también el único camino que les quedaba, abandonaron toda cautela y corrieron hacia la calle que Morgis había escogido. Los verloks que estaban más lejos les dieron caza en silencio; en cambio, los situados más cerca parecieron vacilar.
Morgis fue delante, calle abajo, mientras las criaturas los seguían lo bastante cerca como para ser una amenaza pero no un peligro. El Grifo se inquietó.
—¡Tenemos otro cruce delante! ¿Qué dirección?
—Probad a la derecha otra vez.
Morgis dobló la esquina y enseguida retrocedió dándose de bruces contra el Grifo al encontrarse por lo menos con una docena de verloks que venían corriendo por la calle que habían escogido.
Otros más aparecían por la calle situada a su derecha. A falta de otra elección, se vieron obligados a seguir por la ruta original, mientras la jauría de verloks crecía con los recién llegados. Lo único bueno de toda aquella situación es que la presencia de tantos animales juntos en un lugar tan estrecho obligaba al grupo entero a avanzar más despacio.
Fue el dragón quien lo advirtió primero. Su respiración era entrecortada, más debido a la frustración que al cansancio, y las palabras surgieron a bocanadas:
—Nos… están… conduciendo.
Eso era lo que había estado preocupando al Grifo. Para ser carroñeros, los verloks actuaban con gran precisión; les estaban señalando una ruta y sólo una. También era demasiada coincidencia que nadie —y en una ciudad como Canisargos, eso era imposible—, absolutamente nadie, se hubiera cruzado con ellos. Parecía que la ciudad estuviera desierta, y, sin embargo, a lo lejos, se oían los ruidos producidos por los noctámbulos. Incluso suponiendo que toda esa zona permaneciera cerrada por la noche, era imposible que no hubiera aparecido ni una sola patrulla aramita, habiendo como había dos fugitivos sueltos por la ciudad.
—¿Qué podemos… hacer? —susurró Morgis.
—Plantar cara y luchar… o ver a dónde quieren que vayamos.
—¿Qué preferís?
—No podemos con todos. Esperemos que tengan otros planes que no sean cansarnos antes de comernos para cenar.
—Si no estuviéramos bajo el hechizo del gran guardián…
—Probablemente ya nos habría caído encima todo el ejército del imperio aramita. Esta es su capital, no lo olvidéis.
Los verloks siguieron azuzándolos en silencio. A su manera, eran peores que los Corredores. Al menos a las espectrales figuras lobunas se las podía derrotar. Aquí, podían pasarse el día matando carroñeros sin hacer demasiada mella en su población, y era precisamente la inutilidad del enfrentamiento lo que los consumía.
—Grifo, nos estamos… acercando… al palacio. Así era. Inquietantemente cerca. Quería penetrar en aquel lugar, pero en circunstancias muy diferentes. Quería tener la posibilidad de luchar. Entrar allí acosado como un conejo asustado no le hacía ninguna gracia y se sintió tentado de darse la vuelta y plantar cara allí y entonces. Era preferible morir luchando aunque fuera contra los apestosos comedores de basura llamados verloks. Dudó de que morir a manos de los esbirros del Devastador fuera una muerte honorable.
De repente un grupo de verloks salió corriendo de una calle que tenían enfrente. El Grifo y Morgis se vieron obligados a doblar a la izquierda alejándose del santuario del Gran Maestre.
—¿A dónde…? —Fue todo lo que Morgis pudo decir antes de que un portal que no estaba antes se materializara justo frente a ellos, tragándoselos sin darles tiempo siquiera a reaccionar.
* * *
—Bienvenidos de vuelta. Lo siento, pero tenía que actuar deprisa.
El Grifo se incorporó furioso del frío suelo de piedra sobre el cual los había arrojado la puerta en miniatura desde una altura de medio metro. La inesperada ausencia de un punto de apoyo los había tirado, al dragón y a él, rodando por el suelo. Su nuevo anfitrión volvió a disculparse.
—Fue una maniobra más bien a la desesperada. No os habría gustado el lugar al que os conducían los verloks. Os lo aseguro, sé cómo es.
Reconocieron la voz aun antes de poder distinguir la figura con más claridad a la débil luz.
—Jerilon Dane! —masculló Morgis enloquecido y su mano fue en busca de la espada que había tomado prestada y de la que se había separado durante la caída—, ¡humano!
—¡Las manos quietas! —El aramita alzó las suyas para que vieran que estaban vacías—. No llevo armas, y he agotado mi poder abriendo los portales. ¿Tan poco honor tienen los dragones que son capaces de atacar a un adversario desarmado?
El Grifo, que recordaba muy bien muchas de las atrocidades que eran capaces de hacer ciertos dragones —por ejemplo el Duque Toma— no hizo intención de interferir… de momento. No sentía el menor afecto por el ex pirata-lobo, pero tampoco mataba porque sí. Morgis tendría que decidir por su cuenta qué valor concedía a su honor y al de su padre. Si el dragón tomaba la decisión errónea, el pájaro-león reaccionaría.
Morgis vaciló, la punta de su espada titubeó entre un lado y otro del pecho de Dane, y luego masculló un incomprensible juramento draconiano. Con un visible esfuerzo envainó el arma.
—Eso está mejor. No pienso haceros ningún daño.
—¡Nos abandonaste en manos del gran guardián de los piratas-lobo! —protestó el dragón con amargura.
—No hice eso en absoluto…, mi partida no fue voluntaria. Me rescataron. Pura casualidad. Podría haberse tratado de cualquiera de nosotros. Sólo tuvo tiempo de concentrarse en uno.
El Grifo miró a su alrededor. Se encontraban en una habitación polvorienta y abandonada. Parecía una vieja sala de reuniones más que otra cosa, y gran parte del otro extremo de la estancia quedaba oculto por una cortina de oscuridad. La única salida visible parecía ser un pasillo de piedra. Era casi como si estuvieran de vuelta a las mazmorras privadas de D’Rak.
—¿Dónde estamos?
—En el mundo subterráneo de Canisargos… lo que algunos denominan uno de los tres antiguos hogares de los dioses. —Por su tono de voz era evidente que Jerilon Dane creía en lo que decía. No era una noticia muy reconfortante, si se tenía en cuenta la clase de dios que se suponía gobernaba la ciudad.
—¿Y qué hay de ese «benefactor» nuestro? ¿Quién es y qué quiere de nosotros?
—Se lo podéis preguntar vosotros mismos —interpuso una familiar voz femenina.
—¿Trola? —Sorprendido por la sensación de alivio en su voz, el Grifo se calmó, feliz en ese momento de que sus facciones de ave impidieran a otros advertir su turbación.
El rostro de ella pareció iluminarse ante su reacción. Entró en la sala con una antorcha en la bronceada mano. Sus movimientos estaban aparentemente muy estudiados para causar mayor efecto. Era un auténtico depredador, habría podido convertir el sencillo acto de andar en una maniobra ofensiva o defensiva.
—Ya era hora de que llegaseis aquí. —Más de cerca tenía aspecto de estar casi agotada, como si se hubiera preocupado más de lo que su distendida actitud indicaba—. ¡Estará tan contento!
—¿Has estado ahí afuera todo el tiempo? —le espetó Jerilon Dane.
—Lo siento… quería… estar cerca por si entraba otra cosa que no fueran estos dos. Podrías haber necesitado ayuda.
—Tu preocupación resulta abrumadora —gruñó él—. ¡En cambio tu capacidad de confiar brilla por su ausencia!
—Hijos míos, ¿por qué tenéis que discutir de esta forma? Somos todos aliados en esto.
El Grifo contempló asombrado a la alta y regia figura que entraba en la sala.
—¡Lord Petrac!
—Grifo. —La Voluntad del Bosque se apoyaba con fuerza en su bastón. Parecía un poco ojeroso, como si el Supremo Vigilante hubiera soportado fuertes tensiones últimamente. Si había sido él el cerebro de la afortunada huida de los cuatro en plena capital de los piratas-lobo, lo que era sorprendente es que pudiera mantenerse en pie ni siquiera con la ayuda de un punto de apoyo—. Perdonadme. Parece que me he estado excediendo.
Trola fue en su ayuda, pero él la despidió con un gesto de la mano.
Morgis, que nunca se había encontrado con el Supremo Vigilante, lo estudió con aire crítico.
—¿Tú eres el responsable?
—Lo soy, Duque Morgis.
—¿No es un poco peligroso para ti estar aquí en la fortaleza de tus enemigos?
Los ojos del ciervo se clavaron en los del dragón, y fue Morgis quien finalmente desvió la mirada. Lord Petrac estaba agotado, sí, pero no había perdido la energía.
—Existe peligro, es cierto, pero es un riesgo necesario si quiero conservar alguna esperanza para el País de los Sueños. Además no podía dejaros a merced de los aramitas.
Los incluyó a todos en su afirmación, pero el Grifo observó que su mirada se volvía hacia Trola; como si la Voluntad del Bosque hablara solamente para ella. El pajaroleen se sofocó de manera instintiva, luego, avergonzado de lo que pasaba por su mente, reprimió sus oscuros pensamientos.
—Creo —continuó el Supremo Vigilante — que lo mejor sería que abandonaseis Canisargos al instante. Tanto D’Shay como D’Rak deben de estaros siguiendo ya, y mi estratagema no los engañará durante mucho tiempo. —No les explicó en qué consistía su estratagema.
Fue Morgis quien sorprendió entonces a todos los presentes. Se irguió en toda su estatura, señaló a Lord Petrac y, con voz fuerte y precisa, dijo:
—Hay más cosas que no nos has contado. Háblales de tus tratos con la cría del Devastador. Háblales de la traición que has urdido con el gran guardián, D’Rak.
Los ojos del Grifo pasaron del dragón al Supremo Vigilante. En lugar de la expresión de incrédula sorpresa que cubría los rostros de Jerilon Dane y Trola —para no hablar del suyo— en el orgulloso semblante de la Voluntad del Bosque no había más que tristeza cuando golpeó el polvoriento suelo con el bastón.
—No sé de qué forma has descubierto esto, reptil —musitó—, pero me temo que lo pagaréis todos.
Morgis los miraba uno a uno perplejo. Ni siquiera parecía recordar lo que acababa de decir. Mientras el dragón paseaba la mirada de uno a otro en busca de una explicación, Petrac volvió a golpear en el suelo con su bastón.
Un murmullo incesante y familiar empezó a sonar por la habitación, ante el creciente horror del Grifo.
—De veras lo siento —repitió con suavidad el Supremo Vigilante.